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Amor perdido
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Libro electrónico496 páginas12 horas

Amor perdido

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Carlos Monsiváis reúne un muestrario de personajes que de modos diversos, insólitos a veces, ilustran facetas de la sociedad mexicana. Así, gracias a su particular estilo, desfilan ante el lector músicos (Lara, Jiménez), chavos onderos y clase alta, figuras espectaculares (Fidel Velázquez, La Tigresa, Isela Vega, Siqueiros), un escritor singular ah
IdiomaEspañol
EditorialEdiciones Era
Fecha de lanzamiento15 jun 2020
ISBN9786074450828
Amor perdido
Autor

Carlos Monsiváis

Desde muy joven colaboró en suplementos culturales y medios periodísticos mexicanos. Estudió en la Facultad de Economía y en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional Autónoma de México, y teología en el Seminario Teológico Presbiteriano de México. Asistió al Centro de Estudios Internacionales de la Universidad de Harvard en 1965. Gran parte de su trabajo lo publicó en periódicos, revistas, suplementos, semanarios y otro tipo de fuentes hemerográficas. Colaboró en diarios mexicanos como Novedades, El Día, Excélsior, Unomásuno, La Jornada, El Universal, Proceso, la revista Siempre!, Fractal, Eros, Personas, Nexos, Letras Libres, Este País, la Revista de la Universidad de México, entre otros. Fue editorialista de varios medios de comunicación.

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    Amor perdido - Carlos Monsiváis

    AUTOCRÍTICO

    ALTO CONTRASTE

    (A manera de foto fija)

    I. HAY QUE IMITAR A LA NATURALEZA Y NO CORREGIRLA

    La luz va ordenando a las personas como si se tratase de recuerdos, va arreglando la colocación de los grupos, ustedes en el medio por favor, usted al lado como si divagara. Así, muy bien… La luz es perfecta, con la perfección de un banquete en honor del Señor Presidente, convivio donde el detalle más insignificante ha sido objeto de arduas meditaciones. Armonía en blanco: los guantes, los vestidos, los cinturones, las sombrillas, las rosas y las sillas plegadizas. En la brillantez de la atmósfera todo se difumina y queda inscrito en una pausa, en un paréntesis donde, de no recibir el calificativo de refinados, la galantería, la presencia y los ademanes ensayadísimos terminarían aislados, suspendidos en el aire como la sonrisa del gato de Cheshire.

    Muchísimo tiempo a la disposición del tiempo: las damas de blanco sonríen brevemente, seguras de que una carcajada puede destruir el encanto bucólico. ¡Oh divina pléyade!

    ¿Qué se hace con tales escenas? ¿Se les incluye en el ámbito de significación moral de una novela de Henry James, podrían estallar con alegría melancólica en un relato de Katherine Mansfield, merecen el trato reminiscente de Luchino Visconti o Joseph Losey? Como puede ser que sí…: nos hallamos —la luz intensa del mediodía así lo exhibe— en un mundo dominado y habitado por las sensaciones puramente exteriores: orgullo social, discreción social, júbilo socialmente controlado y repartido, displicencia social. Los sentimientos individuales ni pueden fragmentarse ni importan demasiado. Si no es para anunciar una gran pasión, disponer metódicamente de vida interior es un lujo inadmisible. No hay introspectiva, no hay caracterología: hay porfiristas, un puñado de mexicanos apoderados del fin y el principio del siglo, la sociedad cortesana en un país colonial, la tradición que encarna, se preserva y multiplica como baile de carnaval donde todos fuesen ataviados para una ceremonia de coronación y hubiese la consigna de no permitir ruido alguno.

    La imagen ante el espejo: la individualidad arrogante de aquel porfirista es idéntica a la personalidad intransferible de su vecino (y seguro servidor de Dios y de usted). No sólo los iguala nuestra perspectiva histórica: también, su dócil cooperación en el intento de crear, entre homenajes al Señor Juárez, la Aristocracia Mexicana. Buenas maneras: maneje usted la sombrilla con toda parsimonia, déle vueltas, suspire, no demuestre celo ni precipitación, diríjale a su acompañante una mirada comprensiva. Criados de librea: una residencia es, siempre, un compromiso didáctico y erótico, cada cosa en su sitio, los camafeos, los armarios de nogal, los taburetes turcos, la marquetería de concha nácar, los espejos de marco dorado, las macetas de porcelana y vidrio y, en el jardín, el oporto y el cognac. Moral impecable: la honra es tu primera dote, hija mía, la honra es tu escudo y tu fortaleza, tu pronto auxilio, tu razón de ser y tu plenitud. Declaraciones (en óvalo) de los antepasados: no hemos surgido sólo para la gloria de esta fotografía, ya estábamos desde el principio y si mi padre se armó de un bisabuelo fue para no dejarnos en la orfandad. ¿Ya vio usted nuestro escudo de armas?

    Luz impiadosa: el retrato de Don Porfirio Díaz, Presidente de la República, dispone del privilegio de iluminar y de centrar: a su alrededor se organiza una sala, una vida familiar, una riqueza recién adquirida, una búsqueda de protección. En salones (naturalmente umbríos) el porfirista se concentra para acumular respeto y distribuirlo —con gesto severo— entre estatuas, cortinajes, candiles, bargueños, tibores, tapetes persas, abanicos pintados con escenas versallescas, pieles de tigre, arcadias de porcelana, candelabros, cuadros de paisajistas que no llegarán a ser famosos por la ausencia lamentable del rotograbado en color.

    Generosos, los porfiristas donan un mar de panes. La caridad —ayer como ahora— primero es una representación y luego una concesión. Se teatraliza el dinero, la superioridad moral, la decisión de aliviar (periódicamente) las penas. Se concede la foto y la quietud ante las gratitudes circundantes. Ser rico es nacer de nuevo en la elegancia. Las Familias Distinguidas: grupos de extras en la película donde un actor único monologa.

    Durante tres décadas de armonía decretada y concentrada, esa entidad polifacética, la República Mexicana, conoció (formalmente) un solo estilo: el porfirismo. Don Porfirio Díaz, electo y vuelto a reelegir, caudillo y Príncipe de la Paz (síntesis de México) (un blow-up de nuestro culto a la personalidad), le cedió su nombre a un periodo histórico y le infundió sus atributos de perseverancia y trascendencia. El porfiriato aspiró a la autosuficiencia, el ahorro o eliminación de esas contradicciones que indican juegos dialécticos pero provocan molestias innecesarias. Parcialmente tuvo éxito, ya que, en la entidad inasible designada hoy como memoria colectiva (abstracción docilizada a golpes de efemérides, soldada en el cine y concretada en la televisión), aparece como orbe concluso, monolítico, incapaz de fisuras. ¿Quién da más adjetivos porfiristas para el porfiriato? Ahí les van: imponente, sereno, severo, clásico, inmutable, rotundo.

    El porfirismo es: las cifras de la ciudad de México en 1900: 368 898 habitantes, quinientos mil litros diarios de pulque, seis mil bicicletas en circulación, una procesión que, partiendo de la Sala del Cabildo, confía a la Rotonda de los Hombres Ilustres dos urnas cinerarias. Un sindicato de apellidos: Romero Rubio, Escandón, Redo, Lancaster Jones, Corcuera, Martínez del Río, Romero de Terreros, Rincón Gallardo, Algara, Braniff, Sánchez Navarro, Casasús, Cortina, Elízaga, Goríbar, Iturbide, García Pimentel, Ituarte, Mier, Prida, Terrazas, Lascuráin, Paz, Landa, Limantour, Iturbe, Santacilia. Una contienda de landós, breaks, mail coah, berlinas, coupés y Vis-a-Vis. El desafío del trato a la europea en la inmensidad de unas cuantas calles. La verdad es lo social, lo social es la verdad: la dictadura solicita verse expresada a través de la pastelería El Globo, las verbenas, la alusión permanente a las lámparas votivas, las fiestas de caridad, el gran baile oficial, las inauguraciones y el listón cortado y las inauguraciones y la bendición del obispo, los arcos triunfales, la recepción en el Casino, los salones de patinar, el Garden Party que festeja a doña Carmelita Romero Rubio de Díaz, el hipnotizador Onoffroff le ordena a un miembro del público un dolor de muelas.

    Una sociedad refinada y religiosa. Las fiestas exigen devoción y desprenden comunicación. El Viernes de Dolores le corresponde a las fiestas de Santa Anita y la quema de Judas es un acto catártico y el día de San Juan es propiedad de la Alberca Pane y nadie que se respete dejará de venerar el 12 de diciembre a la Guadalupana. Una sociedad decente y de nobles sentimientos ama al hogar como si fuera la patria y venera a la patria como a una madre: no hay virtud fuera del noviazgo, no hay amor del bueno fuera del matrimonio y no hay sentimiento cívico alejado de la corona de flores depositada respetuosamente. El patriotismo es conmemorativo y majestuoso y vale la pena interpretar culturalmente la fusión, en la construcción del Ángel de la Independencia, de la piedra blanca de Pachuca y el mármol blanco de Carrara. No hay televisión: la sociedad acude a la oratoria y la velada literario-musical. No hay cine: la sociedad se cumple en las celebraciones (siempre facilitadas popularmente por la barbacoa o el tlachicotón).

    En 1910, con la gran excepción de núcleos liberales en provincia (ver la novela de Azuela Los fracasados, de 1909) y de formas de vida burguesas y bohemias en la capital, la moral feudal impera, con su ecuación defensa del derecho natural de posesión sobre la mujer, la tierra, los trabajadores y la patria = fortaleza del espíritu = pilar de la sociedad = represión sexual. El clero verbaliza, entre homilías y absoluciones, el sueño de los latifundistas: que la historia y la sociedad no transcurran, que el respeto al amo se eternice. Es el México a la vez ideal y trágico, sombrío y reprimido, ferozmente cruel y amortiguado, que actúa —con excelencia literaria— en las páginas de Al filo del agua y Pedro Páramo.

    Casi al pie de la letra, lo que Yáñez consigna en Al filo del agua (1947) es el viacrucis (todas las metáforas deben poseer un tono de expiación cristiana) de la moral feudal: sucesión de normas estrictas, ritmo masturbatorio de una colectividad, la castidad como glorificación del código de prohibiciones, el sudor acumulado de la contención social y sexual. El ánimo predominante de los propietarios: que se mantengan las apariencias a toda costa, el disimulo no es defecto ético sino requerimiento de la vida pública y de la privada, la consigna mátalos en caliente no es prueba de cinismo sino de prontitud.

    Apego a la balanza. Sentido del equilibrio. En las guerras de Reforma los conservadores son vencidos, pero, en la práctica, las leyes no detienen el culto externo ni neutralizan la tiranía eclesiástica en los pueblos. Una novela como La guerra de tres años de Emilio Rabasa es perfecta en su don caricatural: a las mujeres el clero las usa en defensa de un pasado perpetuo, ante el silencio o la abyección del aparato político. Por lo mismo, las novelas de la segunda mitad del XIX reverdecen el culto a las virtudes hogareñas, confunden los procesos ideológicos, ensalzan la dependencia femenina (virginidad en, antes y después del matrimonio), desconfían de la política —fuente de los males—, temen los efluvios disolventes de la ciudad capital, centro de la política.

    Lo que Yáñez contempla es típico en su densa oleaginosa inmovilidad. Las correspondencias entre La Regenta de Clarín y Al filo del agua son, en lo fundamental, temáticas: el cura (la Iglesia) lo observará todo desde el campanario, lo aprovechará todo desde el confesionario. La diferencia radica en la exploración erótica que Clarín intenta, a partir de esa mórbida contemplación de la Regenta, frente a la reducción asexuada, la perpetua frustración del pueblo jalisciense de Yáñez. Ni siquiera Micaela, la coqueta, tiene acceso a la sensualidad: sus devaneos, castigados con la muerte, forman parte de un plan de fuga no de entrega. La salida al campo de Luis Gonzaga, alucinación que mezcla la mística con el orgasmo prefreudiano (esto es, que no se reconoce como tal), es fiebre de apetencias y exclusiones. El manejo político de la religión prodiga —abundan los testimonios— conciencias desdichadas (ánimos quietos). En estos pueblos, la culpa sexual es una contribución poderosa a la estabilidad política. La Sábana Santa (corte en el medio para evitar el conocimiento de la desnudez de la esposa) subraya el miedo y la desidia ante lo consentido por la Ley y la Iglesia. Si lo permiten, no interesa. Que no se mancille el Tálamo Nupcial: el sitio del sexo es el desbordamiento de los prostíbulos. A la clase dominante parece describirla políticamente el fervorín moralizante anterior al coito: Esto que hacemos Santo Señor, no es por vicio ni es por fornificio, sino por hacer un hijo en tu santo servicio. El de exclusión es el sentimiento nacionalista más intenso y el Deber Cumplido —en la cama o en la Cámara de Diputados— es la contribución esforzada a una estrategia de dominio, que implica la renuncia pública al placer. En los treinta años del porfiriato, las virtudes privadas son notoriamente, un plan político. Gastado y devastado el país por guerras de intervención, guerras civiles, bandidaje, anarquía administrativa y falta de conciencia nacional, se le exigió a la dictadura imponer orden y paz, y a la Sociedad diseminar el respeto. A la distancia, los términos Decencia y Buenas Maneras se escuchan sólo cargados de la ridiculez y las pretensiones de una élite encumbrada sobre el despojo y el asesinato. En su momento ser Decente y poseer Buenas Maneras fue algo más que una amnesia prefabricada, algo más que la arrogancia que se improvisa un pasado e inventa las tradiciones que le acrediten y la legitimen. También, la obligada Decencia Porfiriana es proyecto de cohesión interna, la otra cara de las intimidaciones a la gleba que se agolpa —burlona o reticente— a la salida de las Buenas Maneras. No hay conciencia nacional, no hay orgullo por el país que nos mantiene tan alejados de Europa, démosle a la élite reglas que la unifiquen, que le construyan de modo instantáneo su primera identidad: la Decencia viene a ser, en este sentido, pero .muy estrictamente, una nacionalidad. Ser Decente antes de averiguar en qué consiste eso de ser mexicano. Del mismo modo, la Decencia de los pocos amedrenta a quienes, al no poseerla, se consideran a la vez inferiores e inferiorizados. La envidia o el azoro ante modales y carruajes y exaltaciones de la castidad y horror dramatizado ante el desnudo y la mala palabra robustecen y amplían en las masas el sentimiento de incomprensión y repudio ante su propia conducta.

    El porfirismo: la élite y los trabajos forzados en Valle Nacional: las veladas literario musicales y Cananea y Río Blanco: Justo Sierra y Ricardo Flores Magón: el respeto ajeno y la persecución. Esplendor y miseria, rituales y crímenes: los contrastes son obvios, pero sin la obviedad de los contrastes no hubiese habido revolución.

    II. CAPRICHOS DE HEMBRA QUE TUVO LA DAGA

    Porque no tiene, porque le falta …

    Entre el lodo y las casuchas, ante la expresión indescifrable de los curiosos, van surgiendo de modo simultáneo, un pueblo y una revolución. El pueblo es compartido: entrega su patrimonio sus lazos de unión: la decisión de morirse si eso garantiza un llanto a su favor, la resignación fatalista, el cabrón resentimiento, la perseverancia de siglos que opone a la rigidez estucada del porfirismo. Más acá y más allá de los caudillos, de las proclamas y de las llamadas al patriotismo (Y en consecuencia de lo anterior, invito a los ciudadanos a levantarse en armas), el pueblo se precipita, irrumpe, desgarra, va creciendo y va siendo. Las masas zapatistas difunden otra versión (aproximada) del color blanco: el alud de sombreros y calzones de manta. Vámonos al monte, éntrale a la bola y sépanlo bien pinches méndigos: sólo hay pueblo mientras hay revoluciones y (1910–1917) las revoluciones duran el día entero, el año entero, el tiempo que duran y la revolufia es la mezcla orgánica de situaciones culminantes y vida cotidiana.

    La soldadera

    Y una moza que valiente los seguía… Al terminar la batalla, la mujer permanece. La del vientre fecundo (la esclava ideal) se incorpora y, de pronto, aprovechándose de los movimientos de Carmen Serdán o de las vacilaciones del instante, se echa a andar. No con demasiada suerte: al cabo de las caminatas prodigiosas, la mujer revolucionaria se deja mitificar y el mito, al estipular carácter y condiciones, confirma y garantiza la esclavitud y transforma, amargamente, virtudes naturales en peso muerto para sus descendientes. ¿No hubiese podido la mujer en la revolución elaborar una herencia más alivianada? Ni modo, a ella le hicieron arrojar sobre sus descendientes una carga fatal de abnegación, sufrimiento callado, estoicismo y obstinada veneración por su hombre.

    Mejor no anticiparse. El proceso finalmente tuvo lo suyo. De propiedad indiscutida, de objeto destinado a la decoración o al uso exhaustivo en cualquier clima, la mujer resulta, en esos años de fuego, aliada infatigable y generosa, el otro ejército que crece y corre al lado del ejército, las combatientes que asimilan grandes caminatas, meses y penalidades a la zaga o a la vanguardia de trenes y caballos. Fidelidad, terco seguimiento: la mujer se adentra en el corazón de la tropa, es proveedora, cocinera, forrajera, amante, enfermera, madre colectiva. La mujer asume la pelea y la va disolviendo obstinadamente: acepta la guerrilla, encabeza el reconocimiento geográfico del país, se dispone a ensillar, empuña el rifle. Hoy, la soldadera es un mito opresor: la docilidad santificada. Entonces, de modo estoico y valeroso, es la profanación de un destino de invisibilidad.

    La soldadera, suma de órdenes: busca agua, prepara la lumbre, fornica al aire libre, ve pariendo entre breñas. Así ejemplifique con su servidumbre la tiranía masculina, también es la irrupción de la mujer campesina en la historia, la fecundación del país a cargo de legiones cuya disponibilidad es un sinónimo de conducta nacional. A pesar de lo que podría verse como su mutismo, las soldaderas contribuyen poderosamente a la forja del nuevo lenguaje. Un testimonio de primer orden: el personaje de la Pintada, en Los de abajo. La Pintada ya practica el desenfado, posee movilidad, afirma sin ambages el amor a su hombre, es —a su modo y durante el instante de los combates— una mujer en posesión de sí, y el resto del tiempo se manifiesta como un ser desinhibido.

    En el descanso, contando sus pertrechos, disponiéndose a la variedad de una comida simbólica, sardónico, ganoso de transformar —gracias a la risa— una desgracia en una festividad, el pueblo hace revolución con la misma terca intensidad que (poco antes o poco después) usará en el campo de batalla, con rifles viejos y nuevos y maldiciones declaradamente ancestrales.

    Hicimos de cuenta que fuimos basura

    vino el remolino y nos alevantó,

    y al poco tiempo de andar en la altura

    un nuevo viento nos desapartó …

    La metáfora no sorprende a nadie: un hombre en la revolución es una hoja-en-la-tormenta. Pero esas voces chillonas y gastadas que ajustan hazañas y amoríos al impulso de una queja sin esperanza de respuesta, proporcionan (al entonar este himno de la guerra) el dato unificador que hacía falta: la bola es la gran posibilidad de autocrítica. El país se extiende, reconoce a sus habitantes, se verifica y se contradice, inventa y recupera, deja de ser suma para volverse síntesis.

    Metamorfosis: la marcialidad se vuelve una sucesión (no jerarquizada) de polvo, caballos, cañones, prisa por salir del caos que no debe confundirse con huida. Don de ubicuidad: de uno y otro lado dispara la misma gente: los federales son el pueblo y los villistas son el pueblo y los carrancistas son el pueblo y pueblo es el fusilado y pueblo es el pelotón de ejecución, el vago azar y las precisas leyes. A corta distancia dos grupos de combatientes se insultan, se desafían, se exponen. No hay ni puede haber truco: el fotógrafo se arriesga (es su deber) y los combatientes se están sosegados, carecen de self-conciousness, ignoran su destino (elementos de ornato en los discursos oficiales de mañana), afilan y agudizan la puntería.

    El fusilado

    Y si acaso yo muero en campaña… Las cifras del acaso: un rastro de cementerios efímeros que, dentro y fuera, van radicalizando la tierra, van nacionalizando (de modo exhaustivo) las metáforas sobre dioses griegos o tribunos franceses. Y mi cadáver lo van a sepultar… Nomás eso faltaba: todavía insisten en las relaciones del mexicano y la muerte. Y si acaso yo muero en campaña / y la fatiga cubre al tema, pero así eran las cosas, así se daban la confianza, el tuteo, el trato diario con la pendeja eternidad. Las imágenes clásicas son parte de un epílogo: al disparar su último cartucho el soldado abandona su refugio y se precipita desde el cerro desmoronándose en injurias contra los federales / él salta las trincheras a paso veloz: Viva Madero, hijos de la pelona! / él espolea su caballo y se arroja contra los perfiles de la ciudad de Torreón.

    Y un cuerpo es arrastrado y pisoteado y otro cuerpo se desploma y deshace y, entre ayes de agonía y golpes secos y la breve polvareda que un cadáver provoca, se va haciendo el país.

    Ya lo van a fusilar, ya sobreviene la descarga, pero quien va a morir es jactancioso, suelta una arenga, sonríe con desprecio, se encierra en su mutismo para no darles gusto, que nadie diga, que no vayan a salir con que se rajó, él se abre la camisa, organiza el gesto de su despedida como el aplauso final que se merece.

    Todo como suspendido: la orden de fuego: el ademán oratorio: la imprecación: la estolidez del pelotón: la objetividad del fotógrafo.

    El testimonio reiterativo de los cadáveres: allí quedan, congregados en las calles, puntuando las carreteras, en el hacinamiento obligado junto a la artillería. México es una fosa común. Los cadáveres cuelgan en los árboles, los postes de telégrafos, los faroles del alumbrado. El ahorcado es un fruto extraño que, a cada movimiento, se va volviendo natural, sereno. Y la Revolución va unificando naturalezas vivas y muertas. En la conflagración, las jerarquías se funden y vuelve, una y otra vez, la voluntad de un pueblo que, traicionado o victimado, permanece en escena el tiempo suficiente para cambiarla con vehemencia. Y el ferrocarril y las masas campesinas y los rifles y los huaraches y los sombreros galoneados y los pertrechos y las insignias y la expresión desafiante y el ademán de firmar el nuevo plan que lanzará a las armas a esta región se incorporan a la mirada del ahorcado, a la mirada del fusilado, a la mirada de la soldadera. Ante la cámara la Revolución se queda quietecita un momento. Así, así mero…

    III. EL ÍNTIMO CUCHILLO EN LA GARGANTA

    La Revolución segrega una nueva clase. Y esa nueva clase opone a las pretensiones aristocráticas de la oligarquía porfiriana su entusiasmo por encumbrarse. Generales que se convierten en financieros, sargentos que se desdoblan en hacendados o banqueros; es la era del personaje del cuento de Mauricio Magdaleno y la película de Fernando de Fuentes, es la era del Compadre Mendoza. La moral social lo exige: el oportunismo debe ser juzgado históricamente y advertido en sus propios términos. La Revolución va creando sus marcos de referencia, dirimiendo su legislación implícita o explícita. Dentro de ese espacio moral y social, lo que hoy vemos como oportunismo (y que en función de los ideales de una minoría, en efecto lo fue) puede ser también un beneficio de la oportunidad, la movilidad que permite —a falta de desinterés o militancia— llegar a viejo y no en la miseria. Mas el oportunismo no se reconoce como tal, pide ser mirado como ilustración de las incertidumbres de México y a lo sumo considera que, tratándose de la sobrevivencia física, si no hay opciones es inútil hablar de concesiones. Y qué importa si la literatura se ensaña en quienes, escurriéndose y adecuándose, multiplican su bandera para conservar la unidad de su existencia: personaje prototípico: el Curro Luis Cervantes en Los de abajo.

    La Revolución es la Revolución. La frase de Luis Cabrera se convierte por sí sola en la legislación que sustituye, en espera de la Constitución, a las leyes depuestas. También ilumina las sacudidas del remplazo de valores sociales: hacen mutis el Destino Cumplido, la Jerarquía Inmutable, la Perdurabilidad, la Pulcritud y se presentan, cada una con su correspondiente estado mayor, la Avidez Vital, la Vulgaridad y la Valentía celebradas y autocelebradas de los revolucionarios.

    Los testimonios de la época son casi infalibles. Genaro Fernández MacGregor en su libro de memorias El río de mi sangre evoca intimidado a los revolucionarios en la capital:

    Todo el que tenía automóvil lo escondía, para no atraer la concupiscencia de los salvadores de la patria, que tenían debilidad por adquirir aquellos vehículos, para recorrer calles y carreteras con sus barraganas, embeodados y agresivos… En ese tiempo éramos vecinos de aquellas hordas que vivaqueaban en la estación del Ferrocarril Central. Llegaban los trenes de los furgones abarrotados de soldadesca vestida de manta y huarache; iban sus componentes en el interior hediondo, codo con codo, parados como los cigarrillos dentro de su cajetilla…

    La creencia en la inmoralidad de la presencia física de la pobreza matiza adecuadamente el horror ante la violencia. El aspecto de las hordas es el complemento de la entelequia del ideal puro. Aunque en la práctica se complazca en todas las alianzas, en la teoría la burguesía eleva la carencia de fisuras de su moral absoluta, abomina de la ruptura del orden, anatematiza los ataques a la propiedad privada. Los idealistas de las novelas de Azuela o de Guzmán sentencian al movimiento armado en nombre de una estructura inmanente (la Justicia imperecedera) que consagra la Civilización frente a la Barbarie, la renuncia frente a la victoria, la calma armónica frente a la depredación. De la condena moral se puede derivar una estética (¡Qué hermosa es la Revolución, aun en su misma barbarie!, dice el personaje idealista de Los de abajo), sin dejar de subrayar que ningún apasionamiento visual postergará la severidad en el juicio.

    Desde los restos de la sociedad porfiriana, se levanta —amparada en lo intocable y sagrado— una moral absoluta y teológica que declara crimen nefando a la usurpación revolucionaria. Por una razón u otra, todos coinciden —tácito homenaje al régimen anterior— en el repudio al advenedizo. En lo esencial, se mantiene intacta una red de condenaciones enraizada en dos certezas: lo permanente y lo irremplazable de la clase dirigente.

    Quienes moralizan suelen ser los derrotados. Impiadosa, la visión arduamente condenatoria del proceso histórico interviene para gratificar amarguras y esto tendrá repercusiones a muy largo plazo. Desde su génesis, el Estado nacional que emerge de la Revolución le cede a la oposición, en todo lo relativo a la Historia, recriminaciones y juicios lapidarios. Denostado ampliamente por los exiliados reales o imaginarios, el Estado se reserva, con modestia formativa, el derecho de la autoexaltación y la siembra y cosecha de héroes. (Ahora se diría: la autocrítica-como-vanagloria y las afinidades electivas con quienes pudiendo ser nuestros ancestros eligieron ser nuestros precursores.)

    Mariano Azuela, Martín Luis Guzmán y José Vasconcelos (como después Jorge Cuesta y Salvador Novo) extraen las fundamentaciones éticas de sus diatribas del sistema cultural que los formó, el porfiriato, con su nacionalismo como esperanza de otra nacionalidad, sus mezclas de positivismo y catolicidad y su amor siamés a la dictadura y el progreso. Al pasado se le encomienda el juicio moral sobre el presente. Esta paradoja, una de nuestras constantes históricas, se explica también por el carácter inconcluso de las transformaciones sociales y políticas. Madero no sólo deja intacta la estructura del ejército porfiriano; también protege —y en el fondo, venera— las tablas de una ley que lo juzga sin remisión. La Revolución social triunfa, así sea de modo efímero, pero impone muy a medias sus reglas de juego. Cabrera, quien estableció con lucidez que la moral de la Revolución se engendra y se sostiene en su misma fuerza armada, se quejará del éxito de su frase que consintió y autorizó los excesos de la turbamulta revolucionaria.

    Los moralistas —dice Trotsky— quieren ante todo que la historia los deje en paz; con su libritos, sus revistillas, sus suscriptores, el sentido común y las normas morales. Entre los moralistas que acosan a la Revolución se hallan algunos de los mejores escritores e intelectuales que, en sucesivas etapas, la proscriben y se niegan —por vía del destierro, el exilio interno o la esquizofrenia presupuestal— a ser sus cómplices. Y esto sucede porque a la crítica sólo se le confía la instalación de cauces para la desesperanza, el rencor o la impotencia.

    Meanwhile in el Zócalo… Otro grupo, sin tantas resonancias cinematográficas, va hallándole el modo a esa suma forzada de factores y tendencias, la Revolución Mexicana. Son los bárbaros, lossonorenses, que en su turno inventarán a los bárbaros, los villistas, y aportarán los nuevos atributos: el pragmatismo feroz, los hábitos laicos, la ausencia de compromisos y legados (Héctor Aguilar Camín). Ellos no han pertenecido a la patria centenaria del porfirismo y, al ampliar por su cuenta el contenido del país, advierten en el poder —dinero, industrias, negocios, latifundios y la supresión de los opositores— al único patriotismo entendible.

    IV. NO LO ABRUMAN EL MÁRMOL Y LA GLORIA

    En la efervescencia, las abstracciones carecen de sentido. Las virtudes o los defectos sólo cobran vida si se apoderan de figuras y las conducen a la mitificación. Las variantes de la moral social se llaman Calles, Pancho Villa, Luis N. Morones. La conducta de Villa asimila el poder triturador de vidas y honras del hacendado y lo transmuta en entusiasmo campesino ante justicias o desquites. El recuento de la crueldad (histórica y legendaria) de Villa arroja una descripción: es la víctima que hereda la brutalidad del victimario, determinada o configurada por las complejas supersticiones de su clase, las que —la anécdota como inquisición— lo llevan a esa angustia fetichista en Palacio Nacional en torno a la silla presidencial. Calles, a la vez, corporeiza la eficacia. Vencido, su rival reconoce en una frase las razones de su aplastamiento: La política mexicana sólo conjuga un verbo: madrugar, piensa al morir Aguirre, la representación de Francisco Serrano en La sombra del Caudillo. Calles madruga a todos, codifica la moral de su tiempo, le da a la corrupción ya no las características del saqueo (consagrado en el verbo carrancear) sino las del necesario equilibrio social.

    En la etapa armada, el límite del comportamiento ha sido Villa, desafuero, afán reivindicador, primitivismo. Esto autoriza a la burguesía para su metamorfosis folclórica a través del cine y de la literatura. En la era institucional, el límite (el juicio moral como admiración y reproche simultáneos) es Morones, el líder de la Confederación Regional Obrera Mexicana (CROM). La rapacidad de Morones es la horma del tono y la acentuación (derroche manifiesto, grandes mansiones, atmósfera de corte y serrallo) de caciques y gobernadores. Morones afina con prodigalidad el estilo del poderoso y los ademanes del influyente. El respeto tradicional hacia quien detenta el mando se va convirtiendo socialmente en un desprecio halagador hacia el hombre rodeado de amantes y pistoleros, el que posa como dueño en comandita de los destinos nacionales.

    La devastación del callismo encuentra por un lado en Abelardo Rodríguez (las casas de juegos, los hipódromos, los casinos de Tijuana, el apropiamiento de grandes terrenos) y por otro en Luis N. Morones, a las figuras paradigmáticas. Se convierten regiones fronterizas y del interior en zonas libres de atracción turística, se instalan casinos y se acrecienta la prostitución, se propicia en Estados Unidos la idea de México como un hangout, el ruidoso y lujurioso escondite contra la Prohibición. El maximato despoja de su contexto necesario a la consigna de Luis Cabrera en 1917 (Hay que tomar el dinero de donde lo haya) y la vuelve incitación a la rapiña: lo hay en galgódromos, hipódromos, ruletas, poker, albures, pericos, bacarat, peleas de gallos. Lo hay en el Casino de Agua Caliente en Tijuana, en el Casino de la Selva de Cuernavaca o en el Foreing Club a la salida de la capital. Lo hay en el presupuesto y en los contratos. Tan simple como esto: si se prestan servicios a la patria, es justo que la patria, por nuestro propio conducto, nos recompense.

    No todos aceptan este nacionalismo autocompensatorio. Se multiplican la protesta, la queja, el reproche, el dicterio, la condena. Ya es rutinaria la aceptación masiva del nuevo significado de la Revolución: el enriquecimiento súbito. La moral pública se seculariza y se emancipa de sanciones religiosas. Cumple ahora crearle las sanciones civiles y sociales. Éstas son el ostracismo, el repudio, la agobiante sensación de falta. Los puntos claves de tales empresas punitivas son inevitables: el machismo y el respeto idolátrico a la propiedad privada. Situada por encima de las clases —continúa Trotsky— la moral conduce inevitablemente a la aceptación de una substancia particular, de un ‘sentido moral’, de una Conciencia’ como un absoluto especial, que no es más que un cobarde seudónimo filosófico de Dios.

    El absoluto especial admite dos posibilidades: la conciencia nacionalista o el vituperio a los logreros. El Estado se adhiere a la primera, y abandona indiferente su prestigio de ultratumba en manos de quienes ejercen lo segundo. Para darle forma moral a la conciencia nacionalista, se utiliza la identificación del Estado con el proceso patrio, y se deposita en su seno la síntesis de conquistas y virtudes históricas. La moral de clase, aceptada y asumida de modo íntegro por quienes la padecen, se procesa sobre una idea: la educación es imposible sin la visión habitual de la grandeza. Esa grandeza se concentra intensivamente durante un tiempo en la enseñanza de la Historia, en los héroes como moralejas que prueban la reciedumbre y la legitimidad de cada una de las fábulas estatales. El muralismo, síntesis de la educación intachable. Agigantados, enardecidos, cabalgan Villa y Zapata, el hombre ígneo se despliega por entre las bóvedas. La Revolución triunfante administra educativamente su pasado. Un guerrillero, un subversivo, pueden ser fuente de impulso e inspiración si, al volverse figuras del panteón cívico, apoyan con su mudez significativa al Sistema que les rinde estatuas.

    La moral de la Revolución encuentra conductos e identificación en el sentimiento nacionalista. Ser nacionalista es hacer el bien para con la patria, fundirse solidariamente con los compatriotas. Al descubrirse o redescubrirse los contenidos y las formas del país, se dilucidan y despejan los pactos primordiales de una colectividad. El nacionalismo es la moral social que el Estado y los sectores progresistas aceptan y pregonan. Y es, además, el ímpetu que corre paralelo a la lucha descarnada por el poder. Se doma el caciquismo en provecho del caudillo, se unifica y somete a los jefes regionales ya no más independientes así conserven su ventajosa autonomía sectorial. Otro nacionalismo surge: aquel que deriva de la lealtad al Jefe de las Instituciones. La solución omnímoda de Plutarco Elías Calles, el Partido Nacional Revolucionario, institucionaliza y sigue ensayando procederes de conquista y obtención del mando, y aclara, dentro de su abigarramiento, el panorama: la Revolución Mexicana ha sido la gran metáfora darwiniana, la habilidad política es el signo de la inmortalidad, quien ha salido indemne de la ronda de cuartelazos y asesinatos lo merece todo. Y el nacionalismo se ve mellado, acosado y finalmente destruido en tanto impulso moral (en tanto concepción radical) por la corrupción que, entre otras cosas, será base social por excelencia del régimen y generalizará un método discriminatorio y ambiguo de distribución universal de bienes. Verbigracia: que se reparta la mordida para que ya no se sigan repartiendo ejidos.

    V. EN UN BANQUETE DE HOMBRES QUE SE ABORRECEN

    De la Fuerza Histórica a la Fuerza Sentimental. La visión habitual de la grandeza tiende a agotarse, los héroes ascienden o descienden a la mitología de escuela primaria y la educación moral administra otro macizo montañoso, el de los sentimientos, entonado y moldeado por el trío bolerístico de cine, radio y canción popular, en cabal anticipo de la televisión. La transfiguración corre por cuenta de la madre que lava ropa para que su hijo estudie en Harvard, del hombre que se arroja al abismo para que no le acusen de apegarse a la vida, del enamorado cuyas penas magnifica la puñalada trapera. La grandeza sentimental se mueve entre dos polos que son uno solo: la inmanencia de la familia y la exaltación del macho. Machismo y familia: la primera instancia protege y anima a la segunda y amplía en lo mítico y en lo financiero una realidad histórica, regida por la moral judeo-cristiana y la ideología patriarcal. El destino de la mujer es el sometimiento, la anatomía marca el lugar en la escala social.

    Antes, el machismo ha sido el último y primer orgullo nacionalista, el valor requerido para vivir como mexicano y morir a la primera oportunidad. Durante los años álgidos de la Revolución (véanse los testimonios literarios) el sentido del machismo no es afirmar la personalidad ni ratificar en público la valentía privada. Es, más bien, un acto de obediencia social. Si me han de matar mañana que me maten de una vez no es una frase de engallamiento sino una apreciación realista. En la Revolución, muerte y vida dejan de tener la aparatosa y abrumadora carga que una sociedad de propietarios les atribuye. La socialización de la muerte cambia el signo.

    La valentía, la hidalguía y el temple de ánimo son bienes supremos porque condensan el compromiso político y el juicio histórico concreto. Ejemplo: el episodio La muerte de David Berlanga en El águila y la serpiente de Guzmán, donde Rodolfo Fierro, encargado de fusilar a Berlanga, lo recuerda admirativamente:

    En realidad —agregó poco a poco— yo no soy tan malo como cuentan. También yo tengo corazón, también yo sé sentir y apreciar… ¡Qué hombre más valiente Berlanga! Y ¡qué fuerte! Mire usted —y me mostró el puro— desde esta madrugada ando empeñado en fumarme un puro sin que se le caiga la ceniza; pero no lo consigo. Los dedos, que no domino, se me van de pronto y la ceniza se cae. Y eso que el puro no es malo, se lo aseguro a usted. En cambio, él, Berlanga, supo tener el pulso firme hasta que quiso, hasta el mismo instante en que lo íbamos a matar…

    El machismo, en tanto espectáculo comercial, surge a fines de los treintas para, adornando esquemas de conducta, folclorizar y despolitizar. Nadie cuestiona sus bases aparentes, quizás por no tomarse muy en serio los alcances (la profundización masiva) de esta campaña industrial. Se soslaya, por ejemplo, que tal amor por la muerte no es sino el resultado de la indefensión de clases populares. Los educados bajo sistemas represivos no le conceden a la vida el valor absoluto de la moral dominante. El machismo-parael-consumo es desde el principio emisión de la ideología burguesa; su estrategia multitudinaria arranca de la persuasión clasista: únicamente el exceso de bravata física redimirá del pecado original de la pobreza. En tanto valor cultural, el machismo es advertido en primera instancia como un rasgo definitivo y definitorio de lo mexicano, patetismo imprescindible para apreciar y compadecer a la nacionalidad. Será después, en la década de los cincuentas, cuando, al amparo de la literatura crítica y/o apologética en torno a lo mexicano, se inicien los reproches tanto al trato despiadado para la mujer como a la barbarie del comportamiento circense o vandálico. Pero con

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