Descubre millones de libros electrónicos, audiolibros y mucho más con una prueba gratuita

Solo $11.99/mes después de la prueba. Puedes cancelar en cualquier momento.

Genio y figura de Alfonso Reyes
Genio y figura de Alfonso Reyes
Genio y figura de Alfonso Reyes
Libro electrónico376 páginas18 horas

Genio y figura de Alfonso Reyes

Calificación: 0 de 5 estrellas

()

Leer la vista previa

Información de este libro electrónico

Alicia Reyes, debidamente apoyada en la monumental obra literaria de su abuelo, nos lo ofrece en carne y hueso, con defectos y virtudes, dueño de una tenacidad ejemplar. Alfonso Reyes se yergue ante el lector en toda su estatura de escritor universal y de personaje poseedor de inquebrantables ideales que siempre abrazó con fe y con pasión.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento1 dic 2015
ISBN9786071633699
Genio y figura de Alfonso Reyes

Lee más de Alicia Reyes

Relacionado con Genio y figura de Alfonso Reyes

Libros electrónicos relacionados

Biografías literarias para usted

Ver más

Artículos relacionados

Comentarios para Genio y figura de Alfonso Reyes

Calificación: 0 de 5 estrellas
0 calificaciones

0 clasificaciones0 comentarios

¿Qué te pareció?

Toca para calificar

Los comentarios deben tener al menos 10 palabras

    Vista previa del libro

    Genio y figura de Alfonso Reyes - Alicia Reyes

    REYES*

    I. ALFONSO REYES

    AL PRINCIPIO, entre los rosales, después entre los pavos y poco a poco leyendo, siempre con el libro en la mano. Clara inspiración, los montes majestuosos de fulgores morados...

    Esta imagen —captada como ráfaga al visitar la ciudad de Monterrey, en donde sus habitantes parecen haber venido de otro planeta: cordiales en el trato, sinceros y despiertos, abejas laboriosas desde el amanecer— viene a mí ahora que emprendo la obra más importante de mi vida.

    Escribir de Alfonso Reyes es fiesta del espíritu, delicioso paseo por su vida y obra, pero al mismo tiempo deseo constante de reproducir cada línea escrita por él, porque como opina Borges: Reyes es el mejor prosista de habla hispana.

    Antes de entrar propiamente a su vida, demos un paseo por Monterrey y remontémonos hasta el momento de su fundación. Este acontecimiento nos habla de aventura, de expediciones de hombres todos sudor y polvo, de manantiales serenos y límpidos.

    Desde que don Diego de Montemayor acompañó a don Luis de Carvajal y de la Cueva en la fundación de la villa de San Luis, en el paraje llamado de los Ojos de Agua de Santa Lucía, se enamoró de este lugar. Tal sucedía en el año de 1582.

    Despoblada la villa, 14 años después don Diego de Montemayor, residente en Saltillo, regresa con 12 hombres más, acompañados de sus familias con el propósito decidido de repoblar la región. Pero ya no es la mira establecer un poblado más, de raquítica vida campirana, sino de sentar los cimientos de una ciudad.¹

    Después de firmar el acta de fundación, el 20 de septiembre de 1596, se procede a los primeros trabajos:

    Con inquebrantable decisión, asidos al suelo inclemente, como los sobrios cactos que viven en nuestros asoleados yermos, los colonos de Monterrey perseveraban en su afán de prosperar, misteriosamente retenidos dentro de su horizonte de montañas, no obstante el tributo de sangre que a flechazos les arrancaban los bárbaros, a pesar de hambres y privaciones, a pesar de todo.²

    Tiene Monterrey, como todas las ciudades que nacieron bajo la Colonia, su leyenda, su blasón y su perfume. Hay noches en que parece que don Diego de Montemayor desciende al propio corazón de la urbe. Pasa el bravo señor arropado en su capa, que apenas deja ver la gola que le envuelve el cuello y el extremo del acero que pende de su cinto. Viene, tal vez, a reconocer en aquella poderosa metrópoli la semilla de la energía creadora que él arrojó al pie de los montes. Oye el resonar de las fábricas, ve las luces errantes de los tranvías eléctricos y ronda por la envejecida catedral; se asombra ante los suntuosos edificios modernos y va y viene por las amplias calzadas y los puentes... se esfuma, al fin, entre las brumas del amanecer...

    Máximo Ghiraldo al peregrinar por la Sultana del Norte, también se enamora de ella, allá por el año de 1912, dejando en un periódico de la época una hermosa semblanza. Se le ha llamado —nos cuenta— la Chicago de México y no hay exageración. Aquel pueblo vive y triunfa; tiene los ojos puestos en el remoto porvenir; es hecho para la victoria y no para la muerte. Allí la energía se renueva y se duplica de generación en generación; allí el gran secreto del éxito no se halla oculto entre la realidad menuda y múltiple; se ve claro: es la aptitud para la acción bien encauzada y perseverante.

    El último párrafo del artículo de Ghiraldo ha llamado particularmente mi atención, por lo que tiene de profético, en cuanto al propio Alfonso Reyes:

    ¿Quién sabe —nos dice— si de allá de la fértil y próvida ciudad del trabajo, vendrá un día el poeta nacional? ¿Por qué no ha de venir de aquella urbe, un cantor, robusto como las montañas, cálido y luminoso como sus estíos, fantástico como sus noches de luna, ferviente como sus crepúsculos, bien nutrido de fe, de esperanza y de amor?...

    Alfonso Reyes parece contestarle:

    Hermoso Cerro de la Sía...

    quién estuviera en tu horqueta

    una pata pa’ Monterrey

    l’otra pa’ Cadereita...

    Monterrey de las montañas,

    tú que estás al par del río;

    fábrica de la frontera,

    y tan mi lugar nativo

    que no sé cómo

    no añado tu nombre en el nombre mío...

    Monterrey de las montañas, que vio crecer al que más tarde se llamaría el mexicano universal. Muchos poemas, muchos escritos llevan la huella de su querido Monterrey; toda mi ciudad de sol, urracas negras, de espléndidas montañas y de casas bajas e iguales, toda vive en aquellos gritos de sueño y mal humor, vaporizados en el fuego de las 12: ‘—¡Chaaaramusqueroooo!...’ Y aquel encantador disparate: ‘—¡Nogada de nueez!...’ ³

    Así entre montañas, colorido, sol y clarines militares, crece nuestro Alfonso; no olvidemos que su padre era general. Ahí en una noche de mayo de 1889, a las nueve de la noche, frente a la plazuela Bolívar —en donde toda la tarde se han arrullado las tórtolas— entreabre los ojos Alfonso y lanza un chillido inolvidable...

    Él mismo ha atribuido algo de su incansable dedicación al trabajo, a sus paisanos; así nos dice precisamente en su Noche de Mayo:

    la vida me ha sido desigual. Pero cierta irreductible felicidad interior y cierto coraje para continuar la jornada, que me han acompañado siempre, me hacen sospechar que mis paisanos —reunidos en la plaza, como en plebiscito, para darme la bienvenida— supieron juntar un instante su voluntad y hacerme el presente de un buen deseo...

    Alfonso se llamó así por haber nacido como el entonces rey niño (Alfonso XIII) el día de San Pascual Bailón.

    Oración

    Baile en mi fogón

    San Pascual Bailón

    Oiga mi oración

    mi santo patrón...

    El diecisiete de mayo

    dicen que es día fatal

    Los que en tal fecha nacieren

    nacidos en día tal

    creen que les habla el cielo

    cada vez que oyen cantar

    se olvidan de sus provechos

    dejan su casa y lugar

    de su nombre no se acuerdan

    Qué se habían de acordar

    cuando canta para ellos

    el pájaro celestial...

    Muchas jugarretas le hizo a Reyes su nombre. Veamos lo que nos cuenta al respecto en su ¡Al diablo con la homonimia!⁶ Nadie podía relatarlo mejor que él:

    Atentamente ruego al lector se sirva tomar nota de la aclaración siguiente; a fin de evitar las confusiones que han comenzado ya a perturbar a la docta opinión:

    La persona que tiene la honra de escribir estas líneas, abogado por título, antiguo diplomático y representante de México en España, Francia, la Argentina y el Brasil, autor de libros en verso y en prosa que algunos han tenido la curiosidad de leer, no es la misma persona que cierto digno funcionario de igual nombre.

    La homonimia me ha jugado ya algunas bromas pesadas, y no quisiera que le acontezca lo mismo a este mi homónimo. Creo que Rafael Heliodoro Valle recordaba hace poco el hecho, rigurosamente auténtico, de que una vez se me confundió con don Alfonso XIII. Ello aconteció por 1920, con motivo de un telegrama que envié de Burdeos a Lyon, a cuyo jefe de estación pedía yo que me reservara un lugar en el coche-cama del tren para Milán. El jefe de estación, que acaso medio entendía el español (el conocimiento a medias es peligroso), creyó leer Alfonso Rey donde decía Alfonso Reyes. Cuando llegué a Lyon de madrugada, me encontré formados en fila a los empleados de la estación, y vi con sorpresa que se me había reservado algo como un tren olivo para mí solo (ver tomo II de mis Obras completas, pp. 191 a 192).

    Un par de años más tarde, siendo yo encargado de negocios de México en España, recibí, abierta por la real secretaría y acompañada de atentas disculpas, una carta que me dirigía desde Florencia el viejo poeta italiano Guido Mazzoni, quien, siguiendo la costumbre de su país, me daba en el sobre el tratamiento de Egregio Signore. Era entonces secretario de don Alfonso el señor Emilio María de Torres y le contesté al instante que podía manifestar de mi parte a su augusto soberano que estaba disculpado, y que sólo le rogaba yo, por si la equivocación se repetía y la letra no era masculina, que me guardara el secreto, ofreciéndole por mi parte hacer lo mismo con las cartas para don Alfonso que extraviaran el rumbo y vinieran a dar a mis manos.

    Algunos años más tarde, encontrándome ya al frente de nuestra legación en Francia, harto de que Henri de Montherlant, el conocido escritor, se jactara de haber toreado becerros en su juventud por las poblaciones septentrionales de España, le mandé un programa de toros en que aparecía el rejoneador Alfonso Reyes, usurpando yo para mi gloria del valiente caballero en plaza. Por aquellos días, en efecto, el rejoneador Reyes acertó a presentarse en las arenas de París. Y por cierto que una conocida artista francesa me mandó una expresiva carta, cuyas consecuencias desconoce la historia, a la legación de México (144, Boulevard Haussmann), felicitando a monsieur le Ministre et Toreador...

    Pero volvamos al hilo de nuestra historia: a los pocos meses del nacimiento de Reyes, la familia se traslada a la casa Degollado (hoy Hidalgo), que fuera el escenario de la infancia de Alfonso. La casa —nos cuenta él— fue un personaje real en mi vida. Por diciembre de 1913, ya en París, nuestro personaje escribe un verdadero himno a dicha casa, que publicará mucho más tarde en su segundo libro de recuerdos⁷ y que se atrevió a reproducir, no obstante sus excesivos alardes de prosa poética: No he tenido más que una casa. De sus corredores llenos de luna, de sus arcos y sus columnas, de sus plátanos y naranjos, de sus pájaros y sus aguas corrientes, me acuerdo en éxtasis...

    Y qué decir de los caballos, del sol que se le pegaba como perrito faldero, de la amapolita morada o de la flor de las adormideras, todos y cada uno retratados acertada y afectuosamente en sus poemas. Aquel Lucero que Rompía el cabestro, / pisoteaba el huerto, / cruzaba el parque a las volandas, / atravesaba el corral de los coches, / entraba resbalando por esos corredores, / abría con la cabeza la puerta de mi alcoba/ y venía hasta mi cama de niño / a despertarme todas las mañanas /.

    Diez fueron los hermanos de Alfonso, tres murieron antes de que él naciera y otros más se fueron después. La mortalidad en aquella época era enorme. En realidad su vida empezó con un pelotón de ocho hermanos. León, el medio hermano mayor, se dejaba ver de tarde en tarde. Ingeniero militar adscrito a una comisión geográfica, recorría el país, y algunas veces aparecía por su casa. Tenía una fuerza prodigiosa y una vez que encontró a una de sus muchas novias con otro galán, junto a una de aquellas ventanas de barrotes de hierro... Abrió un poco los barrotes, le metió al rival la cabeza, volvió a cerrarlos lo indispensable, y ahí lo dejó aprisionado y dando gritos.

    Bernardo y Rodolfo, al cumplir respectivamente los 16 años, se trasladaron a México para seguir sus estudios.

    Sólo los recuerdo bien —nos cuenta Reyes— cuando volvían a Monterrey de vacaciones, no antes de su partida; aunque todavía creo ver a Rodolfo —que me llevaba 11 años— a un tiempo riendo de entusiasmo y sollozando de aprensión cuando supo que lo enviaban a México; o, en la sala de verano, estudiando, acompañado de María, con un preceptor de largas barbas... Rodolfo y María mucho tiempo hicieron pareja. Bernardo y Rodolfo fueron muy cazadores, y Rodolfo siguió siéndolo, sin que faltaran en sus fastos, no digamos piezas menores, sino el venado bura, el leopardo y el oso gris... A Bernardo lo distrajeron las aficiones musicales y cierta desgana para la acción. Era un gran tenor, y también lo que llaman los vecinos un gadgetminded man, lleno de aparatitos, artilugios y curiosidades.

    María vino a ser la mamita, la ayudante natural de la madre, y acudía con sencillez y paciencia a todas sus curiosidades y sus antojos infantiles. A Amalia y a Otilia las ha pintado en su poema Recuerdo:

    País, el de mis recuerdos:

    tiempo, la hora mejor.

    Eran Amalia y Otilia

    jugando en el corredor.

    Las peinaban con el pelo

    liso en el abarcador

    o con trenzas tan tirantes

    que les causaban dolor

    y aun les rasgaban los ojos

    a la moda del Japón.

    Andaban con medias negras

    y botitas de botón,

    el tinte medio dudoso

    entre bronce y tornasol;

    y jugaban con el aire,

    con el agua, con el sol

    y a cortar con las tijeras

    los papeles de color...

    Su hermana Otilia, ágil e inteligente, fue la compañera de su infancia, pero muy pronto las mujercitas echan a volar y van dejando a los niños en la tierra, que las ven subir asombrados, sin saber por qué se les van, los superan y los dominan...

    Y al fin vino Alejandro..., que de repente se puso en dos pies y echó a correr por la huerta, rumbo a las caballerizas y al portalón del fondo, rumbo a San Luisito, donde organizó su ‘Circo Pelangochano’ y traía revuelta a la muchachada del río.¹⁰ Alejandro, el menor de todos y su compañero constante, fue el último lagartijo (así lo llamó nuestro llorado amigo y gran periodista Carlos Denegri), cronista de teatro, concierto y toros de México.

    En Albores, segundo libro de recuerdos, Reyes va paseándonos por todo aquel ambiente provincial, ya de la mano de su padre, de su madre, de sus hermanos o de diferentes amigos y sirvientes que poblaron sus años infantiles, al pie del Cerro de la Silla. Desfilan ante nosotros la abominable nana Carmen —que por poco lo vuelve loco con sus golpes y cuentos de espantos—; el cocinero bonachón y risueño; el secretario de su padre, Zúñiga, con su apariencia de personaje de novela, y tantos otros.

    Para darnos una idea de la moda masculina de aquella época —ya que la femenina la dejamos retratada en el Recuerdo de Amalia y Otilia— reproducimos la parte final de ese mismo poema e inmediatamente vemos al secretario del general Bernardo Reyes, padre de nuestro Alfonso:

    Los señores todo el día

    se vestían de chaqué,

    bastón y sombrero alto

    y botines de glacé;

    agua-florida al pañuelo;

    plastrón, leontina y rapé.

    La luz, velas de estearina;

    las camas, con rodapié.

    Todavía se acentuaba

    —por la escritura se ve—,

    con la disyuntiva ó,

    la copulativa é.¹¹

    ¿En qué piensa un niño?, nos hemos preguntado en numerosas ocasiones, pues su mirada se aleja y tenemos la impresión de que muy pronto emprenderá el vuelo, con un poder de abstracción parecido al de los lamas. Muchas veces, yo misma he conocido el desdoblamiento espiritual —más patente en el niño que en el adulto—; ese don se pierde con los años, me explicaba un día mi abuelo, pero yo creo que persiste en el poeta y en el escritor.

    Reyes en Las burlas veras cuenta la espontaneidad con que, de repente, se sintió trasladado a otro ser, un mendigo que tocaba el organillo en la calle:

    Yo, era muy niño. Mi madre y yo estábamos asomados al balcón entresolado en mi casa de Monterrey. Un mendigo, junto al zaguán, tocaba incansablemente el organillo de boca. Mi madre dijo a una sirvienta:

    —¡Que le den algo a ese pobre hombre para que se vaya!

    —¡No, mamá! ¡Que no se vaya! ¿No ves que ese hombre soy yo?

    Mi madre me contempló en silencio, y yo no sé lo que pasó por su alma.

    Cuando el misterio es demasiado grande —agregaría yo, pensando en Saint-Exupéry—, uno no se atreve a pedir explicaciones o a desobedecer...

    Abstracciones, delirios y pesadillas¹² lo asediaban y siguieron persiguiéndole hasta la escuela preparatoria, ya en México. Una de las últimas pesadillas es tan impresionante, que da la sensación de estar viendo una escena de algún maestro del terror...

    Me vi en Monterrey —nos cuenta Reyes—, en un corredor de la casa Degollado. Era de noche. Estaban conmigo mi madre y mis hermanos. Comencé a dar saltos, cada vez mayores. Al fin, pegué con la cabeza en las vigas del techo, aunque despedazándome el cráneo y sirviéndome la espina dorsal como un taladro. Mi madre y mis hermanos daban verdaderos alaridos y se retorcían de angustia. Y yo, sintiendo la aguda alegría de dar miedo y de ser horrible, seguía saltando. Cada vez que traspasaba el techo, veía la noche llena de estrellas.

    Pero retornemos a los cuadros familiares: muy niño aprendió a ver en la cara luminosa de su padre la imagen misma de la naturaleza: una divinidad henchida de poder y bondad que no podía nunca equivocarse. En casa de Reyes, gracias a su padre, habían llegado a la plena madurez todos los principios de la moral positivista y burguesa. No hacía gran falta la levadura del espíritu religioso, nació y creció muy en contacto con la tierra, los árboles, el sol y el viento... Fuente de fantasía e ilusión eran los veraneos en el Mirador, estancia que permitía al general Reyes y a su familia huir del tremendo calor de Monterrey.

    Alfonso Reyes, pequeño vigía, veía desde su casa de campo —enclavada en la sierra— rosarios de colinas abajo: la ciudad blancuzca y partida por un río sin agua. Sobre el vientre de las lomas, ruinas huecas, fortines deshechos, cañones clavados como mugas. Un cerro, como chimenea, engendra las nubes que han de descargarse sobre la ciudad; se prolonga en un plegado abanico y se deja caer por los pies laberintosos de la Sierra Madre...

    La casa estaba atada con cables de acero y se cimbraba al compás del viento, haciendo la delicia de la muchachada que se divertía al ver a los invitados echarse en el suelo, llenos de espanto y preguntándose si la casa resistiría el embate.

    En Degollado, la enorme residencia citadina, los viajes a los desvanes eran punto de partida para la inspiración de nuestro Alfonso niño: Allá están el andador de los primeros pasos, el velocípedo de las primeras carreras, la silla infantil con mesita de quita pon, la pelota desinflada, las butacas desvencijadas, todo a medio desaparecer, medio dormido.

    Ya en Monterrey, ya en el Mirador, Reyes observador y poeta en cierne, tuvo mil y un motivos para que se echara a andar la máquina de la imaginación.

    Era muy serio de chiquito —contaba tío Alejandro—, le costaban trabajo muchas cosas que él quería hacer tan bien como nuestras hermanas: subirse al burro que les servía de diversión. Casi siempre prefería aislarse del barullo y esconderse debajo de una mesa a leer o a escribir sus impresiones. Gran trabajo le costó también la primera lectura del Quijote, pues tan pequeñín, debía encaramarse al enorme ejemplar que poseía su padre. No obstante aquella seriedad, que seguramente le confería ya un cierto presentimiento de su destino, le encantaba hacer travesuras y beberse —por ejemplo— la crema de la leche, ya servida en la mesa, encolerizando a sus hermanos.

    Cierto día incurrió en un verdadero ripio poético. Le pareció que sería muy hermoso imitar al colibrí y apurar el rocío de las rosas... Naturalmente se le llenó de hormiguitas la boca y desde entonces —explica él— desconfió de las actitudes alambicadamente artísticas.

    Reyes ha titulado el capítulo XV de su segundo libro de memorias El equilibrio efímero, y en él nos confirma cómo el ambiente familiar y las circunstancias hicieron que su infancia se desarrollara bajo las mejores influencias, entusiasmándolo a vivir.

    Mi padre —nos dice—, primer director de mi conciencia, creía en todas las mayúsculas de entonces —el Progreso, la Civilización, la Perfectibilidad moral del hombre— a la manera heroica de los liberales de su tiempo, sin darse a partido ante ninguno de los fracasos del bien. Creía en la eficacia mística, inmediata de las buenas intenciones, así como creía también —y lo pagó con la vida— que las balas no podían matar a los valientes.¹³

    De él heredaría Reyes su alegría, la fortaleza y, seguramente, la gran capacidad de orden y de trabajo. Nunca le sorprendí postrado —recuerda Alfonso—, como era del buen pedernal que no suelta astillas sino destellos, me figuro que debo a él cuanto hay en mí de Juanque-ríe.

    Su madre, pulcra sin coquetería, durita, pequeña y nerviosa, no fue plañidera, lejos de eso; pero, en la pareja, sólo ella representaba para Alfonso el don de lágrimas. A ella le debió, tal vez, el Juan-que-llora y cierta delectación en la tristeza. Mujer sin par y valiente, que lo mismo supo llevar de la mano a los hijos que recorrer montes y valles por el esposo herido, capaz de seguir a su Campeador por las batallas o de recogerlo ella misma en los hospitales de sangre. Para socorrerlo y acompañarlo, le aconteció cruzar montañas a caballo, con una criatura por nacer, propia hazaña de nuestras invictas soldaderas. Buena madre, buena ama de casa, fina y delicada, nunca se dejó ver a lágrima viva —aun cuando perdió a su Campeador—; apenas se le humedecían los ojos y nunca aceptó que le tuvieran lástima.

    Estos dos fuertes caracteres fraguaron —sin demasiados mimos, pero sí confiriéndole una seguridad especial— al que más tarde sería el autor de El deslinde.

    Muy pronto aprende a leer y a escribir, pues cuando lo llevan a la escuela de Melchorita Garza —allí a la otra puerta de su casa— ya poseía algunas nociones. Aún mantenía su forma primera, inclinada a la rotundidad. En las fotos de don Desiderio Lagrange —hermano de un granjero educado por Lamartine y que habitaba por las afueras de Monterrey— se ve algo regordete, claro y muy rubio, vestido con blusa blanca, pantalones bombachos de terciopelo azul y, por supuesto, un libro en la mano.

    Era un niño bueno, dócil y observador: creo que algo llorón, porque lo exasperaban fácilmente sus hermanas mayores, y capaz de jugar solo un día entero sin hacerse sentir, disponiendo formaciones y marchas con unos botones que eran para él verdaderos ejércitos, así como eran huestes armadas los rebaños de Don Quijote. Firmaba sus cartillas escolares con el título de General en Jefe de los ejércitos de Napoleón.

    Pero cuando estorbaba los entretenimientos de sus hermanas, ellas habían discurrido un medio para tenerlo quieto y callado. Jugaban a que Alfonso estaba pensando mucho, sentadito al escritorio y con la frente en la mano. Yo, al principio —nos cuenta Reyes—, me resistía; eso de pensar me parecía algo repugnante (¿si tendría yo razón?) y se me figuraba algo parecido a ‘sudar’. Finalmente lo convencieron, explicándole que eso de pensar era cosa noble y superior, y que Cristóbal Colón había pensado mucho para poder descubrir América.

    Al poco tiempo pasa al Colegio de San Luis Gonzaga que dirigía Manuelita Sada de Treviño: persona alta, grave, huesosa y que le infundía cierto pavor cuando revisaba los trabajos de los alumnos.

    Por mi parte —escribe Alfonso—, lo más notable que hice entonces fue dibujar en la pizarra, con lujo de detalles, una bicicleta con tripulante a horcajadas...

    Del Colegio Gonzaga al Instituto para Varones de don Jesús Loreto, y de ahí al Colegio Bolívar.

    Este colegio —gracias al inolvidable y gran pedagogo don Emilio Rodríguez— fue un verdadero alivio para Alfonso, pues todo el trabajo se realizaba dentro de las aulas, por medio de clases amenas. Allí no había textos: las lecciones orales del profesor quedaban resumidas en un claro índice que él mismo dictaba al encerado y que los alumnos copiaban en su diario de deberes... El diario se convertía en un bien, en una riqueza personal, en un compañero de estudio. Al volver a casa les sobraba tiempo para vivir su vida de gozosos cachorros, jugar a las canicas y al trompo e irse de cacería por las lomas...

    O bien satisfacer su curiosidad y descubrir, por ejemplo, el misterio de una maquinaria diminuta:

    Cuando yo era muchacho —recuerda Reyes en su Anecdotario— allá en mi tierra, la manera de disfrutar de un reloj (de una molleja) consistía en desarmarlo y volverlo a armar. Cuando lucía uno un reloj nuevo, los compañeritos le decían invariablemente:

    —Es muy bonito. ¿Y ya lo desarmaste?

    Por este camino, me pregunto, ¿cuántos relojes no habrán retornado al caos?

    Tendría Reyes unos 11 años cuando se traslada, junto con su familia, a la capital y prosigue sus estudios primarios en el famoso Lycée Français du Mexique.

    El primer poema de Alfonso, que por cierto no he encontrado escrito, sino que lo oí en boca de tío Alejandro, fue compuesto cuando el perro de don Francisco Bulnes mordió a varias personas y, entre ellas, al propio Alejandro. El perro rabioso fue sacrificado a balazos, pues era un verdadero

    ¿Disfrutas la vista previa?
    Página 1 de 1