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Tiros en el concierto: Literatura mexicana del siglo V
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Tiros en el concierto: Literatura mexicana del siglo V
Libro electrónico669 páginas9 horas

Tiros en el concierto: Literatura mexicana del siglo V

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En este libro, Domínguez nos pasea por los clásicos de la literatura mexicana previos a Rulfo y Paz: Reyes huyendo de la Historia, Vasconcelos tratando de domeñarla y Guzmán consignándola; los Contemporáneos y Cuesta empeñados en crear una cultura nacional no nacionalista; Revueltas soñando con la revolución definitiva y redentora. Grandes personaj
IdiomaEspañol
EditorialEdiciones Era
Fecha de lanzamiento2 jun 2020
ISBN9786074452754
Tiros en el concierto: Literatura mexicana del siglo V
Autor

Christopher Domínguez Michael

Sobre Christopher Domínguez Michael Ensayista, historiador y crítico literario nacido en la Ciudad de México el 21 de junio de 1962. Entre las obras que ha publicado destacan Jorge Cuesta y el demonio de la política (1986), La utopía de la hospitalidad (1993), Tiros en el concierto. Literatura mexicana del siglo V (1997), La sabiduría sin promesa. Vida y letras del siglo XX (2001 y 2009), Vida de fray Servando (2004), Diccionario crítico de la literatura mexicana (1955-2011) (2007 y 2012), Para entender a Borges (2010), Los decimonónicos (2012), Octavio Paz en su siglo (2014 y 2019), Retrato, personaje y fantasma (2016), La innovación retrógrada. Literatura mexicana, 1805-1863 (2016) e Historia mínima de la literatura mexicana del siglo XIX (2019). Ha antologado en dos ocasiones la obra de José Vasconcelos (1995 y 2010). Se formó en La Gaceta del Fondo de Cultura Económica (1987-1992), fue miembro del consejo de redacción de la revista Vuelta (1989-1998) y desde 2020 es editor de Letras Libres. Ha obtenido el Premio Xavier Villaurrutia (2004), la Beca Guggenheim (2006) y el Premio del Círculo de Críticos de Arte de Chile (2010). Ha sido profesor invitado en La Sorbona, la Universidad de Chicago y la Universidad de Columbia. Algunos de sus libros han sido traducidos al inglés, al francés y al portugués. Ingresó a El Colegio Nacional el 3 de noviembre de 2017.

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    Tiros en el concierto - Christopher Domínguez Michael

    23

    I. Alfonso Reyes en las ruinas de Troya

    a Adolfo Castañón

    […] debería saber que la maldición de un padre pesa imborrable sobre los hijos, debería saber que es la misma voz de Dios la que habla por boca de un padre y la que anuncia la prueba por la que uno debe pasar: ¡Oh!, por eso el padre había caído en la locura, ya que nadie puede ser impunemente el portavoz de Dios.

    Hermann Broch, Pasenow o el romanticismo

    1. Presentación de Eneas

    Eneas, héroe de la antigüedad clásica, es el hijo de Afrodita y Anquises. Al igual que Príamo, su linaje es el de Dárdano. Condensando varios diccionarios de mitología, sabemos que Eneas, sin pertenecer a ninguna rama reinante, fue predestinado al trono de los troyanos cuando su madre se unió a Anquises en el monte Ida y él vaticinó: Tendrás un hijo que reinará entre los troyanos y otros hijos nacerán de sus hijos para siempre. La educación de Eneas estuvo a cargo de las ninfas Tríades, primero, y luego del centauro Quirón, maestro de varios héroes. Cuando comienza la guerra de Troya, Eneas ya se había casado con Creúsa, la hija de Príamo. Pero Eneas no tomó parte de la guerra troyana hasta que Aquiles, en una de sus incursiones de pillaje, pretendió robar los rebaños que aquél tenía a su cargo. Fue así como enfrentó a los aqueos, distinguiéndose tanto como Héctor en la defensa de su ciudad. Eneas estuvo a punto de morir varias veces y siempre los Dioses intercedieron a su favor. Cuando Aquiles trata de matarlo, Poseidón envuelve a Eneas en una nube y lo aleja para que dé muerte a Etálides y a Medonte, combatiendo con bravura en el campamento aqueo, junto al cadáver de Patroclo. Con todo, Eneas es un personaje menor en la Ilíada homérica, pues aparece tan sólo en las rapsodias V, XIII y XX.

    No será sino hasta el poeta mantuano Publio Virgilio Marón (70-19 a.C.) cuando en la Eneida el héroe troyano tome su lugar como el último gran guerrero de la epopeya. A través de Virgilio sabemos que al caer Troya, Eneas resistió hasta lo último en una ciudadela acompañado de algunos soldados y de numerosas mujeres, niños y ancianos. Llegada la hora de la capitulación, Eneas gana la piedad de los griegos (que ya no aqueos para Virgilio), quienes permiten que todos entre los sitiados salgan con vida, cargando con sus bienes más preciados. Eneas ignora el oro disperso que lo rodea y sube sobre sus hombros a Anquises, su anciano padre ciego y paralítico. Conmovidos por esa prueba de amor filial, los griegos permiten a Eneas volver una vez más al fuego y al hacerlo rescata a los dioses penates de su patria. Su esposa Creúsa se perdió en la confusión de la huida. Algunas versiones aseguran que Ceres la capturó para agregarla a su séquito de ninfas.

    Según Virgilio, tras la caída de Troya, Eneas se hace a la mar rumbo a Occidente. Primero desembarca en Tracia, donde el fantasma de Polidoro, allí asesinado, le advierte que debe alejarse. En Delos, el oráculo lo conmina a buscar la tierra de sus antepasados, que Eneas localiza en Creta, pues ése era el lugar de origen de Dárdano. Pero en Creta reina la peste y una nueva aparición le indica que su verdadero hogar está en Italia. La siguiente escala es en la isla de las Harpías, donde éstas lo humillan transformando los alimentos de la expedición en mierda. Eneas parte y llega al sur de Italia, bordea la isla de Sicilia y se detiene en Drépano, donde muere su padre. Apenas regresa a la mar, una pavorosa tormenta dispersa las naves y las arroja contra las costas de Cartago en África, donde Afrodita vuelve a interceder por su hijo, ofreciéndole la hospitalidad de la reina Dido. Pero la reina es herida por la flecha amorosa de Cupido, y en una cueva, durante las lluvias, se entrega a Eneas, para luego ofrecerle que unan sus linajes. Júpiter envía a Mercurio para convencer a Eneas de que siga el periplo. Obediente de los designios divinos, Eneas abandona a la suplicante Dido y ésta, despechada, se suicida, ya arrojándose a una pira funeraria, ya clavándose una daga en el pecho.

    En Sicilia, las mujeres troyanas, fatigadas por un viaje que se prolonga ya siete años desde la caída de su ciudad, intentan quemar las naves. Júpiter lo impide y una tormenta apaga los primeros fuegos. Poco después Anquises, el padre, se le aparece a Eneas en sueños, le revela que se encuentra en los Campos Elíseos y le pide que consiga con la Sibila de Cumas una entrevista entre ellos.

    En Cumas la Sibila lo introduce a las mansiones subterráneas donde encuentra a Palinuro, su piloto perdido, y a Dido, la mujer que despreció. Finalmente se entrevista con Anquises, que le revela la gloria futura, pueblos y guerras que habrá de enfrentar hasta la formación de un nuevo y vasto imperio.

    En la desembocadura del río Tíber el rey Latino acoge a los troyanos y ofrece a Eneas la mano de su hija Lavinia, pues un oráculo le había aconsejado entregarla a un extranjero. Mató Eneas a Turno, el novio de su prometida, y con setecientas fanegas de tierra fundó una colonia. En este episodio concluye la Eneida. El destino personal de Eneas fue la muerte en una tempestad, o en combate contra los etruscos. La progenie de Eneas reinó en el país de Latino durante catorce generaciones. Numitor, perteneciente a la última, fue abuelo de Rómulo, acaso fundador de Roma.

    2. Eneas en la obra de Alfonso Reyes

    La figura de Eneas es una presencia obsesiva en la obra de Alfonso Reyes. Nada extraño, se dirá, tratándose de un helenista. Sin embargo –y en ese sentido viajan estas líneas–, la fijación por Eneas no es gratuita y en cada capítulo de la obra alfonsina va revelándose como una constante cuyo corazón es la muerte trágica del general Bernardo Reyes, padre de Alfonso, el 9 de febrero de 1913.

    La primera mención a Eneas en Reyes es anterior a la muerte de su padre. Se trata del texto Lucha de patronos, escrito en México en mayo de 1910 e incluido en El plano oblicuo (Madrid, 1920). Lucha de patronos escenifica un combate dialogado entre Odiseo y Eneas, y por su valor como meditación juvenil y como anuncio de lección espiritual, merece ser glosado generosamente.

    El joven Reyes retrata a un héroe homérico y luego virgiliano. Ignora o acaso presiente que su empresa y la del troyano habrán de unirse poco después. Eneas, de pie, escribe Reyes, está apoyado sobre una pica. Orla y encuadra su rostro bárbaro un fleco rizado y regular; los cabellos desordenados; los ojos leales; su cuerpo leñoso, amarillo, duro y santo, recuerda al Adán de Tiziano. Hecho de barro parece un penate gigantesco. Tiene aire de sumisión y dulzura. Está algo encorvado, como de cargar un gran peso […].¹

    Reyes deja la descripción y cede la palabra a Odiseo:

    También yo creo reconocerte: no me engaña la curvatura de tu rostro. Tú eres Eneas. Los frescos pompeyanos te retratan en forma de mono, que lleva a cuestas un mono decrépito y, a rastras de la mano, a un mono pequeño.² Desde que huiste del incendio de Troya, el fardo paterno a las espaldas, te has quedado así, encorvado: así premiaron los dioses tu abnegación, señalándote con las huellas de tu misión sagrada, como premian al trabajador llagándole las manos. Tú eres Eneas: no me engaña tu aire sumiso de hombre acostumbrado a oír la voz de los dioses […]³

    Odiseo acusa a Eneas de ser más sufrido que sabio, santo antes que hermoso. Llama simios a los seres por los que arriesgó su vida. Se ríe de la ignorancia de Eneas, que cree en la preocupación divina por los actos humanos. Para Odiseo los dioses son sólo notarios de la desgracia en la tierra. Lo humilla dudando de la paternidad de Eneas sobre Roma y el troyano responde: Y [he aprendido] a obrar siempre según los mandatos de la Divinidad. Tal es mi orgullo; haber dominado a la jactanciosa bestezuela del libre albedrío; haber forzado la puerta misteriosa de mi conciencia, para que irrumpan por ella las secretas comunicaciones del cielo.

    Odiseo, frente al defensor de la majestad divina, responde con la estilística:

    Pero sosiégate Eneas, y detén el río de tus discursos. Ya no se usa la frase larga: no está de moda. Tampoco el tono patético.⁵ Odiseo le advierte que allí entre las sombras –pues es donde ocurre el diálogo– no caben las lágrimas para la desgracia. Y Eneas lo apostrofa: Di lo que quieras; pero no olvides que palabras no destruyen hechos.⁶

    Este ejercicio casi escolar, de inevitable tufillo neoclásico, es sin duda el origen liminar de una amplia ladera de la obra de Reyes. El joven escritor se debate en una elección muy personal, entre el padre fundador de ciudades (Eneas) y una suerte de pirata moderno como Odiseo, que lo acusa: Cuanta leyenda había por la zona de tus viajes, la has saqueado, como buen poeta que eres, y le has impuesto tu nombre […] Si el cargar con tu anciano padre te ha doblado la espalda, el cargar con toda la fuerza de los dioses te ha doblado el espíritu. Eres la víctima de un poeta, y nada más.

    Lucha de patronos expresa, de manera confusa, la elección que Reyes se planteaba hacia 1910. Dueño ya de una vasta cultura clásica, Reyes busca en ese momento al dios penate de su patria espiritual. En ese diálogo, Eneas parece encarnar la tragedia y la fatalidad, la creencia en la ceguera de los hombres de cara a la grandeza divina y la edificación de una comunidad como sentido último de la vida humana. Solidario y sumiso, Eneas se bate con un enemigo difícil y arrogante, ese moderno que cree en la moda, la ciencia y el libre albedrío, un héroe más humano y activo.

    Reyes escogió a Eneas como patrono. Quizá hubiera retirado de su primer Eneas la comparación con el Adán de Tiziano, pues el único momento donde Reyes titubea en Lucha de patronos es cuando el positivista Odiseo insinúa los defectos de su rival como propios de la caridad cristiana, aquella que, según confesó Reyes, más tarde le había arrebatado Nietzsche. Esa primera elección alfonsina fue el voto por la tradición frente a una versión algo caricaturesca y provinciana de la modernidad. Pero esa tradición no existía cabalmente en México y Reyes, como Eneas, viajó para encontrar un país donde fundarla. Eneas en Lucha de patronos está de regreso y su autor, el joven Reyes, apenas lía sus bártulos para partir. Pero la brújula ya existe: "Eneas (con verdadero dolor) […] Yo no juzgo vuestros misterios, amparadme. Yo sólo viajaba impelido ocultamente por el ansia de construir ciudades".

    Reyes ignoraba que la brújula pronto enloquecería víctima de la marea histórica y que una débil sospecha juvenil se proyectaría como una larga navegación que consumirá su obra. Paradójicamente las palabras de Odiseo no destruyeron los hechos de Eneas. En su vejez no olvidó esa herida: lo que Reyes glosó fue la Ilíada, no la Odisea.

    El 9 de febrero de 1913, Bernardo Reyes cae acribillado frente a Palacio Nacional. En 1914 su hijo Alfonso parte a un destierro que se prolongará diez años. Va a París y luego a Madrid. Allí rehace su vida y regresa brevemente a Eneas con estas líneas:

    De modo que la mejor representación del hombre es la de un Eneas que huyera del incendio con un padre, una esposa y un hijo a cuestas, doblado al peso del fardo. Y Eneas hay que se sacude parte del fardo, y deja morir entre las llamas a la esposa y al padre, para consagrarse a su hijo, por ejemplo. Y este Eneas, no suficientemente robusto, es el que se fuga, es el que renuncia a su integridad psicológica, para consagrarse al hijo, a la parte no conocida de sí mismo: a la novedad, a la invención.

    Este párrafo aparece en El suicida (1917). Proviene de un artículo dedicado a Los desaparecidos, esos ciudadanos modernos a quienes un buen día la metrópoli traga y nadie vuelve a saber de ellos. El asunto llamó la atención de Stevenson y Hawthorne, y más recientemente de Dashiel Hammett y Sam Shepard. No se necesita mayor virtud para darle algún cariz psicoanalítico a esta reaparición de Eneas en la literatura alfonsina posterior a 1910. Reyes, como los pequeños Eneas de las ciudades, ha dejado caer un peso insostenible entre las llamas. ¿México? ¿O más bien su padre? Quizá Reyes arrastra la culpa por la muerte de su padre, cuyo sacrificio no ha honrado, y se sublima en la atención de ese hijo que no puede ser otro que la literatura. Pero desde entonces, su Eneas será la mejor representación del hombre.

    Más adelante, Reyes se atreve por primera vez a identificarse con Eneas, usando el plural al escribir la dedicatoria final de El suicida: Cada cual, asido a su tabla, se ha salvado como ha podido: y ahora los amigos dispersos, en Cuba o Nueva York, Madrid o París, Lima o Buenos Aires –y otro desde el mismo México–, renuevan las aventuras de Eneas, salvando en el seno a los dioses de la patria.¹⁰

    En 1924 escribe una Salutación al PEN club de México que luego incluye en Reloj de sol (Madrid, 1926), donde afirma directamente: mis últimos estremecimientos de furor contenido, al acordarme del gran incendio y las ruinas que me dejaba yo a la espalda, cuando nuevo Eneas, salí de mi Troya con el hijo y la mujer a cuestas; todo ¿qué importa?¹¹

    No sólo los ateneístas dispersos por la guerra civil sufrían las desventuras de Eneas entre augurios y tormentas, sino Alfonso Reyes era ya un nuevo Eneas. La imagen de Eneas se convertirá en un comodín retórico del que se sirve con abundancia. Pero el escritor ya no es el joven artífice en busca de patrono ni el huérfano arrancado de la patria por las furias, perdido en el extranjero y sus ciudades inhóspitas. Estamos ante el Reyes embajador, ante el cortés y cortesano don Alfonso, hombre público reconciliado con el régimen de la Revolución Mexicana, que ha tomado sobre sus espaldas la tarea de una nueva latinidad hispanoamericana. Eneas deja de ser una prenda íntima para convertirse en un galardón patriótico.

    Tras una conversación con Leopoldo Lugones, sobre la antigüedad de México y su lugar en la geografía de Occidente, Reyes ya se siente autorizado para convertir a Eneas en consigna multinacional: ¡Ay, el grito de Eneas se trueca en mis labios: también en América hay lágrimas para las desgracias!¹²

    Alfonso Reyes había olvidado los consejos de Odiseo a Eneas y se pierde en patéticas declamaciones. Benito Juárez y Garibaldi son comparados con Eneas en Las vísperas de España (1937)¹³ y en la Historia de un siglo (1919-1920), respectivamente.¹⁴ Reyes deja de ser Eneas para convertirse en su autor, el poeta nacional romano Virgilio. En el mismo agosto de 1930, cuando concluye la Oración del 9 de febrero en memoria de su padre, redacta un Discurso por Virgilio, a petición del gobierno mexicano, al cual representa en Río de Janeiro. Algún jurisconsulto soñador –¿o habrá sido el propio don Alfonso?– tuvo la ocurrencia de celebrar en México el segundo milenario del nacimiento de Virgilio. Reyes se presenta en su faceta más lamentable. El estilo es declamatorio y demagógico, y sus intenciones, burocráticas. Eneas ha pasado de lo íntimo a lo generacional y de allí a encarnar al Espíritu Nacional: "En las aventuras del héroe que va de tumbo en tumbo salvando los penates sagrados, sé de muchos, en nuestra tierra, que han creído ver la imagen de su propia aventura, y dudo si nos atreveríamos a llamar buen mexicano al que fuera capaz de leer la Eneida sin conmoverse".¹⁵

    Luego hace gala de un modesto señorpresidentismo (gobernaba México nada menos que Pascual Ortiz Rubio, a quien Reyes sustituía en la legación en Brasil) y con las Geórgicas en una mano cae en la desmesura: Es así como el espíritu de un Virgilio parece latir entre las más vivaces inquietudes de México e iluminar el cuadro de nuestra política agraria.¹⁶

    Por si fuera poco, Reyes todavía tiene espacio para recordar los latines del cura Miguel Hidalgo y recrea en su figura el maridaje virgiliano entre poesía y agricultura. Acaba su Discurso convertido en el indio jardinero de Vida y ficción, sus cuentos póstumos.

    El Discurso por Virgilio es el platillo que Reyes sacó de su cocina para el banquete nacionalista y estatólatra de los años treinta; es su escasa y por fortuna prescindible contribución a esa ideología de la Revolución Mexicana que le fue, venturosa y químicamente, ajena. Todavía en Viva voz (1949), colección de artículos de ocasión y discursos, recoge un texto donde vuelve a identificarse con Eneas al agradecer la hospitalidad madrileña de don Manuel Azaña, a la muerte del expresidente español en 1940.¹⁷

    Al final de su vida, Reyes volvió a sus estudios helénicos. Él sabía que la retórica es el triste sucedáneo del heroísmo. En su gran homenaje a Eneas, retomando la ruta perdida, está Mitología griega: los héroes (1950). En el capítulo III, La caída de Troya en Homero, Reyes insiste en la salvación de Eneas y dice: "Al ver a Eneas acosado muy de cerca por Aquiles, Poseidón acude al consejo de los dioses, urgiéndoles la necesidad de salvar a Eneas para que puedan cumplirse los futuros destinos. Casi diríamos, para que algún día se escriba la Eneida".¹⁸

    Y casi diría, a mi vez, para que Reyes escribiera la suya. En el examen del periplo de Eneas en la mitología clásica pueden hallarse inferencias probables para la propia trama alfonsina. Analizando una fuente secundaria, La pequeña Ilíada de Lesques, Reyes escribe:

    En una escena más baja, Eneas escapa con sus bienes guardados en un cofre. Y abajo en el centro se ven las puertas esceas. Eneas emprende el viaje, conducido por el dios Hermes. Lleva a cuestas a su padre Anquises, el cual guarda consigo las estatuillas de los dioses domésticos […] En su barco, repleto de provisiones, Anquises deposita el cofre con las imágenes sagradas.¹⁹

    A Reyes le parece inútil discutir si Virgilio contó o no con las referencias posthoméricas a Eneas para escribir la Eneida, pero la cita anterior encierra una curiosidad que el propio Reyes destaca en su Mitología griega, publicada póstumamente hasta 1964:

    Pausanias refiere una historia paralela. A Patras llegó Eurípilo, uno de los sitiadores de Troya, llevando consigo un cofre que había pertenecido a Eneas o a Casandra. Al abrir el cofre apareció dentro una imagen de Dionisio tallada por el propio dios Hefeso. De sólo verla Eurípilo perdió la razón.²⁰

    Hizo bien Reyes en no abrir esa caja perdida, cuyos tesoros también Eneas se cuidó de conocer. Eneas no se volvió loco, porque su destino era la progenie de Roma. Reyes se negó a deslumbrarse con el espejo roto y dionisiaco de la vanguardia.

    Siguiendo estos juegos, Reyes insiste en el episodio de Eneas en fuga buscando refugio en Tracia, que no es sino la primera parada de un largo viaje, y donde el fantasma Polidoro le advierte que se trata del país de la crueldad, la cobardía y la traición. ¿No puede ser Tracia el gobierno de Victoriano Huerta, que le ofrece a Reyes la secretaría particular, como primer refugio después de la catástrofe? Reyes rechazó la proposición y siguió el viaje.

    Otras cuestiones pueden especularse en la lectura de Los héroes. Una de ellas es la función de Dido, la reina suicida. Dice Reyes:

    Los brazos exánimes de la moribunda Troya, capítulo anterior del destino, se abrazan en el amor y en el dolor que juntan en un instante divino a Dido y a Eneas. La generación que ha presenciado los amorosos arrullos de un rey con una mujer del pueblo, donde se cuna un imperio que ha de domeñar el mundo, sin duda era capaz de sentir plenamente aquella situación en que los amantes son el futuro fundador de un reino y la reina de un pueblo, cuyos hijos han de ser un día enemigos mortales: Roma y Cartago. Y si esta nueva presentación de una leyenda ya consagrada tenía un sentido de aplicación inmediata para el público de Virgilio, también provoca en el lector moderno más de una reflexión sobre la responsabilidad de Eneas para con Dido y para con su misión providencial, en términos de ética contemporánea. Eneas está predestinado a fundar Roma y a provocar la enemistad de Cartago; la figura de Dido, modelada en las nobles normas de la tragedia griega, no tiene más remedio que quedar aniquilada por el destino. Eneas y Dido hubieran preferido disfrutar en paz de sus amores. Virgilio, al sacrificar a sus creaturas en aras de una ley histórica superior, llora sobre ellas. Eneas parte a Italia contra su voluntad. Dido se da muerte.²¹

    Reyes no podía ignorar que la tradición adversa, la cartaginesa, dotó a la reina Dido de extensas y conmovedoras facultades poéticas. Reyes lamenta que los amantes no consumen su idilio (cosa que Virgilio no hace, nos recuerda E. R. Curtius), como si reconociera él mismo que a la poesía no consagró mayores cuidados que los de un amasiato que para algunos tuvo numerosos instantes sublimes. Eneas- Reyes parece rechazar en Dido a la poesía como entrega absoluta y romántica.

    En la afición alfonsina de Grecia también se advierte la indiferencia por la novela, propia de su rival Odiseo, el gran narrador de historias. Reyes recuerda la reticencia y la pesadumbre de Eneas al iniciar su relato en el Libro II de la Eneida y censura a Virgilio por no permitir al héroe el derecho al descanso y la gravedad del silencio. No en balde fue otro escritor de esa generación, José Vasconcelos, quien tomó para sí las andanzas de Ulises. La gran novela de la modernidad, en fin, se llama Ulises y forma parte de un universo literario que Reyes conoció, pero que rechazó.

    Desechadas las vanguardias, la poesía amorosa y la novela autobiográfica, Reyes se justifica en Virgilio y asume su propia tarea, la del imperio de la prosa, recordando que Eneas combate furiosamente y desafía a la muerte una y otra vez, y cuando pasa la tormenta resulta uno de los escasos despojos que aún sobreviven para edificar en el Occidente otra nación más poderosa.²²

    Eneas ya no es para Reyes aquel cristianizado y piadoso patrono de 1910. Es un guerrero y un constructor que rechaza el cofre de la locura y sus imágenes deslumbrantes, las pasiones líricas de la poesía y la soberbia del narrador.

    Lo que sigue en Los héroes son adiciones y atisbos de mal humor. Reyes desprecia a Ovidio pues Troya en Las metamorfosis es exangüe y paródica: "La abreviación práctica de la guerra de Troya en una serie de volubles restos puestos en boca del viejo Néstor junto a la copa de vino, en el banquete de algunos próceres, acaba por producir un efecto de parodia, sobre todo por venir inmediatamente después de esa selva de pasiones humanas que es la Eneida".²³

    Reyes protesta luego contra el Eneas vulgarizado y torcido de los escritores del Imperio romano que, como Salustio Crispo o Cornelio Nepote, están más interesados en la tribuna y en la biografía que en la saga heroica. Particular indignación le producen las versiones de la decadencia romana atribuidas a Dictis y Dares pues la esencia misma de la poesía épica –la hazañosa nobleza, la bravura y el sacrificio heroico– han desaparecido. Eneas es un doble traidor expulsado […] A pesar de la boga alcanzada por los relatos, no puede decirse que la ‘calumnia’ contra Eneas –para de algún modo llamarla– haya ensombrecido su fama en la Edad Media.²⁴

    Tras ese consuelo Reyes recuerda que Benoît de Sainte- Maure llama satánico a Eneas en su Roman de Troie medieval. En los Estudios helénicos (1957), La filosofía helenística (1959) y en la póstuma Afición de Grecia de 1960 las referencias a Eneas son escasas o meramente técnicas.*

    Parece quedar claro que el helenismo de Reyes no fue ni resultado de una erudición ociosa ni el adorno suntuario de una obra sin centro. Grecia y Roma están en el corazón del proyecto literario de Reyes desde 1910 hasta los libros póstumos. La mitología grecolatina y sus sagas no son en Reyes materia exógena. Joven y desventurado, fue un Eneas perdido en la tormenta; célebre embajador, se creyó autor de su propio destino y utilizó a Virgilio como bandera cultural y hasta política; viejo y erudito, quiso fijar, contra imprecisiones y calumnias, al Eneas bien amado. Pero todo lo hasta aquí referido no es más que una somera, acaso tediosa, revisión bibliográfica. Es hora de tomar la piqueta y releer la Oración del 9 de febrero que Alfonso Reyes escribió para su padre.

    *  El sabio Armando Momigliano anota en Paganos, judíos y cristianos (FCE, 1993) que la figura de Eneas fue problemática para los romanos mucho antes de Virgilio. La nacionalidad de Eneas era dudosa y se discutía si era un traidor a su patria. Encarnará, al fin, una figura incómoda para los antiguos, la del inmigrante. Reyes, como Eneas, fue acusado de renunciar a la mexicanidad en aras de un desarraigo, el cosmopolitanismo. Momigliano (y su fuente, I moderni alla ricerca di Enea, 1981) localiza la presencia de Eneas como arquetipo positivo del inmigrante en la poesía norteamericana, por ejemplo, de Longfellow a Robert Lowell.

    3. Conversación con un muerto

    Reyes, como Eneas, buscó la culminación de su vida en la edificación de una ciudad. La Roma que soñó Reyes es una honorable ilusión espiritual. En sus sueños quizá la vio como una vasta biblioteca amurallada, visible desde lo alto por la luminosidad de su plaza pública y plena en atractivos accesos para que pasase por ellos el hombre común hacia la latinidad.

    Pero la ciudad alfonsina secreta una gruta. En algún punto de su ancha superficie hay una puerta al mundo subterráneo. Esa gruta es la Oración del 9 de febrero, las escasas páginas que Alfonso Reyes dedicó a su padre en 1930 y que culminó un 20 de agosto, cuando éste hubiera cumplido ochenta años.

    Reyes fue un retórico y la Oración del 9 de febrero es un ejercicio de alta retórica. Dos de sus libros más notables, que son La crítica en la edad ateniense y La antigua retórica (1941 y 1942) fueron escritos como resultado de cursos académicos donde Reyes pretendió rescatar a la retórica de su expulsión de las humanidades.

    Hay dos niveles paralelos en la obra helenística de Reyes. El Reyes que sigue a Eneas a través de su vida, y particularmente en Los héroes, es el escoliasta de una vida heroica perdida, un hombre que lamenta, con alguna hipocresía, que desaparecidos los héroes queden, como buitres y hienas, los retóricos y los críticos. Alfonso sabe que él no fue el héroe homérico en que convirtió al general Reyes. Al admitirlo, estudia y practica, no sin melancolía, la retórica. Ahora separemos al comentarista de los mitos del estudioso de las palabras. Ambos niveles volverán a unirse en un viaje al mundo de los muertos.

    Reyes prefiere a Isócrates entre los atenienses. Inclusive, al describir el estilo isocrático, Reyes dibuja, casi gramaticalmente, el suyo propio. Reyes ve en Isócrates un ejemplo, creyendo que la verdad debe ser llevada del aula a la plaza pública. El rétor Reyes es, en el sentido preplatónico de la palabra, un demócrata.

    Tras Aristóteles, Reyes explica en La antigua retórica el género epidíctico, propio de la lectura y gestor de las variables estilísticas, dirigido a un público de espectadores que obra como juez de la elocuencia. Otra de sus características, apunta Reyes, es la exposición del valor ético y estético de los hechos o personas que evoca, enaltece o rebaja. El bien y el mal, lo mismo que la nobleza y la descendencia, son materias de lo epidíctico.

    Cicerón rompe la unidad retórica aristotélica y combina lo judicial con lo epidíctico. Ya Gorgias había aprobado la legitimidad del engaño estético como arma del retórico. El ars fallendi de Cicerón es ya ilusión literaria: ya sabe, pues, el retórico dónde y cómo tiene que buscar la cólera de su auditorio.²⁵

    De las reglas retóricas y de su evolución Reyes pasa a plantear la necesidad del arrebato íntimo como discurso. A veces dice que No nos atrevemos a gritar en público nuestros dolores, a pregonar nuestras intimidades, pero nos complace oírlos en escena, con voz prestada y ficticia.²⁶ Rechaza al bárbaro, al no-latino, por su silencio: Manifestarse es purificarse. El guerrero ignora el pudor de las lágrimas y las lamentaciones a la hora del peligro. Se desconfía, en general, del que calla mucho. Y si el bárbaro infunde una sensación de animal extraño es por su sospechoso mutismo. La naturaleza muda es la naturaleza irredenta.²⁷

    Con las armas de la retórica se explica cómo Alfonso Reyes realizará en la Oración del 9 de febrero una Katábasis (viaje al Hades, periplo al mundo de los muertos) y allí, como Eneas con Anquises, celebrará una Nekyománteia (consulta oracular con un cadáver).

    El texto inicia con el recuerdo de Troya antes del fuego. Reyes realiza la prueba de valor que Cicerón exige: conmover para convencer. El mundo paterno es invocado. Ya no sólo son los días alcióneos del Ateneo de la Juventud que recordó tantas veces, sino algo más hondo. Reyes recuerda la vigilancia paterna, ausente y lejana, tutelar y permanente. Estamos ante el anuncio retórico de la Katábasis:

    Y la idea de que ya había yo dispuesto de todos mis recursos, de que ya había agotado la última apelación ante el último y más alto tribunal, me produjo tal desconcierto, tan paradójica emoción de desamparo que tuve que contenerme para no llorar. Este accidente de mi corazón me hizo comprender la ventaja de no abusar de mi tesoro, y la conveniencia –dados los hábitos ya adquiridos por mí– de tener a mi padre lejos, como un supremo recurso, como esa arma vigilante que el hombre de campo cuelga a su cabecera aunque prefiera no usarla nunca. No sé si me pierdo un poco en estos análisis. Es difícil bajar a la zona más temblorosa de nuestros pudores y respetos.²⁸

    Reyes desciende y al hacerlo va recordando la muerte absurda de su padre: Esto dio a su muerte no sé qué aire de grosería cosmogónica, de afrenta material contra las intenciones de la creación.²⁹ Sólo la fatalidad, esa que Eneas-Alfonso defendió contra Odiseo en 1910, pudo matar al general Reyes. Grosería cosmogónica que Reyes dedicaría su vida a corregir.

    Su muerte, continúa Reyes, era la culminación del cuadro de horror que ofrecía entonces toda la ciudad.³⁰ Ya en el Diario 1911-1930 pueden leerse ecos que recuerdan el aliento del libro II de la Eneida: Escribo un signo funesto. Tumulto político en la ciudad. Van llegando a casa automóviles con los vidrios rotos, gente lesionada (3/IX/1911).³¹ Dos años faltan para la muerte del padre y ya Alfonso prescribe su destino de piedad: Mi padre ha llegado al fin. Como está ileso, ya no oigo nada, no quiero saber nada. También he alzado otra fortaleza en mi alma: una fortaleza contra el rencor. Me lo han devuelto. Lo demás no me importa.³² En 1911 comienza la guerra en Troya y Reyes, como Eneas, piensa en su familia y sus bártulos. Apostrofa: Estábamos amenazados de muerte. Así se paga el pecado de hacerse amar un día por el pueblo, y asume plenamente el signo funesto: La vecindad de la muerte tiene sus encantos, su bienestar.³³

    Con la desaparición de mi padre, apunta la Oración, muchos, entre amigos y adversarios, sintieron que desaparecía una de las pocas voluntades capaces, en aquel instante, de conjurar los destinos. Por las heridas de su cuerpo, parece que empezó a desangrarse para muchos años, toda la patria.³⁴

    La caída de Troya anuncia el alumbramiento de Roma. El sacrificio del Padre ha de ser revertido o glorificado por una misión. Líneas adelante Reyes se describe mutilado y náufrago. No hay referencia alguna, paráfrasis o metáfora, que recuerde a su admirado Eneas. Ésta es la Katábasis de Alfonso Reyes y no un comentario helenista. Pero el diálogo con el muerto deja ver algo sobre el futuro: Yo me arriesgo a creer que esta compenetración sea ya perfecta porque sé que tanto gozo me mataría, y presiento que de esta comunión absoluta sólo he de alcanzar el sabor a la hora de mi muerte.³⁵

    Reyes ve en la lección de su padre una lección de Virgilio que le dicta que la comunidad absoluta con el pasado sólo se alcanza mediante lo perenne y lo clásico. Y se define frente a lo otro:

    Los salvajes –Reyes se autocita– creían ganar las virtudes de los enemigos que mataban. Con más razón imagino que ganamos las virtudes de los muertos que sabemos amar. […] Y véase aquí por dónde, sin tener en cuenta el camino hecho de las religiones, mi experiencia personal me conduce a la noción de la supervivencia del alma y aun a la noción del sufragio de las almas –puente único por donde se puede ir y venir entre los vivos y los muertos, sin más aduana ni peaje que el adoptar esa actitud del ánimo que, para abreviar, llamamos plegaria.³⁶

    Reyes asume su paganismo. No sólo sus temas fueron paganos, lo fue toda su visión del mundo, de éste y del otro. Justifica su creencia en la transmisión por inmanencia de las virtudes de los muertos. Reyes considera el más allá pagano –puente único por donde se puede ir y venir entre los vivos y los muertos– como la posibilidad abierta de viajar al Hades y visitar al padre. Abrevia, en efecto, al llamar plegaria a su Nekyománteia retórica: Cuando me enfrenté con las atroces angustias de aquella muerte, escogí con toda certeza, y me confesé a mí mismo que preferiría no serle demasiado indispensable a mi hijo, y hasta no ser muy amado por él puesto que tiene que perderme.³⁷

    Poca importancia mitológica tuvieron los hijos biológicos de Eneas. Sus hijos reales, la progenie, constituyen una gentilidad: los ciudadanos de Roma. Un padre fundador procrea una civilización y ésta, al venerarlo, lo aleja. En cuanto a Reyes, sus hijos son sus libros, que no lo aman y pueden existir sin él. Reyes precisa los límites de su vocación:

    También supe y quise elegir el camino de mi libertad, descuajando de mi corazón cualquier impulso de rencor o venganza, por legítimo que pareciera, antes de consentir esclavizarme a la baja vendetta. Lo ignoré todo, huí de los que se decían testigos presenciales, e impuse silencio a los que querían pronunciar delante de mí el nombre del que hizo fuego. De paso sé que me he cercenado voluntariamente una parte de mí mismo; sé que he perdido para siempre los resortes de la agresión y de la ambición. Pero hice como el que, picado de víbora, se corta el dedo de un machetazo.³⁸

    Eneas es un joven guerrero en la Ilíada y a lo largo de la Eneida Virgilio se cuida de separarlo de la hybris, esa cólera que acarrea la perdición de los héroes. Sin agresión ni ambición, Reyes reivindica la legendaria piedad de Eneas, aquella que le dio fama, y se separa del espíritu de la modernidad y de su aparente conclusión parricida: la vanguardia. Reyes rechazó la vendetta contra la tradición. Eligió llevarla a sus espaldas. No hizo –ni real ni metafóricamente– la famosa rebelión contra el Padre propia de los modernos, al menos desde el romanticismo. Reyes llegó a París antes de cumplir treinta años. Tuvo todo para entusiasmarse con las vanguardias en ebullición. No lo hizo, aunque las olfateó, y no pocas veces jugó con ellas. Pero a su padre ya lo habían matado. Y fue justamente el tema del parricidio lo que evadió toda su vida. Y no pensemos sólo en el desdén por el expresionismo alemán o por el surrealismo francés. Remontémonos antes en el tiempo: ¿no es acaso el mundo judeocristiano una civilización que se reconoce en un parricidio, el de Cristo? Reyes fue hasta los orígenes en su rechazo de los modernos. Pagano, negó por igual a Cristo que a sus supuestos asesinos. Horrorizado, negó su pluma al drama parricida de la Cruz.

    Sufro, se dice en la Oración, porque presiento al considerar la historia de mi padre, una oscura equivocación en la relojería moral de nuestro mundo; me desespera, ante el hecho consumado que es toda tumba, el pensar que el saldo generoso de una existencia rica y plena no basta a compensar y a llenar el vacío de un solo segundo.³⁹

    Un cristiano se resigna ante la muerte. Un pagano, como Eneas, buscará sin descanso la rama dorada –asociada por Frazer al roble, árbol paterno por excelencia– y se permitirá hacer la Katábasis, que para Reyes no puede ser otra cosa que viaje literario. Periplo como el mitológico: de ida y vuelta.

    A esas alturas la Oración del 9 de febrero alcanza una magnitud declamatoria. Reyes cesa la sobriedad del tono, abandona los reflejos epidícticos y se deleita con el ars fallendi: Y ya que el vino había de volcarse, sea su sacrificio, acepto: sea una libación eficaz para la tierra que lo ha recibido.⁴⁰

    Reyes disminuye nuevamente el ritmo e inicia el segundo apartado de la Oración hablando de las cuatro fases en la firma autógrafa de su padre. Curiosidad de polígrafo o acta judiciaria. La firma es la prueba que el general Reyes da a su hijo de que en realidad lo visitó en el Hades y, firma al fin, profetiza la escritura sin la cual la construcción de la latinidad es imposible. Eneas caminó con Anquises en los Campos Elíseos y regresó con la profecía de la grandeza de Roma.

    En el tercer apartado bosqueja la obra política, militar y ciudadana de su padre. Reyes lamenta:

    ¡Oh qué mal astuto, oh qué gran romántico! Le daban la revolución ya hecha, casi sin sangre, ¡y no la quiso! Abajo, pueblos y ejércitos a la espera, y todo el país anhelante, aguardando para obedecerlo, el más leve flaqueo del héroe. Arriba, en Galeana, en el aire estoico de las cumbres, un hombre solo. Y fue necesario, para arrebatarlo a aquel éxtasis, que el río se saliera de madre y arrastrara media ciudad. Entonces requirió otra vez el caballo y burlando sierras bajó a socorrer a los vecinos. Y poco después salió al destierro. No cabían dos centros en un círculo. O tenía que acontecer lo que acontece en la célula viva cuando empiezan a formarse los núcleos, ¿poner al país en el trance de recomenzar su historia? Era mejor cortar amarras. Ya no se columbra la raya indecisa de la tierra. Ya todo se fue.

    Y más abajo, en el apartado IV se lee: ¿cómo evitar que el gran romántico se juzgara el hombre de los destinos?⁴¹

    El general Bernardo Reyes (1850-1913) fue adversario de los Científicos y era el candidato de la tradición militar. Siendo gobernador de Nuevo León se marchó a Europa en disfrazado destierro para volver, ya triunfante la revolución maderista, en 1911. Ese mismo año se rebeló contra Madero y fue aprehendido en Linares, Nuevo León. Preso aún en 1913, fue liberado por sus partidarios durante la Decena Trágica y murió ametrallado al intentar tomar por asalto el Palacio Nacional. No es necesario decir que su actuación fue turbia y confusa, y que su hijo escribe desechando las consideraciones históricas. Reyes se limita a reprobar la hybris de su padre.

    Más adelante, Reyes obsequia al comentarista un dato que hace más patente la especulación que he desarrollado: Durante unas maniobras que presenció en Francia, como sentía un picor en el ojo izquierdo, se plantó un parche y siguió estudiando las evoluciones de la tropa. Al volver del campo – y hasta su muerte lo disimuló a todo el mundo– había perdido la mitad de la vista.⁴²

    Según algunas versiones, Anquises, padre de Eneas, reveló en una borrachera quién era la madre de su hijo y Zeus, indignado, le mandó un rayo que lo hubiera matado de no anteponer la propia Afrodita su cinturón. Pero se quedó ciego o tuerto como consecuencia de la llamarada flamígera. Otras fuentes atribuyen la ceguera de Anquises a una venganza guerrera. En la mitología griega la ceguera es signo de sabiduría, y en el Hades, de capacidad premonitoria, mantis cuyo arquetipo encarna Tiresias. Si la Oración del 9 de febrero es una Katábasis, abruma que Reyes, identificado de por vida con Eneas, resalte sin explicación alguna la ceguera parcial de su padre, dotándolo de las potestades adivinatorias de un Anquises. Inclusive, en el poema de 1911, Cena primera de la familia dispersa, Reyes adelanta el asunto en una línea que dice: Y fuime como Antígona en pos / de padre ciego.

    Al considerar la muerte del padre como una grosería cosmogónica, Reyes probablemente recuerda que Anquises es uno de los pocos mortales que, según la mitología, lograron engendrar con una diosa. El pagano Alfonso no pudo soportar que su padre fuese un mortal y se las arregló para visitarlo entre los muertos.

    La página siguiente de la Oración narra el regreso del padre del destierro francés y su rendición en Linares hasta ser trasladado a la penitenciaría capitalina. En la escena de la captura Reyes toma otra vez la guía del Libro II de la Eneida. En Virgilio, Eneas advierte a su padre de la inminencia de la fuga; en Reyes, el joven Alfonso, que no estaba presente en los hechos, trata de modificar el curso del pasado e impedir la detención de su padre. Entonces deja caer la frase del alto designio: Todos han adivinado, dice Reyes al recordar a la virgiliana multitud de agricultores que observan la aprehensión del general, que con ese hombre se rinde toda una época del sentir humano.⁴³

    Reyes compara a su padre con el presidente Madero:

    Dos grandes almas se enfrentaban, y acaso se atraían a través de no sé qué estelares distancias. Una todo fuego y bravura y otra toda sencillez y candor. Cada cual cumplía su triste gravitación, y quién sabe con qué dolor secreto sentían que se iban alejando. Algún día tendremos revelaciones. Algún día sabremos de ofertas que tal vez llegaron a destiempo.⁴⁴

    Al anotar la Ilíada, Reyes apreció el equilibrio de Homero, su respeto y simpatía por los aqueos, a quienes ofrece, como a los troyanos, el privilegio de la aristía, el cuadro escénico donde el guerrero muestra lo más alto de su valor. Reyes hace lo propio con Madero, adversario de su padre que admira y, al cabo, otra víctima. No sucede lo mismo con Francisco Villa, el cabecilla, reo en el mismo lugar y al mismo tiempo que el general Reyes. Su hijo se ocupa de dioses, héroes y retóricos, no de bandidos sociales. Será otro cofrade generacional, Martín Luis Guzmán, quien reparará en ese encuentro de lo alto y lo bajo en una celda, sacándole provecho.

    En el VI y último apartado, la Katábasis concluye con la profecía definitiva. Son las navidades y el padre pide al hijo la lectura de algunos versos. Un año exacto hace de la derrota en Linares. Mientras Alfonso lee Que a golpes de dolor te has hecho malo, el viejo general le tapa la boca con las manos y grita: ¡Calla blasfemo! […] ¡Los que no han vivido las palabras no saben lo que las palabras traen adentro!⁴⁵

    Entonces entendí, tristea Reyes, que él había vivido las palabras, que había ejercido su poesía con la vida, que era todo él como un poema en movimiento, un poema romántico del que hubiera sido a la vez autor y actor.⁴⁶

    Hay quien piensa que Alfonso Reyes nunca vivió por dentro la experiencia de las palabras. Se equivoca. En ese momento lo atraparon. La caída de Troya, como lo sospecharon los hijos de Homero, dio fin a esa primigenia edad heroica donde vida y poesía eran un solo elemento. Pero muertos los héroes, quedan los retóricos. Ésa fue la confirmación que Reyes, a la mitad de su vida, fue a buscar al Hades, profecía que le señaló que iba por buen camino en la construcción de la gran ciudad de la retórica. No en balde Alfonso Reyes escribió simultáneamente, en 1930, lo peor y lo mejor de su obra: el Discurso por Virgilio y la Oración del 9 de febrero. Pero dejemos en paz a los muertos. Abandonemos la gruta y demos una mirada arqueológica a la ciudad que construyó nuestro Eneas.

    4. Troya, no Roma

    Una de las más entrañables lecturas de nuestra infancia es la del aventurero alemán Heinrich Schliemann (1822-1890), el arqueólogo que descubrió las Troyas históricas excavando bajo las colinas de Hissarlik. Esa misión se la prometió a su padre de niño y la cumplió contra viento y marea, con Homero en el bolsillo, revelando la existencia de siete ciudades troyanas sobrepuestas. Descubrió un tesoro, aunque no el de Príamo, sino el de un soberano que vivió cuatrocientos años antes. Una noche se dio el lujo de colocar en el cuello de su esposa griega las joyas que pertenecieron a una mujer troyana de hacía tres mil años.

    La guerra de Troya, escribe Reyes en La crítica en la edad ateniense, es un fracaso. Ni siquiera se puede saber si acabó con una victoria definida, y si la estratagema del caballo parece un correctivo posterior que la poesía impone a la realidad para enderezar su sentido. Sólo sabemos que los héroes griegos emprenden un regreso lamentable, una odisea trabajosa, para encontrar sus hogares deshechos y sus tierras anarquizadas.⁴⁷

    Reyes, al contrario de Eneas, fracasó. No fundó Roma ni latinidad alguna. Poeta-niño, viajó en la numeración inversa precristiana y convirtió la Troya de la sangre en la Troya del espíritu. Su obra es una ciudad amurallada por veinticinco libros. Una ruina fastuosa plena en tesoros como en polvo y baratijas; imprescindible por sus emocionantes pasadizos y por sus arriesgadas cumbres. Leer a Reyes es una visita de infancia a Teotihuacán o a la Acrópolis; jugar entre piedras cuyo enigma silencioso es, parafraseando a Gibbon, el ser testimonio de las multitudinarias y desaparecidas generaciones humanas.

    Reyes sabía que fue la tradición literaria, o su aparición, la que degradó paulatinamente a los héroes. Un libro como Los héroes sorprende por su claridad de exposición y por su negativa a confundir mito y literatura tal como lo hace la modernidad. Pues si Jasón o Eneas fueron perdiendo su condición de intermediarios entre lo humano y lo divino, resultando el primero un ingenuo y el segundo un cobarde, fue por culpa de los escritores. Reyes hizo de Grecia un viaje fantástico a la infancia, a la suya propia y a la de la humanidad. Envidiable Reyes. Pero es inútil negar que la obra de Reyes está rodeada de vacío. ¿Cuál es su mejor libro? Todos y ninguno. Abundan los homenajes pomposos al humanista, pero Reyes escribió su obra para salvarla de la crítica de los modernos. Quien busque la maleza de la ideología debe ahorrarse el viaje a las ruinas alfonsinas, rodeadas por el desierto. Reyes, dondequiera que se encuentre en el Hades, no goza de las prerrogativas divinas de un Tiresias. Fue un escoliasta a destiempo, un nostálgico de las antigüedades. No será olvidado. Pero su memoria es ajena a la profecía. Y una parte de nosotros, aunque lo neguemos, la necesita.

    ¿Realmente quiso Reyes fundar una latinidad y el parloteo, jerigonza de los bárbaros, se lo impidió? Si olvidamos al empalagoso y a veces indigesto embajador virgiliano que Reyes también fue, es de dudarse que el escritor haya logrado civilizarnos. Quizá sólo escribió para ser Eneas, para repetir el juego que hacía con su tío y que cuenta en Parentalia, que consistía en hacer ciudades de cartón y títeres. Su ciudad es una ruina: imponente y absurda, motivo lo mismo de arqueología que de desolación. Su mérito inconcluso e imperecedero –como corresponde a las ruinas que son lo que son por lo que dejaron de ser– es común a todo vestigio arqueológico: ser refugio de sabios, niños y poetas. Y de turistas.

    Una larga y enredada polémica, cuya duración sobrepasa ya el siglo, pone en duda con severidad que las ruinas halladas por Schliemann en Troya sean una prueba eficaz de la historicidad de los poemas atribuidos a Homero. La llamada Troya VIIA, desenterrada por el arqueólogo alemán, es para los expertos modernos el despojo incendiado de un villorrio pastoril. El tesoro de Príamo pudo ser de un cualquiera. La obra de Alfonso Reyes, como la Troya de Heinrich

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