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William Pescador
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Libro electrónico79 páginas1 hora

William Pescador

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Un país, Omarca, rodea el cuerpo imantado de un niño: William Pescador, quien a su vez circunda y explora ese territorio laberíntico, que se confunde y se precisa en los confines de una inteligencia temeraria. El niño es a la vez un demiurgo y un aventurero, cuya imaginación traza redes vertiginosas en el espacio, el tiempo, las genealogías, el mun
IdiomaEspañol
EditorialEdiciones Era
Fecha de lanzamiento2 jun 2020
ISBN9786074453027
William Pescador
Autor

Christopher Domínguez Michael

Sobre Christopher Domínguez Michael Ensayista, historiador y crítico literario nacido en la Ciudad de México el 21 de junio de 1962. Entre las obras que ha publicado destacan Jorge Cuesta y el demonio de la política (1986), La utopía de la hospitalidad (1993), Tiros en el concierto. Literatura mexicana del siglo V (1997), La sabiduría sin promesa. Vida y letras del siglo XX (2001 y 2009), Vida de fray Servando (2004), Diccionario crítico de la literatura mexicana (1955-2011) (2007 y 2012), Para entender a Borges (2010), Los decimonónicos (2012), Octavio Paz en su siglo (2014 y 2019), Retrato, personaje y fantasma (2016), La innovación retrógrada. Literatura mexicana, 1805-1863 (2016) e Historia mínima de la literatura mexicana del siglo XIX (2019). Ha antologado en dos ocasiones la obra de José Vasconcelos (1995 y 2010). Se formó en La Gaceta del Fondo de Cultura Económica (1987-1992), fue miembro del consejo de redacción de la revista Vuelta (1989-1998) y desde 2020 es editor de Letras Libres. Ha obtenido el Premio Xavier Villaurrutia (2004), la Beca Guggenheim (2006) y el Premio del Círculo de Críticos de Arte de Chile (2010). Ha sido profesor invitado en La Sorbona, la Universidad de Chicago y la Universidad de Columbia. Algunos de sus libros han sido traducidos al inglés, al francés y al portugués. Ingresó a El Colegio Nacional el 3 de noviembre de 2017.

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    William Pescador - Christopher Domínguez Michael

    XIII

    I

    El imperio ha caído en manos de los niños. Recorremos el departamento abandonado como un ejército que recoge las armas del enemigo que escapa. En la alcoba vacía de nuestra madre enfrentamos la inmensa tarea que nos espera. La cama está deshecha y su confusión evoca el trato de los cuerpos. Ropa en el suelo. Monedas dispersas —poca cosa— sobre el tocador. Las ruinas del armario están intactas desde el día en que mi hermano le prendió fuego. La madre debe de haber considerado de utilidad pedagógica su conservación. El incendiario se adentra entre los vestidos carbonizados. En su interior los nuevos poderes tienen que organizar la partición del reino. Suscito el entusiasmo de Nicolás en un proyecto largamente meditado y pospuesto hasta la fecha. La mesa del comedor está limpia. Construiremos sobre ella una ciudad de plastilina, que habrá de ser cruzada por canales, digna de ser mirada desde suntuosos balcones. Sabremos amalgamar la aceitosa dureza que produce el comercio entre la plastilina y el agua. Pero los hermanos no habrán de precipitarse. Hay que calcular infinidad de recursos humanos y materiales, pues lo que comienza es la eternidad.

    Sellado el compromiso entre el poder y sus arquitectos dejamos el armario. Convenimos en que cada vez que haya que tomar grandes decisiones volveremos al refugio. Viajamos al baño. El botiquín ofrece numerosos elementos para la construcción y el decorado de la ciudad futura. Con las cremas de la madre daremos al castillo el sabor de los pasteles. Dejamos caer las medicinas. Antibióticos, anticonvulsivos, antidepresivos y antihistamínicos. Grageas naranjas y cápsulas bicolores adornarán las almenas y los torreones. A veces olvidamos el gran proyecto, embelesados con las pócimas de la salud y la belleza. Mi hermano Nicolás inunda su ombligo de crema. El algodón y los aerosoles, las toallas femeninas y los tubos para peinarse. Los despojos de los hombres clandestinos también son de uso legítimo: loción para aromatizar los salones del rey y tabaco para sembrar los jardines de la Especie. Levantaremos una gran ciudad sobre la mesa, extendiendo la civilización hasta convertir el baño de la madre en una finca solariega para príncipes y embajadores.

    Las hordas serán disciplinadas y las guerras abolidas. Ya habrá tiempo para escribir la historia. Del depósito de plastilina parten los trenes del Viejo Oeste. Indios y Vaqueros, soldados de plomo arrastrando las artillerías napoleónicas, robots inutilizados por la oxidación de sus pilas rojas, escoltan cada viaje. Aviación civil y militar sobrevuela las tierras yermas de la edificación.

    Nicolás convoca a sus bestias africanas para trasladar los toneles de agua que habrán de inundar los canales. Mis sabios investigan las maravillas de la vegetación acuática y cultivan nenúfares en los invernaderos. Cada estancia va siendo ocupada con timidez y luego con soberbia. Una legión de espías previene todo acto de sabotaje. Seres oscuros, armados hasta la sofisticación, se apuestan en los sitios estratégicos. Observan el mundo desde las lámparas y matan el ocio derribando moscas. Su jefe se oculta tras el reloj despertador. La anciana muñeca de mi madre ha sido expulsada de su vitrina y la soldadesca ríe después de vejarla.

    Tenemos hambre. Descartamos una excursión a la calle en busca de dulces. Sería una precipitación en el uso de nuestra libertad y un retraso imperdonable en la construcción de la ciudad. Contamos con una alacena presumiblemente bien abastecida y con ella, la promesa de la sabiduría gastronómica. Los oficiales piden calma a las huestes tan hambrientas. Alcanzo la estufa con una silla y cocino huevos fritos que se queman. Mi hermano, siempre hábil con el fuego, logra asar un par de salchichas.

    Cuando comen con sus mayores los niños lo hacen en soledad. Esta vez convocamos a la gran máquina: encendemos la televisión. Olvidamos a nuestros servidores y dejamos maltrechas varias tribus indias, arrastradas tras el paso de las pijamas mullidas de orines. A esa edad seguimos gozando de la incontinencia nocturna. Orinarse en la cama es navegar otra vez por los ríos de la placenta, es advertir el calor mientras se duerme y conocer el frío al despertar.

    Bugs Bunny y Elmer Gruñón dejan la pantalla. Gigantes de cartón devastan las capitales japonesas. El Hombre Araña cruza las cúspides de Manhattan como Tarzán las copas selváticas. A las seis de la tarde, segundos antes de que una roca marca ACME sepulte la frágil figura del coyote, la televisión se apaga. Se fue la luz.

    Ya van a cumplirse doce horas desde la partida de nuestra madre y el ama de llaves no aparece. Estamos solos en la casa. Los combatientes destinados a construir la gran ciudad vuelven a ser muñecos abandonados en el desorden. Dispersión de objetos inútiles. Las cosas rechazan la vida que impostaron. Ni amor ni gobierno. Una débil señal telegráfica nos advierte que el espía apostado tras el reloj despertador ha desertado.

    La administración de Omorca instaló enrejados rústicos en las ventanas de cada edificio para impedir la eventual caída de niños al vacío. Nos parece improbable avistar en la calle a algún amigo desobediente y pedirle auxilio desde el quinto

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