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Ensayos reunidos. 1984-1998
Ensayos reunidos. 1984-1998
Ensayos reunidos. 1984-1998
Libro electrónico948 páginas11 horas

Ensayos reunidos. 1984-1998

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Desde 1980, cuando Christopher Domínguez Michael comenzó su labor como reseñista quedó ligado —como pocos críticos literarios en nuestra historia— a la literatura de México. Tratándose de una figura polémica por fuerza, escasamente admite la indiferencia como respuesta, y con esta obra, la primera de sus Ensayos reunidos, acaso no quedará duda de s
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento3 jul 2020
ISBN9786077243779
Ensayos reunidos. 1984-1998
Autor

Christopher Domínguez Michael

Sobre Christopher Domínguez Michael Ensayista, historiador y crítico literario nacido en la Ciudad de México el 21 de junio de 1962. Entre las obras que ha publicado destacan Jorge Cuesta y el demonio de la política (1986), La utopía de la hospitalidad (1993), Tiros en el concierto. Literatura mexicana del siglo V (1997), La sabiduría sin promesa. Vida y letras del siglo XX (2001 y 2009), Vida de fray Servando (2004), Diccionario crítico de la literatura mexicana (1955-2011) (2007 y 2012), Para entender a Borges (2010), Los decimonónicos (2012), Octavio Paz en su siglo (2014 y 2019), Retrato, personaje y fantasma (2016), La innovación retrógrada. Literatura mexicana, 1805-1863 (2016) e Historia mínima de la literatura mexicana del siglo XIX (2019). Ha antologado en dos ocasiones la obra de José Vasconcelos (1995 y 2010). Se formó en La Gaceta del Fondo de Cultura Económica (1987-1992), fue miembro del consejo de redacción de la revista Vuelta (1989-1998) y desde 2020 es editor de Letras Libres. Ha obtenido el Premio Xavier Villaurrutia (2004), la Beca Guggenheim (2006) y el Premio del Círculo de Críticos de Arte de Chile (2010). Ha sido profesor invitado en La Sorbona, la Universidad de Chicago y la Universidad de Columbia. Algunos de sus libros han sido traducidos al inglés, al francés y al portugués. Ingresó a El Colegio Nacional el 3 de noviembre de 2017.

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    Ensayos reunidos. 1984-1998 - Christopher Domínguez Michael

    Primera edición: 2020

    Primera edición digital: 2020

    D. R. © 2020. El Colegio Nacional

    Luis González Obregón 23

    Centro Histórico

    06020, Ciudad de México

    isbn: 978-607-724-374-8

    isbn digital: 978-607-724-377-9

    Hecho en México / Made in Mexico

    publicaciones@colnal.mx

    editorial@colnal.mx

    contacto@colnal.mx

    www.colnal.mx

    Conversión gestionada por:

    Sextil Online, S.A. de C.V./ Ink it ® 2020.

    +52 (55) 52 54 38 52

    contacto@ink-it.ink

    www.ink-it.ink

    Índice general

    Prefacio

    Sobre la situación moral que el joven escritor

    mexicano ocupa actualmente (1984)

    I

    II

    III

    IV

    V

    Notas sobre mitos nacionales y novela mexicana

    (1955-1985) [1985]

    I. La muerte de la tragedia

    II. El tiempo de la comedia

    III. Los sótanos de la Nación

    IV. Derrota, posposición del mito

    La muerte de la literatura política (1985)

    La búsqueda de una fábula

    El espacio trashumante y otras aflicciones

    La consagración de la trinidad y los tiempos de la crítica

    Del héroe mitológico al hombre común

    Prólogos a la Antología de la narrativa

    mexicana del siglo xx (1989 y 1991)

    Palabras preliminares

    I. La guerra y la paz

    Introducción

    El salón y las celdas

    La guerra: épica mayor

    La guerra: épica menor

    La paz: héroes vestidos de marionetas

    II. El licor del estilo

    Introducción

    La oración del destierro

    La broma colonialista

    Novelas como nube

    Ágrafos, sonámbulos y bohemios

    III. Contemporáneos de todos los hombres

    Introducción

    Padres fundadores

    Maestros modernos: la disolución de la utopía

    Maestros modernos: ciudad sin sueño

    IV. La modernidad suspendida

    Introducción

    Carlos Fuentes, novelista

    Invención de creaturas

    Fabulación del tiempo

    V. El libro de las obsesiones

    Introducción

    El poder y los cuerpos

    Pasiones y humores

    La ciudad tan oscura

    Tierra baldía

    La comedia imaginaria

    VI. Diez narradores de los años noventa (1994)

    Aviso

    Introducción

    Apéndice. Autores incluidos en la Antología de la narrativa mexicana del siglo xx, primera (1989 y 1991) y segunda edición (1996)

    Breve repaso a las letras contemporáneas

    de México (1955-1993) [1995]

    La liberación de la narrativa

    La saga literaria de 1968

    Desde Poesía en movimiento (1966)

    Poesía contemporánea de México

    Narrativa de hoy: los realismos y su crítica

    Treinta años de crítica

    Servidumbre y grandeza de la vida literaria (1998)

    I. El honor de los clérigos

    Carlos Monsiváis, el patricio laico

    No todos somos Frida Kahlo

    El odio de un patriota

    La despistada sublime

    Los enredos de un abate

    El tiempo del libelo

    II. El gabinete de mis antiguos

    Altamirano íntimo y sentimental

    El doctor González Martínez y el póker

    El Diario de Tablada

    Reaparición de Las sombras largas

    Centenario de Germán List Arzubide

    Pieza tocada, pieza jugada

    Francisco Tario, espíritu chocarrero

    Rulfo, el fin del escándalo

    III. La fiesta inolvidable de los modernos

    El mantel de los acontecimientos

    El sadismo de Juan García Ponce

    Sergio Pitol, el genio nómada

    Onda y sepultura

    Nostalgia del feminismo

    Las amistades peligrosas de Paloma Villegas

    Emperadores desnudos

    Terror y basura

    El miedo a los intelectuales

    La pesadilla

    IV. Simpatía por los exotas

    Mi viaje con Carmen Boullosa

    Los límites del limbo

    La maleta de Albert Thibaudet

    Elogio de Francisco Hinojosa

    El príncipe de los exotas

    El niño es el padre del poeta

    Niños sádicos

    José Manuel de Rivas (1963-1996)

    Adolfo Castañón en el faro

    Ejercicios de admiración

    La tentación fascista

    Tiempo escrito

    Elogio y vituperio del arte de la crítica (1998)

    Índice onomástico

    Índice de obras y de publicaciones periódicas

    Prefacio

    Llegado el momento de reunir mis ensayos y artículos dispersos, hube de resolver, en primer término, qué hacer con los prólogos de la Antología de la narrativa mexicana del siglo xx, publicada en dos tomos, uno en 1989 y otro en 1991, por el Fondo de Cultura Económica (fce). La Antología fue mi primera obra propiamente dicha, apenas precedida de un folleto titulado Jorge Cuesta y el demonio de la política (uam, 1986), el cual acabó por convertirse en un capítulo de Tiros en el concierto. Literatura mexicana del siglo v (Era, 1997).¹

    A la Antología, desde luego, le guardo mucho cariño. Al libro, pero también a los autores que aun no siendo empáticos con mi trabajo aceptaron ser antologados, lo mismo que a don Jaime García Terrés y a Adolfo Castañón, quienes lo hicieron posible. Siendo improbable que la Antología se reedite, decidí salvar los prólogos en este primer tomo de mis Ensayos reunidos por El Colegio Nacional, para cuyo laborioso rescate —muchos de los textos no estaban en sistema informático alguno— conté con la invaluable colaboración de Astrid López Méndez.

    En aquellos prólogos, que funcionaban como pórticos de cada uno de los libros antologados, abundaban las citas de mis antecesores como críticos y comentaristas, pero también ideas y conceptos sobre nuestra literatura a los cuales me sigo sintiendo ligado, pese a la torpeza, a menudo muy irritante, con la cual se expresaba un joven crítico literario acaso con gusto e intuiciones pero de poca y mala gramática.² Reduciendo de forma considerable la dimensión de las citaciones, reedito los prólogos para beneficio de nuevos lectores, si los hay, haciendo sólo algunas inevitables correcciones de estilo. En cuanto a la Antología propiamente dicha, se conserva a buen recaudo en bibliotecas públicas y particulares, y en librerías de viejo. Como parte de este volumen se agrega, en calidad de apéndice, un listado de los autores antologados, por si el lector tiene necesidad de consultarlo.

    Yo encuentro la Antología de la narrativa mexicana del siglo xx, si interesa, de valor histórico, pero anchurosa y representativa en demasía. En aquella época, fines de la década de 1980, se aspiraba a que la vida literaria, como la pública, representara todas las corrientes del pensamiento y del arte, en nombre de un pluralismo democrático que en buena hora, me parece, contaminó a la crítica literaria. No sé si sea posible arrepentirse de la democratización de la alta cultura, como apunté en algunos de los textos aquí reeditados.

    Me inicié como reseñista en Unomásuno en 1982 y, a partir del año siguiente, continué con esa labor en Proceso, invitado, respectivamente, por Humberto Musacchio y Federico Campbell. En este último semanario, central en la vida política del México anterior a la alternancia del año 2000, gocé de la amistad y el estímulo de Vicente Leñero, David Huerta y Armando Ponce. Casi todas las reseñas publicadas en Proceso entre 1983 y 1990 permanecen inéditas en libro porque esos textos son la obra negra de los prólogos de la propia Antología. Y de los no pocos consagrados en esos años a las traducciones de literatura extranjera llegadas a mis manos, algunos artículos aparecerán en los tomos subsecuentes de mis Ensayos reunidos.

    En cuanto al Breve repaso a las letras contemporáneas de México (1955-1993), se trata de la segunda parte de La literatura mexicana del siglo xx (1995), un coffee table book donde continué el trabajo de José Luis Martínez, quien me honró al elegirme como su colaborador, partiendo, más o menos, del punto donde él se detuvo: la aparición de Carlos Fuentes a fines de los años cincuenta. Mientras José Luis actualizó su Literatura mexicana. Siglo xx, 1910-1949, yo hice sólo la crónica, bastante apresurada, de la situación de la narrativa, la poesía y el ensayo en México hacia 1990. No me siento muy orgulloso de ese trabajo, pero, dado que allí figura mi nombre asociado al de uno de mis maestros y La literatura mexicana del siglo xx —con las fotos de todos mis contemporáneos jovencísimos— ya no se consigue, decidí incluir ese texto, mutilándolo, también, de citaciones excesivas.

    Además de tres ensayos sobre literatura y política aparecidos entre 1984 y 1985, se presenta en este tomo una edición abreviada de Servidumbre y grandeza de la vida literaria (1998), publicada en Joaquín Mortiz gracias a Patricia Mazón y Andrés Ramírez. La mayoría de los artículos y ensayos habían aparecido previamente, siempre en primera versión en Proceso, Vuelta, La Jornada Semanal y El Ángel de Reforma. Pero resulta que varios de los ensayos de esa colección fueron a dar a mi Diccionario crítico de la literatura mexicana (fce, 2007 y 2012), donde se encuentran agrupados alfabéticamente.³ Agregué a ese libro, para este volumen de mis Ensayos reunidos, artículos huérfanos sobre Ignacio Manuel Altamirano y José Juan Tablada que vieron la luz en Vuelta en 1993 y 1994.

    Así que Servidumbre y grandeza de la vida literaria (1998)fue mi primera recopilación dedicada a la literatura mexicana; se rescata aquí parcialmente, mientras que, tratándose de las letras mundiales, La utopía de la hospitalidad (Vuelta, 1993) será reeditada en el siguiente tomo de estos Ensayos reunidos.

    Por último, presento de manera tipográfica como ensayo aparte Elogio y vituperio del arte de la crítica, epílogo de Servidumbre y grandeza de la vida literaria, porque, siendo la primera de mis recurrentes deontologías críticas, me parece la más fresca y la más atrevida. Es aquélla, acaso, donde logré un autorretrato convincente del joven crítico que fui y de quien soy, naturalmente, heredero en las buenas y en las malas.

    Christopher Domínguez Michael

    Coyoacán, otoño de 2019

    ¹ Éste fue mi primer libro unitario y, como el resto de mi bibliografía de esa naturaleza, seguirá su recorrido al margen de esta recopilación de materiales dispersos o descatalogados.

    ² En aquellos años finales del siglo pasado, se recurría a las mayúsculas para enfatizar conceptos y querer hacer, de palabras, talismanes. Todos los correctores y no pocos lectores, hoy en día, las aborrecen. Les suplico indulgencia.

    ³ En ambas ediciones mexicanas del Diccionario crítico de la literatura mexicana, así como en su traducción al inglés (Critical Dictionary of Mexican Literature [1955–2010], trad. de Lisa M. Dillman, Dalkey Archive Press, Champaign, Londres y Dublín, 2012), están los ensayos originalmente publicados en Servidumbre y grandeza de la vida literaria y dedicados a Octavio Paz, Enrique Krauze, Roger Bartra, José Luis Martínez, Carlos Montemayor y la literatura indígena, Julio Torri, Ermilo Abreu Gómez, Edmundo Valadés, Jorge Portilla y la fenomenología del relajo, Emilio Carballido, Sergio Magaña, María Elvira Bermúdez, Juan Vicente Melo, Héctor Manjarrez, José Emilio Pacheco, Guillermo Sheridan, Javier Sicilia, Sergio González Rodríguez, Jorge Aguilar Mora, Fabienne Bradu, Gabriel Zaid y Hugo Hiriart. Algunos autores, como es el caso de Carlos Monsiváis, Francisco Tario, Juan Rulfo, Jaime García Terrés, Juan García Ponce, Sergio Pitol, Paloma Villegas, Carmen Boullosa, Ana García Bergua, Mario Bellatin, Pablo Soler Frost, Francisco Hinojosa y José Luis Rivas, aparecen, con textos distintos, lo mismo en Servidumbre y grandeza de la vida literaria que en el Diccionario crítico de la literatura mexicana, en su edición de 2012.

    —Remo en borrasca,

    ala en huracán:

    la misma fuerza que azota

    es la que me sostendrá.

    Alfonso Reyes, Octubre, 1919

    I

    En 1934, el crítico alemán Walter Benjamin publicó un artículo titulado Sobre la situación social que el escritor francés ocupa actualmente. Con la inspiración de ese título, trataré de ilustrar algunas de las ocupaciones y elecciones de los jóvenes escritores mexicanos cincuenta años después de los comentarios de Benjamin. He querido englobar bajo la palabra moral un estatuto que perciba situaciones éticas, electivas y estéticas, con una fijación, también, en una suerte de esquema de inserción de los jóvenes escritores en la cultura mexicana contemporánea.

    Quisiera aclarar que considero jóvenes a los escritores menores de treinta años; se trata de una delimitación meramente cronológica, y por ello seguramente injusta. En lo personal no profeso ningún culto por la juventud, ni me parece que semejante noción —cuyos significados habría que discutir— tenga gran utilidad literaria. Entro en materia.

    Lo primero que no encuentro es una homologación entre la palabra juventud y algún espíritu nuevo en nuestras letras. Cuando en 1925 Xavier Villaurrutia y compañía antologaban sus poemas bajo el rubro de poesía joven, lo hacían con la conciencia de estar anunciando una nueva estación de la literatura nacional. No es éste nuestro caso: vivimos el crepúsculo, al parecer definitivo, de las vanguardias y su spleen. Para utilizar el célebre par, vivimos en una época de recuperación y reformulación de la tradición, antes que días de ruptura. Parece que éstos ya pasaron y estamos ocupados en armar colecciones arqueológicas, o, mejor aún, en hacer útiles los despojos; lo que también puede y debe ser hermoso. De cualquier forma me parecía abusivo y fuera de lugar seguir llamando jóvenes a escritores como José Agustín, que no sólo tiene cuarenta años, que es lo de menos, sino es autor de una obra histórica desde su publicación. Creo que es la historia, antes que la edad, lo que da juventud a un conjunto de obras. La otra solución, la de identificar juventud con un estado del espíritu, es cómoda tanto como inútil: de nada sirve decir que es un escritor joven por la frescura de su obra. Mientras tanto, más pronto nos volveremos viejos antes de acabar de dilucidar qué es una literatura joven.

    II

    Después de 1968, y gracias al impulso de los escritores de la llamada Mafia, a quienes debemos más de lo que reconocemos, la cultura literaria —que distingo de la literatura a secas— se ha socializado y democratizado. Ha crecido el mercado de lectores y, en la medida en que algunos de los lectores jóvenes son escritores jóvenes en potencia, han aumentado lo mismo unos y otros. El crecimiento de los espacios culturales: instituciones, oportunidades editoriales y medios de difusión, es un fenómeno tipificable a partir de la ampliación del espacio civil desde 1968. Incluso ahora, cuando el Estado mexicano ha declarado la guerra económica más feroz que se recuerde contra la sociedad, siguen apareciendo, en la capital y en la provincia, múltiples ediciones y colecciones literarias, que modestas y atribuladas se levantan como encomiable símbolo de resistencia cultural. Las oportunidades de hacer carrera literaria —utilizo la vergonzante frase a propósito; es hora de olvidar las moralidades funestas: quien publica y asiste a coloquios está haciendo carrera literaria le guste o no— son más abundantes ahora, a la vez que la demanda (y la competencia) es mayor. Aquel reino milenario de los años sesenta, que tuvo su capital en la Casa del Lago y sus centros de veraneo en las noctívagas galerías de la Zona Rosa, es ya para nosotros una historia literaria tan remota como lo es la de la Academia de Letrán.

    Pasaré a enumerar algunos de los espacios y las situaciones morales en que nos desarrollamos los jóvenes poetas, narradores y críticos. El tema socorrido por excelencia es el de las mafias y las sectas o grupos literarios. La moralidad punitiva con que estos agrupamientos son censurados por sus enemigos me parece tan censurable como los abusos propios de éstos. No voy a defender a las mafias sino a tratar de explicarlas: 1) Hay que empezar deshaciendo un entuerto falaz: las mafias no son producto de nuestro subdesarrollo cultural, que radica en la escasez de recursos culturales entre la población y no en el nivel estético o ético de los intelectuales mexicanos. Mafias hay y las ha habido, ilustres y perversas, en las más célebres capitales de la literatura universal. 2) Las mafias son consecuencia lógica de la estructura de poder que invade toda una sociedad. En las ideas y en las afinidades literarias, como en todo, es obvio que se unan quienes comparten intereses y vocaciones. 3) Que las mafias utilicen métodos autoritarios de selección, coerción y enfrentamiento no es consecuencia, repito, de una maldad intrínseca al Estado literario, sino de que éste es una estructura de poder.

    Salvo contados casos en que los grupos literarios han censurado a escritores disidentes o independientes, la cantaleta que ciertos jóvenes súper independientes dirigen contra las mafias es generalmente muestra de su mediocridad. El insulto y el motín en actos públicos no hablan más que de una equivocación en la elección de oficio y de textos cuya estulticia requiere del apoyo de recursos vociferantes. Por otro lado, quien no tiene la valentía de tomar sus textos y llevarlos al medio de difusión de su preferencia, exponiéndose al rechazo y a la crítica, no tiene nada que hacer en la literatura. En cuanto a las víctimas, que las ha habido, de la agresión colectiva y premeditada de las mafias, cuando se ha tratado de buenos escritores, no sólo se han repuesto del golpe, creando sus propios espacios, sino que están escribiendo y mejor que nunca.

    Un buen escritor, y la historia literaria está llena de ejemplos, triunfa lo mismo en la soledad del ermitaño que entre los ritos de una secta, en vida o en la posteridad. Los jóvenes escritores toman, a veces dirigidos por una educación moral o intelectual, a veces por el azar, cierta elección. Los hay quienes concurren a un consejo de redacción, atraídos sin duda por el magisterio de una figura intelectual; podrán ser sectarios y grupusculares, pero no por ello malos escritores. Hay jóvenes integrados a grupos literarios que son excelentes escritores, quizá por ello.

    Otros frecuentan medios diversos y hasta antagónicos, amparados por la calidad de sus textos y por una concepción más plural de la vida cultural. Pero no sería extraño que los independientes de hoy sean los mafiosos del mañana. Eso ha ocurrido más de una vez. Entre más democrática sea la vida cultural, más democráticos serán los métodos, usos y costumbres de los grupos del mañana.

    Otro problema es el de la academia. Suele existir una profunda antipatía entre los académicos y —llamémosles así— los bohemios. Muchos de nosotros no hemos concluido nuestros estudios universitarios, al haber hallado contradicción entre una vocación vital y una formación académica, o simplemente por necesidades laborales; lo que ha sido tomado como pretexto para el diletantismo. Hay escritores jóvenes con más de un título en librerías que padecen de una cultura literaria alarmante. Pareciera que en 1984 es más fácil escribir decorosamente que leer y estudiar a profundidad. Excepto quienes —que los hay— tienen una sensibilidad para la vida que los favorece, estos escritores, a quienes la suerte artesanal ha favorecido, no pasarán.

    La multiplicación de talleres literarios es un fenómeno de interés. Salvo excepciones que hace tiempo no se producen, considero que un taller literario es un servicio cultural que los escritores ofrecen a los aficionados a la literatura, a quienes distingo de los escritores de oficio (naturalmente algunos aficionados evolucionan a la literatura). No creo que un joven con una vocación literaria consistente pueda permanecer más de algunos meses en un taller. La literatura es un oficio solitario y su socialización debe producirse finalizando el proceso de la escritura, y no en medio de éste.

    III

    Antes de pasar a la creación, hago un aparte moral y político. Uno de los fenómenos apreciables y encomiables es la secularización y la laicidad literarias que los nacidos después de 1954 están desarrollando. La política ha sido tormento insustituible de muchos de los escritores del siglo xx. La culpa política entre los escritores jóvenes ha disminuido, aunque no faltan quienes creen que con sus poemas redimirán a su país. No estoy defendiendo el apoliticismo, que es una de las posiciones políticas más dogmáticas; estoy alegando por la autonomía de la literatura. Cualquiera de nosotros puede tener posiciones políticas muy firmes y expresarlas y defenderlas en la prensa, en una manifestación y a través de un partido político, pero cada vez es menor la necesidad culpígena de expresarlas en nuestro quehacer literario. Muchos de los escritores de la generación más reciente han entendido que, aunque relacionadas, una es la condición civil y otra la condición artística: esta laicidad hace ganar a la política y a la literatura.

    IV

    Últimamente ha vuelto a la mesa de discusión, como sucede con recurrencia, la cuestión del estado actual de la literatura mexicana. No es extraño que sea la poesía el punto central en una discusión que es responsabilidad nuestra enriquecer y encauzar. La así llamada explosión poética suscita entusiasmo y desconfianza. Se dice que a los buenos poemas no han seguido necesariamente los buenos poetas. Puede que así sea. Pero lo que es notable no es tanto la cantidad de poetas jóvenes, sino la diversidad de sus voces. Pareciera —ojalá así sea— que empezamos a vivir un agresivo cruce de caminos de nuestra tradición. En 1984 hay ya mujeres que hacen poesía con una fuerza nunca antes vista; poetas conceptuales, místicos, de oído popular; rebeldes o hábiles en el manejo del lenguaje.

    Pero aquí nos ocupa la narrativa. Desgraciadamente no cuenta a su favor con la fertilidad de la poesía. Aparte de que es difícil ser un gran narrador cuando se es joven (quién fuera Raymond Radiguet), algo está castrando la imaginación novelística: una suerte de costumbrismo o nuevo naturalismo, viajando en diferentes latitudes, nos invade. Hay cierto culto a la cotidianidad. En una época en que las calles están vacías, cuando pocos marchan tras las utopías, en que el desgaste y el escepticismo se imponen, es normal un golpe de bastón hacia el intimismo. Pero tal parece que, si a la narrativa joven nos atenemos, las alcobas están tan vacías como las avenidas. Esto ha generado una literatura del aburrimiento, en la que escritores jóvenes relatan su vida cotidiana sin pasión, sin riesgos en el lenguaje ni en la trama, cuidando cierta consistencia formal, si acaso, pero sin nada memorable que decir. No hay subversión de la realidad, ni una búsqueda artística o emocional.

    Lo anterior es particularmente sensible en los escombros del discurso de la Onda, que se ha congelado en un costumbrismo donde vence quien, como en los relatos que cierran las fiestas, cuenta lo más emocionante. Un callejón sin salida es el de la recreación ad nauseam del habla popular y de la vida en los barrios. La llamada lumpenliteratura y sus formas previas parecen haberse agotado en los tratamientos de Ricardo Garibay, Roberto López Moreno, Joaquín Bestard o José Contreras Quezada. Entre los peligros de un naturalismo obsoleto, está una búsqueda urbana que hasta el momento ha cosechado mejores logros en la poesía. Habrá que esperar que quienes hayan vivido la experiencia de los cholos y de las bandas, o alguien que tenga la destreza literaria suficiente para cantarla, empiece a hacer la literatura urbana que el monstruo exige, pues hasta ahora parece que la ciudad terrible ha contaminado de mediocridad a sus narradores.

    Quisiera ahora empezar con las excepciones. Una excepción es aquello que se abre paso entre lo ordinario, una señal que destruye los muros y las convenciones manidas. Contra una literatura urbana sin riesgo, temerosa de los peligros indudables de la ambición, se levantan libros de imaginación que mantienen vivo el conflicto entre el arte y la vida. En ese sentido, este año aparece un trabajo sorprendente: Falco, de Humberto Rivas. Finalmente un narrador joven se atreve a romper con la inercia del costumbrismo y las declaraciones de odio. Falco es una narración breve, de lenguaje tan limpio como fuerte, primer movimiento de liberación de los fantasmas y espectros posibles que la literatura puede hallar en una ciudad como la de México. Con Falco sabemos que un México ha muerto, que La región más transparente no podrá volver a ser escrita.

    Hay otras experiencias que buscan el límite. La irradiación política fue fundamental en la vida de los jóvenes en 1968 y en la década siguiente. Para ello hay una novela ejemplar: Al cielo por asalto, de Agustín Ramos. Una literatura política que se libera del fantasma enorme de José Revueltas, como no lo hicieron un Carlos Eduardo Turón o un Salvador Castañeda, e impone un texto donde la imaginación da la cara a una historia compulsiva. La complicación en Agustín Ramos es creadora y fervorosa. Es un libro que renueva, recupera y destruye el conflicto del hombre en la política y la historia.

    Por otro lado, está la escritura como complicación extrema con el lenguaje. Hay en Lampa vida, de Daniel Sada, un esfuerzo en ese sentido: desgraciadamente creo que aún se traba entre el juego barroco y la fluidez narrativa.

    Quisiera mencionar ahora a tres escritores jóvenes que podrían inscribirse en la más pura estirpe de los novelistas del mal. Es cierto que los tres tienen leyenda, y toda leyenda levanta un aura que enceguece las visiones objetivas. Aun así, en ellos la literatura mexicana alcanza un punto dramático, el de una fe artística donde la vida y la creación se confunden. Karpus Minthej, de Jordi García Bergua, ya fallecido, condensó una sabiduría literaria poco común con un estilo depurado y aristocrático. Obra trunca, la de García Bergua habla bien de que nuestros tiempos están para libros que comulguen con el fin de siglo, para bien y para mal, en letra y en espíritu. Lo mismo diría de Los sueños de la bella durmiente, de Emiliano González: una curiosidad formal arrasada por los vientos nuevos de un modernismo negro. O Sastrerías, de Samuel Walter Medina, cuyos textos nos hablan de una desgarradura ontológica y una iluminación desquiciada rara entre nosotros. En García Bergua, en González o en Walter Medina hay tres narradores de excepción: la propia inmadurez literaria que sostienen es la oportunidad con la que nosotros podemos avanzar.

    De todas las críticas me inclino por la del gusto; podría yo acompañarla de una propuesta analítica, pero no es la ocasión. Podría yo adelantar que como crítico me interesa una literatura en conflicto, incluso histérico, con su tiempo, nuestro tiempo de la decadencia y el desasosiego del fin de siglo. Lo anterior no descarta, no rehúye la confrontación con escritores, cuentistas y novelistas en pleno dominio de sus recursos de expresión como Juan Villoro, Hernán Lara Zavala, Luis Arturo Ramos, José Joaquín Blanco y Octavio Reyes.

    V

    Decían los moralistas franceses —o alguno de ellos, la cita se me escapa— que se aprende a vivir gracias a la relación con el sexo opuesto y a pensar en relación con los libros: la lejana fábula que hace una vida literaria completa del diálogo con los vivos y del diálogo con los muertos. Creo que escribir, ser escritor, requiere tanta preparación como lo necesita el dominio exhaustivo de la física cuántica. Hago un llamado por una cultura literaria más rica entre nosotros, los jóvenes que empezamos a escribir. Desgraciadamente creo que las tendencias fundamentales apuntan hacia que nadie quiere ser un gran escritor. Y es que, claro, la apuesta es mortal: más vale mantenerse como un buen escritor mediocre que fracasar ruidosamente en el riesgo. Decía Walter Benjamin, en el mismo artículo citado al principio de esta ponencia: El conformismo oculta el mundo en que se vive. Es un producto del miedo.

    I. La muerte de la tragedia

    Cuando concluye Pedro Páramo (1955), la célebre novela de Juan Rulfo, mueren con ella varios siglos de la tragedia mexicana. Al desmoronarse como un montón de piedras el cacique de Comala, la cultura de México lo ha perdido todo. Ha perdido el episodio central de su épica, la aventura de los hombres del campo; ha pagado su pecado, común a todas las culturas, del asesinato primigenio de un campesino y la destrucción de un paraíso agrario. La víctima y su páramo nos han sido arrancados por la fuerza. Tenemos, en cambio, la primera novela perfecta, un libro narrativo plenamente contemporáneo y al último héroe trágico de la cultura nacional, que ha sido el primero para nuestra novela.

    Si la construcción de una cultura es una cadena de mitos que nacen y agonizan, no hemos sido cuidadosos en desentrañar ese conflicto en uno de sus espacios más tensos: la novela. Una novela pobre, como lo fue la mexicana hasta la mitad del si-

    glo xx, vivió una relación difícil con los mitos nacionales. La misma hazaña decimonónica de elaboración de una cultura nacional llevaba en sí la lucha por ejercer un mito en el mar de la zozobra. La novela nació para enfrentar y desplazar al mito: Rulfo lo ha hecho para nosotros.

    La representación de la vida rural fue durante siglos el mito nacional mexicano; sus vertientes fueron vastas: una alegoría del origen que veía en la comunidad rural el edén de la inocencia, exaltado por sus atributos de felicidad bucólica y simultáneamente destruido por ser un obstáculo del Progreso. Una epopeya nacional que hallaba su objeto (que no su sujeto) en el campesino como tema central, estigma de pasado y obligado destino.

    Si la historia mexicana había sido otra tragedia, la novela nunca encontró un héroe a la altura del arte, como Ramón López Velarde pidió a Cuauhtémoc para la poesía.

    Realismo, costumbrismo o naturalismo, la suya era una literatura sin universo trágico; si acaso llegaron a tocar las riberas de la condición del semidiós. No tuvieron un Prometeo, un Edipo, un Áyax, y eso que lo buscaron más que nadie, queriendo seguir a su maestro Victor Hugo. La novela mexicana no resistía una elaboración simultánea de la realidad y la ficción. No podía tener un Pedro Páramo.

    La llamada Revolución mexicana es el episodio más trágico de nuestra historia. Las violencias del siglo pasado suscitaron hombres ejemplares y confusiones sangrientas, y con dolor lograron elevar la cultura nacional a la condición de mito constituido. Los episodios revolucionarios se iniciaron en 1910; en cambio, tuvieron ya una exageración histórica de sí, la plena conciencia de encarar lo mítico. Héroes y villanos, masas e individuos, ejércitos y caudillos, mártires y traidores finalmente daban a la novela el derecho a nutrirse de un universo trágico que le daba razón de ser y oportunidad de diferencia.

    Los de abajo, la novela de Mariano Azuela, fue en 1915 la primera expresión de ese nuevo tiempo mitológico. Ha sido certero Carlos Fuentes al llamarla "una Ilíada descalza", pues refleja la lucha de los hombres en los primeros días de la creación de un tiempo, cuando combaten entre sí para decidir cuáles son los dioses que subirán al Olimpo. Los de abajo, crónica de acontecimientos que todavía no cristalizan en memoria histórica, es proclive a una lectura en busca de arquetipos. Es un libro bárbaro; por ello no quiere ni puede tener un héroe trágico. Demetrio Macías es un semidiós, arquetipo del rebelde ciego, del jefe emanado del pueblo del que es torturador: emanación y víctima. El suyo no es un destino regido por los cielos ni definido por razón alguna; su existencia es una experiencia vital y, por ello, su legado no tiene trascendencia colectiva. El mito en Los de abajo son las masas como cuerpo anónimo. Si la literatura decimonónica consagró al campesino como representante de la traición primordial y del estancamiento bucólico, las masas insurrectas que Azuela retrata destruyen una concepción prehistórica del tiempo en la novela. Sin las imágenes de Mariano Azuela hubiera sido imposible el muralismo, la más exacta —por su naturaleza gráfica y monumental— de nuestras elaboraciones mitológicas.

    Demetrio Macías fue transfigurado por los muralistas en el campesino revolucionario que persigue al clero y funda ejidos. La diferencia, o más bien el trayecto, entre el personaje de Azuela y el arquetipo de Diego Rivera es un asunto de inoculación ideológica progresiva, pero ambas imágenes son depositarias de un secreto. El mito nacional del campesino es un mito de poder. Es en el campesino donde se ha delegado el poder constitutivo de las diversas naciones que México ha sido, y es el campesino prestigio y zozobra de su cultura política: el campesino como sueño de Progreso, como pesadilla de atraso secular; el campesino como ardiente masa anónima, y el campesino como cacique, dueño o propietario exclusivo de un poder que puede parecer invisible para la modernidad, pero cuya efectividad es indestructible. Los historiadores lo saben: al terminar la revolución, México es más que nunca una nación dividida en reinos gobernados por miles de Pedros Páramos. El poder secreto del Señor mexicano morirá primero en la novela que en la realidad.

    Ésa es la lección política de Pedro Páramo: desnudar el mito del poder sobre el que se levanta una sociedad, llegar hasta las entrañas de un mito nacional, cultural y político.

    Sólo en la agonía alcanzan los héroes su justa dimensión trágica (hay que recordar a Filoctetes). La novela mexicana había reflejado hasta lo absurdo la elocuencia del mito campesino sin poderlo cristalizar en su condición extrema, es decir, agónica. Quizá no era el tiempo. Sólo en el instante del derrumbe del Señor del Poder podía encontrar la novela su puente de contacto y de despedida con la tragedia. En Comala, el poblado de fantasmas donde transcurre la novela rulfiana, la utopía campesina ha encontrado finalmente su estatuto de antiutopía. Los campesinos redimieron a la Nación de su culpa prestándose para emblematizarla como mito, pero fueron víctimas del crimen y del despojo. La idílica comunidad campesina ya es una ruina sin tiempo y con trashumante espacio. La rebelión agraria ha sido otra de las rebeliones de colgados. La aldea fantasma de Rulfo prepara el coro para la muerte del héroe. Las escasas cien páginas de Pedro Páramo son un conglomerado cosmogónico. La novela ha esperado muchos días para dar muerte al mito campesino, al símbolo eterno del Señor del Poder mexicano, que en Pedro Páramo es víctima de sus agraviados, víctima de sus hijos, agonista en manos de fantasmas que le torturan los oídos con leyendas, recuerdos de amor, maldiciones. Juan Rulfo lleva la tragedia a su máximo esplendor, el de la caída. Escribe el primer héroe trágico de la novela mexicana para darle muerte, hacerlo desmoronarse como un montón de piedras, para concederle último reino y muerte en una sola novela. Pedro Páramo es la concentración del mito, despliegue trágico, muerte del héroe y nacimiento de la novela. La cuenta está saldada y lo que queda es el vacío. Muerto el héroe, ¿la tragedia continúa?

    II. El tiempo de la comedia

    Destruido definitivamente el arquetipo del poder mexicano en Pedro Páramo, tenía que comenzar un nuevo ciclo. La escritura novelística había salvado en un solo evento su colisión con la tragedia, y el desvanecimiento de lo sagrado seguía la suerte de lo profano.

    Todavía Pedro Páramo alcanzó una continuación. La muerte de Artemio Cruz (1962), de Carlos Fuentes, presentaba la siguiente hipótesis: si el héroe ha muerto, ¿no es necesario humanizarlo, es decir, ridiculizarlo? Crónica de una agonía, retrovisión de la muerte hacia el nacimiento, a la manera de Hermann Broch en La muerte de Virgilio, la novela de Fuentes planteaba una suerte civil y paradójica, denigrante para el héroe mítico porque sucede en el tiempo de los burgueses.

    Pero el golpe de timón lo había dado el mismo Fuentes en 1958 con ese libro famoso, La región más transparente. México tenía a su gran novelista y una novela mexicana que ya no seguía la tragedia campesina, sino que tornábase en investigación de la ciudad y de su circo social. La filiación asumida de Fuentes con Balzac es legítima: el fracaso de Julien Sorel como héroe (por no decir su ridículo) le advirtió a Balzac que tenía que ocuparse de la mediocridad burguesa que el personaje stendhaliano no pudo derrotar. No en balde Balzac llamó a su colección comedia y no tragedia. Los héroes se ríen de nosotros; los burgueses se ríen con nosotros.

    Los términos variaban: el espacio de la novela ya era la ciudad y su objeto ya era la Historia (el tiempo histórico, concreto y cronológico) y no el mito ancestral indestructible. En su momento, la novela de Fuentes (y ése es el aspecto que nos interesa) apareció como crítica monumental de nuestra historia. Por primera ocasión la novela tenía derecho de pernada sobre la Nación; finalmente una sociedad podía mirar su mito nacional desnudarse por completo y apreciar con terror la flacidez de sus carnes y las arrugas deslavadas de su rostro.

    La operación de Fuentes era, naturalmente, interesada. Al hacer esa crónica mural —a caballo entre el mural de Diego Rivera en Palacio Nacional y la trilogía U.S.A., de John dos Passos—, Fuentes no destruía un mito nacional sino que le daba, con gran éxito, fundación espectral. La región más transparente de Fuentes intentó, como en el cuento de Borges, que el mapa de la novela fuera tan exacto como las dimensiones de la Nación, de tal manera que sus (falsas) proporciones acabaran por ser idénticas.

    México era un comedia. México ya no era una tierra trágica sino una ciudad alegórica. Sus hombres ya no se movían por sus institutos ancestrales sino por la lógica de las costumbres burguesas. (Después Fuentes dio marcha atrás, encadenándose con desesperación al Mito y al Arquetipo, señalando que las sombras de la pirámide y de la máscara seguían guiándonos.) Siendo un punto a favor de Fuentes la empresa acometida en La región más transparente, encontraba lo necesario para sobrevivir: la compañía de un moralista.

    Después de La región más transparente, Fuentes fue virando de la crítica de las costumbres a la obsesión antológica. Nadie como él ha hecho (mal) sobrevivir en la cultura mexicana preocupaciones en la actualidad poco populares: qué es el mexicano, cuál es el rostro del Pueblo y cuál es la máscara de la Nación, etcétera.

    Fuentes llevó hasta sus últimas consecuencias la mistificación de la singularidad de México, preocupación de insularidad común a todas las culturas inseguras de sí mismas. Pero el interés radica en que lo hacía siendo él mismo el escritor cosmopolita y un maestro de la novela contemporánea, preocupado en dar un rostro a México mediante la novela burguesa. Ese conglomerado exhausto, lleno de voces, ansioso por definirse y por defenderse a cada momento de que es una nación, encontraba a un novelista dotado de cultura universal, pero también de angustia por una ontología mexicana.

    Como Rulfo, el Fuentes de La región más transparente es un escritor único, el autor de un libro irrepetible, el partícipe de un instante que no retorna. Si Pedro Páramo es el primero, único y último héroe trágico, Carlos Fuentes es el primero y último gran escritor burgués mexicano; intentó brindarle a su país un rostro que tuviera forma de novela y, como todo gran novelista, fracasó. Fracaso que se agradece, pues nada hay más irritante en estos tiempos que imágenes unívocas y rostros morales. Lo que duele es que Fuentes no haya comprendido la virtud de su fracaso.

    En La región más transparente pueden leerse las coordenadas de la idea que la Nación tenía de sí misma, los arquetipos plenamente desarrollados de sus poderosos, de sus miserables, de sus políticos; la conciencia de vivir una comedia burguesa, que, en la mejor tradición balzaquiana, es la de hombres y mujeres atrapados entre la sinrazón de la costumbre y el escepticismo de lo civil. El mito nacional alcanza en Fuentes las dimensiones de su pleno estatuto. Leyendo La región más transparente sabemos que el mito de una nación tiene motivo: México es una nación política, cultural, moral y emocional. El mural narrativo de Fuentes disculpó, por su virtud liberadora, a la literatura mexicana de ese ideal imposible: la novela sobre México.

    III. Los sótanos de la Nación

    Las novelas de José Revueltas no son apreciadas fuera de México. Más aún: son de cansada lectura para quienes respiran fuera de la cultura política que ha convertido a Revueltas en su paradigma. Destino arbitrario: quien pretendió ser un narrador mexicano universal, o, más bien, el intelectual de este país que con más insistencia escribió para entender la tragedia contemporánea, ha quedado condenado a ser rara avis de un culto nacional.

    Para un crítico mexicano, como para cualquiera que escribe sobre su literatura nacional, resulta complejo, contra riesgo de fariseísmo, separar clínicamente el mito del escritor de los símbolos que pueblan su obra. Y para la cultura mexicana, Revueltas emblematiza una tradición escasa, la del rebelde plenamente radical en disonancia con su tiempo. Escritor prisionero; hombre de contradicciones dialécticas extremas y síntesis confusas; póster para consumo de la juventud revolucionaria; extraño espécimen de escritor bíblico y predicador de un realismo marxista-leninista, en su tiempo antecesor de la crítica de su ideología a la vez que denostador violento del Estado mexicano; cadáver ilustre disputado por sectas y partidos, el nombre de Revueltas desmitificaría su aureola, llevaría al personaje a su ambivalente dimensión humana. Pero la fuerza del mito es inmensa y nadie está dispuesto sinceramente a dejar de vivir su gravitación.

    La escritura de Revueltas ha sido justamente calificada de desmesurada, adolescente, melodramática, densa. Si novelas como Los errores tienen una construcción exigente y un temple dostoievskiano, o libros como Los días terrenales son impresionantes críticas éticas del comunismo, siempre hay en ellas desaliño, falta de tacto narrativo. Una historia interior de la novela mexicana descartaría las novelas revueltianas del breviario de la excelencia o de la renovación estructural. Sin embargo, el peso inmenso de su obra es fundamentalmente mítico.

    La historia nacional es, por frustración o megalomanía, una grotesca hazaña monumental. Fuentes descubrió varias de esas trampas en La región más transparente y puso otras, pero la versión más rotunda de la epopeya nacional son los murales de Diego Rivera, y su negación más conspicua, las novelas de Revueltas (mito contra mito, y hay que recordar que ambos fueron comunistas). Revueltas responde a la explicación gráfica, positiva, monumental del muralismo con una historia sin mayúscula, con la presencia de sótanos, drenajes profundos inundados de agua negra y roedores, con angustia existencial, sinrazón de la razón y escepticismo de la fe, confianza ciega en el Milenio igualitario y llanto por la perversión de la ideología revolucionaria.

    Revueltas escogió lo singular para ejemplificar. En una nación sin movimiento comunista de envergadura optó por escribir sobre los comunistas. Desde su primera novela, Los muros de agua (1941), sacó la cámara de la escena del héroe positivo del realismo socialista y llevó a los militantes a un infierno que les pertenecía en contra de su voluntad, en compañía de enanos, sifilíticos, rateros y prostitutas.

    Si los campesinos eran la imagen ideal de la ideología nacional, El luto humano (1943) los convirtió en fantasmas atrapados por la moraleja metabíblica de un eterno diluvio universal. Si la conversión/comunión entre marxismo, nacionalismo y obrerismo hizo del Obrero la imagen prometeica del futuro social, la ausencia en la obra de un escritor comunista de obreros y la preponderancia de los marginados y criminales eran una respuesta a la mitomanía política y a la fantasía ideológica. Negaba a la razón del Mito del Progreso el uso de su sujeto histórico por antonomasia.

    Las novelas de Revueltas se levantan sobre los residuos, la porquería y la rabia que está, como estiércol y mundo de sombras, atrás de la demagogia nacional; negación de la idealidad de los sujetos míticos, son las contradicciones que se desplazan en los sótanos del monumento nacional.

    Una historia del mito en la literatura mexicana no puede ahorrarse la crítica revueltiana. Las novelas de este autor se sitúan en la otra orilla que razón estatal y acervo heroico no quieren mirar: negación de la gracia campesina, omisión del sujeto obrero, reflexión sobre la violencia existencial del Poder (la primera en México) e ilustración del mundo social como cárcel de la sensibilidad. Revueltas destapó los personajes demoniacos que nadie, en ninguna novela mexicana, había podido soportar. Renunció a hacer de su crítica del Mito un nuevo mito nacional; planteó un mito universal. Como Stirner, Revueltas imaginaba el fin de la historia, como el llanto y la risa de un último hombre sentado sobre una roca, presenciando el espectáculo de la devastación universal. No le bastaba un mito nacional para justificarse, ni su pasión por la utopía comunista. Fue el primer escritor mexicano en rebasar las limitaciones de lo nacional para ponerse a la hora de la agonía del comunismo.

    Juan Rulfo o la muerte de la tragedia, el derrumbe del Señor del Poder mexicano. Carlos Fuentes o el tiempo de la comedia, la excelencia y las limitaciones en la disección de una mediocre sociedad burguesa. José Revueltas o la negación de los mitos nacionales a favor de los sótanos que los sostienen, de la utopía como necesaria desesperanza. La trinidad de la novela mexicana de medio siglo manipula y complica las relaciones posteriores de la novela con el mito.

    IV. Derrota, posposición del mito

    Rulfo y Fuentes dieron a los escritores de la generación posterior (nacidos en los años treinta y cuarenta) la oportunidad de vivir un Renacimiento novelístico, donde el campesino, la Nación-

    ante-el-espejo, la desolación frente a la lucha revolucionaria eran temas que para fortuna de todos habían sido agotados. Esa paz ante los sepulcros míticos permitió la escritura de grandes novelas: Farabeuf (1965) de Salvador Elizondo, Morirás lejos (1967) de José Emilio Pacheco, José Trigo (1966) de Fernando del Paso, Gazapo (1965) de Gustavo Sainz, De perfil (1966) de José Agustín, La obediencia nocturna (1969) de Juan Vicente Melo, La casa en la playa (1966) de Juan García Ponce. La novela mexicana compartía plenamente el tiempo de la novela universal: tenía tanto derecho como Bataille a glosar la tortura china y el erotismo negro (Elizondo), a jugar con la idea misma de la novela y hablar de Hitler y el romano Tito Livio (Pacheco), a la novela-catedral que es negación de la novela (Del Paso), a la recuperación del habla de los jóvenes y a escribir la novela de la autoeducación a la mexicana (Sainz y José Agustín), al delirio dantesco de los sentidos (Melo) y a la intimidad de los cuerpos (García Ponce). Los novelistas mexicanos comían en todas las mesas, alcanzaban todas las lenguas y escribían sin traumas mitológicos. Rulfo y Fuentes les habían limpiado el camino. Revueltas escribía en secreto.

    Pero la historia se rebeló contra la paz de la novela; jugada sucia del tiempo que obligó a la novela a abandonar, o por lo menos a dudar de las veleidades cosmopolitas y a mirar de frente, otra vez, recurrente pesadilla, a la Nación que pretendían haber sublimado. A casi veinte años de distancia podemos decir que el mayor desastre ocurrido a la novela mexicana contemporánea fue el movimiento estudiantil de 1968. Movilización democrática masacrada e interrumpida pero con un éxito posterior considerable, la del 68 impuso a los novelistas una obligación moral e histórica de la que se creían disculpados: nuevamente había que interpretar a la Nación, curar sus heridas, organizar la palabra civil contra la ignominia estatal, impedir la destrucción de la memoria por el poder-que-es-olvido.

    Por lo menos durante una década, la preocupación fundamental de los narradores mexicanos fue la escritura imposible de un libro que no llegará: la novela del 68. Enumerar las tentativas sería costoso e injusto. Era una obligación moral, una afrenta personal, una exigencia emocional. Pero la literatura se enfrentaba a una operación difícil: la de la interpretación súbita de un mito laico. La memoria constituyó con rapidez la potencia literaria del movimiento estudiantil de 1968. Las lecturas novelísticas del mito laico no llegaron más que a honestos testimonios, destellos de amargura. La fragmentación plenamente finisecular de un sentido unívoco de la realidad cayó primero que nadie sobre nosotros, los novelistas. La Gran Novela sobre el 68, exigida generalmente desde la perspectiva del cuadro realista/naturalista que ordena la realidad, nombra personajes, cita a juicio a los verdugos e inflige penas o castigos morales, nunca llegó. La naturaleza contemporánea de un mito vivo impedía una cristalización arquetípica. Curiosamente fue José Revueltas el único escritor que entendió la imposibilidad y dio una respuesta. El apando (1969), nouvelle escrita en prisión como consecuencia de su participación en el movimiento, es lo más emblemático que se escribió sobre el movimiento, justamente porque no lo menciona. Prefirió, en cambio, una violenta metáfora de la opresión carcelaria y la condición humana. Otros, como Jorge Aguilar Mora, con Si muero lejos de ti (1979), escribieron, sobre 1968, una novela que asumía como textualidad la imposibilidad del proyecto.

    La pretensión de atrapar el mito laico ha ido disipándose, posponiéndose. Como el trauma no se reflejaba en la Historia, cuyas dimensiones no podían leerse en la novela (la obra literaria más importante fue una crónica, La noche de Tlatelolco, de 1971, de Elena Poniatowska), era necesario esperar la aparición plena del mito. La tristeza, la soledad de la novela frente a una historia incomprensible e inenarrable se ha ido curando.

    ¿Cómo es la novela mexicana de los años ochenta? Se dice, llegando ya a ser un lugar común de la crítica mexicana, que la narrativa marcha atrás de la poesía. En efecto, los poetas mexicanos están cumpliendo ya un siglo de pasarse, por lo menos cada lustro, de mano en mano la antorcha de la excelencia. Pero esta década terrible está gestando novelistas poderosos.

    La ocupación de estas notas ha sido la relación entre la novela y el mito. Una sociedad convencida —ya sea en la equivocación— de su prosperidad y su progreso tiene poco interés en recrearse en su conflicto con el mito. En México, la crítica de los mitos nacionales en la novela surgió como reacción, eslabón del pensamiento crítico. La decadencia económica y moral del Estado mexicano, que camina a la par del callejón sin salida del siglo, producirá nuevos mitos, develará ríos subterráneos y creará otros conflictos. En tanto, podemos adelantar algo de lo que se afirma.

    La demolición rulfiana ha sido definitiva. Si acaso es visible la reaparición de los temas rurales, pues tiempo y mundo campesino siguen existiendo, y con ellos la permanencia del trovador rural que persiste. Un escritor como Jesús Gardea reelabora en ese sentido.

    Basta mirar desde afuera la mortal oscuridad tóxica que envuelve a la Ciudad de México para saber que La región más transparente no volverá a ser escrita. La ciudad-monstruo es una de las obsesiones brutales de la literatura nacional. Nos encontramos probablemente en la antesala de un nuevo mito, en este caso plenamente agónico, pero que hasta el momento no se ha expresado en libros definitivos. Sobra indignación y falta penetración; un nuevo costumbrismo recurre al habla popular como único recurso. Son más bien las miradas nostálgicas y críticas como la de José Emilio Pacheco en Las batallas en el desierto las que logran una presencia que un presente demasiado irritante no puede lograr.

    Si la ciudad es inenarrable por el agotamiento de cualquier recurso dramático que exprese lo inverosímil, apenas un novelista todavía inexperto ha dado una pista. Falco, de Humberto Rivas (1955), es un libro extraño donde la ciudad desplaza su carga mítica hacia lo más real en ella: su naturaleza de pesadilla de terror policiaco y alucinante.

    Como en ningún otro caso, ha sido la crítica del mito realizada por Revueltas, después de una pléyade de discípulos que tomaron del maestro sólo sus defectos, la que ha encontrado un heredero, un corrector y un antagonista. Con su novela Al cielo por asalto (1979), Agustín Ramos (1952) ha puesto al día, acorde con los tiempos, el conflicto entre la desesperanza y la fe que Revueltas agostó en sus novelas. Sin ser un escéptico radical, Ramos ha puesto un contrapeso al milenarismo bíblico de Revueltas, aplicando a la novela de tema político un rotundo Concilio de Trento, donde la tragedia última ya no se localiza en el fin de la Historia sino en el infierno cotidiano.

    Del cajón de residuos de los mitos nacionales surge una nueva vertiente en 1984. Un novelista ya maduro (Sergio Pitol con El desfile del amor) y otro que comienza (José María Pérez Gay con La difícil costumbre de estar lejos) llenan la novela de la nostalgia crítica que actualmente padece la cultura mexicana. Su actitud ante la historia ya no es la preocupación por pontificar ni los deseos de veracidad. La rica historia mexicana es desordenada por escritores como Pérez Gay y Sergio Pitol, utilizada para fabular. Si ellos escarban en los años treinta y cuarenta, autores como Juan Tovar (1941) utilizan recursos alegóricos y teatrales para mirar los sesenta (Criatura de un día, 1984), o un cuentista como Héctor Manjarrez (1945), con No todos los hombres son románticos (1983), enfrenta con una prosa contundente e ideológica los nuevos mitos, laicos y espirituales, que generó el pasado inmediato.

    Un observador atento encontrará en la cultura mexicana de 1985 la soledad y el vértigo que produce el cansancio y la muerte de los grandes mitos. Habrá que esperar, si hay tiempo, una nueva estación para congelar el matrimonio entre el mito y la novela.

    La búsqueda de una fábula

    En Las estrategias fatales (1983), último libro de Jean Baudrillard, se nos informa de uno de los senderos de nuestra decepción. Si afirmar que todo es político fue un descubrimiento luminoso de los setenta, en esta década la frase ha sido víctima de la inocencia tautológica que postulaba: si todo es político, nada lo es. Era la iluminación de la utopía la que respaldaba esa ampliación teórica de lo Político cuyo fracaso Baudrillard explica: la cama, la novela y la cocina salían de sus castillos para comulgar en un gran espacio placentero y crítico. Era la invitación a que todo tomara las condiciones esplendorosas de su existencia como Sujeto. Pero los ochenta son un periodo de paralización del sujeto, de inutilidad de su práctica; no sólo el sujeto psicoanalítico y el sujeto revolucionario, sino otros objetos elaborados por la teoría para vivir la subjetividad. De poco sirvió a la cocina el sazón de su antes oscura relación con la política; desnuda por el voyeur político, la sexualidad se reveló nuevamente fiel a su ordinario secreto. Algo similar le ocurrió a la novela, exhausta por la disección que le practicaron cirujanos marxistas, estructuralistas.

    Escribe Baudrillard: Cuando todo es político, se llega al fin de la política como destino, el comienzo de la política como cultura, y a la miseria inmediata de esta cultura política. Cuando todo se hace cultural, se llega al fin de la cultura como destino, al principio de la cultura como política, y a la miseria inmediata de esta política cultural.¹ Este párrafo, quizá otra frase contundente de la pedantería francesa, encierra una lucidez que incide en la herida que Cultura y Política comparten, inundadas por un discurso que, siendo común, se desborda en una y otra dirección, imponiendo la confusión, el caos y el desconocimiento. ¿Es posible medir la cultura mexicana, la literatura mexicana y la novela política en México con las fabulaciones que Baudrillard propone? Sí y no. No, porque el escritor francés describe una situación de saciedad de la Política que la vacía de contenido; entre nosotros el vacío de la política se debe a su ausencia. Sí, porque el párrafo de Baudrillard ilustra una relación cuya complejidad y cinismo nos ocupan todos los días.

    ¹ Jean Baudrillard, Las estrategias fatales, Anagrama, Barcelona, 1984, p. 84.

    El espacio trashumante y otras aflicciones

    La cultura mexicana ha vivido afligida por la necesidad de lo político y absorbida en la lucha por aislarlo y combatirlo. Por soledad, las letras nacionales han preferido habitar el espacio trashumante de la política. Vergüenza sintieron nuestros primeros románticos por cantar a la Musa cuando una nación zozobraba sin identidad y sin recursos; la prédica de un Ignacio Manuel Altamirano en la República Restaurada fue la reconciliación de los políticos en la fraternidad de El Renacimiento (1867). Los modernistas sostuvieron el discurso esteticista mientras llenaban sus bolsillos de dietas parlamentarias y en la noche sufrían la pesadilla, al final realizada, de un pueblo rechazado a la caza de sus sueños y propiedades.

    Nuestro juego es afirmar que el espacio privilegiado de la novela mexicana ha sido el espacio lunático de la política. Cierto es que lo político como secularización de la sociedad y del arte es condición de la novela, género de los burgueses. La novela francesa del siglo xix es lenguaje y ficción, pero fundamen-

    talmente historia moral y política de una nación. Stendhal, Balzac, Flaubert y Zola no dejarían mentir a nadie. En estos escritores la política opera como pretexto: cuando Flaubert describe con precisión de historiador romano la revolución de 1848 lo hace para trabajar otra historia de amor con una escenografía brillante.

    Una novela pobre como lo fue la mexicana durante muchos años no podía más que proceder en sentido inverso: el amante y la adúltera, el campo y sus tradiciones pretextan la aparición de

    lo político. Desde el principio, las digresiones costumbristas de Fernández de Lizardi son un esfuerzo pedagógico para llegar a la sátira política, al escarnio de los poderosos y de los mezquinos.

    La novela mexicana se ha refugiado mucho en la frustración política de nuestra cultura. Frustración al fin, que funciona mediante los mecanismos del rencor, el chantaje y la culpa. Ése es el dolor de Manuel Payno, que no se atreve a ser un gran escritor porque sabe que en la tierra mexicana no se da el arte; de Federico Gamboa, cuya fidelidad al naturalismo de Zola lo engaña en la terquedad de ser puntual en la novela, cuando lo era en la política; de Mariano Azuela, que después de la llamada de Los de abajo se niega a escribir libros más allá del moralismo decente y del rencor pequeñoburgués. Podemos seguir recorriendo nombres y novelas durante varios días y sacar una conclusión previa. Si la novela política existe, si ha existido en México, se debe únicamente a la fuerza de dos singularidades: Martín Luis Guzmán (1887-1976) y José Revueltas (1914-1976). A uno y otro los enemista la moralina ideológica de Enrique González Rojo Arthur en un poema de El antiguo relato del principio (1975), donde Guzmán encarna la corrupción y Revueltas la transparencia.

    Las reglas de Martín Luis Guzmán recogen una herencia de tradición literaria decimonónica: la crónica abandonando su vergüenza de literatura menor. La sombra del caudillo y El águila y la serpiente pueden ser, como se admite, clásicos fundadores de la llamada novela sin ficción. Pero su dimensión plena está en su capacidad, hasta entonces inédita, de tomar por asalto el tiempo histórico (tiempo político) con sus leyes intransigentes, y transformarlo en un tiempo para la novela. Excepcional en una literatura que levanta una distancia literaria frente a los hechos en el momento mismo en que éstos ocurren, Guzmán devuelve los contradictorios simulacros políticos, después de narrarlos, al terreno de la política como mito; operación realizada con una de las prosas más contundentes de la literatura mexicana. Axkaná González no es para nosotros un personaje histórico novelado, sino un personaje plenamente literario que contiene en sí mismo, con todos los derechos, la naturaleza del mito político.

    Como se sabe, la experiencia novelística de Revueltas es única. La integración de lo político con lo humano, en el continente más espinoso del siglo, el de la utopía comunista, encuentra en sus novelas una profundidad que coloca dramas de intenciones similares, como Las manos sucias de Sartre, en el tímido papel de ejercicios de filosofía popular.

    Pero Guzmán y Revueltas han muerto, al menos como experiencias vivas. Para una novela política mexicana no pueden ser más que clásicos, con el mérito y el peligro que el título atañe. Creadores y destructores de mitos políticos, estos novelistas sucumbieron naturalmente bajo el peso de las turbas reales e imaginarias en las que militaron. Martín Luis Guzmán cayó víctima de la contaminación ideológica producida por el régimen de los licenciados del que fue fundador y cómplice; José Revueltas, por ser el filósofo agonista de la utopía comunista cuyas contradicciones padeció fatalmente.

    La consagración de la trinidad y los tiempos de la crítica

    La historia de la literatura mexicana contemporánea asegura que, para nuestra novela, la modernidad comienza con Al filo del agua (1947) de Agustín Yáñez, El luto humano (1943) de Revueltas y Pedro Páramo (1955) de Rulfo. La trilogía consagrada es convincente: si acaso un novelista menor como Yáñez se atreve a jugar el tema de siempre —la tragedia campesina— con tiempos y lenguajes renovadores; Revueltas desplaza magistralmente la

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