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De la carrera de la edad I: De ida
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De la carrera de la edad I: De ida
Libro electrónico429 páginas11 horas

De la carrera de la edad I: De ida

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Cercano a cumplir setenta años de edad, Gonzalo Celorio recoge en dos volúmenes aquellos textos, escritos durante cuatro decenios de producción literaria sostenida, que han transcurrido por el anchuroso camino del ensayo, si bien algunos de ellos, como el género lo admite y aun propicia, no son del todo ajenos a la ficción narrativa -crónicas, estampas, remembranzas, testimonios-.
El volumen I, De ida, presenta las primeras etapas -caracterizadas por el impulso lírico, la pasión, el azoro, la vocación literaria, la voluntad de estilo— de una trayectoria en constante ascenso y maduración. Está integrado por cinco secciones, que se corresponden con cuatro libros y un opúsculo, ahora reordenados y enriquecidos
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento6 jul 2018
ISBN9786071656155
De la carrera de la edad I: De ida

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    Vista previa del libro

    De la carrera de la edad I - Gonzalo Celorio

    Fotografía: Elsa Chabaud

    Gonzalo Celorio (Ciudad de México, 1948) es narrador, ensayista y profesor de literatura. Ha publicado cuatro novelas: Amor propio (1992), Y retiemble en sus centros la tierra (1999), Tres lindas cubanas (2006) y El metal y la escoria (2014); una docena de libros de ensayos, entre los que figuran Tiempo cautivo. La Catedral de México (1980), México, ciudad de papel (1996), Ensayo de contraconquista (2001), Cánones subversivos (2009) y Del esplendor de la lengua española (2016), y un conjunto de textos de varia invención: El viaje sedentario (1994). Es miembro de número de la Academia Mexicana de la Lengua y creador emérito del Sistema Nacional de Creadores de Arte. Ha recibido el Premio Universidad Nacional, el Premio Nacional de Ciencias y Artes y el Premio Mazatlán de Literatura. Fue director general del Fondo de Cultura Económica.

    LETRAS MEXICANAS
    De la carrera de la edad I

    GONZALO CELORIO

    De la carrera de la edad I

    DE IDA

    Primera edición, 2018

    Primera edición electrónica, 2018

    Diseño de portada: Teresa Guzmán / Laura Esponda

    Fotografía: Istock.com/Creative-Family/diegograndi

    Agradecemos la fina gentileza de los sellos editoriales que originalmente publicaron los ensayos que en esta obra se reproducen. A ellos nuestro más cumplido reconocimiento.

    D. R. © 1997-2011, Tusquets Editores

    D. R. © 2018, Editorial Planeta Mexicana, S. A. de C. V.

    D. R. © 2011, Editorial Pre-Textos

    D. R. © 2018, Fondo de Cultura Económica

    Carretera Picacho-Ajusco, 227; 14738 Ciudad de México

    Comentarios: editorial@fondodeculturaeconomica.com

    Tel. (55) 5227-4672

    Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra, sea cual fuere el medio. Todos los contenidos que se incluyen tales como características tipográficas y de diagramación, textos, gráficos, logotipos, iconos, imágenes, etc., son propiedad exclusiva del Fondo de Cultura Económica y están protegidos por las leyes mexicanas e internacionales del copyright o derecho de autor.

    ISBN 978-607-16-5615-5 (ePub)

    ISBN 978-607-16-5614-8 (ePub, Obra completa)

    Hecho en México - Made in Mexico

    ÍNDICE

    Prólogo

    La escritura

    EL VIAJE SEDENTARIO

    Escrito sobre el escritorio

    Modo de muerte

    La casa

    El tequila

    Mercado

    El velorio de mi casa

    MÉXICO, CIUDAD DE PAPEL

    México, ciudad de papel

    Palinodia de la desecación

    Tiempo cautivo. La Catedral de México

    La Catedral de México

    Un rastro de plumas angélicas

    Los pulmones de la Catedral

    Arquitectura fantástica mexicana

    Carlos Mijares. Una poética de la arquitectura

    El noble bruto y el bruto noble

    Centro descentrado

    De Bernardo de Balbuena a Salvador Novo. Ocasiones de contento

    El Jardín

    Con su música a otra parte

    Vicente Rojo. Nostalgia de la modernidad

    LOS SUBRAYADOS SON MÍOS

    Mis libros

    Los libros que cambiaron mi vida

    Periferia de Alfonso Reyes

    A cien años del nacimiento de Jorge Luis Borges

    Mis lecturas preparatorianas de Juan Rulfo

    Eraclio Zepeda, cuentero y cuentista

    El sitio de Ignacio Solares

    Javier Álvarez Leefmans. Exégeta de la obra de Santiago Ramón y Cajal

    Son cerca de cien años de Eduardo Casar

    Ora la pluma de Fernando Fernández

    Malinalco

    Cuadernos de Malinalco

    El arca de Noé Jitrik

    Luis Mario Schneider. Elegía

    Luisa Valenzuela. Escritura y secreto

    El décimo infierno de Mempo Giardinelli

    Augusto Monterroso y la fábula del académico y el pescadero

    Primer encuentro con Gabriel García Márquez

    Alfredo Bryce Echenique. Un mundo para Julius

    EL ALUMNO

    Edmundo O’Gorman. Historia y literatura

    Luis Rius. Corazón desarraigado

    Rubén Bonifaz Nuño. La salvación por la poesía

    Sergio Fernández. Una amistad peligrosa

    Ida Rodríguez Prampolini. Surrealismo y fantasía

    UN RÍO ESPAÑOL DE SANGRE ROJA

    Un río español de sangre roja

    Eulalio Ferrer. Quijote del Nuevo Mundo

    El busto de Tomás Segovia

    Rosa María Seco. Memorias de cocina y exilio

    A Gonzalo

    A Diego

    PRÓLOGO

    Prólogo

    Próximo a cumplir setenta años en la carrera de la edad de la que hablaba Quevedo en un desolado y desolador soneto, he acudido al Fondo de Cultura Económica para albergar buena parte de los textos que he escrito a lo largo de casi cuatro décadas. No incluyo mis novelas, que tienen, cada una por su parte, casa propia en los libros independientes que las acogen. No podría decir, sin embargo, que todos los escritos que aquí reúno son ajenos a la ficción narrativa. Muchos de ellos son estampas, minificciones, conatos de cuento, si bien la mayoría se orienta por el anchuroso camino del ensayo, que, como lo sabemos desde la ya proverbial definición de Alfonso Reyes, es un género híbrido —el centauro de los géneros—, en el que lo mismo caben la reflexión intelectual que la imaginación poética, el pensamiento más riguroso que la elucubración más fantasiosa, y en el que el escritor es al mismo tiempo objeto y sujeto de su estudio. Yo soy la materia de mi libro, decía Michel de Montaigne, a quien se le ha atribuido la paternidad del ensayo. Amparado por la amplitud del género, he incluido textos que no necesariamente quedan fuera de sus fronteras y que en todo caso son afines a él, como la crónica, la elegía, la memoria, el discurso, la apología, el testimonio.

    El libro está dividido en dos grandes apartados alusivos al camino, a la trayectoria, al recorrido que la palabra carrera de su título connota. La primera parte se llama De ida, y en ella recojo mis escritos más juveniles, los más entusiastas, los más líricos por lo que tienen de personal y de afectivo; la segunda, en la que compilo los textos más reflexivos, más críticos y aun más académicos, se titula De regreso.

    Salvo un ensayo largo titulado El surrealismo y lo real maravilloso americano (Secretaría de Educación Pública, 1976), que decidí no incluir en esta edición, mis escritos —los aquí reunidos— son relativamente breves y se publicaron por primera vez en revistas literarias o suplementos culturales. De la fugacidad a la que suelen condenarlos las publicaciones periódicas, fueron rescatados por diversas editoriales mexicanas y españolas que los recogieron generosamente en doce sucesivos volúmenes que vieron la luz entre 1980 y 2016: Tiempo cautivo. La Catedral de México (Galería Arvil, 1980, y Miguel Ángel Porrúa, 1982), Modus periendi (Editorial Oasis, 1983), Para la asistencia pública (Editorial Katún,1985), Los subrayados son míos (Arte y Cultura, 1987), La épica sordina (Cal y Arena, 1990), El viaje sedentario (Tusquets, 1994), El alumno (Cuadernos de Malinalco, 1996), México, ciudad de papel (UNAM, 1997, y Tusquets, 1997), Ensayo de contraconquista (Tusquets, 2001), El velorio de mi casa (Editorial Aldus y Conaculta, 2006), Cánones subversivos (Tusquets, 2009, y Pre-textos, 2011) y Del esplendor de la lengua española (UNAM y Tusquets, 2016). Ahora el Fondo de Cultura Económica acoge en un solo cuerpo todos estos libros, de los que he suprimido algunos textos que en mi opinión han perdido su vigencia, y modificado algunos párrafos o referencias para evitar, hasta donde me fue posible, ociosas repeticiones.

    Con la excepción de Tiempo cautivo. La catedral de México y de México, ciudad de papel, cada uno de esos volúmenes está integrado, pues, por varios textos, cuya unidad tiene más que ver con el tiempo en que los escribí y con las modulaciones de mi propia voz, que con su temática o sus afinidades conceptuales o de género literario. Si cada libro ha sido una casa para varios escritos, muchos de estos habitantes fueron decidiendo, al paso del tiempo, mudarse a otro sitio, donde encontraron mejor acomodo. Y así, algún artículo de Para la asistencia pública de 1985, por ejemplo, decidió migrar en 1994 a El viaje sedentario, y otro que vivía en Los subrayados son míos de 1987 se cambió a La épica sordina en 1990, mientras que varios de los que ahí se encontraban, quizá sintiéndose desplazados, se mudaron en 2001 a Ensayo de contraconquista.

    Pues bien: la selección que he hecho de mis escritos para que ocupen esta nueva casa, mucho más amplia, por cierto, que las anteriores y donde se reúnen por primera vez, ha tenido que ver con la vigencia que yo, subjetivamente, les sigo atribuyendo. Tras una criba rigurosa, en la medida que puede serlo la que proviene del propio autor, los he redistribuido en nueve habitaciones, que en algunos casos recuerdan su procedencia, pero que en otros auguran que el traslado a una habitación contigua los hará sentirse mejor acompañados. Estas nueve habitaciones de su nueva casa son: 1) El viaje sedentario, 2) México, ciudad de papel, 3) Los subrayados son míos, 4) El alumno, 5) Un río español de sangre roja, 6) Hacia una semántica del silencio. La tradición de la poesía lírica mexicana, 7) Ensayos de contraconquista, 8) Avatares de la literatura cubana y 9) Del esplendor de la lengua española. Un vestíbulo, titulado La escritura, da entrada a las habitaciones.

    En la mayoría de los casos, como puede verse, he respetado el nombre del libro original, pero en esta edición del Fondo, la configuración de cada uno de ellos es distinta. Pongo un ejemplo: México, ciudad de papel, al constreñirse a publicar mi discurso de ingreso en la Academia Mexicana de la Lengua, fue en sus primeras ediciones un pequeño libro que, no obstante la profusión de sus ilustraciones, con trabajos alcanzó el prestigio del lomo y que difícilmente puede sostenerse en pie. En el capítulo titulado México, ciudad de papel de esta edición, añado a ese discurso una docena de artículos que hacen referencia a la Ciudad de México y que proceden de otros libros o que habían permanecido inéditos. También hay títulos nuevos: Hacia una semántica del silencio. La tradición de la poesía lírica mexicana y Avatares de la literatura cubana, que contienen algunos ensayos inéditos y otros que formaban parte de Ensayo de contraconquista —un libro asaz extenso y misceláneo—. Y un tercero: Un río español de sangre roja —mi autobiografía escrita en función del exilio español—, que Eulalio Ferrer me publicó en una edición navideña y doméstica, que recogí después en Cánones subversivos y que ahora aparece acompañado por otros textos referidos a los republicanos españoles que encontraron refugio en nuestro país y tanto lo engrandecieron.

    Cada recopilación de ensayos —o de prosas, diría yo para no restringir mi escritura a un género, por abierto, híbrido y acogedor que sea— ha sido, en mi caso, un corpus que se ha venido componiendo y consolidando a lo largo de la vida. Pues a lo largo de la vida, he definido finalmente la configuración de estos testimonios, síntomas, registros, cambios, permanencias, obsesiones, rebeldías de una carrera de la edad que se aproxima, inexorablemente, a la meta.

    Para terminar, repito lo que dije en el prólogo de Para la asistencia pública y que con mayor pertinencia puede aplicarse a esta edición: La unidad de este libro, si la tiene, soy yo, si la tengo.

    Ciudad de México, octubre de 2017

    LA ESCRITURA

    La escritura

    UNO

    Por haberle dado duración y permanencia a la palabra dicha, de suyo etérea y fugaz, la escritura ha sido adoptada como criterio para dividir los tiempos prehistóricos de los históricos. Tal determinación parecería convenir más a los historiadores que a los historiados, pues gracias a la escritura el estudioso del pasado no tiene que inferir el pensamiento de nuestros ancestros remotos a través de datos indirectos —una piedra tallada, una vasija, un monumento funerario—, sino que lo puede conocer directamente por su propia expresión, conservada merced al portentoso artificio de la letra; sin embargo, me parece que semejante división tiene más que ver con el objeto de la historia que con el sujeto que la estudia: al escribir, el hombre cobra conciencia precisamente de la historia, del tiempo que transcurre y que, de no ser por la escritura, todo lo borra en su transcurso, hasta la historia misma. La escritura es, pues, una manera de oponerse al tiempo, de fijarlo y transmitirlo a las generaciones sucesivas; una manera de permanecer. Y en este deseo de trascendencia se finca, magnánima, la literatura. Entre las cuentas comerciales que escribieron los sumerios en el sistema cuneiforme de su invención y los mitos y leyendas escritos por ellos mismos y sus descendientes inmediatos en tablillas de arcilla, lápidas y estelas, media la literatura y, con ella, un desideratum: la inmortalidad.

    Cuando el artista adolescente desconfía de la escritura suprema de Dios, que era capaz de llevar la cuenta de sus actos más secretos, se erige en el sacerdote de la eterna imaginación, y su escritura suplanta a la de la divinidad. La escritura es una herejía necesaria. Sin ella, la vida nada significa: mera sucesión de actos que el olvido pulveriza.

    DOS

    Si la literatura responde al anhelo del hombre por permanecer más allá de la muerte, la destinataria natural de la poesía es la memoria. La palabra poética se instala en nosotros y constituye nuestro mejor patrimonio verbal. Pero no sólo el poema confirma su condición poética al alojarse sin alteración posible en la memoria, sino que todo aquello que recordamos con fidelidad textual, desde las tablas de multiplicar hasta el Ave María pasando por las declinaciones latinas, de algún modo es, por ese solo hecho, asunto poético. Tres por seis dieciocho. Rosa-rosae-rosae-rosam-rosa-rosa. Dios te salve, María.

    Para mal de las generaciones, en la década de los setenta y quizá desde finales de la anterior del siglo pasado, se abjuró de la memoria, a la que la pedagogía del momento consideró contraria a la comprensión, como si ambas facultades fueran excluyentes. Es obvio que la memoria no puede ni debe sustituir el entendimiento, pero no por ese supuesto riesgo ha de proscribirse. La descalificación de la memoria fue nociva para la poesía o, mejor dicho, para la receptividad poética, para el acervo poético del lector. Y no es que se tratara de sentarse a memorizar Muerte sin fin de Gorostiza o Primero sueño de sor Juana mecánicamente. Se trataba de leer y releer estos poemas u otros hasta que se nos quedaran adheridos a la memoria, aun sin entenderlos cabalmente, porque, en rigor, un poema no acaba de comprenderse nunca: su esencia reside en la perpetua apertura de su significación. Al menos no se comprende de la misma manera que un teorema. Se percibe con otras antenas, más con el alma que con el espíritu, para utilizar los términos que Gaston Bachelard empleaba en su fenomenología de la imagen poética, al grado de que lo que es luminoso para el alma puede ser oscuro para el entendimiento racional. Y gracias a estas adherencias verbales, una buena mañana, entre el shampoo y el acondicionador, se nos revela desde adentro, luminosamente, la significación profunda de ese verso de Muerte sin fin que clama Oh inteligencia, soledad en llamas.

    TRES

    Porque la literatura está destinada a la memoria, su ejercicio es asaz dificultoso. No quisiera adolecer de imperfecciones, debilidades, fallas, puesto que ha de perdurar. Thomas Mann decía que la única diferencia entre el escritor y quien no lo es consiste en que al escritor le cuesta mucho trabajo escribir. No creo que ningún escritor de veras tenga facilidad para la escritura, entre otras cosas porque la literatura exige dar discurso, es decir, temporalidad, a las intuiciones instantáneas. Cuando Borges descubre en la casa de Beatriz Viterbo el Aleph, esa pequeña esfera cuyo diámetro sería de dos o tres centímetros, pero el espacio cósmico estaba ahí, sin disminución de tamaño, se enfrenta a las tribulaciones propias de la vocación: comienza, aquí, mi desesperación de escritor, dice. Y explica: Lo que vieron mis ojos fue simultáneo, lo que transcribiré‚ sucesivo, porque el lenguaje lo es. Ése es el enorme reto de la escritura: hacer un río de un vaso de agua.

    Si hay algo que confirma cotidianamente mi vocación literaria, es la dificultad de llevarla a cabo. Cuando tengo que dejarle por escrito a Baldomera, la cocinera de mi casa, un recado tan simple como que no voy a venir a comer, hago por lo menos tres borradores. La consideración más cruel y por ello más exacta que conozco a propósito de este estigma que es la literatura procede del Jaromil de Milan Kundera, remedo del artista adolescente de Joyce y homenaje a su memoria: sólo el verdadero poeta, dice Kundera a propósito de la vocación de su personaje, sabe qué grande es el deseo de no ser poeta, el deseo de abandonar esa casa de espejos en la que reina un silencio ensordecedor.

    Cuando era niño, no me gustaban los ejotes. Mi madre, después del sermón, digno de la más recalcitrante pedagogía del barroco, de que hay muchos niños en el mundo que se mueren de hambre y tú me sales conque no quieres comerte los ejotes, me ultimaba con una sentencia similar a la que llevó al barón rampante de Italo Calvino a vivir toda su vida entre las ramas de los árboles y a morir en ellas: no te levantas de la mesa hasta que no te hayas terminado los ejotes. Y yo me quedaba ahí, sentado, sin probarlos, toda la tarde, igual que ahora, sentado a mi escritorio, horas enteras, quizá sin escribir una sola palabra, pero sin levantarme. Tal es la disciplina que la vocación exige.

    He de confesar que no me gusta escribir. Me afecta, me tensa, me desquicia. Es una tarea tan abominable como inútil. Exige un enorme esfuerzo realizarla y no sirve para nada. ¿Por qué escribir entonces si se trata de un ejercicio aborrecible que además no parece tener utilidad alguna? Aunque se antoje romántica, la verdad es que escribir no es una elección sino un destino. Rilke le decía al joven poeta Franz Xavier Kappus: Basta con que se pueda prescindir de escribir para que no se tenga el derecho de hacerlo jamás. Y es que sin la escritura no entendería nada; la vida, como dije antes, sería una mera sucesión de actos que el olvido pulveriza. Y así como nada me parece más arduo y más dificultoso que escribir, nada disfruto más que haber escrito. Mi mayor gozo es que la palabra buscada durante horas, durante días, acaso durante años, de pronto se aparezca, resplandeciente, para instalarse en la mitad de la página. No hay placer más grande que ver iluminada en la palabra la oscuridad caótica de la que procedía.

    Tras haber pasado del mayor de los fastidios al mayor de los placeres, sobreviene la primera aterradora paradoja. Como todo escritor desde los tiempos de Hammurabi, escribo para la memoria. Pero una vez que he escrito lo que necesitaba escribir, se sobrepone el olvido como una cataplasma, como una bendición. Proust escribía para recordar, para recuperar el tiempo perdido; Onetti, por lo contrario, escribía para olvidar. Por boca de Brausen, uno de los personajes de la saga de Santa María, dice: La vida no ha terminado: todavía hay esperanzas para el olvido.

    CUATRO

    Si hay viaje, hay novela, decía alguien. Si hay conflicto, hay novela, pienso yo.

    De un sacudimiento del alma nace una imagen poética, y de ésta, un poema.

    De una idea pensada con el corazón o sentida con la cabeza, nace un ensayo, brioso e inteligente a un tiempo como conviene al género que Alfonso Reyes definió simbólicamente con la figura dual de Quirón.

    De un argumento completo, escrito de principio a fin en la imaginación antes que en el papel, sin distracciones, sin desviaciones, sin retrocesos, nace un cuento.

    Una novela, en cambio, nace de un conflicto, de un conflicto brutal, que no se resuelve en unas cuantas palabras, que tiene que remontarse a sus orígenes, que amerita todas las explicaciones, que convoca todas las voces, que cae en todas las tentaciones. Y nace sin que se tenga ninguna idea previa de cómo se va a desarrollar, qué caminos va a seguir, adónde va a llegar. Escribir una novela —decía Blanchot— es lanzarse al mar, sin cera en los oídos, y estar dispuesto a oír el canto de las sirenas. Se puede saber de qué puerto se zarpa pero nunca en qué puerto se atraca, si es que se llega a puerto. Ciertamente la novela no resuelve el conflicto que le da origen pero lo objetiva, y por el solo hecho de plantearlo, lo saca del pecho del autor. Al recordar, se olvida, como quería Onetti. Y también, aunque pareciera lo contrario, como quería Proust.

    Cortázar establecía una diferencia entre el cuento y la novela mediante un símil pugilístico, tan de su gusto. El cuento es siempre de knock out, decía; la novela, de decisión técnica. Por lo que se refiere al proceso de escritura más que al de lectura, propongo, por mi parte, una imagen de amor para contribuir a la taxonomía genérica: el cuento es como una aventura amorosa: sale o no sale y en ella misma se consuma; la novela es como un matrimonio: hay que estar ahí todos los días, a veces con gusto, a veces con tedio. Dejar de escribir un solo día la novela en la que se está trabajando es como no ir a dormir a casa.

    CINCO

    Cuando hice mis estudios formales de literatura en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, a finales de los sesenta y principios de los setenta del siglo pasado, se habían impuesto ya, con menos rigor y suficiencia que obstinación, las metodologías de análisis y de crítica literarios que se anunciaban ostentosamente como científicas. Que recuerde, los marcos teóricos y metodológicos más importantes eran tres, a saber: el estructuralista, el sociológico y el psicoanalítico, que centraban su atención, de manera excluyente, en el texto, el contexto y el subtexto, respectivamente. Vi, no sin dolor, cómo la obra literaria, expuesta a semejantes metodologías, quedaba relegada a un segundo plano cuando no era usada como mero pretexto para hablar de la metodología misma, es decir para hacer epistemología a expensas de la literatura. Se explicaba la flor por el fertilizante, como decía Bachelard. En el nombre del rigor científico se cometieron muchos poemicidios, y el placer de la lectura, el amor a la palabra, la receptividad apasionada de la obra se volvieron vergonzantes y recibieron el epíteto, nada feliz en esos tiempos, de impresionistas.

    Como quiera que sea, gracias a semejantes teorías y sus aplicaciones metodológicas, por el estructuralismo supe que una novela realmente crea un mundo; por los métodos sociológicos, que se puede conocer mejor la realidad referencial por una obra literaria que por todos los estudios científicos que tratan de estudiarla, y por el psicoanálisis, aunque en contra suyo, que la obra literaria importa mucho más que el escritor que la escribió.

    A lo largo de mi carrera literaria he podido sacudirme estos rigores y su espantosa terminología, y en lugar de hacer sesudos estudios, he optado por la libertad para hablar con amor de la literatura, como si hubiera invitado a los autores que cito a cenar a casa. Y hubieran acudido.

    [2001]

    EL VIAJE SEDENTARIO

    Escrito sobre el escritorio

    UNO

    Cuando murió papá, yo tenía la edad de Alicia, del pequeño escribiente florentino, del grumete que llegó a almirante. Entonces los enfermos se morían en casa, rodeados de parientes y amigos inoportunos al llegar, que dejaban, generosos, un poco de su salud desperdigada por la habitación al despedirse. Lo primero que hice cuando mis hermanos me despertaron para decirme que ya, fue sentarme, todavía amodorrado, en la enorme silla giratoria y husmear en los cajones del escritorio de papá. Mi hermana mayor me dijo, indignada: cierra ahí. Yo no pretendía robarme, como ella seguramente pensó, los objetos que siempre había codiciado: el desatornillador diminuto, los papeles de colores, la perforadora de pinza, que hacía un hoyo rombal, como las que usaban los inspectores del camión para marcar los boletos húmedos y arrugados. Yo sólo quería creer, a fuerza de nostalgia —aunque fuera prematura—, que papá estaba muerto en el cuarto de al lado.

    Desde que se jubiló, cuando yo no tenía más lecturas que las de mi libro Poco a poco y sufría paralelamente el texto de gramática española de Gutiérrez Eskildsen, papá transcurría por los días y los insomnios sentado a su escritorio, inventando artilugios que nunca triunfarían o que ya eran moneda de uso corriente en otras partes y aun en otros tiempos sin que él se hubiera enterado siquiera. A fin de cuentas, daba lo mismo porque vivió, al menos los últimos años, para inventar y no para urdir el éxito de sus inventos. La única vez que trató de vender una de sus ocurrencias cayó en franca desgracia. Cabalgaba en el despropósito del tránsito sexenal, como dijo algún ministro, y se vio instado a abandonar el servicio diplomático que a la sazón prestaba en La Habana. Regresó a México, con mamá y mis hermanos cubanos, pendiendo sólo de un clip: un broche especial de su invención, tan común hoy en día que no se le echa de ver el ingenio, cuya patente había tramitado aquí el mejor de sus amigos. Cuando llegaban a La Habana las cartas alusivas, mamá invariablemente musitaba: qué raro que tu amigo siempre diga el invento y no tu invento, y papá invariablemente respondía: desconfiada, qué raro que siempre digas tu amigo y no nuestro amigo. Como era de esperarse, su amigo le robó la patente y papá, tras meses de privaciones, pasó de diplomático a inspector fiscal de provincia, y de espantar conversaciones perfumadas en lujosos salones a espantar iguanas que esperaban con ansia el excremento de sus vísceras en campo abierto. No fueron siquiera patentados el semáforo de celuloide que se colocaba al final de la cuartilla y permitía saber cuántos renglones de escritura restaban al final de la página en la vieja Remington, ni los círculos fosforescente puestos en los respaldos de las butacas del cine, que delataban, iluminados por el reflejo de la luz de la pantalla, los asientos desocupados en los maravillosos tiempos de la permanencia voluntaria.

    Cuando ya no tenía otra ocupación que la de inventar, papá se procuró una retahíla de comodidades que le consentían quedarse sentado en su escritorio. No existía entonces la pastilla disolvente que puede llevarse a cualquier parte si usted padece agruras. Papá inventó un salero en forma de pluma fuente que, al ser girada, dejaba al descubierto unas perforaciones por donde se vaciaba, sobre un simple vaso de agua, su contenido efervescente, útil para usted que va de aquí para allá y ni manera de andar cargando el frascote de Picot. Pero papá jamás salía de casa y su invención no tenía otro objeto que la permanencia en su escritorio cuando lo asaltaban las agruras.

    Tanto cuento para decir solamente que soy hijo de papá; que amo los enseres del escritorio —los papeles y los lápices y sobre todo las gomas de borrar— tanto o más que la escritura; que acaso, sin saberlo, escribo lo que ya escribieron otros; en fin, que estar sentado a mi escritorio (aval de mi acedía y mi jubilación, tan prematura como mi nostalgia) justifica mi vida. Escribir es una manera de quedarse en casa: tener la sal de uvas a la mano para aliviar la acidez sin necesidad de levantarse.

    DOS

    Durante el tiempo que van sumando los innumerables instantes transcurridos entre la ensoñación y la imagen, entre la intuición amorfa y el verbo que la formaliza, entre la seguridad de lo que se dice adentro y el temor de lo que se escapa; durante el tiempo de los sucedáneos de la escritura: el cigarro, el café, la repetición idiota de la palabra QWERTYUIOP, que recoge toda la ansiedad metida en una pausa, en un silencio, y que más que del texto me hace lector de la máquina que lo escribe, he memorizado las vetas de encino, como grabadas en metal; las heridas; las corrientes submarinas de mi escritorio. Poco sé en cambio de su cortina de madera, oculta en el misterio de su enredo. Mi escritorio está siempre abierto. Al polvo, al trabajo, a la abulia, al ocio. Sin embargo, tiene secretos. No me refiero a los secretos previsibles que, por así llamarse, no lo son: ni cajones de doble fondo ni amañadas cerraduras. Hablo de las vetas de la madera, sólo por mí aprendidas. Muy Borges de mi parte, siento que en ellas, como en las manchas de la piel de un jaguar, pudiera, acaso, descifrarse el universo. Pero más afín a la modestia de los personajes que a la vanidad de su escritor, me conformo, como el sacerdote reducido a prisión por Pedro de Alvarado, con el mero e insignificante placer de la memoria. Aunque ilegibles, conozco las vetas de la madera de mi escritorio mejor que las líneas de mi mano. Inútilmente he pasado toda mi soledad sentado frente a ellas. Si nunca bajo la cortina es porque no hay peligro a mis alrededores: nadie ha querido aproximarse todavía. Además, ¿para qué guardar el secreto si mi oficio no es otro que el de confesar mi intimidad a través de un papel preservativo que me aleja en la medida en que me acerca?

    No es la puerta-ventana que da al corredor y al jardín y su glicina, ahora deshojada. No son los mosaicos asimétricos del baño ni las mohosas llaves de la tina. No es el espejo, al que consulto mis crecientes deterioros. No son las paredes zoológicas ni el techo insomne de mi cuarto. Es mi escritorio el paisaje que más miro. Cobija mis ensoñaciones y es, en sí mismo, mi ensoñación más recurrente: si me canso, si alzo la vista, si no tengo nada que decir o no sé cómo decir lo que tengo, si se me escapa la idea, como suele suceder cuando se vive en una casa de techos tan altos, no logro burlar su estricta vigilancia y me topo invariablemente con su maderamen, con las anteojeras que tiene a los costados. Imposible, entonces, volver al papel puritano, al libro que sucumbe ante las leyes de la gravedad, a Penélope —mi máquina de escribir—, que borra durante el día todo lo que maquino durante la noche. Cómo no escribir sobre mi escritorio, que me distrae de lo que sostiene y, celoso, me concentra en sus propios temas: en sus vetas arcanas, en sus pequeños cajones, en los múltiples compartimentos donde se ordena mi universo diminuto.

    Pero mi escritorio no sólo me impone un tema (el escritorio mismo), sino un estilo, nostálgico y ramplón.

    Cuando me lo regaló Yolanda, a sabiendas de que me pertenecía por vocación y por destino, comprendí que todo lo que podría escribir sobre él habría de tener necesariamente un tono costumbrista. Para muestra, un botón.

    TRES

    Si escribir, como deducen los intrusos destinatarios que Rilke dirigió al joven poeta Kappus, es trasponer los límites, mi escritorio es mi barco, mi cama, mi álbum, mi ataúd.

    Anoche, transitaba por las márgenes del Primero sueño de sor Juana cuando sentí las calificadas manos de mi dueña en mis espaldas. Sus dedos pasaron de la caricia inofensiva a la presión terapéutica; de las espaldas a los hombros y la nuca. Y yo, del suspiro, a la interjección, aún endecasílaba.

    Desplazó el volumen delicadamente, como quitándose una prenda íntima. Se sentó sobre mi escritorio, frente a mí. Y yo seguí leyendo, con la misma pasión temerosa y temeraria con que leía Piramidal, funesta de la tierra… Mis labios balbucieron, línea por línea, su boca y su cintura, pronunciaron sus axilas y sus muslos y repitieron en voz alta los pasajes más sonoros de su cuerpo. Vencida la dificultad de la sintaxis, me anegué en la oscuridad de sus imágenes y traté, vanamente, de descifrar el texto de la piel.

    CUATRO

    Entre el verbo y la carne, ¿cómo habrá sido el escritorio de Dios?

    [1982]

    Modo de muerte

    EL JARDINERO

    Vivo en el corazón de Mixcoac. No al lado del parque o la delegación, sino del mercado. Es hiperbólico pero aceptable decir que abro el postigo y la ventana para comprar jitomates y crisantemos. Entre moribundos estanquillos, expendios de dulces y cigarros, almacenes de muebles de lámina disfrazados de madera y muebles de madera disfrazados de acero, mi casa ostenta peligrosamente, clandestinamente, un jardín invulnerado. Paréntesis en medio de la basura desperdigada por la calle, las ratas nocturnas y los peatones diurnos, goza y gozo, entre otras primaveras, de una glicina centenaria. Sólo he visto otras dos glicinas en la ciudad: una —hija de la mía— en casa de mi casera, también en Mixcoac; otra, que se encaramaba por

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