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Desde el sexto piso
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Desde el sexto piso

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En esta obra, José Sarukhán narra las circunstancias y momentos más significativos para la Universidad Nacional Autónoma de México y para la historia académica del país durante su paso por la rectoría de esta institución, entre 1988 y 1996. A lo largo de 24 capítulos el lector conocerá a detalle la idea central que dio unidad y sentido a su administración: la academización de la Universidad, es decir, el fortalecimiento de la figura del académico en la UNAM. De esta manera, el ex rector Sarukhán ofrece el testimonio de los éxitos y fallos de un proyecto educativo que sin duda influyó en el desarrollo de México como nación.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento6 jul 2018
ISBN9786071655608
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    Desde el sexto piso - José Sarukhán

    edición.

    I. PROLEGÓMENOS

    ANTECEDENTES

    Recordar lo que había que recordar.

    ARTHUR RUBINSTEIN, Mi larga vida. Memorias

    El propósito al escribir estas memorias es dejar constancia de una etapa de mi vida profesional que considero de interés general. Quiero compartir aquellas circunstancias y momentos que a mi juicio fueron especialmente significativos para la institución y para la crónica académica del país, en mi paso por la Rectoría de la Universidad Nacional Autónoma de México. La intención es transmitir lo que vi en esos ocho años, lo que sentí, planeé, instruí y, sobre todo, aprendí desde el sexto piso de la Torre de Rectoría.

    La incursión en esa época requiere, sin embargo, referirme a prolegómenos que fueron, en mi opinión y a manera de los cambios de vía en las líneas del ferrocarril, hitos determinantes en la dirección del curso de mi historia —cuando regresé al país tras haber obtenido el doctorado en Gran Bretaña, a principios de los años setenta—, para cumplir con un destino privilegiado que justifica la escritura de estas remembranzas.

    Destaco así dos sucesos importantes: mi elección por la Junta de Gobierno, en 1979, para dirigir el Instituto de Biología, del cual era investigador desde 1972, y la invitación del rector Jorge Carpizo para formar parte de su equipo como coordinador de la Investigación Científica, en 1987. Me referiré sucintamente a cada uno de ellos.

    Realicé el doctorado en la Universidad de Gales —entre 1968 y 1972— acompañado por mi esposa Adelaida y nuestros hijos Arturo y Ade. Pude llevar a cabo estos estudios gracias al apoyo de mi familia, que fue compañía y sostén emocional invaluable en aquellas latitudes —lo que sería motivo de otro libro—, y a una beca que nos permitió vivir modesta y felizmente durante esos cuatro años.

    Al término de mis estudios hube de rechazar una tentadora invitación a quedarme como investigador y profesor en la Universidad de Gales, convencido como estaba de que lo correcto era regresar a México. En ese tiempo había una mística especial entre los estudiantes mexicanos que estábamos en el extranjero, en cuanto a devolver al país —y a la Universidad que nos había apoyado para obtener el grado— la inversión que se hacía en nosotros. En pocas palabras, no existía el fenómeno, que apareció años después, de la fuga de cerebros. Nuestra percepción era que en México estaba todo por hacerse y que nos tocaba a nosotros —los jóvenes de entonces— contribuir a su construcción.

    Ya en tierras mexicanas tuve dos atractivas ofertas de trabajo: una del Colegio de Postgraduados de Chapingo, donde había obtenido la maestría en ciencias agrícolas, y otra de Agustín Ayala Castañares, quien dirigía el Instituto de Biología desde 1967 y me había apoyado para obtener la beca mencionada. Agustín Ayala intentaba rescatar al Instituto, fundado en 1929, de un letargo académico que lo mantuvo por años con muy baja producción y que, por desgracia y como consecuencia, también afectó buena parte del desarrollo de la biología en México. Su visión y esfuerzo consistieron justamente en apoyar a investigadores jóvenes para que obtuvieran grados en universidades del extranjero y, a su regreso, estuvieran en capacidad de introducir en la institución temas de la biología de vanguardia en el mundo.

    Aunque la oferta del Colegio de Postgraduados era atractiva, pues en ese momento gozaba de una bonanza económica, resultado de un inusitado apoyo a escuelas de agricultura promovido por el gobierno del presidente Luis Echeverría, no dudé en aceptar la invitación de Agustín Ayala, principalmente por la obligación moral de haber tenido la beca de la UNAM, como ya mencioné, pero también porque era mi alma mater y estaba seguro de que ahí tendría el ambiente académico apropiado para desarrollar mi trabajo de investigación.

    Ingresé a la UNAM como investigador titular A a fines de febrero de 1972. Era rector en ese entonces Pablo González Casanova y a cargo de la Coordinación de la Investigación Científica estaba Guillermo Soberón.

    Mi primer año transcurrió estando la institución inmersa en un conflicto sindical que me era distante y que no entendía a cabalidad, metido como estaba en comenzar el desarrollo de mi trabajo de investigación. En noviembre de ese mismo año, 1972, el rector González Casanova hubo de renunciar tras un paro laboral de 25 días del recién creado Sindicato de Trabajadores y Empleados de la UNAM (STEUNAM), dirigido entonces por Evaristo Pérez Arreola, que demandaba el reconocimiento del Sindicato y la firma de un contrato colectivo. El rector se negó a esas peticiones aduciendo que las relaciones laborales de la Universidad no podían ni debían regirse bajo las mismas normas de las empresas privadas. Ante esas posiciones irreconciliables, el rector presentó su renuncia irrevocable a la Junta de Gobierno y un mes después lo sucedió en el cargo Guillermo Soberón quien, en su momento, nombró coordinador de la Investigación Científica a Agustín Ayala, lo que a su vez obligó a nombrar a un nuevo director en el Instituto de Biología.

    En enero de 1973, la Junta de Gobierno eligió a Carlos Márquez Mayaudón, sin duda el personaje académicamente más débil de una terna compuesta por Arturo Gómez Pompa (del Departamento de Botánica), por el propio Márquez (del Departamento de Zoología) y por Ricardo Tapia (del Departamento de Biología Experimental). Por desgracia, Márquez tenía además otras flaquezas, entre las que se encontraban su limitada capacidad administrativa y su falta de visión académica de lo que debía ser el Instituto de Biología para el país. No fue por tanto sorpresivo que al poco tiempo de asumir la Dirección empezaran a surgir problemas que produjeron un creciente descontento entre muchos investigadores, especialmente de los departamentos de Botánica y Biología Experimental, a tal grado que se requirió la intervención de la Oficina del Abogado General de la Universidad, en ese momento a cargo de Jorge Carpizo.

    El Departamento de Biología Experimental, compuesto en su mayoría por bioquímicos, fisiólogos y biólogos moleculares llegados de la Facultad de Medicina después de un conflicto en esa Facultad en los años sesenta, logró separarse del Instituto de Biología y constituir el Centro de Fisiología Celular, ya casi al final de los seis años del periodo de dirección de Carlos Márquez. Acertadamente, el rector le hizo ver a Márquez Mayaudón que no abrigara esperanzas de ser parte de la terna para un segundo periodo al frente del Instituto.

    Ante el escenario de cambio, quienes permanecimos como parte del Instituto de Biología propusimos nombres de candidatos para la Dirección que no hubieran estado involucrados en las tensiones vividas, para evitar que se conformara una terna polarizada. Yo propuse buscar a alguien externo al Instituto y sugerí el nombre de Ramón Riba, botánico experimentado, quien hacía algunos años había optado por salir del Instituto para integrarse —como muchos otros investigadores de la UNAM— a la Universidad Autónoma Metropolitana, que estaba en el proceso de fortalecer su planta académica. Ramón Riba conocía bien el Instituto y tenía un buen currículum académico. Por haberlo sugerido, me tocó a mí convencerlo de participar en el proceso, encargo que logré después de varios intentos. Aun así, nos faltaban nombres en la lista que íbamos a presentar al coordinador de la Investigación Científica. Varios colegas sugirieron mi nombre y, a pesar de que insistí en que no era apropiado incluirme pues había estado involucrado en los conflictos con el director, acabé aceptando con la condición de que yo apoyaría en todo momento a Ramón Riba. Finalmente, la relación de cinco nombres —incluido el mío— fue enviada al rector para que llevara a cabo las entrevistas correspondientes con el fin de proponer una terna a la Junta de Gobierno.

    Fui citado a la oficina del rector. Era la primera vez que estaba en ese recinto y lo recuerdo con gran emoción y conmoción. La entrevista fue grata y me sentí cómodo al expresarle a mi interlocutor —el rector de la UNAM— la situación del Instituto y mi apoyo irrestricto, tal como me había comprometido con mis colegas, al doctor Riba, pues consideraba que él era la persona más apropiada para dirigirlo en las circunstancias de ese momento; para mí, conducir el Instituto entonces no era tan atractivo porque tenía en proceso de preparación a un buen número de alumnos y varios proyectos de investigación de largo aliento. Sin embargo, el rector debió haber hecho otras consideraciones ya que la conformación de la terna no sólo fue sorprendente sino incómoda: quedé yo, y no Ramón Riba. La terna se complementaba con los nombres de Rafael Villalobos y de Eucario López Ochoterena; es decir, se había constituido, a pesar de nuestro esfuerzo, una terna polarizada en la que López Ochoterena aparecía como el candidato mediador. Por si fuera poco, tuve que afrontar la ingrata tarea de tratar de explicar el hecho y tranquilizar a un desconcertado Ramón Riba.

    Al conocer la terna y comentar la situación con mi familia y algunos colegas, tomé la decisión de que, ya que formaba parte de ella, debía tomarme en serio la oportunidad y participar de manera comprometida, aun en contra de los comentarios de muchos colegas del Instituto que aseguraban que la elección ya estaba cantada y que sería López Ochoterena el designado por la Junta por ser el candidato del coordinador, ser de fuera y ser el de en medio. El resultado de la elección ya es parte de la historia, como también lo es mi ejercicio como director del Instituto durante ocho años; ésa es una crónica a la que habré de referirme en otra ocasión.

    En 1987, la invitación a ser coordinador de la Investigación Científica tuvo lugar y forma de manera totalmente inesperada. Ocurrió al término de la ceremonia de entrega de los premios de la Academia de la Investigación Científica (hoy Academia Mexicana de Ciencias) y de los Premios Nacionales de Ciencias y Artes.

    Era una mañana de invierno fría y gris y el patio del Palacio Nacional, donde se llevó a cabo la ceremonia, era un verdadero frigorífico. A la salida, entre el tumulto de los asistentes, el rector, en ese entonces Jorge Carpizo —quien portaba su acostumbrado grueso abrigo negro y su bufanda—, me apartó del gentío que salía del edificio porque deseaba hablar conmigo. Su semblante adusto y serio reflejaba preocupación, misma que me transmitió de inmediato. Me explicó que debido a los acontecimientos recientes en la Universidad —un complicado conflicto estudiantil— había tomado la decisión de hacer un cambio (creo que mencionó total) en el equipo de sus colaboradores más cercanos; estaba convencido de la necesidad de ello para poder encarar la nueva fase en el desarrollo del conflicto que en ese tiempo vivía la institución. Acto seguido me preguntó si podría hacerme cargo de la Coordinación de la Investigación Científica, así de pronto, sin más ni más. La invitación del rector me tomó por sorpresa y sólo acerté a preguntarle si sus colaboradores ya estaban enterados de los cambios que planeaba hacer; me contestó —frío, como la fría mañana— que no todos. En particular pregunté si el coordinador, en ese momento Arcadio Poveda, lo sabía; la respuesta fue que no, que él no estaba enterado.

    Desde luego le agradecí la generosa invitación pero le pedí que me dejara pensarla. El rector accedió a mi petición pero me advirtió que tenía que darle una respuesta a más tardar al día siguiente, porque quería anunciar los cambios cuanto antes. En ese momento tenía la responsabilidad de la Dirección del Instituto de Biología, que había iniciado dos años antes en mi segundo periodo de seis años. Por cierto, junto con Roberto Moreno de los Arcos fuimos los dos últimos directores de instituto reelegidos para un segundo periodo de seis años, ya que el Consejo Universitario había cambiado, poco después de nuestras designaciones, y por iniciativa del rector Carpizo, los periodos, de seis, a cuatro años, como el resto de las autoridades académicas. Tenía muchos planes para el des-arrollo y el fortalecimiento de la investigación en el Instituto, apoyando a gente joven a doctorarse fuera del país en las mejores instituciones, en las diferentes disciplinas que se cubrían, pero especialmente en ecología.

    Apenas terminada la breve conversación que he descrito, busqué afanosamente entre el gentío al todavía coordinador de la Investigación Científica, mi querido colega Arcadio Poveda. Me resultaba indispensable comentarle la conversación recién sostenida con el rector. Finalmente lo encontré y le pedí que viajáramos juntos de regreso a la Universidad, porque tenía algo de la mayor urgencia que platicar con él. Poveda se mostró ansioso por saber a qué obedecía tanto misterio y salimos presurosos del recinto. Me sentí mal por ser el conducto por el cual mi colega y amigo se estaba enterando de la decisión del rector, pero me pareció que era lo que debía hacer. Sobra decir que el trayecto hasta Ciudad Universitaria fue incómodo para los dos.

    Busqué consejo y asesoría sobre la propuesta del rector con un muy cercano y querido amigo, quien también estaba buscándome para conversar sobre un asunto suyo de carácter personal. Analizamos ampliamente la compleja situación de la UNAM y coincidimos en que no se auguraba un periodo de vida institucional tranquila, aunque nos resultaba claro que había que colaborar para conducir a la Universidad por el mejor camino posible. Al terminar con mi larga perorata me convenció de aceptar la nueva responsabilidad y aproveché el momento para preguntarle sobre su asunto. Me comunicó entonces que estaba separándose de su pareja y quería mi opinión; me moría de la vergüenza por haberle impuesto mis problemas sin antes haber oído los suyos, mucho más delicados en el terreno personal.

    La mañana siguiente me reuní con el rector y le mencioné que antes de aceptar su honrosa invitación sentía la obligación de hacerle ver que, en mi opinión, la función del coordinador de la Investigación Científica era una vía de doble responsabilidad: la de ser representante de la rectoría ante las dependencias del área y, al mismo tiempo, actuar como portavoz de esa comunidad académica ante la Rectoría; al mismo tiempo le expresé que si él sentía que había algún problema con que yo asumiera ese doble papel, prefería no aceptar. Él lo entendió bien y asintió plenamente; yo acepté con agradecimiento su invitación.

    A partir de entonces nuestra relación se estableció con una cercanía que nunca antes había tenido oportunidad de sostener con él y menos con algún otro rector. Esos casi dos años a cargo de la Coordinación de la Investigación Científica fueron para mí de lo más enriquecedores y gratos, académica y humanamente, por la intensa interacción con los colegas directores del subsistema.

    Para desempeñar esa función me fueron muy útiles los ocho años previos en los que fui miembro del Consejo Técnico de la Coordinación de la Investigación Científica (CTIC), como director del Instituto de Biología; especialmente para operar de forma eficaz como un representante del área de ciencias ante el rector y como representante de éste ante los directores y las dependencias del subsistema de ciencias. Estaba bien informado y entendía cabalmente las necesidades y potencialidades del conjunto de los institutos y centros del área y, por ende, puedo decir, sin falsa modestia, que contribuí a fortalecerlo estructural y académicamente. Desde luego, no partí de cero: había ya un buen camino andado de casi tres lustros, iniciado por Guillermo Soberón y continuado por los coordinadores Agustín Ayala y Jaime Martuscelli.

    Durante mi periodo al frente del CTIC, acompañado por Víctor Guerra como secretario académico, se incrementó su composición con el ingreso de los representantes de los investigadores y, contra el temor de varios directores de que se perdería el ambiente de abierta y franca discusión académica en el Consejo, lo que ocurrió fue un enriquecimiento del análisis y discusión de los asuntos que cada quince días se presentaban en su seno. A lo largo de los ocho años en que fui miembro del Consejo Técnico, pero en especial en los últimos dos en la oficina de la Coordinación, trabé una cercana amistad con varios colegas directores e investigadores que a la postre fueron invaluables colaboradores académicos durante mi rectorado. Y al mismo tiempo adquirí, por las circunstancias en las que vivía la UNAM, una comprensión mucho mayor de su diversidad, su riqueza académica y también de su complejidad y sus problemas y limitaciones.

    NOMBRAMIENTO DE RECTOR

    Así como asumí de forma inesperada la responsabilidad de la Dirección del Instituto de Biología en 1979 o la de la Coordinación de la Investigación Científica en 1987, el proceso que me llevó a participar como candidato en la elección del nuevo rector, al final del periodo de Jorge Carpizo, y ser designado por la Junta de Gobierno para sucederlo en la Rectoría, no contó con preparación o planeación alguna de mi parte aunque, como asevera Giovanni Papini, el destino no reina sin la complicidad secreta del instinto y de la voluntad.

    Hasta donde recuerdo, la mayoría de quienes colaborábamos directamente con el rector Carpizo estábamos seguros de que, incluso a pesar suyo, tomaría la decisión de postularse para un segundo periodo, motivado por los sucesos que habían culminado con el compromiso de realizar el Congreso Universitario. En la reunión especial del Consejo Universitario, citada por el rector para el 2 de octubre de 1988, en la que se rememoraría el vigésimo aniversario de los sucesos de Tlatelolco, muchos de nosotros esperábamos que él aprovecharía esa ocasión para anunciar su propósito de participar en el proceso de elección para la rectoría, pocas semanas antes de que la Junta de Gobierno lo iniciara. Para nuestra sorpresa, tal pronunciamiento no ocurrió. En esa sesión, el rector sólo propuso que guardáramos un minuto de silencio en memoria de lo ocurrido hacía dos décadas. A varios nos resultó extraño que no hubiera mencionado nada respecto al proceso de sucesión, pero imaginamos que lo haría en los siguientes días.

    Fue grande nuestra sorpresa cuando, dos semanas después, el 26 de octubre, volvió a citar a una reunión del Consejo Universitario y en esa ocasión anunció que, a pesar de que muchos universitarios se habían acercado a él con el propósito de expresarle su apoyo para postularse para un nuevo periodo, había tomado la decisión de no estar en disposición de ser considerado candidato. Mencionó, como causa para esa determinación, el hecho de que no creía en las reelecciones (citando sus antecedentes en la Dirección de la Oficina del Abogado General y en la del Instituto de Investigaciones Jurídicas). Al final de la reunión del Consejo, en un momento en el que pude acercarme a él, le expresé que pensaba que era un error que no participara. Sorprendido —y quizá hasta un poco molesto—, me pidió que le explicara mi postura. Aduje que dado que él y varios de sus colaboradores cercanos tenían el mejor pulso de la situación del conflicto que había culminado en la decisión de realizar el Congreso, lo lógico era que ahora encabezara la conducción de ese complejo proceso. Por respuesta sólo me reafirmó su convicción de que las reelecciones iban en contra de sus principios y ahí dio por concluida nuestra breve conversación. Ya no insistí más. Ese mismo día, la Junta de Gobierno publicaba en la Gaceta UNAM la convocatoria que abría el proceso de auscultación para la designación de un nuevo rector. Para todos los fines prácticos restaban cinco o seis semanas para la elección.

    Un par de días después fui citado por el rector a una reunión en su oficina sin que me advirtiera del asunto que trataríamos. Cuando llegué, me percaté de que había otros convocados, todos ellos universitarios conocidos. Estaban, si no recuerdo mal: Alfredo Adam, Jorge Madrazo Cuéllar, José Narro, Miguel José Yacamán, Fernando Cano Valle, Elizabeth Luna Traill, Jaime Martuscelli y quizá una o dos personas más, aparte de mí. El rector expuso al grupo la idea de que sería conveniente que la Rectoría sugiriera a la comunidad de la UNAM una lista de universitarios distinguidos para que fueran considerados como posibles candidatos, por lo que quería saber si estaríamos de acuerdo en formar parte de esa lista. Ahí mismo todos, menos yo, asintieron de inmediato. Le solicité al rector Carpizo que me diera unos momentos para comentar algo con él, antes de darle una respuesta definitiva. Me pidió que esperara al final de la reunión y, una vez solos, le exterioricé algunos de mis temores. Desde luego, le hice saber que me sentía muy honrado de ser considerado como posible candidato, pero pensaba que no tenía las cualidades de tipo político para conducir lo que prometía ser —con el Congreso Universitario en puerta— una etapa compleja y peligrosa para la institución. Insistí en que se requerirían, de la persona al mando del timón, ciertas cualidades de liderazgo y gestión específicas más allá de las académicas. Él mencionó que había pensado en mí porque había llevado a cabo un buen trabajo al frente de la Coordinación de la Investigación Científica, había sorteado algunos problemas con sagacidad y demostrado ser buen conocedor del área. Todo ello, dijo, además de las cualidades de lealtad y responsabilidad demostradas, me hacían, en su opinión, un digno candidato para afrontar los problemas que encararía la máxima casa de estudios del país. Así las cosas, le solicité un día o dos para pensarlo, a lo que accedió de buena gana. Qué duda cabe de que me sentí halagado, pero sus amables palabras no me dejaron convencido ni decidido.

    El paso que tenía que dar era más largo y profundo que cualquiera de las anteriores decisiones profesionales que había tomado en mi vida. Decidí no responder sólo a mi entusiasmo y audacia sino recabar diversos puntos de vista antes de tomar cualquier determinación. En primer término, consulté con mi familia; ellos tenían que saber lo que esa responsabilidad implicaba y lo que les demandaría. Mi esposa y mi hija estaban sorprendidas y algo dubitativas, aunque me expresaron su apoyo incondicional en caso de aceptar la invitación del rector. Mi hijo Arturo, por su parte, opinó que debía comprometerme, sin lugar a dudas. Me reuní también con varios colegas directores del Subsistema de la Investigación Científica, con quienes había compartido muchos años de trabajo en el Consejo Técnico: su respuesta fue unánime en el sentido de que debería aceptar. Hice lo mismo con otros colegas académicos de diversas áreas de ciencias y algunos de humanidades, cuya opinión fue coincidente.

    Al día siguiente llamé por teléfono al rector para decirle que estaba de acuerdo en participar en la lista que él propondría a la comunidad universitaria. La prensa tomó el comunicado que expidió la UNAM y lo publicó de inmediato; en algunas de las versiones periodísticas no aparecía mi nombre y en su lugar estaba el de una mujer de nombre desconocido y que no estuvo presente en la reunión convocada por el rector: la doctora Josefa Lucán. Me tomó algunos segundos darme cuenta, para mi diversión, de que se trataba de una novedosa alteración de mi nombre, como me sucedía con frecuencia, pero esta vez hasta con cambio de sexo…

    Unos días después, el primero de noviembre, el Sindicato de Trabajadores de la UNAM (STUNAM), que estaba en el usual proceso de negociación salarial, se declaraba en huelga al no aceptar la oferta económica de la Universidad. Debido a ello, la auscultación de la Junta de Gobierno para la designación del rector se llevó a cabo fuera de las instalaciones universitarias. El conflicto laboral no se resolvió hasta el 3 de diciembre, pasada la toma de posesión del nuevo presidente de la República, Carlos Salinas de Gortari. Por cierto, la huelga se levantó cuando el Sindicato aceptó básicamente la misma propuesta salarial que había hecho desde un principio la institución que, si mal no recuerdo, era de 10% de aumento al salario. Muchos interpretamos que alguien había decidido que ya no había necesidad de mantener inactiva a la UNAM.

    Durante el tiempo que duró la huelga, la UNAM estuvo cerrada, así que la Coordinación de la Investigación Científica operó en una casa alquilada en Tlalpan. Ahí pude recibir a los miembros de la comunidad que deseaban darme sus puntos de vista generales o específicos acerca de la UNAM, o discutir aspectos relativos al proceso de sucesión rectoral.

    En ese tiempo de exilio del campus universitario, reunido con mis tres colaboradores más cercanos en la Coordinación: Rosa María Seco, Víctor Guerra y Juan Ramón de la Fuente, tuve largas discusiones sobre nuestros puntos de vista de hacia dónde debería ir la Universidad. Con base en esas conversaciones fui conformando el documento que expresaba mi visión de la UNAM y las líneas generales de trabajo que consideraba necesarias, en caso de que fuera elegido rector.

    El 5 de diciembre la Junta publicó la lista de las trece personas que consideraba candidatos para ser entrevistados en el proceso de designación del nuevo rector: Alfredo Adam, Arturo Azuela, Fausto Burgueño, Fernando Cano Valle, Miguel José Yacamán, Elizabeth Luna, Jorge Madrazo, Jaime Martuscelli, Humberto Muñoz, José Narro, Daniel Reséndiz, Ernesto Velasco León y yo. Como las entrevistas se realizarían por orden alfabético, me tocó reunirme con la Junta hacia fines de la primera semana de diciembre.

    Antes de que llegara ese momento, junto con los tres colaboradores de la Coordinación ya mencionados, organizamos, aparte de discusiones sobre diversos aspectos del estado de cosas en la Universidad, una especie de ensayo de entrevista en la casa de Juan Ramón de la Fuente. Allí, Seco, Guerra y De la Fuente, como si fueran miembros de la Junta de Gobierno, me cuestionaron durante algunas horas, haciéndome preguntas de todo tipo, un buen número de ellas realmente incisivas; fue un ejercicio interesante y útil.

    De la entrevista real con la Junta de Gobierno salí satisfecho: sentí que había podido exponer con claridad a sus miembros lo que pensaba que debería ocurrir en el futuro inmediato en la UNAM, tanto en las circunstancias en las que se encontraba, como a más largo plazo; puse especial énfasis en que había que fortalecer académicamente a la Universidad. Pude entrar en detalle para exponer mis ideas y hacer hincapié en la propuesta principal de academización ya que, a mi juicio, la planta académica debía estar en el centro de la atención universitaria en todos los niveles educativos que atendía la UNAM.

    Otro asunto ocupaba también mi mente en esos días: la aparición, en las librerías del Fondo de Cultura Económica, de mi libro sobre Darwin (Las musas de Darwin), como parte de la colección La Ciencia desde México, en el que había trabajado intensa y gozosamente muchos meses, a costa de fines de semana robados a la familia. El libro salió a la venta, muy guadalupanamente, el 12 de diciembre.

    La elección de rector ocurrió al día siguiente, el 13 de diciembre de 1988. Recibí la noticia de mi designación cuando me encontraba en la pequeña sala de juntas de la Coordinación, escuchando los comentarios y puntos de vista de varios colegas que trabajaban en Radio UNAM, y que querían hacer de mi conocimiento su apoyo a mi candidatura y, al mismo tiempo, conocer mi opinión acerca de los asuntos que me planteaban. A media charla, a eso de las ocho o nueve de la noche, me llamó la secretaria de la Coordinación, Victoria Etchart, para informarme que me buscaba el presidente de la Junta de Gobierno, Arturo Elizundia. Me excusé con los amigos de Radio UNAM, diciéndoles que tenía que atender una llamada en mi oficina; en un estado de gran agitación, tomé el auricular. Efectivamente, al habla estaba el presidente de la Junta para comunicarme la decisión de ese organismo: ¡me habían designado rector de mi universidad!

    Recuerdo haberle expresado mi sentimiento de privilegio y de gran honor por la decisión, pero no mucho más, y espero no haber sido excesivamente lacónico en mis expresiones; estaba demasiado emocionado e impresionado como para articular un discurso coherente. Me avisó Arturo Elizundia que en breve todos los miembros de la Junta de Gobierno acudirían a mi oficina a comunicarme formalmente su determinación.

    Regresé a la reunión de la que había salido, casi en estado catatónico. El personal de Radio UNAM retomó como si nada su conversación, que para mí en ese momento parecía venir de lo más remoto del espacio exterior y ¡claro! se dieron cuenta de que algo había pasado. Ellos fueron, aparte de mi secretaria, los primeros en conocer la decisión de la Junta de Gobierno. Emocionados (y creo que contentos) me felicitaron con efusión y se retiraron, no sin que antes les hiciera prometer que volveríamos a reunirnos para acabar la inconclusa charla. Acto seguido le pedí a Victoria Etchart que me comunicara con mi esposa pero la llamada se cruzó con la del rector Carpizo, para expresarme sus felicitaciones, detalle que le agradecí muy cumplidamente.

    Después de varios intentos, logré hablar con Adelaida, que ya había oído algo en las noticias de la radio. Aunque fue una comunicación breve, dadas las circunstancias, resultó intensa y llena de sentimiento, de júbilo y de apoyo.

    En ese momento estaban en mi oficina trabajando en asuntos académicos de la Coordinación, Victoria Etchart, como ya lo dije, Víctor Guerra, secretario académico, y Rosa María Seco, una de mis secretarias técnicas. Casi no tuvimos tiempo de celebrarlo porque la noticia había corrido velozmente, tanto por los medios de comunicación como por radio pasillo y, literalmente en cuestión de minutos, el edificio de la Coordinación empezó a llenarse de gente. No quise hablar con nadie más hasta que no hubieran llegado los miembros de la Junta, a quienes recibí en la sala de reuniones de la Coordinación. A su arribo, Arturo Elizundia procedió, de acuerdo con el protocolo formal, a leer el acta de la sesión que contenía la decisión a la que había llegado ese cuerpo colegiado. Enseguida recibí los saludos y la felicitación de cada uno de los miembros y, por mi parte, agradecí la designación con palabras emocionadas —aunque con seguridad deshilvanadas—, pero sí fui claro cuando ofrecí poner toda mi capacidad para servir a la institución en esa nueva y enorme responsabilidad que se me otorgaba.

    Apareció por ahí, casi de inmediato, un grupo de reporteros de la fuente universitaria para entrevistarme a como diera lugar; no hubo forma de persuadirlos de lo contrario. Los recibí con gran aprensión pues no tenía mayor experiencia al respecto y estaba poco preparado para conducirme en esas circunstancias y desenvolverme de manera políticamente correcta. Debo confesar que los minutos de esa entrevista me parecieron eternos. Hubo todo tipo de preguntas y recuerdo que al inquirirme sobre qué pensaba del hecho de asumir esa responsabilidad en momentos en que la Universidad vivía circunstancias tan complejas que habían desembocado en el compromiso de realizar un Congreso Universitario, acerté a responder que, en general, en la vida no se está en posibilidad de escoger las circunstancias en que altas responsabilidades, como la Rectoría de la UNAM, recaen sobre uno, y que el único camino viable era ir hacia adelante y encararlas poniendo en ello lo mejor de uno mismo. También me preguntaron sobre mi posición respecto a tener que abandonar la vida académica y, sinceramente, les contesté que no me parecía que la dejaba, al contrario, sentía que ahora me tocaba servir a la comunidad de la que era parte y mejorar las condiciones de esa labor académica, a la que me reintegraría al término de mis funciones como rector. A la distancia, creo que esa entrevista, mi primera prueba de fuego con los medios, terminó mejor de lo que yo había temido.

    Dado que ese día era ¡martes trece!, no faltaron los comentarios acerca de los significados cabalísticos de la fecha… Hubo todo tipo de augurios, para bien y para mal.

    Esa noche, ya en casa, entre abrazos y felicitaciones de amigos y conocidos (¡y algunos no tan conocidos, que no sé cómo dieron con mi domicilio!) y para quienes, por cierto, no teníamos nada preparado —pero que, gracias a la creatividad de Adelaida, pudimos atender con propiedad—, empezaron a bullirme cientos de pensamientos en la cabeza, como tiros de una parsimoniosa ametralladora. Por un lado, pensaba en asuntos de atención inmediata como la selección de mi grupo de colaboradores, clave para hacer un buen trabajo en la conducción de la rectoría, o la forma de escabullirme de las recomendaciones no solicitadas de personas idóneas para tal o cual posición, o el asedio de los medios de comunicación. Pero, más allá, me preguntaba si estaba capacitado para responder a la crucial responsabilidad de no fallarle a cientos de miles de estudiantes y padres de familia que nos encargaban la formación de sus hijos. Mi experiencia profesional previa había sido generalmente feliz, pero en una escala de complejidad que no tenía nada que ver con lo que se vislumbraba. Aun así, no tenía en ese momento la percepción de los serios problemas a los que me habría de enfrentar en el futuro.

    Al día siguiente tuve que estar listo para el primer encuentro formal con los medios de comunicación (mi bête noir, como dirían los franceses). La entrevista de prensa se llevó a cabo en el salón donde solía reunirse ordenadamente el CTIC. En esa ocasión se encontraba congestionado por periodistas, micrófonos, aparatosas cámaras de televisión y grabadoras. No sé si era el propósito, pero se sentía un ambiente estresante.

    Hubo las preguntas inanes sobre qué representaba para mí haber sido elegido rector, que si habiéndome dedicado de lleno a la investigación iba a poder con la responsabilidad de la Rectoría y, por supuesto, no faltó aquella de si había dormido bien la noche anterior. Por fortuna había elaborado unas notas para asegurarme de que mencionaría las cosas que realmente eran significativas para mí.

    Expresé, haciendo aquí un apretadísimo resumen de mis palabras y

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