Descubre millones de libros electrónicos, audiolibros y mucho más con una prueba gratuita

Solo $11.99/mes después de la prueba. Puedes cancelar en cualquier momento.

La ciencia en la historia de México
La ciencia en la historia de México
La ciencia en la historia de México
Libro electrónico856 páginas12 horas

La ciencia en la historia de México

Calificación: 0 de 5 estrellas

()

Leer la vista previa

Información de este libro electrónico

Presenta el desarrollo científico de México para lo cual inicia con la exposición de los conocimientos elaborados por las culturas precolombinas, prosigue con la etapa colonial y examina después los resultados del positivismo y la situación en que se encuentra la investigación científica.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento17 dic 2014
ISBN9786071625199
La ciencia en la historia de México

Relacionado con La ciencia en la historia de México

Libros electrónicos relacionados

Ciencia y matemática para usted

Ver más

Artículos relacionados

Comentarios para La ciencia en la historia de México

Calificación: 0 de 5 estrellas
0 calificaciones

0 clasificaciones0 comentarios

¿Qué te pareció?

Toca para calificar

Los comentarios deben tener al menos 10 palabras

    Vista previa del libro

    La ciencia en la historia de México - Eli de Gortari

    ELI DE GORTARI (Ciudad de México, 1918-1991) fue un precursor de los estudios filosóficos e históricos de la ciencia en México. Ingeniero de formación, obtuvo su doctorado en filosofía por la Universidad Nacional Autónoma de México en 1955. Desde 1948 fue profesor e investigador de la Facultad de Filosofía y Letras y del Instituto de Investigaciones Filosóficas de la UNAM. Su obra constituye uno de los pilares teóricos de la investigación científica en México gracias a sus estudios sobre la lógica, el método científico y el desarrollo científico en México, entre otros temas, que fueron abordados por él en más de un centenar de artículos, varias obras traducidas al español y una treintena de libros.

    SECCIÓN DE OBRAS DE HISTORIA

    LA CIENCIA EN LA HISTORIA DE MÉXICO

    ELI DE GORTARI

    La ciencia en la historia de México

    Primera edición, 1963

    Segunda edición, 2015

    Primera edición electrónica, 2014

    Diseño de portada: Teresa Guzmán Romero

    D. R. © 1963, Fondo de Cultura Económica

    Carretera Picacho-Ajusco, 227; 14738 México, D. F.

    Empresa certificada ISO 9001:2008

    Comentarios:

    editorial@fondodeculturaeconomica.com

    Tel. (55) 5227-4672

    Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra, sea cual fuere el medio. Todos los contenidos que se incluyen tales como características tipográficas y de diagramación, textos, gráficos, logotipos, iconos, imágenes, etc., son propiedad exclusiva del Fondo de Cultura Económica y están protegidos por las leyes mexicanas e internacionales del copyright o derecho de autor.

    ISBN 978-607-16-2519-9 (ePub)

    Hecho en México - Made in Mexico

    A Raquel

    PRÓLOGO

    Nuestro interés por investigar el desarrollo histórico de la ciencia en México surgió decididamente en 1946, cuando llevamos el curso de Historia de la Filosofía en México que impartía el doctor Samuel Ramos en la Facultad de Filosofía. Pronto iniciamos nuestros primeros estudios sobre el tema, que nos llevaron a formular sendos trabajos sobre José Antonio Alzate y Gabino Barreda. Al cabo de dos años más, logramos reunir los elementos indispensables para estructurar un cuadro general, lo cual nos permitió fundar la cátedra de Historia de la Ciencia en México en la Facultad de Filosofía, contando con el generoso apoyo del doctor Ramos y el alentador impulso del doctor Silvio Zavala, quien recomendó especialmente su creación cuando se enteró de nuestros planes. El mismo año establecimos también esa cátedra en la Escuela Normal Superior, con lo cual aumentaron los estímulos y las urgencias para proseguir nuestros estudios al respecto. Después, en 1951, disfrutamos de una beca en el Centro de Estudios Filosóficos que nos dio la oportunidad de avanzar mucho en nuestro trabajo. Por último, la designación como investigador de tiempo completo en el propio Centro antes mencionado, hecha en 1954, nos colocó en condiciones de dedicar íntegramente nuestros esfuerzos a la investigación científica de la filosofía. Durante los 15 años transcurridos, hemos tenido ocasión de ofrecer muchas conferencias y de publicar numerosos artículos en revistas mexicanas y extranjeras, lo mismo que el pequeño libro sobre La ciencia en la Reforma. En todo caso, la atención favorable que recibimos de nuestros alumnos, oyentes y lectores nos ha servido de incentivo para seguir adelante. Naturalmente, a medida que íbamos avanzando en nuestra investigación, se fue modificando parcialmente el cuadro que habíamos trazado al principio, hasta que llegó un momento en que la recopilación de nuevos datos ya no alteró de manera importante la estructura general que teníamos organizada. Entonces fue cuando consideramos que habíamos alcanzado un punto de madurez suficiente para emprender la redacción de este libro y, en consecuencia, nos aplicamos a la tarea.

    Somos los primeros en reconocer las muchas omisiones y los errores de que seguramente adolece esta obra. A ese respecto, estamos persuadidos de que unas y otros serán atendidas y enmendados por quienes efectúen investigaciones más profundas y completas que la nuestra. Porque lo decisivo para darla a la estampa ha sido, justamente, la convicción de la importancia que tiene ofrecer un panorama sobre la historia mexicana de la ciencia que, aun cuando pueda incurrir en deficiencias graves, sirva para atraer la atención acerca de ella y suscite el interés de los estudiosos. Por otra parte, este libro también podrá ser útil para la realización de mejores investigaciones generales o particulares acerca del desarrollo de la ciencia en México, en caso de que su contenido provoque discusiones y controversias, lo cual nos produciría gran satisfacción. En este sentido, las dificultades a las que nos hemos enfrentado no se refieren solamente a la propia historia de México en su conjunto. Esto se debe al hecho de que no existe todavía una obra en la cual se presente la estructura completa de nuestro desarrollo histórico de una manera objetiva y congruente, por más que ya contamos con algunos estudios rigurosamente científicos sobre ciertas épocas en particular. Desde luego, esta situación es la que nos acarreó mayores dificultades; y, por supuesto, no pretendemos haberlas superado propiamente aquí, sino que simplemente hemos tratado de formular interpretaciones que sometemos a la crítica más estricta de quienes son especialistas en dicho dominio de la investigación. En fin, por el hecho mismo de haber llevado nuestras indagaciones a un campo en el cual se ha trabajado tan poco y sobre el que únicamente existen estudios acerca de algunas disciplinas en particular y apenas unos cuantos artículos relativos a la historia de la ciencia en general, esperamos encontrar justificación entre los lectores.

    Hacemos patente nuestro reconocimiento a todas las personas que nos hicieron sugestiones fecundas para nuestro trabajo y, en especial, a los doctores Samuel Ramos, Silvio Zavala, Leopoldo Zea y Dirk J. Struik, lo mismo que al arqueólogo José Luis Lorenzo y a los alumnos de la Facultad de Filosofía y de la Escuela Normal Superior. Igualmente reconocemos la importancia que han tenido muchas conversaciones y contactos personales con investigadores de diversas ramas de la ciencia, para nuestra comprensión de las necesidades que tiene planteadas actualmente la investigación científica en México. Por último, nos complacemos en dedicar este libro a Raquel Rabiela de Gortari quien, además de ser nuestra mejor colaboradora en el trabajo, nos convenció de la necesidad de concluirlo y nos alentó hasta conseguirlo.

    I. INTRODUCCIÓN

    1. LA CIENCIA EN MÉXICO

    El estudio del desarrollo histórico de la ciencia en México no tiene, obviamente, la importancia de permitir seguir el curso de muchos grandes descubrimientos o aportaciones decisivas que hayan sido incorporadas al conocimiento científico de la humanidad. En realidad, desde la época en que los antiguos mexicanos quedaron sometidos al coloniaje español, nuestras contribuciones a la ciencia han sido escasas y, en muchos casos, no fueron conocidas oportunamente en los otros países por la falta de un contacto efectivo. Sin embargo, el estudio del desenvolvimiento científico de México tiene el enorme interés de servir para poner de relieve la historia mexicana de una de las actividades de mayor importancia en nuestro tiempo, a la vez que permite esclarecer varios hechos destacados de la historia social de México. De otro lado, el hecho mismo de presentar un panorama de nuestra historia científica en su conjunto, además de que viene a llenar una laguna en la investigación de nuestro pasado, será útil para dar a conocer el arraigo y el vigor que tienen las tradiciones científicas en nuestro pueblo y para establecer con mayor firmeza las bases del impulso en grande que es necesario impartir ahora a la investigación científica en México, con vistas a elevar nuestro desarrollo cultural y poder satisfacer mejor las numerosas necesidades que plantea nuestro desenvolvimiento económico y social. Por lo tanto, iniciamos este estudio con la exposición de los conocimientos científicos elaborados por los antiguos mexicanos antes del descubrimiento europeo de América y de los rasgos principales de la ciencia española que fue su antecedente directo. Luego, proseguimos con el desarrollo científico durante los 300 años del dominio colonial, distinguiendo el primer periodo de contacto e integración, de la época de franca decadencia y oscurantismo que le sucedió y del último tercio del siglo XVIII, cuando se introdujo la ciencia moderna en México. Después examinamos el desenvolvimiento de la ciencia en los primeros años de nuestra vida política independiente, los resultados obtenidos con la implantación de la filosofía positivista y la situación en que se encuentra actualmente la investigación científica en México, para terminar con la consideración de las perspectivas y las posibilidades que existen para su desenvolvimiento.

    En nuestro estudio intentamos determinar cuáles fueron los conocimientos científicos elaborados o manejados por los mexicanos en las distintas épocas, analizando las condiciones históricas que los hicieron surgir, las influencias recibidas o ejercidas en diversas ocasiones y por diferentes conductos, y la manera como dichos conocimientos se convirtieron en agentes activos para reobrar sobre la vida social de México. Sin duda, uno de los aspectos más importantes de cada periodo histórico lo forman los trabajos científicos que entonces se emprenden, porque se encuentran ligados inseparablemente a todas las condiciones determinantes de la vida económica, social, política y cultural, dentro de las cuales se conforma y se expresa la actividad de los hombres de ciencia. Por ello es necesario indagar las condiciones sociales en que se producen las investigaciones científicas y las concepciones filosóficas en que se apoyan o pretenden apoyarse; y lo mismo tiene que hacerse con las consecuencias resultantes de dichas investigaciones, tanto en sus aplicaciones directas como en sus influencias sobre el desarrollo cultural y social. Así, el examen del desenvolvimiento histórico de todos esos elementos y la comprensión de sus condiciones actuales constituye un material valioso del cual se pueden extraer orientaciones acerca de las maneras de actuar eficazmente en el presente y el porvenir. Por otra parte, esta indagación histórica no puede consistir en la mera acumulación de datos recopilados de las distintas fuentes, sino que es imprescindible interpretarlos y ordenarlos, para determinar sus enlaces y sus consecuencias, hasta llegar a explicarlos objetivamente en la plena expresión de las condiciones históricas en que se produjeron. En suma, tomando en cuenta lo antes dicho, nos propusimos destacar la participación que la ciencia ha tenido en la transformación social de México y en el surgimiento de sus problemas económicos, políticos y culturales, para mostrar finalmente la manera como la ciencia puede coadyuvar a resolver dichos problemas que, en último término, sólo pueden ser atendidos y superados con la aplicación inteligente y eficaz de los resultados de la investigación científica.

    Desde luego, hay quienes desconfían de la ciencia y se muestran escépticos acerca de la bondad de sus resultados. Ante el pavor que despiertan las bombas nucleares y las amenazas de una guerra científica de aniquilación, son muchos los que maldicen con harta razón el empleo inhumano que se hace de los descubrimientos científicos. También son cada vez más quienes se muestran inconformes con el inicuo y antisocial reparto que impera de los bienes y servicios que son producto del adelanto técnico y tienen como base los conocimientos científicos. Y no faltan aquellos que han llegado a decepcionarse de que la ciencia pueda servir como medio para conquistar una vida mejor para la humanidad entera y hasta abominan de ella. Todas estas actitudes están justificadas respecto a los efectos, pero no lo están en cuanto a la causa que les atribuyen. Porque no es la ciencia la que produce esos resultados indeseables, sino que su causa se encuentra en las condiciones sociales y políticas que permiten hacer tan pésimo uso de los resultados obtenidos en la investigación científica. Y, para probar lo anterior, basta recordar dos hechos históricos indiscutibles. El primero es que las guerras, la explotación del hombre por el hombre y la injusticia social son hechos indudablemente anteriores a la existencia de la ciencia propiamente dicha. El otro hecho es que la abolición de la actividad científica, lograda de manera tan radical y completa durante la Edad Media en Europa, no hizo desaparecer —ni siquiera atenuar— los males sociales a que nos referimos. Y, por consiguiente, si la ciencia surgió posteriormente a los efectos que ahora se le atribuyen y, además, la desaparición del trabajo científico durante un periodo tan prolongado no acabó con dichos efectos, es enteramente claro entonces que la ciencia no es la causante de la deplorable situación actual del mundo, en el sentido indicado. En realidad, la magnitud y la importancia de las aplicaciones pacíficas de la ciencia superan con mucho a sus aplicaciones bélicas, incluso en las condiciones actuales. Su contribución al mejoramiento humano no sólo es inmensa, sino que su desarrollo es uno de los factores indispensables y principales entre los que intervienen en el logro de esa mejoría. Lo que es más, el desenvolvimiento científico ha servido justamente para que exista ahora la posibilidad de establecer condiciones sociales equitativas para todos y, en aquellos países en los cuales ya se han implantado, la ciencia sirve para elevar continuamente el nivel de la existencia humana. Por otra parte, las aportaciones de la ciencia para impulsar y planear la industria, la agricultura y la salubridad pueden extenderse hasta que se conviertan en parte integrante de la vida cotidiana y el trabajo de todos. Por otro lado, la ciencia, además de contribuir al progreso social con los cambios económicos que suscita la aplicación técnica de los descubrimientos científicos, también tiene efectos poderosos en los otros dominios humanos —incluyendo el del pensamiento— cuando se propaga a ellos la actitud científica.

    Tal como lo mostraremos con detalle en los capítulos subsiguientes, después del gran desenvolvimiento científico a que se llegó en el México Antiguo, ha habido en nuestro país tres épocas durante las cuales han existido las condiciones necesarias para que se intensificara notablemente la actividad científica. La primera de ellas comprendió las tres últimas décadas del siglo XVIII y la primera del XIX, la segunda abarcó el último tercio del siglo XIX y los primeros años del XX, y la tercera —en la cual nos encontramos ahora— se inició hace unos 30 años. El primer periodo correspondió a los acontecimientos económicos y sociales que precedieron y acompañaron la toma del poder por la burguesía en Francia y el comienzo de la Revolución Industrial en Inglaterra y Holanda. Como consecuencia de dichos acontecimientos, en España se implantó la libertad de comercio, se redujeron los tributos, se confiscaron muchas propiedades eclesiásticas, se obligó a la Iglesia a contribuir a los gastos de la hacienda pública y se realizaron algunas reformas liberales en el régimen político de sus colonias americanas. Por otro lado, también entonces fue cuando se inició en México la secularización de la enseñanza y se introdujeron la ciencia y la filosofía modernas. El resultado fue que se produjo un auge inusitado en la investigación científica, a la vez que cobró mayor vigor el movimiento político en favor de la independencia, el cual finalmente acabó por superar todas las otras actividades. Una vez consumada la independencia con la traición del movimiento popular sostenido por los campesinos insurgentes, los graves conflictos sociales y políticos que se suscitaron —debido principalmente al hecho de que se mantuvo incólume el régimen económico, al mismo tiempo que comenzaron las agresiones y despojos por parte de las potencias imperialistas— provocaron una sucesión continua de luchas armadas, en las cuales tuvieron que concentrarse todos los esfuerzos. Y, a resultas de todo esto, la actividad científica declinó notablemente, frustrándose así las posibilidades que se habían creado.

    La segunda época empezó con el triunfo de la revolución popular, nacional y liberal que puso en vigor las Leyes de Reforma, mediante las cuales se suprimieron los fueros eclesiásticos y militares, se estableció la administración civil de la justicia, se desamortizaron las propiedades del clero, se separó la Iglesia del Estado, se abolieron los conventos y las órdenes religiosas, y se instauró la libertad de cultos. De esa manera se transformaron los cimientos económicos de nuestro país y se consiguió un gran avance en los otros dominios de la vida social. Al mismo tiempo se declaró obligatoria y gratuita la enseñanza primaria, se ensanchó considerablemente la enseñanza media y se mejoró de un modo conspicuo la educación superior. Por otra parte, se fundaron varios institutos de investigación y se formaron muchas sociedades científicas, que promovieron la ejecución de una gran cantidad de trabajos científicos. Así se crearon condiciones favorables para el desarrollo de la ciencia, que permitieron realmente la obtención de muchísimos datos utilizables como materia prima para investigaciones ulteriores. Sin embargo, antes de que se pudiera llegar a la etapa de la elaboración científica propiamente dicha, el gobierno porfirista destruyó las bases liberales del movimiento de la Reforma, se convirtió en instrumento dócil de los latifundistas mexicanos y extranjeros, permitió que la Iglesia recuperara buena parte de sus propiedades y privilegios, facilitó el dominio extranjero sobre el comercio, las minas y las industrias incipientes, y reprimió con crueldad las manifestaciones de protesta de los campesinos y otros trabajadores sometidos a una explotación inicua. En consecuencia, el movimiento científico que se había iniciado con buenos auspicios fue tergiversado por completo y se detuvo cuando apenas empezaba a dar algunos frutos.

    La época actual de florecimiento de la investigación científica se ha producido como resultado de la Revolución Mexicana y de la situación que prevalece en el mundo. Desde su principio, el movimiento contemporáneo se caracterizó por la preocupación de lograr que los hombres de ciencia mexicanos participen activamente en la elaboración del conocimiento científico, superando así la aspiración porfiriana de estar simplemente al tanto del desarrollo de la ciencia en los países más adelantados. De acuerdo con los propósitos revolucionarios de impulsar decididamente el desenvolvimiento de nuestro país para mejorar el nivel de vida de todos los mexicanos, se ha extendido en forma muy considerable la enseñanza elemental, se han multiplicado y ampliado las instituciones de educación superior sostenidas por el Estado —que imparten sus conocimientos de un modo gratuito o casi gratuito— y se han creado muchos centros de investigación científica. Al propio tiempo, se ha elevado la preparación de los investigadores, se han aumentado decorosamente sus emolumentos, han crecido los recursos económicos de los institutos y se ha mejorado mucho su dotación de instrumentos, bibliotecas y otros elementos necesarios para sus labores. De esta manera se han constituido condiciones bastante propicias para la actividad científica y, como consecuencia, los trabajos de investigación que se realizan actualmente en México tienen la seriedad y el rigor requeridos, producen resultados que aportan contribuciones interesantes para quienes trabajan en las mismas disciplinas en los otros países del mundo y, por ende, reciben la atención de los medios científicos respectivos. Por lo tanto, la investigación científica en México se encuentra ahora en una situación llena de posibilidades y promesas que superan con mucho a las de las dos épocas antes mencionadas. Por eso mismo, se plantea con urgencia la necesidad imperiosa de hacer avanzar la investigación cada vez con más eficacia y a un ritmo mayor. Para ello es indispensable que se fortalezcan y amplíen las condiciones favorables, de tal modo que no sólo sean las necesarias, sino también las suficientes para asegurar ese progreso. Y, como fundamento imprescindible para que esas condiciones fructifiquen, se requiere que el desarrollo de nuestro país —en el dominio económico, político y social— se acelere mucho más y redunde en beneficio directo de los trabajadores, para que tenga el apoyo decidido y esforzado del pueblo. De otra manera, como lo demuestran nuestras experiencias históricas en el pasado, se volverían a frustrar las inmensas posibilidades que ahora existen para el desenvolvimiento de la ciencia y la transformación de México.

    II. LAS CULTURAS DEL MÉXICO ANTIGUO

    2. LAS CULTURAS LÍTICAS

    De acuerdo con los hallazgos arqueológicos que se han hecho hasta ahora, entre los cuales no figuran restos de primates superiores ni de homínidos antecesores del Homo sapiens, resulta imposible sostener científicamente un origen autóctono para el hombre americano. Por lo tanto, mientras no se hagan nuevos descubrimientos que permitan concluir otra cosa, lo más probable es considerar que los primeros hombres que poblaron América fueron inmigrantes mongoloides provenientes de Asia, que penetraron en grupos por el Estrecho de Bering aproximadamente 25 000 años a. C., o sea, durante el periodo geológico del pleistoceno superior. Después estos grupos se fueron adentrando en el continente americano, avanzando con lentitud y en oleadas sucesivas que duraron varios milenios, hasta llegar a poblarlo por entero. En épocas posteriores, posiblemente se vinieron a sumar otros grupos —llegados por ese mismo camino, o que cruzaron en balsas el Océano Pacífico— constituidos por australoides, negroides, mongoloides y polinésicos. En todo caso, los testimonios más antiguos de poblamiento humano son los restos encontrados en Tule Springs, cerca de Las Vegas, en el actual Estado norteamericano de Nevada, para los cuales se ha determinado la fecha de 22 000 años a. C., empleando el carbono 14. Dichos restos consisten en ruinas de hogares, huesos de camello, caballo, bisonte y mamut, una lasca de obsidiana encajada entre los huesos y algunos instrumentos burdos hechos de hueso.¹

    En lo que respecta a nuestro país, los primeros testimonios de la presencia del hombre se remontan a un poco antes del año 7000 a. C. y están constituidos por los restos del hombre de Tepexpan; lo mismo que por los artefactos de sílice y obsidiana, incluyendo una punta de proyectil, encontrados en asociación indudable con un esqueleto completo de mamut y otro cráneo más, también en Tepexpan; y las dos osamentas de mamut descubiertas en Santa Isabel Ixtapan, en estrecha asociación con algunas puntas de proyectil. Además de estos hallazgos se han encontrado otros muchos correspondientes a épocas posteriores. Todos ellos muestran acusadamente la existencia de un desarrollo general común, en lo que se refiere a los aspectos económico, social, cultural y científico. Por esto, el territorio en que se produjo la evolución de nuestra cultura indígena es conocido con el nombre de México Antiguo, y ocupa una vasta región de América del Norte y de América Central, aunque tuvo cierta movilidad en las distintas épocas. En el norte, sus límites parten de la costa del Océano Pacífico, en el actual estado de Sinaloa, formando una gran curva depresiva hacia el centro, que luego asciende de nuevo para abarcar la región de la Huasteca y termina en el actual estado de Tamaulipas, en la costa del Golfo de México. Por el sur se extiende hasta Honduras, El Salvador y Nicaragua, aunque sus límites son menos precisos. Por lo tanto, el México Antiguo comprendía todo el territorio mexicano situado al sur de la línea apuntada, la República de Guatemala y Belice en toda su extensión, la mitad de la República de Honduras y parte de las repúblicas de El Salvador y de Nicaragua. Recientemente, los arqueólogos y prehistoriadores le han dado a este territorio el nombre de Mesoamérica, lo cual tiene el grave inconveniente de emplear una designación aparentemente geográfica que carece de significado en geografía. Además, lejos de representar alguna ventaja connotativa o denotativa, dicho término simplemente parece representar un intento —consciente o inconsciente— de subestimar nuestro país.²

    Entre los rasgos comunes que presentan las distintas variantes peculiares que tuvo el desarrollo cultural del México Antiguo, podemos mencionar: el calendario ceremonial de 260 días, denominado tonalpohualli por los nahoas y tzolkín por los mayas; el calendario solar de 365 días, cuya precisión se conseguía con correcciones semejantes a las actuales; los conocimientos astronómicos y sus interpretaciones astrológicas; la escritura jeroglífica empleada para registrar los acontecimientos y trasmitir el saber; la numeración vigesimal utilizada en la astronomía y en el comercio; la similitud de su politeísmo basado en el culto a la naturaleza; la estructura de su organización social y de su desenvolvimiento económico; la edificación de templos majestuosos y el uso del estuco en su arquitectura; el dibujo, la pintura y la escultura; los rasgos principales de sus concepciones estéticas; un conocimiento penetrante de los vegetales, y una medicina notablemente desarrollada. Es claro que las características que acabamos de mencionar no se mostraron con pleno vigor hasta la época de la cultura urbana o civilización y que, por otra parte, también se destacaron definitivamente varias culturas específicas. Pero no cabe duda de que en esos rasgos característicos en que coincidieron se advierte decididamente una relación estrecha y un paralelismo en su desarrollo, cuya formación se inició desde la época en que se produjo la revolución neolítica. Más aún, entre los pobladores del México Antiguo existe una continuidad étnica bastante acusada —aunque, como es natural, presente algunas variantes típicas— que abarca desde el hombre de Tepexpan hasta los actuales mexicanos, guatemaltecos, beliceños, hondureños, salvadoreños y nicaragüenses. Y, por otro lado, todas las lenguas habladas en el México Antiguo tuvieron un origen común y una multitud de influencias recíprocas en su desarrollo.³

    Durante la época paleolítica los hombres vivieron en grupos reducidos que se sustentaban mediante la caza, la pesca y la recolección. Sus utensilios fueron ramas y trozos de madera, hueso o piedra, afilados toscamente o adaptados con rudeza para acomodarlos a la mano, por el procedimiento primitivo de partirlos o astillarlos. Empleando estos utensilios, los hombres paleolíticos tendían trampas y cazaban mamíferos y aves, atrapaban insectos, peces, reptiles y batracios, recolectaban granos, frutos, moluscos y huevos, extraían raíces y larvas, destrozaban árboles, partían piedras y destazaban los animales cobrados. Así se hacían de carne, grasas, semillas y otros alimentos vegetales y animales, lo mismo que de pieles, astas, huesos, madera, piedras y ligamentos para sus artefactos y albergues. Sabemos que conocían el uso del fuego, se cubrían el cuerpo para aliviar los rigores del clima y construían abrigos con piedras y ramas, cuando no encontraban cuevas convenientes para su habitación. En los hallazgos correspondientes al lapso comprendido entre 20 000 y 12 000 años a. C. figuran algunos instrumentos como grabadores, raspadores y otros artefactos de dudosa diferenciación —que, por ello, deben haber tenido muchos usos— hechos principalmente de obsidiana y calcedonia, mediante burdas técnicas de lasqueado y astillado. En el periodo posterior, entre 12 000 y 8 000 años a. C., ya elaboraban raspadores, puntas de proyectil, lascas, núcleos, navajas, perforadores, grabadores y martillos, hechos de calcedonia, cuarzo y pedernal. Todos estos utensilios eran productos del trabajo doméstico y podían ser elaborados prácticamente por cualquiera de los miembros del grupo, sin implicar propiamente especialización en el trabajo, ni tampoco el intercambio de unos grupos con otros; y, además, cada individuo podía hacer y desechar diariamente varios de estos utensilios.

    En el curso de la producción de sus instrumentos, las comunidades paleolíticas empezaron a edificar una tradición científica, registrando y trasmitiendo sus conocimientos acerca de cuáles piedras eran mejores, en dónde se encontraban y cómo se utilizaban. Sólo después de dominar la técnica de su fabricación fue cuando el hombre pudo elaborar con éxito utensilios específicos para cada operación particular. Por otra parte, con el uso del fuego, el hombre consiguió el dominio de una energía física poderosa y un agente químico sumamente activo, dando el primer paso grandioso en la emancipación de su servidumbre del medio ambiente. Encendiendo y alimentando el fuego, transportándolo y utilizándolo, el hombre se desvió revolucionariamente del comportamiento de los otros animales, afirmando su humanidad y comenzando su evolución social. El mantenimiento del fuego sagrado y las ceremonias impresionantes que se celebraban cada ciclo de 52 años en el México Antiguo, para hacerlo surgir nuevamente, son reminiscencias de la época en que el hombre todavía no aprendía a encender el fuego a su voluntad. Con el dominio del fuego, el hombre se convirtió conscientemente en un creador. Ahora bien, para tener éxito en sus actividades, el hombre tuvo que adquirir por experiencia un conjunto considerable de conocimientos astronómicos, geológicos, botánicos y zoológicos; y, con la adquisición y la comunicación de estos conocimientos, se fueron estableciendo las bases de la ciencia. Igualmente, los hombres aprendieron a actuar en compañía y a cooperar estrechamente unos con otros para conseguir la realización de sus propósitos. Particularmente en la caza del mamut se puede advertir claramente cómo ésta se lograba únicamente por medio de la cooperación de un grupo numeroso de hombres, que planeaban su acción basándola en el conocimiento detallado de los hábitos de las manadas.

    La organización social del hombre paleolítico debe haber sido una comunidad igualitaria, que tenía por unidad básica la familia con algunos otros individuos agregados. El crecimiento de estos pequeños grupos estaba limitado inexorablemente por el abastecimiento alimenticio disponible y por su manera aleatoria de procurarse la subsistencia; además, sus campamentos tenían que cambiar de sitio con alguna frecuencia, para seguir los desplazamientos de las manadas. Su tradición tecnológica la importaron de Asia y es muy probable que también hayan traído ya domesticado al perro, dada la gran dispersión de este animal en América y su gran número de variedades. Su régimen económico fue sumamente conservador y de prolongada duración. Desde luego, las comunidades paleolíticas fueron autosuficientes, pero no estuvieron completamente aisladas, sino que practicaron el trueque en forma rudimentaria y ocasional. Con todo, la recolección de alimentos ofreció muchas más posibilidades de las que generalmente se piensan. Aunque no se introdujo ningún cambio fundamental en la técnica, ni menos en la economía, sin embargo, se mejoraron mucho los procedimientos de recolección y los hombres paleolíticos aprendieron a discriminar con mayor acierto lo que recogían o extraían. A la vez, consiguieron fabricar muchos artefactos distintos adaptados a usos particulares, elaboraron incluso instrumentos para hacer instrumentos, trabajaron el hueso con la misma habilidad que el pedernal, e inventaron un artefacto mecánico simple, el atlatl o lanzadardos, con el cual multiplicaron ingeniosamente la energía muscular del hombre aprovechando la ley de la palanca. La fabricación de estos nuevos instrumentos no sólo implicó un incremento en la destreza técnica, sino una acumulación mayor de conocimientos y una aplicación más amplia de la ciencia.

    La revolución neolítica se caracterizó por la iniciación de la agricultura. El hombre fue acumulando pacientemente sus observaciones acerca del desarrollo de las plantas y advirtió también su crecimiento cuando los granos quedaban abandonados en las cercanías de sus albergues, hasta que finalmente se decidió a intervenir en el proceso y comenzó a sembrar, cultivar y mejorar por selección algunas yerbas, raíces y arbustos comestibles. Desde luego, todas las plantas cultivadas son formas domesticadas de especies silvestres y, por lo tanto, representan propiamente una creación humana. Con la agricultura se produjo una transformación radical en la economía, ya que permitió al hombre el dominio de su abastecimiento alimenticio. El hombre se convirtió así en productor y pudo asegurar la satisfacción de sus necesidades primordiales. La economía productora de alimentos afectó profundamente la existencia humana. Entonces comenzó la vida sedentaria, estableciéndose pequeños poblados rurales permanentes. Además, al romper las limitaciones de la economía recolectora, la agricultura propició el crecimiento de la población humana en una forma muy considerable. Sin embargo, la agricultura no desplazó por entero a la recolección de productos naturales —ni menos lo hizo bruscamente—, sino que sirvió durante mucho tiempo para complementarla. En el México Antiguo, todavía en 1521 seguían siendo actividades indispensables la montería, la volatería y la recolección de frutos, raíces, insectos y moluscos. En realidad, sólo muy lentamente fue como la agricultura llegó a conquistar una posición independiente, que hasta mucho más tarde se convirtió en predominante. Además, poco a poco se fueron incorporando a las tareas agrícolas más y más mujeres, luego participaron también los niños —haciéndose así económicamente útiles por primera vez— y, por último, tomaron parte los varones; hasta que, después de un desarrollo sumamente prolongado, la agricultura acabó por ser la actividad económica preponderante. Y, como es sabido, este predominio de la agricultura —y, por ende, de la población rural— ha perdurado en las sociedades humanas hasta el siglo XIX en los países más desarrollados industrialmente, y aún se mantiene hasta nuestros días en el resto del mundo.

    Con la agricultura se produjo un aumento en la productividad del trabajo humano, lo que permitió que por primera vez hubiera un excedente de lo producido sobre lo consumido por los productores. A la vez, la producción de alimentos, aun en su forma más simple, impuso la necesidad de construir recintos para el almacenamiento de las cosechas; porque no se consumía todo de inmediato, sino que era indispensable conservar y ahorrar los granos para que duraran hasta la siguiente cosecha y, por otra parte, era preciso apartar la semilla para la siembra. Esto hizo que se desarrollara la previsión y la administración de los abastecimientos. Por otro lado, el almacenamiento constituyó una base para el intercambio rudimentario con otras comunidades. Desde el punto de vista tecnológico, la revolución neolítica se manifestó con los instrumentos de piedra pulimentada, que aumentaron enormemente la eficacia de la actividad práctica del hombre y ampliaron sus posibilidades; y con el surgimiento de la alfarería, de la cual nos ocuparemos más adelante, en esta misma sección. A más de esto, se produjo un perfeccionamiento importante en el arte de cocinar. De esta manera se fue imponiendo la vida sedentaria, aunque tal cosa no fue necesariamente contemporánea de la nueva economía. En realidad, algunas tribus cazadoras y pescadoras llegaron a hacerse sedentarias; mientras que hubo tribus agricultoras que mantuvieron el nomadismo, cuando los procedimientos de cultivo conducían al agotamiento del suelo; y de ambas cosas tenemos varios ejemplos en el México Antiguo. Lo cierto es que el desenvolvimiento de la agricultura trajo consigo el establecimiento de comunidades cada vez más numerosas y económicamente autosuficientes; puesto que cada una de ellas producía y recogía sus alimentos, tenía a su disposición en la vecindad inmediata las materias primas requeridas para la satisfacción de todas sus necesidades, y fabricaba los utensilios, instrumentos y armas que empleaban sus miembros. Esta autosuficiencia se encontraba en un nivel superior al de los grupos paleolíticos y tampoco representó necesariamente un aislamiento. En realidad, durante la época neolítica, el México Antiguo —al igual que lo que ocurrió en otras regiones del mundo— era una cadena continua de comunidades que se encontraban en contacto recurrente, aunque éste no fuera muy frecuente ni se hiciera en forma regular. En este sentido, lo que se destaca en la arqueología son algunas fases transitorias —cuyos vestigios se han conservado por diversas circunstancias favorables— dentro de lo que fue un proceso continuo con un desenvolvimiento evolutivo. Por esto es por lo que se ha podido hacer la distinción de una asombrosa variedad de culturas neolíticas, cuyas diferencias se explican debido a la autosuficiencia de las comunidades, la relativa independencia de su desarrollo y, sobre todo, por la carencia de datos acerca de sus interrelaciones.

    En la cuenca de México, la caza mayor empezó a escasear entre los años 6000 y 3000 a. C., hasta que desapareció por completo. Se considera que, a partir del año 4000 a. C., las condiciones climáticas de dicha cuenca se han mantenido aproximadamente iguales a las que ahora existen. Entre los objetos correspondientes a esa época se tienen raspadores ovoides y discoides, martillos de mano y metates rudimentarios hechos de andesita, basalto y obsidiana, lo mismo que instrumentos cortantes y punzantes y figuras de animales trabajadas en hueso. Los mejores testimonios conocidos del desarrollo tecnológico se encuentran en unas cuevas de la Sierra Madre Oriental, en el estado de Tamaulipas. Las culturas denominadas Diablo y Lerma corresponden al predominio de la caza. La cultura Nogales, representada por utensilios de piedra —incluyendo morteros y molinos de mano— indica un cambio a formas de vida semisedentaria, basadas en la recolección y la caza. La cultura de La Perra corresponde a una economía agrícola primitiva que empieza a abrirse paso entre la recolección todavía predominante y la caza. De acuerdo con los restos hallados en los depósitos, la importancia relativa de los alimentos era la siguiente: 10% de caza mayor, 86% de plantas silvestres e insectos, y 4% de calabaza y maíz cultivados. Entre los utensilios hay molinos de mano, cestas, esteras y redes, pero no existe aún cerámica. En otra excavación más reciente se han encontrado niveles culturales semejantes que llegan hasta el que corresponde a la cultura de La Perra, con una dieta principalmente de plantas silvestres; luego aparece un tipo primitivo de maíz, en un periodo todavía anterior a la alfarería; y, finalmente, en el nivel inmediato se encuentra ya la cerámica, junto con el maíz híbrido, restos de tejidos de algodón y algunas figurillas de ornato.

    El almacenamiento de los cereales y la preparación de alimentos requirió la fabricación de vasijas que pudieran contener líquidos calientes. Así surgió la alfarería para satisfacer esta necesidad y como una característica universal de las comunidades neolíticas. Esta nueva industria tuvo gran importancia para el desarrollo del pensamiento humano y para el comienzo de la ciencia. La elaboración de objetos de arcilla cocida se basa en la utilización consciente de una transformación química relativamente compleja. El proceso consiste fundamentalmente en expulsar, por medio del calor, el agua de constitución que se encuentra combinada químicamente con el silicato de aluminio hidratado, que es la arcilla de los alfareros. La arcilla húmeda es completamente plástica, pero al ser calentada hasta unos 600° se consigue expulsar el agua de constitución y la arcilla pierde definitivamente su plasticidad. Una vez cocida, la arcilla conserva rígidamente su forma, ya sea que se encuentre húmeda o seca, e incluso puede ser sometida al fuego sin que resulte afectada. Aprovechando esas propiedades de la arcilla se pueden modelar con ella objetos de cualquier forma deseada que, después de cocidos, sólo se destruyen al romperse deliberadamente o por accidente. Por lo tanto, la alfarería estimuló en el pensamiento humano la consideración de que el hombre es un creador, puesto que es capaz de dar las más diversas formas a una masa informe; aunque, en la práctica, dicha libertad se encuentra condicionada por el hecho de que la imaginación no puede trabajar partiendo estrictamente de la nada, sino que tiene que crear siempre con base en algo conocido y, por consiguiente, existente. Entre los objetos de arcilla cocida elaborados por los antiguos mexicanos, además de los que se pueden considerar propiamente como utensilios, hay una notable profusión de pequeñas figurillas femeninas con los atributos sexuales muy acusados, que representan a las diosas de la fecundidad, las cuales se labraban antes trabajosamente en piedra. Y entre las invenciones que sirvieron para la tejeduría, es importante el torno de hilar —que todavía se emplea en algunas poblaciones indígenas de México— en el cual se usan pequeños discos de arcilla cocida que desempeñan la función de volantes en miniatura, para mantener por inercia el movimiento de rotación que va enrollando el hilo; aunque esta invención parece haber sido más bien tardía, hacia fines de la civilización clásica o principios de la época militarista.¹⁰

    La agricultura en el México Antiguo se basó en el sistema de reproducción de las semillas, a diferencia del método de reproducción vegetativa utilizado en la región incaica, que es más amplio y variado, y en donde se llegó a superar la simple técnica de la explotación del suelo, restableciendo su fertilidad mediante el uso del guano. En todo caso, el cultivo requirió una observación cuidadosa de las estaciones, con la consiguiente división más precisa del tiempo y la determinación del año. Las faenas agrícolas son fundamentalmente de temporada y su éxito depende mucho de la oportunidad con que se ejecutan. En las regiones tropicales, los cambios en el curso aparente del Sol no son muy notables para indicar las estaciones y, por ello, los habitantes del México Antiguo recurrieron al movimiento de las estrellas —siempre visibles en nuestros cielos despejados— para determinar el año solar y dividirlo convenientemente. Con la observación precisa de la posición destacada que ocupan ciertas estrellas en la época de la siembra, y de la que tienen otras estrellas cuando se avecinan las lluvias, surgió la astronomía. Al mismo tiempo, se inició también la astrología, por la explicable confusión entre la conexión temporal y el enlace causal entre los fenómenos terrestres y los celestes. Por otra parte, la tejeduría requirió el conocimiento de materiales especiales como el algodón y de la práctica de su cultivo específico, además de la invención de algunos instrumentos complejos, como el telar y el torno de hilar. Y tanto la artesanía textil como los otros oficios neolíticos se apoyaron en un conjunto de conocimientos científicos prácticos, que se ampliaban constantemente. Las inferencias correctas extraídas de las experiencias se encontraban mezcladas con un buen número de hechizos y ritos; y este conjunto de reglas prácticas y mágicas formaban la tradición del oficio, que se trasmitía de padres a hijos y de generación en generación, por medio del ejemplo y del precepto.¹¹

    En lo que se refiere a la domesticación de animales, es bien sabido que en Asia, Europa y África se inició inmediatamente después de la agricultura y se desarrolló en forma casi paralela a ella. En cambio, en el México Antiguo los animales domesticados fueron unos cuantos; el guajolote, el perro —incluyendo una variedad comestible—, el pato, una gallinácea no bien identificada (probablemente la chachalaca), la abeja y, probablemente, el ganso. Esto se debió al hecho de que en la época en que se realizó la revolución neolítica ya habían desaparecido las grandes especies herbívoras que fueron susceptibles de domesticación en otros continentes. Tal vez esta carencia de grandes animales domesticados sea una de las causas que ha provocado confusión entre algunos arqueólogos, prehistoriadores y protohistoriadores, quienes, desconcertados por la inexistencia de la ganadería, dudan incluso de que se haya producido la revolución neolítica. Ahora bien, en realidad, los habitantes del México Antiguo supieron encontrar en el mundo vegetal prácticamente todo lo que hubieran necesitado de los animales —con excepción de la energía muscular—, adquiriendo consecuentemente los amplios conocimientos botánicos de que hablamos más adelante y aplicándolos con bastante acierto. Por otra parte, es pertinente recordar que las especies animales domesticadas en el Viejo Mundo no fueron muy variadas; se reducían esencialmente al ganado vacuno, caprino, ovino y porcino, a los cuales se agregaron solamente después la gallina y el ganado caballar, como especies importantes. Más aún, en el centro de Europa y en el occidente de China, en donde ha prevalecido tradicionalmente la conjugación de la agricultura y la ganadería, los arqueólogos han encontrado que sus habitantes neolíticos contaban con muy pocos animales, cuando efectivamente tenían algunos; por lo cual podemos inferir que vivían fundamentalmente de los productos agrícolas, complementados todavía con la caza. En cuanto a los oficios neolíticos, éstos siguieron siendo domésticos sin que hubiera propiamente una especialización, sino simplemente una división del trabajo por sexos y edades. Sin embargo, las tradiciones de los oficios no eran individuales, sino colectivas, ya que la economía neolítica en su conjunto no podía existir sin el esfuerzo cooperativo. Estas condiciones impusieron cierta organización social, para controlar y coordinar las actividades de la comunidad. Las nuevas fuerzas dominadas por el hombre, como resultado de la revolución neolítica y de los conocimientos obtenidos y aplicados en el ejercicio de los nuevos oficios, deben haber afectado notablemente la organización y el pensamiento humanos, haciendo que se modificaran sus instituciones y se transformaran sus ideas mágicas y religiosas. En todo caso, la vida siguió siendo bastante precaria para los pequeños grupos de campesinos autosuficientes, ya que bastaba una sequía, una inundación, una granizada de consideración o una plaga, para que se perdieran las cosechas y se produjera hambre; dado que las reservas almacenadas no eran muy grandes y, lo que es más, porque una misma catástrofe podía destruir todos sus cultivos. El hombre dependía directamente de la lluvia, del Sol, la tempestad, el huracán y las heladas, por lo cual consideró indispensable halagar, propiciar o ahuyentar las fuerzas que las producen. Y así se desarrollaron vigorosamente las magias, los mitos y las ceremonias rituales.¹²

    En resumen, la época neolítica se caracterizó tecnológicamente por el desenvolvimiento y la generalización de los instrumentos de piedra pulimentada; por la evolución de la agricultura, hasta quedar convertida en la actividad productiva predominante; por el surgimiento y el desarrollo de la alfarería; por la iniciación de los tejidos de algodón, en algunas regiones; por un considerable incremento de la población, que se agrupó en comunidades rurales; y, posiblemente, por el comienzo de la horticultura. No obstante, como ya dijimos, la recolección de yerbas, frutos, raíces e insectos siguió siendo una fuente importante de abastecimiento alimenticio. La organización social fue tal vez el clan matrilineal, aunque no es posible asegurar que todas las comunidades tuvieran esa organización. La población de algunos sitios conocidos —como El Arbolillo I, Tlatilco Inferior y Zacatenco Inferior— era de unos 200 habitantes por comunidad. Por lo demás, no existió propiamente una cultura neolítica, sino una multitud de aplicaciones concretas diferentes de unas cuantas técnicas y nociones generales. Posiblemente la carencia de ideologías rígidas y de instituciones sociales profundamente arraigadas permitió el progreso rápido de las poblaciones rurales; ya que, como es sabido, las instituciones firmemente establecidas y las supersticiones mantenidas con pasión son notablemente hostiles a la transformación de la sociedad y obstaculizan los avances científicos que la hacen necesaria. Debido a la rapidez de su avance, la época neolítica propiamente dicha tuvo una duración relativamente corta, y muy pronto surgieron los primeros elementos de la revolución urbana. En el México Antiguo, la época puede situarse entre los años 3 000 y 900 a. C. aproximadamente, pero con un gran número de variantes en los diversos sitios y su prolongación bastante duradera en muchas regiones. De hecho, se trata de una de las épocas de las cuales se tienen menos datos arqueológicos. En ella quedan comprendidos el llamado Periodo Premaya I, el Arcaico o Primitivo de otras regiones, y la mayor parte de la llamada Etapa Protoagrícola. Pero lo cierto es que en el seno de estas comunidades tan poco conocidas por nosotros, pero que tuvieron un desarrollo homogéneo en sus rasgos generales, aunque no siempre coincidente en el tiempo, fue en donde surgieron los factores que llevaron a su transformación en poblaciones civilizadas.¹³

    3. LA REVOLUCIÓN URBANA

    La época de la revolución urbana en el México Antiguo abarca los periodos denominados Arcaico y Formativo, las culturas preclásicas, la última parte de la Etapa Protoagrícola y el primer periodo de la Etapa de las Civilizaciones. Cronológicamente la podemos fijar entre los años 900 a. C. y 400 de nuestra era, aunque siempre tomando en cuenta que las fechas se refieren a las regiones más adelantadas y sin olvidar que en otras partes subsistieron durante mucho tiempo las comunidades neolíticas. Al principio de esta época se puede advertir claramente la coexistencia de ambas culturas en forma bastante bien definida. Por una parte encontramos las pequeñas comunidades rurales que basan su economía en la agricultura, con poblados pequeños y diseminados, y cuyos habitantes seguían elaborando utensilios de obsidiana, hueso y piedra volcánica, y haciendo piezas de alfarería doméstica y figurillas femeninas de arcilla. Esta cultura neolítica se mantuvo con mayor persistencia en los valles y las tierras altas templadas. Por otro lado, empezaron a surgir indicios de la transformación de esas comunidades igualitarias de agricultores, debido al perfeccionamiento de las técnicas, la agricultura intensiva, el desarrollo de nuevos instrumentos tecnológicos, la división del trabajo, la acumulación de riquezas por el aumento de la productividad y la formación de una clase dirigente que se apropiaba dichas riquezas. Estos elementos se desenvolvieron primero en las regiones tropicales y semitropicales del litoral del Golfo de México y, por lo tanto, también fue en dichas regiones en donde se realizó en primer lugar la revolución urbana, en la forma conocida con el nombre de cultura olmeca. Y de allí fue de donde se propagó a las tierras altas, posiblemente cuando se consiguió adaptar el maíz para su cultivo en los Altos de Guatemala, la Meseta de Chiapas y la Cuenca de México.¹⁴

    Los principales testimonios arqueológicos correspondientes a la época de la revolución urbana en el México Antiguo son: El Arbolillo II, Tlatilco Superior, Zacatenco Medio y Superior, Copilco, Atoto, Coatepec, Xaloztoc, Lomas de Becerra, Naucalpan, Azcapotzalco, Tetelpan, Ticomán, Cuicuilco, Cerro del Tepalcate, Teotihuacán I, Tlapacoya, Ecatepec, Contreras, Cerro de la Estrella, Tlapanoya, Chimalhuacán, Papalotla, Tepetlaoztoc y San Sebastián, en la Cuenca de México; Gualupita I y II, Chalcatzingo, Atlihuayán y Tlaltizapán, en el estado de Morelos, Monte Albán I y II, Valle de Oaxaca, Monte Negro y la región mixteca, en el estado de Oaxaca; Tres Zapotes Inferior y Medio y El Trapiche, en el estado de Veracruz; la región del Pánuco y Pavón I y II, en la Huasteca; El Opeño y Chupícuaro, en el estado de Michoacán; La Venta, en el estado de Tabasco; Calixtlahuaca, en el Estado de México; el Valle de Puebla, y, posteriormente, la región costera del estado de Guerrero. A esta misma época pertenecen las fases Mamon y Chikanel de Uaxactún, y los periodos Majadas, Arévalo y Providencia-Sacatepequez de Kaminaljuyú, en la República de Guatemala; y la Playa de los Muertos, en la República de Honduras.¹⁵

    Durante la época de la revolución urbana en el México Antiguo se emplearon como materiales la piedra volcánica, la obsidiana, el pedernal, el cuarzo, la jadeíta, la serpentina, el jade, la arcilla, el caolín, las astas y huesos de venado, las conchas y diversas clases de maderas y de fibras vegetales. En algunas regiones, parte de estos materiales eran nativos, pero otros tenían que obtenerse de distintos sitios y, por lo tanto, su utilización implicó el establecimiento de un intercambio comercial a base de trueque. Lo que resulta particularmente característico de esta época es el trabajo de las piedras duras, la elaboración de una cerámica de tipo ritual y funerario, además de la doméstica, y la introducción de las vasijas de caolín, el asa de estribo y la pintura estucada. Con los materiales que hemos mencionado, los antiguos mexicanos elaboraron entonces puntas de armas arrojadizas, bastones para sembrar, azadas, punzones, leznas, agujas, taladros, cinceles, hachas, azuelas, cuchillos, navajas, raederas, buriles, raspadores, pulidores, molcajetes (morteros) y metates (piedras de moler) con sus correspondientes manos o metlapil, piedras-yunques, cestas, redes, lazos, dardos, átlatl, arcos, hondas, telas de algodón y yuca, grandes vasijas de arcilla cocida para almacenar agua y alimentos, vasijas de menor tamaño para cocinar, vasos, incensarios, copas, sahumerios, vasijas ornamentadas, figurillas rituales, platos, botellones, jarros y cucharas. Sus habitaciones las construían con adobes —piezas de lodo con paja, secadas al aire—, troncos, cañas, tule, ramas y paja; de tal manera que no han quedado muchos vestigios de ellas. Pero las ringleras de piedra, los restos de pisos y otras huellas que se han conservado, indican que las habitaciones eran de forma rectangular, con troncos hincados en el suelo, muros de varas entretejidas con tule y barro, y techos de paja de dos aguas. También se han conservado muchos montículos artificiales, basamentos piramidales y plataformas de piedra que servían para asentar los templos. Igualmente construyeron empalizadas de troncos y bejucos, fosos abrasivos y algunas obras hidráulicas simples. La población de los sitios conocidos en la Cuenca del Valle de México, por ejemplo, se estima en unos 3 000 a 4 000 habitantes al principio de la revolución urbana —número que contrasta notablemente con los 200 habitantes que se calculan para las poblaciones neolíticas— y luego aumentó enormemente, cuando se constituyeron las grandes concentraciones metropolitanas.¹⁶

    La realización de la revolución urbana requirió una acumulación de capital, principalmente en la forma de artículos alimenticios. Y esta acumulación tuvo que ser concentrada además, para hacerla aprovechable con propósitos sociales. A la vez, el mejoramiento de las técnicas de cultivo y el aumento de la productividad del trabajo hicieron que el hombre se apegara cada vez más a la tierra, con la consiguiente aglutinación de muchas poblaciones rurales en torno a un centro urbano. Por otra parte, el desenvolvimiento de la agricultura requirió una cooperación mayor y trajo como consecuencia la intensificación del trabajo colectivo; pero, al mismo tiempo, hizo que la posesión de la tierra adquiriera un carácter permanente y, por lo tanto, así se formó el germen de la propiedad privada y de la conversión ulterior de la administración en un poder coercitivo. En la Cuenca de México, las nuevas técnicas agrícolas que se introdujeron junto con el cultivo generalizado del maíz consistieron fundamentalmente en el aprovechamiento de los lagos mismos, y ya no sólo de sus riberas. Dichas técnicas representan faenas colectivas que requieren la cooperación de grandes grupos, la planeación del trabajo y la dirección de una minoría. Por ello fue que, desde la iniciación de la revolución urbana, la organización social del clan matrilineal, con clara preponderancia de la mujer, empezó a ceder su lugar al clan totémico, en el cual quedaron equiparados el hombre y la mujer. Sin embargo, los datos arqueológicos disponibles no permiten saber cuáles eran entonces las formas de parentesco reconocidas y, por ello, no conocemos en detalle la organización de dichos clanes. Con todo, es consecuente considerar, con apoyo en los vestigios de esta organización que subsistieron hasta la época histórica, que el clan tenía sus dirigentes, elegidos voluntariamente por el prestigio personal adquirido en la administración y que, después, su autoridad fue traspasada a los sacerdotes-hechiceros.¹⁷

    La economía urbana impulsó el desarrollo de la producción agrícola —los cultivos preponderantes fueron el maíz, el frijol, la calabaza, el chile y los bledos—, lo que hizo aumentar todavía más los excedentes acumulados por los productores. Como consecuencia, se acentuó la división del trabajo y se hizo posible la existencia de artesanos especializados en un solo oficio. Así se empezaron a distinguir claramente los canteros, albañiles, alfareros, lapidarios, joyeros y administradores; y, después, los comerciantes, jefes políticos, sacerdotes y sirvientes. Todos estos especialistas se mantenían gracias al excedente obtenido por el mayor rendimiento del trabajo de los agricultores, los cazadores y los pescadores. La nueva clase de los artesanos creada por la revolución urbana, al quedar liberada de la producción de alimentos, perdió también su apego al suelo; y, a la vez, en la medida en que se afirmaron los vínculos internos entre los miembros de esta clase, se debilitaron sus relaciones tribales y, debido a ello, no se adhirieron con firmeza a los estados locales nacientes. Por ejemplo, la alfarería se manufacturaba casi siempre de manera local, pero utilizando técnicas, procesos, formas y diseños de carácter general. Se han podido advertir claramente diversas migraciones de grupos de alfareros especializados; y, lo que es más, en algunos lugares se elaboraban piezas de distintos estilos, de acuerdo con las preferencias de los consumidores a los cuales estaban destinadas. Esto se explica por la incapacidad de una sola comunidad urbana para mantener un numeroso cuerpo de especialistas; por lo cual se desarrolló un patrón de especialización de tiempo completo, sobre bases migratorias y de intercambio. Así, los artesanos iban a donde se les ofrecía ocupación conveniente o enviaban sus productos elaborados en el estilo adecuado; y, cuando se estableció la esclavitud, los artesanos esclavizados eran enviados como mercancías a los lugares en donde su destreza se pagaba mejor. Este movimiento migratorio coadyuvó a la rápida propagación de los procedimientos técnicos desarrollados por la revolución urbana. Posiblemente, en algunos casos, fue la guerra la que hizo que se consumara la revolución urbana, con el consiguiente dominio de un pueblo sobre otros y la correspondiente concentración de los productos acumulados. Pero, en la mayoría de los casos, dicha consumación no provino de la conquista, sino que fue el resultado de la administración sacerdotal que acumuló y concentró pacientemente el capital. En todo caso, la guerra ayudó a que se hiciera el descubrimiento de que el hombre podía ser domesticado al igual que los animales. Los prisioneros fueron sometidos a la esclavitud, en vez de sacrificarlos, cuando la productividad de su trabajo llegó a rendir un excedente sobre lo que necesitaban consumir para mantenerse en condiciones de seguir trabajando. La importancia de este descubrimiento es comparable a la de la domesticación de los animales y, en el México Antiguo, permitió utilizar al hombre como bestia de carga. Sin duda, la esclavitud fue una de las bases de la economía urbana y un instrumento poderoso para la acumulación de capital. No obstante, no fue la guerra la única fuente para el aprovisionamiento de esclavos. También los miembros más pobres o débiles de la comunidad se vieron obligados a someterse a la esclavitud —primero temporalmente y después por toda su vida— a cambio de obtener el sustento o la protección de los miembros más prósperos; y, por último, fueron aceptados igualmente como esclavos los exiliados de otras comunidades.¹⁸

    Con la realización de la revolución urbana se produjo una acumulación mayor de capital, creció notablemente el intercambio comercial y se acentuó la singularización relativa de las culturas. Pero, al mismo tiempo, ya fuera por la guerra o por la aculturación pacífica, el hecho es que la revolución urbana tuvo una gran fuerza de propagación y, por ello, sirvió para homogeneizar la secuencia en el desenvolvimiento de las culturas del México Antiguo, en lo que se refiere al régimen económico y sus consecuencias sociales. En esta época fue cuando se inició la arquitectura de piedra, que pronto adquirió un carácter monumental como lo atestiguan la pirámide del Sol en Teotihuacán, la pirámide, decorada con insectos pintados, de Cholula, las cabezas grandiosas de La Venta, el Observatorio de Monte Albán, y el Templo E-VII-Sub de Uaxactún en la República de Guatemala. Por otra parte, como ya hemos dicho, la cerámica se hizo mucho más compleja, tanto en sus técnicas como en sus colores y sus decorados. La primera manifestación del esplendor de la sociedad urbana en el México Antiguo fue el desenvolvimiento de la cultura olmeca, en la faja costera del Golfo de México, desde la desembocadura del Papaloapan hasta Ciudad del Carmen, comprendiendo el sur de Veracruz y Tabasco. Esta cultura olmeca floreció aproximadamente entre los años 800 y 400 a. C., y tuvo como fases principales los sitios de La Venta y Tres Zapotes. El florecimiento de la cultura olmeca permitió que la revolución urbana se extendiera a otras regiones, cuando en ellas surgieron las condiciones económicas indispensables. Efectivamente, se han descubierto relaciones entre la cultura olmeca y varios núcleos de difusión de la revolución urbana en la Cuenca de México, los estados de Morelos, Oaxaca y Puebla, la vasta región maya y, posiblemente, hasta algunos sitios de las Repúblicas de Panamá y de Costa Rica.¹⁹

    La revolución urbana fue el resultado de la acumulación laboriosa de un conjunto importante de conocimientos científicos —topográficos, geológicos, astronómicos, químicos, zoológicos y botánicos—, de las experiencias obtenidas en la agricultura y las artesanías y de la destreza práctica adquirida en esos trabajos. Todo este caudal de conocimientos fue aplicado con una eficacia creciente a la producción, aumentando enormemente su rendimiento. Además, como consecuencia del comercio y de las migraciones se propagaron ampliamente las ciencias, las técnicas, las creencias y la nueva organización social. Una vez consumada, la revolución propició la invención de un nuevo método para trasmitir las experiencias acumuladas y la ciencia aplicada, y para organizar y precisar mejor los conocimientos adquiridos. Hasta entonces, las técnicas y los conocimientos científicos requeridos para que la revolución se iniciara se habían trasmitido en la forma de un saber artesanal, por medio del precepto oral y del ejemplo directo. Pero las necesidades impuestas por la nueva economía hicieron que la revolución urbana trajera aparejados los comienzos de la escritura, la matemática, la astronomía y el establecimiento de normas para medir, pesar y cambiar los artículos producidos para el comercio incipiente. A la vez, en la medida en que aumentó la riqueza producida por la consumación de la revolución urbana, fueron creciendo también las complicaciones de la administración, haciendo que esta tarea se convirtiera en un trabajo especializado y de tiempo completo. Además, resultó imposible seguir confiando en la memoria o en los signos empleados individualmente como recordatorios, para llevar las crónicas y cuentas de la administración. Entonces se hizo necesario establecer un sistema de signos convencionales, aceptados y autorizados por la sociedad, que constituyó el principio de la escritura. De este modo, los registros se hicieron inteligibles para todos los conocedores de la convención establecida. Con la escritura se produjo una revolución en la trasmisión del conocimiento, ya que valiéndose de ella el hombre pudo inmortalizar su experiencia y comunicarla directamente a sus contemporáneos lejanos y

    ¿Disfrutas la vista previa?
    Página 1 de 1