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Enseñar la nación: La educación y la institucionalización de la idea de la nación en el México de la Reforma (1855-1876)
Enseñar la nación: La educación y la institucionalización de la idea de la nación en el México de la Reforma (1855-1876)
Enseñar la nación: La educación y la institucionalización de la idea de la nación en el México de la Reforma (1855-1876)
Libro electrónico350 páginas8 horas

Enseñar la nación: La educación y la institucionalización de la idea de la nación en el México de la Reforma (1855-1876)

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Ensayo histórico sobre la conformación del sistema educativo mexicano, a partir del análisis de las instituciones como mediadoras entre las élites gobernantes y las masas entre 1855 y 1876, cuyo proyecto de base fue la integración nacional que impregnó los programas educativos con la idea "oficial" de una educación nacionalista, liberal y laica.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento19 ago 2015
ISBN9786071631404
Enseñar la nación: La educación y la institucionalización de la idea de la nación en el México de la Reforma (1855-1876)

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    Enseñar la nación - Beatriz Zepeda

    Restaurada".

    Más allá de los enfoques elitistas

    del nacionalismo: las instituciones y la difusión

    de la idea de nación

    Mucho se ha escrito sobre las naciones y el nacionalismo, su nacimiento y transformación, sus orígenes, causas y efectos. Sin embargo, dentro de la vasta literatura acerca de estos temas existen pocos trabajos que se ocupen del análisis de las instituciones y las funciones que éstas cumplen en la difusión de la idea de nación. Este trabajo y, de manera particular, este capítulo intentan llenar parcialmente ese vacío. Dos objetivos concretos guían las siguientes páginas: por una parte, se intenta subrayar el papel fundamental de las instituciones en el proceso de transmisión de la idea de nación propuesta por las élites nacionalistas; por la otra, se busca llamar la atención sobre el impacto y la influencia que, en su papel de intermediarias, las instituciones tienen en la recepción de la idea de nación más allá de las élites.

    En aras de la claridad es conveniente detenerse en la discusión de los conceptos empleados a lo largo de esta investigación. Como primer paso, propongo que el término idea de nación sea entendido como la concepción ideal de una comunidad nacional. Esta definición conlleva, sin embargo, la necesidad de definir también el término nación, empresa difícil, porque —como ocurre con cualquier colectividad— para ello es necesario hacer referencia tanto a las características objetivas como a las subjetivas que dan a los miembros del grupo que se intenta definir un sentido de pertenencia y comunidad. No es de extrañar, por lo tanto, que haya una multitud de definiciones del término nación en la literatura especializada, algunas de las cuales privilegian los componentes objetivos de la nación, tales como la cultura, el idioma y la religión, mientras que otras destacan el elemento subjetivo, consistente en la creencia de los miembros de un grupo determinado en que forman una nación.¹

    Ambos componentes son importantes para definir la nación; sin embargo, por ser el elemento subjetivo el que en última instancia determina la acción social, en este trabajo se adopta la definición de Ernst Haas, de acuerdo con la cual la nación es "un grupo de individuos movilizados socialmente, quienes se creen unidos por un conjunto de características que los diferencian (en sus propias mentes) de individuos externos al grupo [outsiders] y quienes luchan por crear o mantener su propio Estado" (Haas, 1986: 726).

    A partir de esta definición, el término idea de nación se utiliza en esta investigación para referirse a la forma en que individuos socialmente movilizados conciben las características específicas que: a) hacen que ellos y otros sujetos sean miembros de la misma nación; b) diferencian su grupo de otros grupos; c) confieren un carácter único a su grupo, y d) justifican, en virtud del carácter único del grupo, su aspiración de crear o mantener su propio Estado. Así, la idea de nación se presenta como un constructo intelectual que retrata, define y describe una nación, pero que dista del nacionalismo que se traduce en acción política en nombre de la misma.

    La diferencia entre el nacionalismo y la idea de nación, sin ser evidente en un primer momento, es significativa. Esta última es, de hecho, un componente sine qua non del nacionalismo. Ya sea que se le defina como una ideología, un movimiento político o un conjunto de prácticas orientadas a promover los intereses de una comunidad humana, considerada por algunos de sus miembros como una nación,² el nacionalismo siempre tiene en su centro una concepción de la comunidad en cuyo nombre opera; es decir, siempre está inspirado en una idea particular de nación, pero no puede ser reducido a ésta.

    Como ya se ha mencionado, las ideas de nación de las élites, entendidas éstas como grupos minoritarios, cada uno de ellos con su grupo interno de líderes, que intentan ejercer influencia, legítima o no, sobre la distribución de valores en una sociedad (Parry, 1969: 1),³ y su difusión a través de las instituciones, son los temas sobre los cuales centra su atención este trabajo. La premisa que sirve de guía es que, aun si se admite la visión predominante en el sentido de que el nacionalismo es, en sus inicios, un fenómeno de élites,⁴ un abordaje de este tema enfocados exclusivamente en éstas resulta limitado, puesto que carece de instrumentos para explicar las divergencias que, con frecuencia, se observan entre las formulaciones nacionalistas de las élites y las ideas de nación manifiestas en otros estratos sociales. En contraste, una aproximación al estudio del nacionalismo que incluya en su análisis las instituciones que difunden la idea de nación, puede superar las limitaciones implícitas que supone la formulación de la élite dominante como si ésta fuera la única; ofrece una mirada en torno al proceso mediante el cual se estructura la oferta de la idea de nación y ayuda a identificar las transformaciones que sufre en el proceso de su reproducción, con lo que contribuye a explicar la presencia y persistencia entre diversos sectores sociales, de ideas de nación que bien pueden ser distintas e, incluso, contrarias a la de la élite dominante.

    Ahora bien, existe otro aspecto relevante para el planteamiento del tema central de este libro que los acercamientos estrictamente elitistas tampoco pueden explicar y que, en general, ha recibido muy poca atención por parte de los especialistas. Se trata de las ideas alternativas de nación en una misma comunidad nacional. En efecto, las teorías centradas en las élites tienden a presentar la formulación del nacionalismo propuesta por la élite dominante-estatal como si fuera la única existente.⁵ No obstante, en la práctica, rara vez hay una concepción única de una nación particular. Lo que ocurre con mayor frecuencia es que élites distintas dentro de una misma comunidad nacional abrigan ideas diversas —y con frecuencia, también, opuestas— acerca de lo que constituye la nación, sus características y especificidades.⁶

    Estas ideas, como se verá más adelante, casi nunca se transmiten directamente de las élites a las masas. Por el contrario, la difusión de la idea de nación está siempre mediada por la acción de las instituciones. Es a través de éstas como se socializa a los individuos en los valores y el significado de nación y que, en última instancia, se les forma como miembros de la comunidad nacional. Las instituciones son también las que conectan a las élites en el poder con las bases populares, a las que pretenden movilizar por medio de las formulaciones nacionalistas. Finalmente, es mediante las instituciones que —intencionalmente o no— la élite gobernante controla o deja de controlar, como las élites alternativas pueden difundir sus ideas de nación entre el grueso de la población. Explorar qué hace de las instituciones un elemento crucial para la reproducción de la idea de nación, así como para la existencia y persistencia de ideas alternativas más allá de las élites, es el propósito de la siguiente sección.

    LAS INSTITUCIONES:

    VÍNCULO ENTRE LAS ÉLITES Y EL PUEBLO

    Para el término institución existen dos acepciones predominantes. Una denota un patrón general de categorización de la actividad (Keohane, 1994: 47); la otra, se refiere a un arreglo particular socialmente construido, formal o informalmente organizado (ibid.: 48). En ambos casos, sin embargo, el concepto de institución implica la existencia de un conjunto persistente de reglas —sean éstas formales o informales—, que prescriben roles de comportamiento, limitan la actividad y moldean las expectativas (ibid.: 49).

    Las instituciones orientan las expectativas de las personas y regulan su actividad y comportamiento. Lo hacen porque las metas que persiguen son reconocidas generalmente como importantes por la sociedad (A. Johnson, 1995: 142). De esta manera los valores sociales, o al menos aquellos que establecen lo que es importante para una sociedad, son los que conforman el alma de las instituciones. En este sentido, las instituciones no son sólo decisiones congeladas o historia codificada a través de reglas, como mantienen J. March y J. Olson (1984: 741), sino también, y acaso de manera más significativa, valores cristalizados.

    Se debe destacar que el hecho de que las instituciones encarnen los valores prevalecientes en una sociedad determinada, no significa que sean inmodificables. Por el contrario, como todo en la vida social, si bien las instituciones se experimentan como externas a los individuos que participan en ellas, también son inevitablemente modificadas y moldeadas por esa misma participación. Cabe aquí distinguir entre las instituciones concebidas como una categorización de la actividad (instituciones generales, como el matrimonio) y las instituciones concebidas como arreglos particulares (instituciones particulares, como los ministerios), ya que si bien las diferencias entre ambos tipos son sutiles, también resultan importantes y se relacionan de manera especial con el tema del cambio. Así, mientras las instituciones generales encarnan valores sociales fundamentales, también son el reflejo de prácticas sociales aceptadas durante largo tiempo. Aunque éstas cambian como resultado de la participación de los individuos, lo hacen sólo de manera gradual. De esta forma, las instituciones generales no sólo velan por la reproducción y continuidad de los valores sociales fundamentales y de las prácticas establecidas, sino que también constituyen una arena en la cual la interacción entre viejos y nuevos valores, viejas y nuevas prácticas, puede resultar en un compromiso, si bien éste, con frecuencia, sólo es temporal. En contraste, más que reflejar prácticas por mucho tiempo aceptadas, las instituciones particulares buscan establecer, regular y reproducir prácticas específicas. Al ser arreglos construidos ad hoc, este tipo de instituciones tiende a ser afectado de manera más inmediata por la interacción humana, así como por cambios abruptos en los valores sociales dominantes. A pesar de que siempre se justifican en función de los valores sociales fundamentales, con frecuencia las instituciones particulares se convierten en instrumentos de difusión de nuevos valores sociales.

    Ésta es la visión sobre las instituciones que comparten los autores de la escuela de la construcción nacional (nation-building), representados por Karl Deutsch y William Foltz (1963), David Apter (1963), Daniel Lerner (1958) y Reinhard Bendix (1996 [1964]), quienes, en el marco del proceso de descolonización en Asia y África en la década de 1960, propusieron su visión de las naciones como constructos humanos que surgen de un proceso de intensa institucionalización. Desde la perspectiva de estos autores, lejos de ser comunidades primordiales, las naciones, al igual que las casas pueden ser construidas siguiendo distintos planos, a partir de varios materiales, rápida o gradualmente, mediante secuencias distintas y en parcial independencia de [su] medio (Deutsch, 1963: 3).

    El aspecto que concentró con mayor fuerza la atención de estos autores fue el surgimiento de nuevos Estados en las antiguas colonias, en particular, los esfuerzos concurrentes de las nuevas élites gobernantes por transformar en comunidades políticas unificadas a las sociedades profundamente heterogéneas, de cuyo gobierno ahora asumían la responsabilidad. En este sentido, dichos autores sostuvieron que las naciones eran (y son) creaciones de élites que tienen por objeto cumplir dos funciones específicas: por una parte, unificar a las sociedades divididas —con frecuencia profundamente— de los nuevos Estados y, por la otra, dar un impulso a la movilización de la población para que asumiera el compromiso y autosacrificio implicados en el proceso de modernización, y que vienen de la mano con la conquista de la independencia (Smith, 1998: 20).

    Si bien el punto central de referencia de esta escuela es la experiencia poscolonial en Asia y África, el enfoque también ha sido aplicado con éxito para explicar el surgimiento de las viejas naciones europeas. De acuerdo con el argumento general, estas naciones se presentan como creaciones de las élites de los Estados modernos centralizadores, las cuales tenían la necesidad de proporcionar una ideología unificadora para legitimar tanto las políticas modernizadoras del Estado, que resultaban muy costosas en términos sociales, como sus ímpetus centralizadores. Así, el término construcción nacional, que abarca viejas y nuevas naciones, se acuñó para describir este proceso de creación deliberada y, concretamente, para referirse a una forma de construir la cohesión y lealtad de grupo con fines de representación internacional y planificación interna (Friedrich, citado por Deutsch, 1963: 10).

    La forma específica en que esta cohesión de grupo y esta lealtad habrían de lograrse variaba de acuerdo con la visión de cada uno de los autores. En realidad, dentro de los amplios confines de la literatura sobre construcción nacional, hay diferencias significativas con respecto a los medios específicos que se consideran esenciales para la construcción de las naciones: el ascenso de una ideología nacional poderosa o religión política (Apter, 1963), el establecimiento de una red de comunicación social amplia y efectiva (Deutsch, 1966), o la creación de mecanismos adecuados de participación política popular (Bendix, 1996 [1964]), son sólo algunos de los que se mencionan. En última instancia, sin embargo, todos estos medios se relacionan con la creación de instituciones destinadas a estimular la lealtad hacia la nación, a inculcar tanto un sentido de comunidad nacional entre sus miembros, como un sentido de diferencia frente a otras naciones y, a la vez, promover la uniformidad de los miembros de la nación. En este contexto, la producción de rituales nacionales por medio de las ceremonias cívicas y entidades tan variadas como los parlamentos, las fuerzas armadas, la literatura popular, las cortes, las constituciones y las escuelas, adquieren significación como instituciones de construcción nacional.

    Así, desde esta perspectiva, la creación de instituciones adecuadas y efectivas, que integren a la población y contribuyan a su movilización en apoyo de los proyectos políticos de las élites nacionalistas, es fundamental para el éxito de los esfuerzos de construcción nacional. Esta premisa es, en mi opinión, indisputable. No obstante, lo que este tipo de aproximaciones tiende a soslayar es que las instituciones, con frecuencia, no son sólo el producto, sino también parte integral de la lucha política. Al asumir que existe un control absoluto y directo de las instituciones del Estado por parte de las élites estatales, como en efecto tiende a suceder, el enfoque de la construcción nacional reduce el poder explicativo de sus postulados.

    El hecho es que, en virtud de las funciones cruciales que cumplen, de prescribir roles, constreñir actividades, moldear expectativas y, más críticamente, garantizar la continuidad y la reproducción de los valores sociales fundamentales, las instituciones particulares —o, de manera más específica, el control sobre ellas— son un instrumento central en la lucha por y en la consolidación del poder. Así, es raro el caso en que una sola élite ejerza el control sobre todas las instituciones relevantes. Frecuentemente, lo que se presenta es una lucha entre élites contendientes y, en ocasiones, entre facciones distintas en el interior de una misma élite. Esta contienda asume, en la mayoría de los casos, la forma de una lucha por el control del Estado. Como lo ha señalado Samuel Baily, controlar el Estado da al grupo que lo hace ventajas marcadas sobre sus competidores, entre las cuales se pueden contar los recursos económicos, la policía, el apoyo militar [y] el acceso directo a los medios de comunicación (Baily, 1971: 7). En otras palabras, el dominio de la infraestructura institucional del Estado proporciona al grupo en el poder los recursos materiales necesarios para su supervivencia. Aún más importante, el poder estatal provee a la élite en cuestión de enormes recursos simbólicos, porque comúnmente es el Estado el que dirige las principales instituciones de mediación social y, con ello, los instrumentos más poderosos para el establecimiento y reproducción de valores, como los que se encarnan en la idea de nación.

    No obstante lo anterior, aun cuando el control del Estado y el dominio de sus instituciones sea el medio más eficiente y certero, por medio del cual una élite puede difundir su idea de nación y moldear las metas e intereses que dice perseguir en nombre de la comunidad nacional, la posesión del poder estatal no siempre garantiza a la élite gobernante el manejo total de las instituciones relevantes. Al respecto, Michael Mann (1993) señala que el poder del Estado no es absoluto —aun en Estados totalitarios— y que la autonomía del Estado es mucho más limitada de lo que comúnmente se cree. Para sustentar este argumento, Mann recurre a la distinción entre el poder despótico del Estado y su poder infraestructural (ibid.: 59). El primero se refiere al poder distributivo de las élites estatales sobre la sociedad civil (idem) y deriva, según Mann, del rango de acciones que las élites estatales pueden emprender sin recurrir a la negociación de rutina con la sociedad civil. Por otra parte, el poder infraestructural puede entenderse como la capacidad institucional de un Estado central, despótico o no, de penetrar sus territorios e implementar decisiones logísticamente (idem). Esto es poder mediante la sociedad que, a su vez, coordina la vida social por medio de las infraestructuras estatales. Desde la perspectiva de Mann, el control del Estado y la capacidad de ejercer el poder despótico en cualquier medida no garantizan necesariamente la penetración social o territorial del Estado. Más aún, Mann subraya que las instituciones que componen el Estado llevan a cabo diferentes funciones para diversos grupos de interés situados dentro de los territorios [del Estado] y, en consecuencia, algunas partes del cuerpo político del Estado son susceptibles de ser penetradas por distintas redes de poder (Mann, 1993: 56).

    El Estado es, entonces, una entidad porosa que está lejos de detentar poderes absolutos. Esta concepción del Estado permite enfatizar que el control de éste no confiere automáticamente a la élite estatal el dominio sobre todas las instituciones relevantes y que, aun aquellas que se encuentran bajo la égida del Estado pueden ser influidas por la sociedad. Esto tiene importantes implicaciones en términos de la difusión de la idea de nación.

    En primer lugar, lo anterior significa que el Estado no siempre controla todas las instituciones mediante las cuales su idea de nación puede ser propagada. En segundo lugar, sugiere que la idea de nación que se divulga a través de las instituciones controladas por el Estado está sujeta a modificaciones causadas por la penetración de las élites no estatales —redes de poder, en palabras de Mann— de esas instituciones. La forma en la que esto ocurre es, finalmente, una cuestión empírica. Sin embargo, para efectos de este trabajo baste señalar, que es mediante esas instituciones, que el Estado no controla, como se transmiten a los miembros de la supuesta comunidad nacional ideas de nación paralelas y, con frecuencia, opuestas. Asimismo, es a través de estas instituciones como algunas ideas de nación que representan una alternativa a aquella promovida desde el Estado pueden continuar existiendo y reproduciéndose a lo largo del tiempo.

    Esta investigación se enfoca en una de estas instituciones que, pese a estar aparentemente bajo dominio del Estado, ofreció a las élites alternativas una plataforma desde la cual pudieron divulgar su propia idea de nación. En el caso que nos ocupa, es decir México durante la Reforma, la educación pública fue, a la vez, un instrumento del Estado y una herramienta de las élites no estatales para la difusión de sus ideas —en pugna— de nación. ¿Qué es lo que hace del sistema de educación pública como institución un recurso tan potente para difundir la idea de nación? ¿Por qué el control del sistema de educación pública resulta tan codiciado por élites rivales? La siguiente sección intenta dar respuesta a estas interrogantes.

    LA EDUCACIÓN Y LA INSTITUCIONALIZACIÓN DE LA IDEA DE NACIÓN

    Institucionalizar una nación implica utilizar tanto las instituciones existentes como crear nuevas para reproducir la idea de nación entre los miembros de la comunidad nacional. Es un proceso que comprende, tomando las palabras de George Mosse (1975), un esfuerzo concertado por nacionalizar a las masas, es decir por socializarlas de acuerdo con el concepto de nación y hacerlas partícipes de sus metas y valores. Evidentemente, el repertorio de medios de los cuales dispone el Estado para divulgar su idea de nación es, por regla general, muy amplio. Así, por ejemplo, el Estado puede recurrir a la organización de rituales y celebraciones públicas que no sólo proporcionen dramas visuales y sonoros de la jerarquía de la sociedad, sino que también reiteren los valores morales sobre los que descansa la autoridad [de las élites] (Beezley et al., 1994: xiii), valores de los cuales, la idea de nación es una manifestación acabada. O bien, el Estado puede, tal como ha sido profusamente documentado por Eugen Weber para el caso de Francia (Weber, 1979), recurrir deliberadamente a instituciones como el ejército y la conscripción para romper vínculos y lealtades tradicionales, con el fin de facilitar la exposición de la población rural a los valores de la nación en los términos en que ésta ha sido concebida por las élites.

    No obstante, de entre las instituciones a disposición de la élite estatal en su intento por diseminar la idea de nación, la educación es acaso la más significativa. No es casual que ya en 1805 Napoleón Bonaparte hubiera llamado la atención sobre el poder de la educación al servicio del Estado en sus esfuerzos de construcción nacional, cuando expresaba que [n]unca existirá un estado de cosas político fijo hasta que tengamos un cuerpo de maestros instruidos en los principios establecidos. Mientras al pueblo no se le enseñe desde su edad más temprana si debe ser republicano o realista, cristiano o infiel, el Estado no puede llamarse propiamente una nación (citado en Kedourie, 1998: 77).

    Detrás de esta fe en el potencial de la educación estaba una concepción del ser humano fuertemente influida por la filosofía de la ilustración. La idea de que los individuos eran producto de su medio, así como la representación que John Locke hiciera de la conciencia humana como una tabula rasa, sobre la cual podía imprimirse cualquier cosa (Green, 1990: 30), animaba la confianza en la capacidad de la educación para moldear a los ciudadanos de manera que adoptaran y trabajaran en pro de la consecución de las metas del Estado y, por extensión, de su élite. Sin embargo, si bien la ilustración y el cambio en la concepción de la conciencia humana estimularon el desarrollo de la educación, fueron la modernidad y las condiciones por ella impuestas, las que convirtieron a la educación pública en una verdadera necesidad.

    En efecto, la participación plena en la sociedad moderna requiere de un conocimiento tan amplio y diverso, que ya no puede ser provisto por modos de socialización simples e informales, como los que privan en el seno de la familia, el gremio o la comunidad religiosa. En este contexto, la educación surge como una forma compleja y formal de socialización, mediante la cual se proporciona a cada nuevo miembro el entrenamiento sistemático que le permite participar de la sociedad moderna. Dicho entrenamiento implica mucho más que dotar a los individuos de las habilidades necesarias para integrarse a la vida económica moderna. Tal como lo señalara Émile Durkheim, en el contexto de la fragmentación y el individualismo que caracterizan a la sociedad moderna, resulta imperativo crear nuevas formas de integración social que posibiliten el surgimiento de la solidaridad social entre los miembros —de otra manera aislados— de la sociedad. La educación cumple esta función al transmitir una cultura colectiva que proporciona a los miembros individuales la comunidad de ideas y sentimientos sobre las cuales puede construirse la solidaridad social.

    La relación entre la transmisión de la cultura colectiva y la nación es tan intensa que, incluso, constituye el objeto de uno de los enfoques más influyentes sobre el surgimiento de las naciones y el nacionalismo: las teorías expuestas por Ernest Gellner en sus obras Thought and Change (1964) y Nations and Nationalism (1993 [1983]). El punto de partida de Gellner es la preocupación por el impacto de la modernización y su difusión dispareja en las comunidades tradicionales. Desde la perspectiva de Gellner, el advenimiento de la sociedad industrial moderna trajo consigo dos cambios fundamentales. Por una parte, la comunicación adquirió un papel crucial volviéndose preeminente a raíz de este desarrollo y con características específicas importantes: se trata de una comunicación cuyo énfasis recae sobre el mensaje mismo y no sobre el contexto. De acuerdo con Gellner, la estructura altamente desarrollada característica de las sociedades tradicionales atribuye roles que determinan y circunscriben las actividades y las relaciones [de los individuos] (ibid.: 166), con lo que hacen posible la comunicación efectiva, aun si la cultura de los individuos que interactúan es diferente. En contraste, las sociedades industriales modernas son mucho menos estructuradas, se caracterizan por una gran movilidad, relaciones escasas e interacciones efímeras y no repetitivas. En estas circunstancias, en las que la comunicación deviene esencial, el peso de la comprensión se desplaza del contexto a la comunicación misma. Más aún, en las sociedades modernas, la cultura adquiere nueva y enorme relevancia, porque si el mensaje que se encuentra en el centro del proceso comunicativo debe ser entendido por todos los miembros involucrados en los contactos casuales que, por regla general, ocurren en este tipo de sociedad, este mensaje debe estar formulado de acuerdo con una cultura común —que Gellner identifica con el lenguaje—, accesible e inteligible para todos.

    Por otra parte, de acuerdo con Gellner, el surgimiento de la sociedad moderna trajo consigo la necesidad de que todos sus miembros tuvieran la capacidad de leer y escribir, así como conocimientos básicos de aritmética, como prerrequisitos para su integración plena a la vida política y económica. Lo anterior en respuesta, primero, a que el alto grado de especialización y la estandarización del trabajo, características de la sociedad industrial, requieren que los individuos sean móviles, sustituibles y, en consecuencia, capaces de comunicarse con un gran número de personas, con quienes, en muchas ocasiones, no han tenido asociación previa y con quienes la comunicación debe, en consecuencia, ser explícita, en lugar de depender del contexto (Gellner, 1993 [1983]: 35). Esto implica que la comunicación ha de realizarse en un mismo medio lingüístico y escrito, estandarizado y compartido. De esta manera, la alfabetización universal deviene fundamental, pues sólo ella puede garantizar que todos los miembros de la sociedad compartan un medio lingüístico y escrito estandarizado. Por consiguiente, sólo una persona capaz de leer y escribir y con un cierto nivel de competencia tecnológica puede ser un miembro moral efectivo de una comunidad moderna; aún más sólo una persona que posea [estas características] puede realmente reclamar y hacer uso de sus derechos (Gellner, 1964: 159). Así, en la perspectiva de Gellner, en la era industrial, la ciudadanía se convierte en un asunto de cultura.

    Estas características de la sociedad moderna confieren un lugar prominente a la educación, puesto que si se debe dotar a todos los miembros con la capacidad de leer, escribir y hacer operaciones numéricas, lo que les permitirá ejercer sus derechos como ciudadanos y participar de manera eficiente en la vida económica, resulta indispensable un nuevo tipo de escolarización que sea masiva, pública y estandarizada (Gellner, 1993 [1983]: 35). Dado que sólo el Estado posee los recursos y la fuerza para sostener este tipo de sistemas educativos, la educación se convierte en una empresa estatal que rompe radicalmente con las formas tradicionales de socialización:

    A diferencia de la educación contextual mínima [...], procurada usualmente por la familia y la escuela del pueblo a los niños en las sociedades pre-modernas, la

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