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Las ciencias sociales y el Estado nacional en México
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Libro electrónico568 páginas15 horas

Las ciencias sociales y el Estado nacional en México

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Las ciencias sociales y el Estado nacional en México está compuesto por catorce capítulos en los que se estudia el desarrollo de las ciencias sociales en México y su importante papel en la conformación de México como nación, así como los problemas a los que se enfrentaron dichas ciencias, por lo menos hasta bien entrado el siglo XX. Los primeros apartados indagan acerca de la importancia de la antropología indigenista y la conformación del Estado mexicano, desde los primeros intentos de independencia, pasando por los movimientos revolucionarios, hasta llegar al siglo XX. La segunda mitad de la obra, es un estudio sobre los diferentes problemas políticos y sociales—como desigualdad, inseguridad y la necesidad de una identidad nacional—a los que se han enfrentado las ciencias sociales.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento6 mar 2019
ISBN9786071659439
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    Las ciencias sociales y el Estado nacional en México - Fondo de Cultura Económica

    PUGA

    El proceso de exploración y narración de nuestra historia antigua.

    El estudio académico del pasado prehispánico

    PABLO ESCALANTE GONZALBO

    La historia de nuestra etapa prehispánica, de lo que llamamos el México antiguo, es una construcción intelectual que se ha realizado a partir de fragmentos. Hace 100 años esos fragmentos eran poquísimos, estaban dispersos y su interpretación era confusa y difícil. Con algunos antecedentes importantes en el siglo XIX, y sobre todo a lo largo del siglo XX, los historiadores, arqueólogos, lingüistas y otros científicos sociales han realizado la labor de encontrar, desenterrar o hacer visibles esos fragmentos y, al mismo tiempo, construir una explicación general que los integre y les dé sentido. Lo que hoy sabemos sobre nuestro pasado más remoto deriva de ese esfuerzo de exploración e integración hecho por varias generaciones de investigadores.

    La tarea de explorar las ruinas y definir la ubicación y perímetro de los miles de yacimientos arqueológicos que tiene nuestro país se intensificó claramente a partir de la década de 1930. Era preciso establecer fechas, describir estilos, nombrar y perfilar las culturas, establecer tipologías para vasijas y artefactos. Incluso conceptos que hoy nos resultan tan familiares como el de «Mesoamérica» tenían que definirse y llenarse de contenido. Fue preciso proponer grandes etapas para delimitar los procesos que se iban identificando; así surgieron las denominaciones preclásico / clásico / posclásico que constituyen la periodización más simple.

    Muchas cosas que hoy damos por sabidas fueron materia de debate. Tal fue el caso de las discusiones para establecer si las ciudades descubiertas correspondían con uno u otro de los reinos mencionados en las fuentes documentales del siglo XVI. ¿Dónde estaba Teotihuacán? ¿Cuál era Tula o cuántas metrópolis llevaron ese nombre? Establecer la relación entre las culturas arqueológicas y las etnias conocidas también fue una labor que debió realizarse desde sus fundamentos.

    Lo que hoy sabemos y el modo en que imaginamos nuestro pasado más remoto es el resultado de lo que cuatro generaciones de estudiosos, desde finales del siglo XIX hasta nuestros días, han hallado, nombrado y tratado de narrar.

    LOS ORÍGENES

    La historia del México antiguo, como un saber académico o científico, empezó en 1780 con la publicación en Italia de la Historia antigua de México, del jesuita Francisco Xavier Clavijero. En el prólogo, Clavijero reconoce la dificultad que entraña reconstruir una historia cuyos testimonios estaban parcialmente borrados y quedaban cada vez más lejos, y define su obra como «un ensayo, una tentativa, un esfuerzo […] de un ciudadano».¹ Es posible que el exilio en Italia y el alejamiento de las bibliotecas que había conocido, en especial la formada por Carlos de Sigüenza y Góngora, hayan sido circunstancias que favorecieron la toma de perspectiva y la elaboración de una visión de conjunto. Lo cierto es que Clavijero realizó el primer esfuerzo por integrar el conocimiento de nuestra historia antigua, dando coherencia a diversos relatos y cronologías e incluyendo también la información que había recuperado en códices pictográficos y testimonios en lengua indígena. El conocimiento directo de algunas costumbres indígenas aún vivas en el siglo XVIII ayudó a Clavijero a completar el cuadro de la sociedad y las costumbres prehispánicas; un procedimiento analógico que todavía hoy resulta clave para dar coherencia a la información fragmentaria sobre la época prehispánica.

    En el siglo XIX hubo algunas contribuciones sobresalientes al estudio del pasado indígena, como las de Carlos María de Bustamante, José Fernando Ramírez y Manuel Orozco y Berra. Sin trabajos como los suyos no habría surgido la monumental Historia antigua y de la conquista, de Alfredo Chavero, cuya obra tiene el mérito de haber planteado por primera vez muchos de los problemas que serían centrales para los estudios sobre el México prehispánico a lo largo del siglo XX, como es el caso de la relación entre las ruinas de Teotihuacán y los testimonios escritos sobre la legendaria ciudad de Tula. De hecho, la estrategia de cotejo entre fuentes pictográficas, fuentes escritas e indicios arqueológicos que llevó a cabo Chavero puede considerarse pionera en su campo.

    Después de la crisis provocada por la Revolución, empiezan a desarrollarse proyectos arqueológicos sistemáticos que dan lugar, por primera vez en México, a un registro metódico de los materiales. El primer proyecto interdisciplinario de campo, dedicado a una zona y asentamiento indígenas, ocurre entre 1917 y 1922, se denominó «La población del valle de Teotihuacán» y fue dirigido por Manuel Gamio. Incluyó algunas excavaciones importantes en el sitio arqueológico de Teotihuacán, pero acaso su principal mérito haya sido el de plantear, en el contexto de un proyecto científico de largo alcance, la cuestión que habría de preocupar a muchos de los investigadores del pasado prehispánico en lo sucesivo: la relación entre comunidades indígenas vivas, con peculiaridades antropológicas, pero también con graves problemas sociales, y el pasado arqueológico.

    Entre 1920 y 1940 destacan, entre otros, los proyectos y las obras de George Vaillant y Eduardo Noguera, quienes elaboraron las primeras grandes series y clasificaciones de cerámicas, con las que fue posible empezar a dilucidar las fases más tempranas de la historia prehispánica, especialmente en el valle de México, e iniciar el bosquejo de algunas etapas u horizontes arqueológicos.

    LA CREACIÓN DE MESOAMÉRICA, SUS REGIONES Y LA IDEA DE SU IDENTIDAD CULTURAL

    Se hablaba de aztecas y mayas, del México prehispánico o de las civilizaciones de México; los investigadores estadunidenses empleaban ocasionalmente el término Middle America, pero no fue hasta 1943 cuando se definió por primera vez el concepto Mesoamérica. Lo hizo el antropólogo alemán arraigado en México, Paul Kirchhoff, al publicar Mesoamérica. Sus límites geográficos, composición étnica y caracteres culturales. El trabajo de Kirchhoff contribuyó a definir la extensión de la civilización mesoamericana y a describir la originalidad del tipo de cultura que fue propia de los pueblos asentados en ese territorio. Al mismo tiempo, favoreció la identificación del norte de México como un área con gran riqueza y diversidad cultural. El mismo año en que se publicó por primera vez la definición de Mesoamérica, tuvo lugar la mesa redonda de la Sociedad Mexicana de Antropología dedicada a «El norte de México y el sur de los Estados Unidos». En las contribuciones presentadas por Kirchhoff y por Wigberto Jiménez Moreno se advierte claramente un afán pionero por comprender la distribución regional de las culturas del norte, sus rasgos específicos y también el universo de las fuentes disponibles para su estudio.

    Así pues, la toma de conciencia sobre la diferencia cultural entre el norte y el sur de México en la época prehispánica y la percepción de la originalidad cultural de Mesoamérica fueron dos hechos fundamentales para la formación de nuestra conciencia histórica. Ambos fenómenos se arraigaban antes de mediar el siglo XX.

    Mesoamérica tenía un nombre y su carácter empezaba a perfilarse, pero también era preciso ver o imaginar sus espacios y su arquitectura. Salvo excepciones, las plazas y los templos eran escombros en la memoria colectiva. La contribución más importante a la visualización de los edificios y espacios públicos que habían formado el núcleo de las ciudades mesoamericanas la hizo, sin duda, Ignacio Marquina. Familiarizado con la arqueología desde 1917, cuando colaboró con Manuel Gamio en el proyecto del valle de Teotihuacán, el arquitecto Marquina se convirtió en el mayor conocedor de las construcciones prehispánicas y también en el creador de una imagen de lo prehispánico. La primera visión clara y, en ocasiones, la única que podemos hacernos del Templo Mayor de México, de la pirámide de Cholula, de la pirámide de Quetzalcóatl en Tula, y de otros edificios y centros político-religiosos del pasado prehispánico, es la que dibujó Marquina tras su estudio de cada sitio.

    Después de trabajar en la Dirección de Monumentos Prehispánicos y de dirigir el Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH), Marquina había tenido acceso a una extraordinaria documentación, sitio por sitio, que reunió en su libro Arquitectura prehispánica, de 1951. Ya en esa obra se advertía, además, un intento por agrupar regionalmente las culturas mesoamericanas. Fue en 1964, con la apertura del Museo Nacional de Antropología, que la visión de Marquina, de una Mesoamérica regionalizada con un lugar principal para la meseta central, quedaría fijada en el imaginario colectivo mexicano.

    Vale la pena agregar que el Museo Nacional de Antropología no sólo ofrecía un panorama de las regiones de Mesoamérica y sus obras más significativas. Una de las contribuciones fundamentales del museo consistió en afirmar el valor intrínseco de las piezas, su cualidad estética independiente de una narración histórica específica. Para ese momento, hacía unos años que se venía construyendo la idea de la identidad estética del arte prehispánico, con obras como la de Salvador Toscano, de 1944, Arte precolombino de México y de Centroamérica; la de Miguel Covarrubias, de 1957, Indian Art of Mexico and Central America, y la de Paul Westheim, en especial su obra Ideas fundamentales del arte prehispánico en México, también de 1957.

    LOS DESCUBRIDORES

    El domingo 15 de junio [de 1952], hacia el mediodía, se franqueó la entrada a la cámara […] decidí investigar si el bloque […] contenía alguna cavidad […] la noche del mismo día se realizó la maniobra […] cuando hubo espacio suficiente, me deslicé entre el bloque y la gran lápida […] proyecté una luz […] [y] pude ver que el contenido era un entierro.²

    Así relataba Alberto Ruz su descubrimiento de la tumba de Pakal, rey de Palenque. Si bien Alfonso Caso había localizado algunos entierros debajo de palacios zapotecos, era la primera vez que se encontraba una tumba bajo una pirámide mexicana; el arqueólogo tenía en mente sin duda los relatos clásicos de la arqueología, como aquéllos de los hallazgos de Schliemann.³ El propio Alfonso Caso había escrito de forma semejante sobre sus hallazgos en Monte Albán. Estos hombres estaban encontrando cosas que antes no se habían visto. Eran descubridores.

    Aproximadamente entre 1932 —el descubrimiento de la tumba 7— y 1964 —la inauguración del Museo Nacional de Antropología— se realizaron muchas de las excavaciones, reconstrucciones de basamentos y exploraciones de superficie que fueron dando coherencia a la idea de las ciudades prehispánicas. Podemos ubicar este esfuerzo entre el impulso al indigenismo propio de la época del presidente Cárdenas y el afán de situar a México como una civilización universal, parte del mundo, propio de la política de López Mateos y su ministro Torres Bodet.

    Alfonso Caso fue una figura central en ese proceso: arqueólogo, estudioso de los códices y las fuentes escritas, indigenista muy activo y con iniciativa para relacionarse con políticos y lograr financiamiento para los proyectos. Y fue sin duda un gran explorador y descubridor. Sus principales aportaciones se refieren a la región oaxaqueña, así como las de Ruz conciernen al mundo maya. Caso hizo descubrimientos tan importantes como los de las tumbas 7 y 104 de Monte Albán; y en otro terreno, hizo una contribución decisiva a la comprensión e interpretación de los códices históricos mixtecos. En algunas de las exploraciones de Oaxaca contó con la colaboración de Ignacio Bernal, quien se interesó por sitios como Yagul y Dainzú. Bernal, por su parte, tenía un interés muy marcado en la cultura olmeca y en la historia del valle de México, especialmente de Teotihuacán y Tenochtitlan.

    Ignacio Bernal, Alfonso Caso, Wigberto Jiménez Moreno y otros historiadores-arqueólogos⁴ estaban conscientes de las enormes lagunas que había en el conocimiento del México prehispánico o México antiguo. Bernal, por ejemplo, no tenía empacho en reconocer que la época olmeca era un «mar desconocido», pese a los estudios realizados para entonces.

    A quienes conducían los estudios mesoamericanos en las décadas de 1950 y 1960 les tocó elaborar hipótesis para solucionar tramos de historia que no podían completarse con las investigaciones existentes. Tuvieron que hacer largos trazos para reconstruir e interpretar la información disponible. A menudo, sus conjeturas resultaron ciertas y su visión del México antiguo fue confirmada décadas después. Miguel Covarrubias, por ejemplo, intuyó el carácter militarista de las sociedades mayas, que los estudios epigráficos de las últimas décadas confirman rotundamente.⁵ Bernal comprendió que lo olmeca era un fenómeno que afectaba a varias regiones en la misma época y no sólo un desarrollo del Golfo de México, y esto ocurría antes de que hubieran tenido lugar exploraciones arqueológicas como las de Chalcatzingo o Teopantecuanitlán. Es muy interesante observar también cómo Caso y Bernal lograron vislumbrar la secuencia de dessarrollo del valle de Oaxaca con gran lucidez: la idea de que hay un desarrollo inicial de señoríos en el valle, que da lugar a la fundación de una metrópoli en su centro, tras cuyo colapso resurgen los señoríos de tamaño intermedio, nuevamente en el valle, fue claramente vista décadas antes de que se realizaran los proyectos arqueológicos extensivos que han consolidado y enriquecido esa explicación. Asimismo, sobresalen la intuición de Covarrubias sobre el carácter militarista de la sociedad maya tardía, que hoy ya nadie cuestionaría, y la valoración de Bernal sobre la magnitud del fenómeno urbano en Teotihuacán, mucho antes de que concluyera y arrojara resultados definitivos el proyecto de mapeo de Rene Millon.

    En cada etapa de la historia de los estudios sobre el México antiguo se configuraban aspectos de la relación entre pasado y presente, entre la civilización perdida y la nación moderna con sus pueblos y tradiciones indígenas. La fuerza del indigenismo entre las décadas de 1930 y 1950 es muy notable; se vuelve una de las formas predilectas para vincular a intelectuales y artistas con el Estado, guía numerosas políticas públicas y es el eje del discurso de identidad nacional. Los hallazgos arqueológicos se adherían de inmediato a ese sistema. En la temporada de exploraciones 1936-1937, el presidente Lázaro Cárdenas visitó Monte Albán y entró a gatas en la tumba 104, tomó en sus manos una de las urnas recuperadas en la excavación que llevaba Alfonso Caso y la condujo al exterior; posteriormente hizo algunas anotaciones en el diario de campo del arqueólogo. La presencia de Diego Rivera ordenando los huesos, presuntamente de Cuauhtémoc, hallados en Ixcateopan, y el montaje de Dolores del Río probándose los anillos hallados en la tumba de Pakal, son escenificaciones de ese vínculo que dio cohesión a la ideología mexicana, cuando arqueología e identidad tenían un lazo muy apretado.

    EL NARRADOR

    Los arqueólogos e historiadores que por primera vez identificaron, descubrieron, clasificaron o nombraron aspectos del pasado prehispánico de México hicieron también la tarea de estructurar la visión del conjunto, periodizar, establecer cronologías. Otra tarea fundamental consistía en narrar ese pasado, convertir unos fragmentos extraordinariamente dispersos en un discurso integrado. Son muy notables varios textos de Ignacio Bernal: su síntesis para la Historia mínima de México⁶ intenta narrar esa historia llena de lagunas pero además procura hacerlo en un lenguaje ameno. Realmente estaba proponiendo una historia general del México prehispánico. Unos años después, Bernal realizó una síntesis más extensa, a la que puso el título de Tenochtitlan en una isla. Esta obra de 1979 puede verse como la recapitulación de las reflexiones de uno de los investigadores más importantes de la historia prehispánica de México. En ella están también presentes algunas de las preocupaciones de su tiempo, como la urgencia —muy marcada en don Ignacio Bernal— de equiparar la historia prehispánica de México con la de las antiguas civilizaciones y la de Europa misma. En el prólogo a su libro, Bernal dedica una mención especial a Wigberto Jiménez Moreno, cuyos trabajos utilizó como base para su propia síntesis.

    Uno de los estudios más importantes publicados por Jiménez Moreno fue la «Síntesis de la historia pretolteca de Mesoamérica», que apareció dentro de una muy relevante obra compilada en dos volúmenes titulada Esplendor del México antiguo. Se trata de un libro muy valioso porque recoge el estado de las investigaciones sobre el México prehispánico e indígena y reúne a algunos de los principales investigadores de aquel tiempo, como Ignacio Bernal, George Kubler, Justino Fernández, Miguel León-Portilla, H. B. Nicholson, Eduardo Noguera y otros más. El ensayo de Jiménez Moreno, cuya extensión corresponde casi a la de un libro pequeño, tenía un mérito extraordinario desde el punto de vista metodológico: reunía evidencia y argumentos proporcionados por la lingüística, la arqueología, la antropología, la geografía y la historia propiamente dicha. Si bien la idea de la necesidad de la interdisciplinariedad para comprender el México indígena ya era reconocida por muchos investigadores, muy pocos han logrado reunir en su propia perspectiva de investigación tal riqueza de recursos.

    Además, Jiménez fue excepcionalmente riguroso en el manejo de las fuentes escritas y los códices, su cotejo de pasajes de las fuentes coloniales con los testimonios arqueológicos le permitió construir hipótesis como la relativa a las migraciones de teotihuacanos hacia el Golfo y después hacia el Istmo. La narración de Jiménez Moreno sirvió para impedir que se arraigara la idea de un México antiguo como mosaico de culturas, sin historicidad y sin vínculos explicables. Todo lo contrario, Jiménez propuso la interconexión de diversos procesos, entendió la importancia de las etnias en la dinámica de los reinos de la época prehispánica; planteó rutas migratorias y comerciales. Con ese texto y algunos otros que escribió más tarde, Jiménez Moreno construyó una visión de la historia de Mesoamérica que ha servido como punto de partida a muchas interpretaciones posteriores. Probablemente se trate del relato general de la historia de México más completo, más riguroso y más decisivo para formar nuestra idea general de la historia prehispánica.

    EL DESCUBRIMIENTO DE NUESTRO PASADO UNIVERSAL

    Fue el alemán Eduard Seler quien inició lo que podríamos llamar una aproximación científica al estudio de la cultura náhuatl, justamente en el tránsito del siglo XIX al XX: su conocimiento de las fuentes y de la lengua náhuatl le permitió, además, realizar el primer acercamiento complejo al estudio de la religión prehispánica. Otros investigadores alemanes de las primeras décadas del siglo XX, como Hermann Beyer y Konrad Preuss, siguieron profundizando en el estudio de la religión indígena y de la cultura nahua. El valor científico del trabajo de los tres es enorme; su trascendencia para la cultura y el pensamiento mexicanos es, sin embargo, modesta. Estudiosos mexicanos contemporáneos e inmediatamente posteriores, como Francisco del Paso y Troncoso (cuyo comentario del Códice borbónico puede ponerse en paralelo con el que hizo Seler del Códice Borgia), Alfonso Caso y Ángel María Garibay, tenían, a diferencia de sus colegas alemanes, un vínculo de urgencia con la historia mexicana: esto tenía que ver con la necesidad de definir la originalidad y el valor de lo mexicano.

    Es preciso recordar que en medio del Ateneo de la Juventud, que fue la empresa cultural más notable de principios del siglo XX en México, había visiones muy negativas del pasado prehispánico como una época de barbarie, tal como sucede en el pensamiento de Vasconcelos. Y había también actitudes despectivas, de un paternalismo peyorativo sobre el indígena, como la de Alfonso Reyes. Valorar el pasado indígena como civilización era una tarea por hacerse.

    En México y en el mundo era más visible, aun en las primeras décadas del siglo XX, la imagen de las pirámides en ruinas y las ciudades abandonadas que la de una cultura integral, provista de un lenguaje propio.

    El viraje decisivo de esa percepción ocurrió con el estudio de la cultura náhuatl: la historia de los reinos nahuas quedó registrada en abundantes crónicas escritas poco después de la Conquista, pero además había un corpus de textos en lengua náhuatl que permitía rescatar diversos géneros literarios, una retórica y una imagen muy completa de los saberes antiguos. Ninguna otra cultura del México antiguo permitía una recuperación tan completa. Además, se trataba de la cultura propia de los pueblos asentados en el que seguía siendo centro político del país, el valle de México. Quien tuvo un papel sin duda protagónico en la recuperación del pasado nahua como un pasado nacional de esplendor fue Ángel María Garibay.

    La obra de Ángel María Garibay fue muy importante en dos vertientes de manera simultánea: fue académicamente muy relevante, se trató de un nuevo descubrimiento de la lengua náhuatl y de un gran esfuerzo por identificar y empezar a estudiar los monumentos literarios de aquella lengua. Pero también fue muy importante para la cultura nacional en la medida en que contribuyó a dotar a la historia de nuestro país de lo que podríamos llamar una época clásica.

    Ángel María Garibay logró traducir y dar forma a un corpus literario en el que estaban presentes la epopeya, el drama, la poesía lírica y la comedia. Y además consiguió hacer esa literatura del dominio público. Tras el rescate e interpretación realizados por Garibay algunas frases y fragmentos del pensamiento nahua empezaron a aparecer en museos, carteles, edificios y en actos públicos. A la manera de las sentencias del derecho romano, en México adquirimos de los testimonios nahuas una referencia de pensamiento y lenguaje ancestrales.

    Además, Ángel María Garibay fundó una de las más importantes revistas del México del siglo XX, Estudios de Cultura Náhuatl, y formó a muchos alumnos. Entre ellos, a Miguel León-Portilla, quien se ocupó de seguir el proceso de divulgación de los textos nahuas iniciado por Garibay. Si bien su labor debe verse como una continuación del trabajo de Garibay, León-Portilla hizo algunas contribuciones particulares para ese reconocimiento del pasado indígena como una antigüedad clásica, en especial su propuesta para identificar un pensamiento filosófico entre los nahuas y lo que él veía como una poesía, entre lírica y trascendental.

    EPÍLOGO

    La visión que tenemos hoy del pasado prehispánico es fruto de una fabulosa gesta científica. También es resultado de una serie de intereses ideológicos y políticos que siempre están presentes en la narración histórica. Nuestra narración del pasado prehispánico, de la etapa indígena de nuestra historia, es el sedimento indispensable de nuestra identidad; al mismo tiempo es una construcción imperfecta que cada generación debe revisar e incluso reescribir. El avance ha sido monumental: el océano de nuestra ignorancia sobre ese pasado remoto, metáfora que usara Ignacio Bernal, se va cubriendo hoy con islas mayores de las que él y otros de su generación vislumbraban con cada hallazgo.

    BIBLIOGRAFÍA

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    Caso, Alfonso, Culturas mixteca y zapoteca, SEP / El Nacional / INAH, México, 1942.

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    ¹ Francisco Xavier Clavijero, Storia antica del Messico, Giorgio Bisiani, Cesena, 1780.

    ² Alberto Ruz Lhuillier, El Templo de las Inscripciones. Palenque, INAH, México, 1973, pp. 52 y 56.

    ³ En especial sus obras Troy and its Remains, Cambridge University Press, Cambridge, 2010, e Ítaca, el Peloponeso, Troya. Investigaciones arqueológicas, Akal, Madrid, 2012.

    ⁴ Ninguno de ellos pensaba que un arqueólogo no fuese, en realidad, un historiador.

    Cfr. Miguel Covarrubias, El águila, el jaguar y la serpiente. Arte indígena americano, UNAM, México, 1961.

    ⁶ Editado por El Colegio de México.

    Las ciencias sociales en la construcción de la primera república federal mexicana

    ALFREDO ÁVILA

    *

    El 2 de octubre de 1822, José María Luis Mora, un profesor que enseñaba ciencias sociales en el Colegio de San Ildefonso, fue arrestado como «uno de los iniciados en la conspiración tramada contra el gobierno».¹ No había pruebas en su contra y, al parecer, fue aprehendido únicamente por sospechas, toda vez que su joven discípulo José Ignacio Sierra se había involucrado en una conjura que pretendía establecer un sistema republicano en el país. En esos días, tras descubrir una conspiración en la que participaban diputados, militares e incluso el ministro plenipotenciario de Colombia, las autoridades del Imperio mexicano desataron la persecución de supuestos opositores. Muchos fueron arrestados sin pruebas ni una acusación formal. Algunos permanecieron en prisión durante varias semanas, hasta que los que sí estaban conspirando consiguieron su objetivo de derrocar al emperador Agustín de Iturbide. En marzo de 1823 las provincias se asumieron como entidades independientes y soberanas, con capacidad para constituirse y establecer relaciones y vínculos con otros Estados libres. El resultado fue la formación de dos confederaciones en lo que había sido el Imperio mexicano: los Estados Unidos Mexicanos y las Provincias Unidas del Centro de América.

    Puede parecer extraño que me refiera al doctor Mora como profesor de ciencias sociales, toda vez que resulta más recordado como historiador y promotor de las reformas que, en 1833, llevó a cabo Valentín Gómez Farías para destruir el orden corporativo heredado del dominio español. No obstante, gracias al breve tiempo que Mora pasó en prisión, podemos enterarnos de algunas de las características de sus cursos. Como profesor en San Ildefonso promovió el estudio de los teóricos del liberalismo económico. En su clase, los estudiantes leían los cuatro volúmenes de la Investigación de la naturaleza y causas de la riqueza de las naciones, del escocés Adam Smith, en la versión española de José Alonso Ortiz que se publicó en Valladolid, España, en 1805 y 1806; lo mismo que los tres tomos de Jean Baptiste Say, Tratado de economía política o exposición simple del modo como se forman, distribuyen y consumen las riquezas, publicados en México, sorprendentemente en 1814 y 1815, cuando el absolutismo de Fernando VII había cancelado la libertad de prensa. Por esto, no es de extrañar que en 1833 Mora fuera designado como director de Instrucción Pública en el Distrito Federal y se encargara de impulsar lo que entonces llamó las «ciencias ideológicas».

    ¿Cuáles eran las «ciencias ideológicas» y por qué considerar que son el equivalente a nuestras actuales ciencias sociales? Este tema merece una reflexión. Por supuesto, llamar ciencias sociales a la disciplina que Mora enseñaba en San Ildefonso puede parecer anacrónico. Sin embargo, me parece importante resaltar que desde mediados del siglo XVIII no era extraño que se llamara «ciencia» a algunos estudios sobre la sociedad. En Francia, el marqués de Condorcet² se hallaba convencido de que «el campo social» se guiaba por leyes, del mismo modo que sucedía en el mundo natural, de ahí que desarrollara lo que llamó «ciencias morales» para entender el comportamiento de las comunidades humanas. Creía que las matemáticas podían explicar el comportamiento social y, de esa manera, diseñar leyes e instituciones encaminadas a conseguir la utilidad pública. Se comportaba como hacían los científicos naturales (él era uno de ellos): a partir de la observación y con ayuda de la matemática formulaba hipótesis racionales que buscaba implementar a través de políticas públicas, como las que llevó a cabo el ministro de Finanzas Turgot y, posteriormente, los gobiernos de la Revolución francesa. Tal vez su objetivo no era experimentar, pero el diseño de leyes e instituciones a partir de sus hipótesis las ponía a prueba.

    En el mundo de habla hispana también hubo empeño en construir una ciencia de la sociedad. Hacia 1828, el liberal español Álvaro Flórez Estrada publicó su célebre Curso de economía política, que dejó honda huella en algunos políticos mexicanos. Uno de ellos, Lorenzo de Zavala, quien había conocido a Flórez Estrada en Madrid, estaba tan entusiasmado con esta obra que pagó una segunda edición corregida y aumentada que se publicó en París en 1831. Se trata de un extenso manual que expone con claridad los principios de lo que Flórez Estrada consideraba la disciplina de mayor utilidad ideada por los seres humanos hasta entonces. Desde su punto de vista, «la economía política tiene una conexión tan íntima con todos los principales negocios de la sociedad, que puede llamarse por antonomasia la ciencia social».³ Ahora bien, se trataba de la ciencia social más importante, pero no la única. Flórez Estrada señalaba que antes de que algunos destacados pensadores como Adam Smith, James Frederick Ferrier y Jean Baptiste Say la desarrollaran y divulgaran, hubo otras formas primitivas de explicar la creación de riqueza en las naciones; como el llamado sistema mercantil (o mercantilismo, como lo conocemos) y el sistema agrícola (fisiocrático). El autor también señalaba que en su tiempo, junto con la ciencia social que era la economía política, había al menos otras dos, la estadística y la que «tiene por objeto atender a las necesidades morales, esto es, proteger los derechos de los asociados y promover su instrucción y virtudes».⁴ Esta «ciencia de gobernar a los hombres» no era novedosa y se enseñaba en colegios, seminarios y universidades de todo el mundo hispanoamericano desde mucho antes de las independencias, en especial en las cátedras de derecho, tanto civil como eclesiástico.

    El historiador José Carlos Chiaramonte ha señalado que todavía a comienzos del siglo XIX podía considerarse la enseñanza del «derecho natural»⁵ como fundamento de la vida pública y, por tanto, como una de las ciencias sociales de la época. El iusnaturale era una cultura jurídica y política. Por ello, resultaba posible que se recurriera a los principios del derecho natural para sostener posiciones diferentes y contrarias, algo que ha mostrado con toda claridad Rafael Rojas, para toda Hispanoamérica. El lenguaje de los derechos naturales se encontraba lo mismo entre los teólogos neoescolásticos que entre los teóricos del derecho internacional de la época (el derecho de gentes) y en los contractualistas ilustrados, hasta llegar a Jean-Jacques Rousseau. Para los teólogos de la Escuela de Salamanca de los siglos XVI y XVII, aunque todas las cosas habían sido creadas por la libre voluntad divina, había una ley con la que se regía la creación y en especial los seres humanos, quienes tenían la capacidad de conocerla. El conocimiento natural del papel de la humanidad en el mundo era el iusnaturale. De acuerdo con Brett, únicamente después de esos ordenamientos superiores se encontrarían las leyes positivas, que en ningún momento debían contradecir el derecho divino ni el natural.

    Como es sabido, estos preceptos sirvieron lo mismo como fundamento de lo que actualmente consideramos los derechos humanos —y que en el siglo XVI contribuyeron a asegurar algunos de los derechos de los pueblos indígenas recién conquistados en el continente americano— que como base del sistema internacional. En materia de las relaciones de los príncipes europeos, el derecho de gentes resultó particularmente conveniente. En el siglo XVII, cuando se definió el principio de soberanía en la obra de Jean Bodin pero también en la Paz de Westfalia, se aceptó que los monarcas eran los únicos capaces para dictar leyes y gobernar sus dominios y que no podían estar sujetos a ningún superior. De allí que el derecho natural y de gentes, tan ambiguo pero al mismo tiempo tan aceptado, fuera considerado el regulador de las relaciones entre los soberanos. Para 1771, por orden de Carlos III, se inició el estudio del derecho natural en España, con el fin de enseñar los principios más importantes en las relaciones entre las monarquías. El primer profesor de esa cátedra, Joaquín Marín y Mendoza, en 1776 se dio a la tarea de elaborar una Historia del derecho natural y de gentes que pronto alcanzó varias reediciones.

    Ahora bien, no se piense que fue necesaria la institucionalización de la enseñanza del derecho natural para que los letrados (los egresados de las cátedras de derecho, tanto civil como canónico) lo conocieran. De hecho, se recurría con frecuencia a los principios naturales para sostener cualquier posición política. Así, por ejemplo, en la célebre representación que en 1771 el Ayuntamiento de México elevó a Carlos III, hecha «en nombre de toda la nación española americana»,⁶ para pedir que se prefiriera a los criollos para los cargos públicos en las Indias, se recurría a un principio de derecho natural: preferir a los patricios, esto es, a los notables originarios de una ciudad, para ocupar cargos públicos, por encima de los foráneos. Como aseguraba el peninsular Hipólito Villarroel, en su descripción de la Ciudad de México de 1787, «los habitantes propios y nativos de un pueblo tienen el derecho de preferencia para cualquier establecimiento útil al público y al Estado».⁷

    En 1821, los publicistas que creyeron necesario justificar la independencia, recurrieron a los derechos naturales. Así, Manuel de la Bárcena, arcediano y gobernador del obispado de Michoacán, señaló que «el mismo Dios, autor de las sociedades, dividió la tierra en muchas regiones proporcionadas para formar diferentes estados, y con sólo echar una mirada sobre el mapa, se conocerá que la Nueva España es una de ellas».⁸ La mayor evidencia de que México era un país distinto de España era, por supuesto, el océano Atlántico. Las condiciones naturales del norte de América eran tan distintas de las de la Península Ibérica que resultaba ridículo pretender mantener unidas ambas partes del mundo, lo mismo que pretender que una misma legislación fuera aplicable a las dos regiones. Se hacía necesario que cada una tuviera leyes adecuadas a las condiciones que, por naturaleza, tenían. Esta demanda de leyes análogas al carácter, costumbres y naturaleza de cada región se había manifestado también en el Plan de Iguala, que adelantaba la reunión de un congreso que hiciera una constitución adecuada para el nuevo país. En un tono parecido, el propio José María Luis Mora aseguró que había condiciones naturales por las cuales México podía ser independiente: no sólo se trataba de un país densamente poblado, «dueño de sí», sino que sus habitantes eran conscientes de sus derechos naturales.

    Debo señalar, por último, que cuando México se convirtió en un país independiente, se contaba ya con la experiencia del derecho constitucional, en particular la española que se había expresado en la Constitución de Cádiz —que tuvo vigencia en Nueva España—, pero también la estadunidense, francesa y latinoamericanas. De igual modo, los historiadores del derecho habían desarrollado su disciplina y propuesto el establecimiento de una constitución histórica, tal como hicieran el español Francisco Martínez Marina en su Teoría de las Cortes y Servando Teresa de Mier en su vasta obra. Vistas así las cosas, tal vez no resulte anacrónico pensar que había unas «ciencias sociales» al comienzo de la vida independiente de México. Como es sabido, los políticos mexicanos de entonces, en su mayoría, eran hombres de acción, no científicos ni académicos, pero fueron educados en las universidades y seminarios de la época y recibieron el conocimiento de las ciencias morales, como las jurídicas y la economía política. Cuando tuvieron la responsabilidad de construir una república independiente, recurrieron a esos conocimientos.

    EL FEDERALISMO

    Si la Independencia de México fue entendida e interpretada en clave de derecho natural y de gentes, lo mismo pasaría con la mayoría de los movimientos políticos del país. El 6 de diciembre de 1823, un joven ambicioso, Antonio López de Santa Anna, se puso al frente de una rebelión en contra del emperador Agustín de Iturbide, quien había disuelto el Congreso a consecuencia de la conspiración. En el documento con el que Santa Anna justificó y procuró dar sentido a sus actos, señaló que la independencia había dejado a los mexicanos «en un estado natural» y que, por lo mismo, en uso de su libertad y voluntad podían constituirse como les viniera en gana.⁹ Desde el punto de vista del militar veracruzano, la forma de gobierno que los mexicanos querían era la república, pero nada más. En poco tiempo, el proyecto desembocó en el federalismo, apoyado en argumentos semejantes a los elaborados para pedir república y que, como vimos, antes también habían servido para promover la aparición de México en el mundo como país independiente.

    En febrero de 1823, las tropas imperiales que combatían a los rebeldes republicanos de Veracruz elaboraron un plan con el objetivo de terminar con la guerra. Proponían la convocatoria de un nuevo congreso, con lo cual creían satisfacer la demanda de los rebeldes, sin romper con el emperador. No obstante, como vio desde hace más de medio siglo la profesora Nettie Lee Benson, el Plan de Casa Mata, como es conocido, abrió la puerta para que las provincias se transformaran en estados soberanos. El artículo noveno del Plan establecía que la diputación provincial de Veracruz, un cuerpo que hasta entonces carecía de facultades legislativas y únicamente servía como intermediario entre las resoluciones del gobierno central y las demandas de los pueblos, se hiciera cargo del gobierno en lo que se obtenía respuesta de las autoridades nacionales. Cuando otras provincias se unieron a la propuesta de convocar un nuevo congreso, como hizo Oaxaca en muy poco tiempo, adoptaron para sí esta medida. De esta forma, las diputaciones empezaron a actuar como juntas soberanas de gobierno en cada provincia. Debido a la presión, Agustín de Iturbide no convocó a un nuevo congreso sino que reunió al mismo que él había disuelto meses antes. Esto ocasionó descontento en las provincias, que dejaron de llamarse así para empezar a usar el nombre de estados, sujetos, de acuerdo con el derecho de gentes, de soberanía y de capacidad para establecer alianzas.

    A mediados de 1823, Yucatán se convirtió en «república», Oaxaca declaró que era «libre e independiente»; Guadalajara renegó de su nombre colonial y adoptó el de «estado libre de Xalisco»,¹⁰ y Zacatecas siguió un camino semejante. El mismo camino siguieron las provincias de Chiapas, Guatemala, Nicaragua, Honduras, San Salvador y Costa Rica. Como es sabido, salvo la primera, formarían una confederación que sobrevivió poco más de tres lustros. En tanto que estados independientes, libres y soberanos, algunas de las antiguas provincias establecieron asociaciones y alianzas, como la que se reunió en Puebla con delegados de Querétaro, Michoacán, Oaxaca, Jalisco, San Luis Potosí y Zacatecas. Entre los integrantes de esta junta se contaban los destacados juristas Prisciliano Sánchez y el canónigo Juan Cayetano Portugal. El primero, estudió derecho en la Universidad de Guadalajara, mientras que el segundo lo hizo en el Seminario de Guadalajara. Ambos argumentarían que para establecer cualquier asociación se requería del consentimiento de los asociados, tal como aprendieron del derecho natural.

    Al mismo tiempo, numerosos «publicistas» se apresuraron a emitir sus opiniones en diversos medios acerca de los derechos que tenían los pueblos y las provincias. Para hacerlo, recurrieron tanto al derecho natural como a algunos elementos propios de la economía política. Consideraban, por ejemplo, que la mejor manera de garantizar la libertad comercial y de industria era evitar que desde el centro llegaran leyes u órdenes que impidieran el desarrollo económico de cada una de las regiones. El federalismo era presentado como una fuerza capaz de frenar la arbitrariedad de un gobierno central desvinculado de las necesidades regionales.¹¹ Los partidarios de la federación hacían memoria de algunos de los argumentos esgrimidos contra España en las décadas anteriores, en especial las críticas a la vieja metrópoli por enviar a gobernar las provincias a burócratas nacidos en la Península, ignorantes

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