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El oficio político: La élite gobernante en México (1946-2020)
El oficio político: La élite gobernante en México (1946-2020)
El oficio político: La élite gobernante en México (1946-2020)
Libro electrónico341 páginas6 horas

El oficio político: La élite gobernante en México (1946-2020)

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La política es una profesión y, sobre todo, un oficio que deriva de la práctica constante que proporciona conocimiento y experiencia, y que se complementa con el instinto y la vocación personales. Sin embargo, en México, debido a la larga presencia de políticos formados en el PRI (Partido Revolucionario Institucional), se asumió que solamente
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento2 sept 2022
ISBN9786075643410
El oficio político: La élite gobernante en México (1946-2020)

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    El oficio político - Rogelio Hernández Rodríguez

    El oficio político. La élite gobernante en México (1946-2020)

    Rogelio Hernández Rodríguez

    Primera edición impresa, 2021

    Primera edición electrónica, 2022

    D.R. © El Colegio de México, A.C.

    Carretera Picacho Ajusco núm. 20

    Col. Ampliación Fuentes del Pedregal

    Alcaldía Tlalpan

    C.P. 14110, Ciudad de México, México

    www.colmex.mx

    ISBN impreso 978-607-564-284-0

    ISBN electrónico 978-607-564-341-0

    Conversión gestionada por:

    Sextil Online, S.A. de C.V./ Ink it® 2022.

    +52 (55) 52 54 38 52

    contacto@ink-it.ink

    www.ink-it.ink

    índice

    Agradecimientos

    Introducción

    I. La política y las instituciones (1946-1982)

    Las instituciones

    El aprendizaje político

    La perspectiva nacional

    Educación y visión cultural

    El reclutamiento

    II. Economía y modernización (1982-2000)

    Economía y política

    Las condiciones del ascenso político

    Trayectoria y perspectiva nacional

    Formación académica y visión cultural

    El proyecto modernizador

    III. La alternancia y la política

    desde los estados (2000-2018)

    El panismo victorioso

    El regreso del pri

    IV. Conflicto y política

    Negociación y decisión

    Experiencia y oficio

    Los recursos

    Estabilidad y cambio político

    El atropellado camino hacia la modernidad

    Los desafíos de la alternancia

    El agotamiento priista

    Habilidades cuestionadas

    V. De la política como profesión a la ideología

    Ideología y política

    La reivindicación de la ideología del bienestar

    La izquierda, el bienestar y el nacionalismo revolucionario

    El político-agitador

    Una élite para el líder

    Educación y visión cultural

    De vuelta al dilema: idea sin proyecto

    La inexperiencia de la nueva élite

    Nota metodológica

    Bibliografía

    Sobre el autor

    Agradecimientos

    Dos obras fueron determinantes para escribir este libro: el ex­traordinario ensayo, breve pero brillante, de Isaiah Berlin, El juicio político, y el testimonio de Michael Ignatieff sobre su vida política, Fuego y cenizas. La de Berlin es una reflexión donde el entendimiento intelectual muestra sus alcances para explicar cómo y por qué hay políticos competentes sin recurrir a la inteligencia o a la educación como únicas razones posibles. El segundo texto constituye una descarnada y aleccionadora confesión de cómo la política se aprende, pero no puede enseñarse: el oficio como experiencia, vocación y talento personales.

    A Fernando Escalante Gonzalbo, querido amigo y excelente analista, debo agudas observaciones a la primera versión del estudio, así como puntuales recomendaciones bibliográficas que, sin duda alguna, me ayudaron a mejorar la exposición. A Javier Garciadiego y Víctor Reynoso les agradezco su ayuda para conseguir dos entrevistas relevantes. Los dos dictaminadores anónimos que revisaron la versión casi final realizaron importantes comentarios y sugerencias. Y, desde luego, debo a los políticos que me concedieron las entrevistas invaluable información para sustentar este trabajo.

    Introducción

    La política es un tema siempre atractivo, tanto para filósofos y teóricos como para intelectuales y académicos y, desde luego, para quienes se ocupan de ella y la convierten en su actividad cotidiana, su profesión. Pero el tratamiento de la política encierra una paradoja singular. Por una parte, cuando es un tema de reflexión, propio de los pensadores, se vuelve una actividad noble, con propósitos de ordenamiento, civilizatorios, que les permite conseguir beneficios a los ciudadanos, pues, casi por definición, es el principal recurso de los individuos para vivir en sociedad, porque la propia naturaleza humana, egoísta e interesada en el beneficio particular, hace imposible la convivencia: implica una competencia que puede conducir a enfrentamientos y a la permanente violencia. De ahí surge el mejor atributo de la política: su capacidad de crear las condiciones que permiten la vida en común, reglas, medios de conducta y valores no sólo para la vida en relativa armonía de los seres humanos, sino también para originar fuentes de beneficios colectivos; es así que la política se vuelve útil y puede adquirir características fa­vorables. Por la otra parte, si la mirada abandona la reflexión abstracta y se dirige hacia las personas que la ejercen, así como a su desarrollo práctico en la vida cotidiana, los aspectos positivos desaparecen y dan paso lo mismo a los intereses de grupos y líderes, nada útiles para la sociedad, que a conductas reprocha­bles, como la corrupción, el control social y el sometimiento de los individuos mediante la manipulación de las instituciones. Basta con quitar la atención del pensamiento y ponerla en la realidad para que la política deje de ser un recurso útil y benéfico y se convierta en una práctica, por principio, condenable. Como bien advierte Ortega y Gasset, la sociedad espera que el político sea un gran estadista, pero también una buena persona: se le impone ese atributo y se le censura porque no lo posee realmente.¹

    Lo anterior no es para nada incomprensible, porque la política tiene diferentes sentidos y, sin duda, pierde valores cuando pasa del deber ser abstracto que le da la teoría a la realidad que crean quienes la practican. De los propósitos fundamentales que debe cumplir se pasa a las manifestaciones reales de su aplicación, muchas de ellas nada plausibles. Por un lado, se encuentran las más condenables, que resultan del acceso directo al poder y los recursos económicos, uno para someter a los ciudadanos y otros para el enriquecimiento personal; ninguna de ellas puede mostrarse como una prueba de que el poder público sirve para fines sociales. Por el otro, en el ejercicio de la política hay asimismo una parte criticable relacionada con un elemento sustantivo de su naturaleza, lo que resulta delicado, pues deriva de su obligación de tomar decisiones no siempre en términos éticos y que, a los ojos de las personas comunes, muestran insensibilidad y egoís­mo. Lo primero puede resumirse en corrupción, con frecuencia indisolublemente asociada a la política, pero lo segundo, como lo dijo en su momento Max Weber, es resultado de que la política está por completo alejada de cualquier principio moral, porque quien la desarrolla debe estar dispuesto a tomar decisiones y asumir consecuencias no siempre bien vistas. Es el pacto con el diablo, como bien lo afirmara el autor.

    Si bien este dilema entre política como propósito y como práctica es aplicable a cualquier país, en México tiene connotaciones particulares. La política se identifica con los políticos que la pusieron en marcha desde el siglo pasado, y no hay forma de separarla del priismo como organización partidaria, pero también como conjunto de gobiernos y personajes, lo mismo presidentes de la república que líderes de todo tipo. Sus acciones y su comportamiento han determinado la política del país y la han convertido, en los hechos, en un sinónimo de la política. Con el argumento de que la hicieron los priistas, se han asociado las características de la política con la manera en la que ellos la realizaron, en especial, con todos aquellos hábitos y actividades condenables. Desde esta perspectiva, la política no sólo ha per­dido sus cualidades, sino que se ha convertido en una única versión posible que, se supone, es invariable y que todos los políticos comparten, no importa su identificación partidaria o ideológica.

    Y tal interpretación es tan vieja como el propio sistema mexicano. Desde los primeros estudios, en su inmensa mayoría elaborados por analistas estadunidenses, se describió a los políticos —el grupo gobernante, la élite política— como un cuerpo cerrado, de oscuras prácticas internas, dirigido por un jefe, siempre el presidente de la república, al que fielmente seguía un reducido grupo de individuos formado inmediatamente después de la Revolución, que heredaba tanto el liderazgo como la pertenencia grupal y, desde luego, no tenía otro interés que mantener el poder en su provecho, utilizar los recursos disponibles en su beneficio y emplear las instituciones para su propia preservación. Esta imagen, cercana a lo caricaturesco, fue elaborada como familia o coalición revolucionaria, dependiendo del autor, desde los años sesenta del siglo pasado, significativamente la década en la que el país transitaba por el desarrollo económico y la estabilidad política.²

    La percepción prácticamente no cambió nada en los años siguientes. Peor aún, los pésimos resultados económicos y políticos obtenidos a fines de los años sesenta y que dominaron la década siguiente parecían darle la razón a esa interpretación: economía en crisis, sociedad desigual, inequidad en todos los rubros y una apropiación del poder por parte de una clase política, priista en todos los campos, que impedía a toda costa la competencia y la participación. Este grupo de priistas, que se había sucedido sin interrupción desde los años veinte, mantenía un proyecto económico con pocos resultados para la mayoría de la población, pero benéfico para la iniciativa privada. El mejor ejemplo de cómo se fortaleció esta interpretación se encuentra en el libro, referente obligado por más de una razón, de Roger Hansen, La política del desarrollo mexicano, publicado en inglés y en español en 1971 (extraña y significativa simultaneidad, que en sí misma revela la importancia dada entonces al texto para los análisis políticos en ambos países), el cual titula el capítulo destinado a analizar a la élite política, al gobierno y al pri como la cosa nuestra, nada sutil referencia a las mafias.³

    Tales interpretaciones crearon una verdadera escuela en los analistas mexicanos que tuvo una singular inclinación a convertir casos particulares en muestras prototípicas y generalizables de los políticos. Los comportamientos y acciones de algunos de ellos, en especial los presidentes, se convirtieron en las carac­terísticas distintivas de los políticos, a fin de cuentas, siempre priis­tas. Uno de los mejores ejemplos de esta escuela es la interpretación que Daniel Cosío Villegas hizo del sistema político y del presidente. En uno de sus más famosos libros sentencia que en la po­lítica mexicana no funcionan las instituciones, las leyes, los partidos, los poderes establecidos, los sindicatos, etcétera, y que por ello el presidente tiene un poder inmenso a la disposición de sus caprichos y personalidad, lo cual, por supuesto, termina en una alta dosis de arbitrariedad.⁴ El libro, publicado en 1974, está claramente influido por el presidente Echeverría, por sus acciones, declaraciones y conflictos, pero Cosío no se detiene en las circunstancias ni se pregunta si ellas, incluido el personaje, se limitan al momento, sino que convierte ese comportamiento en el modelo de gobernante: caprichoso, arbitrario, sin otro interés que aplicar ese inmenso poder existente sin instituciones. Interpretaciones de esta naturaleza no admiten a la política como práctica útil, con objetivos y propósitos de desarrollo, beneficio y convivencia social, sino que la describen como un simple grupo de interés, dirigido por un líder sin escrúpulos, donde prima el enriquecimiento particular, pero ninguna virtud que deba destacarse, de la élite ni de la propia política.

    La asociación hecha entre política, priismo y prácticas condenables dio como resultado que el estudio de la élite se abandonara. Parecía suficiente decir que todos los políticos eran priistas para explicar con ello su formación, la posible experiencia que adquirieran, sus valores y sus propósitos, que, como consecuencia obligada de tal descripción, carecían de cualquier cualidad. La idea weberiana de la política como vocación se sustituía plenamente por la del interés particular. Sin objetivos, la política no era ni profesión ni formación. Hubo un periodo cuando algunos autores como Peter Smith y Roderic Ai Camp asumieron que no bastaba esta explicación y emprendieron estudios sobre trayectorias, valores y formación cultural; sin embargo, no lograron abrir el camino para la investigación del tema.⁵ Por ello, después de décadas de dominio priista, de competencia electoral y de alternancia, la élite gobernante sigue siendo un tema que demanda atención.

    La simplificación que se hizo de los políticos evadió cualquier aproximación que, sin apasionamiento, expusiera la manera como se formaban, construían una profesión y desarrollaban prácticas específicas cuyo resultado se traducía en gobiernos estables. No hay ninguna duda de que ciertos condicionamientos estructurales propiciaron la estabilidad, pero tampoco la hay de que fueron aprovechados por quienes se dedicaban a la política y a construir el moderno sistema político en el país. Con independencia de que fueran priistas, los políticos que gobernaron durante los años centrales del siglo pasado desarrollaron una práctica específica, también al margen de las ideologías, para hacer realidad los postulados de la Revolución mediante objetivos sociales y económicos precisos. Sin que siguieran algún manual de conducta, en la práctica desarrollaron una profesión, establecieron formas de reclutamiento, construyeron trayectorias y asumieron responsabilidades que, como cualquier otra práctica, proporcionaron experiencia y habilidades específicas.

    La política no fue una disciplina que se aprendiera en las universidades. Fue una profesión práctica que, en la realidad, se convirtió en un oficio configurado por la experiencia. Si, como los políticos reconocen, el profesional se aprecia por los resultados, no hay otra manera de conseguirlos más que en el ejerci­cio cotidiano, al enfrentar problemas, atender conflictos y tomar decisiones. De forma paralela a la instauración del sistema, se desarrolló una élite política que no sólo contribuyó a diseñarlo y ponerlo en práctica, sino que también lo condujo de acuerdo con valores y principios rectores de su comportamiento. El desarrollo económico, los beneficios sociales —en particular, en educación y salud— y la estabilidad política que caracteriza­ron la mayor parte del siglo pasado fueron resultado de las ideas, acciones y decisiones con las cuales se configuró el ofi­cio político de la élite. Como es natural, muchas de esas decisiones tuvieron consecuencias indeseables, y otras, a largo plazo, condujeron tanto al cambio del sistema como a la sustitución de la élite.

    La vieja élite política, que se convirtió en el modelo de profesión al dominar el país por más de cuarenta años, lentamente dio paso a otra cuya principal característica fue la especialización financiera, sobre la cual intentó construir un proyecto de modernización política para el país. Los conflictos económicos y políticos surgidos durante ese periodo impulsaron, sin que fuera su propósito, el cambio democrático en México, el cual, al materializarse en la alternancia, dio paso a una nueva élite, formada en la antigua oposición al régimen, con conocimiento comprobable en los partidos y el medio legis­lativo, pero manifiestamente inexperta en el terreno administrativo y de gobierno. Como es fácil suponer, cada uno de dichos grupos ha tenido valores y formación distintos, pero también, y esto es lo relevante para las siguientes páginas: una concepción particular de la política como profesión. Sus trayectorias, estudios y lugares de formación configuraron una visión del país, una idea de cómo desarrollar un proyecto de nación y, por lo tanto, dieron como resultado prácticas políticas específicas.

    El cambio político ha ocurrido junto con el cambio de élites, y es claro que el sistema se ha conducido conforme a ideas y propósitos concretos, pero, significativamente, no parece que las nuevas generaciones de políticos cuenten con el oficio necesario para tal encomienda. Más allá de los problemas que naturalmente conlleva la democratización, y, en menor o mayor medida, los ajustes institucionales, uno de las más serios problemas de la política mexicana es la creciente falta de oficio de sus élites. Los problemas y desafíos son diferentes, no hay duda, pero los nuevos dirigentes no muestran la suficiente capacidad, calidad política en palabras de Vilfredo Pareto, para enfrentarlos y proporcionar la estabilidad necesaria a fin de que el sistema vuelva a dar resultados comprobables. Si, como bien dice Isaiah Berlin, la eficiencia con la cual se mide la valía de los políticos depende del buen juicio con el que se conducen y toman decisiones, es claro que los políticos mexicanos han perdido sensiblemente la habilidad necesaria para manejar las instituciones a fin de garantizar la estabilidad, la convivencia y los beneficios sociales.

    El tema tiene relevancia intrínseca, pero llama la atención su ausencia en los debates cotidianos, como si desde el punto de vista de los analistas la calidad y la habilidad de las élites no afectaran realmente el rumbo de las instituciones y de la muy preciada democracia. Al final, da la impresión de que la falta de capacidades y experiencia ni siquiera debe mencionarse, porque casi resulta consustancial a la política. A diferencia de cualquier otra profesión u oficio, que naturalmente demanda la comprobación de habilidades, en la política parece no ser necesario, lo que alude directamente a una idea de dicha ocupación donde, casi por defi­nición, no se requiere ningún atributo. De semejante fenómeno trata este libro. Se ha construido sobre dos vertientes que usualmente se presentan por separado. Una es la concepción que los políticos tienen de su oficio, de su propósito y utilidad personal y colectiva, así como de sus valores: todo aquello que lleva al in­dividuo a consagrar su vida a practicar la política. La otra es la formación del político en términos de su profesión, estudios y trayectorias específicas, de cuyo análisis se desprende el conocimiento intelectual, pero también el modo como se aprende el oficio en áreas específicas, la administración pública y el ámbito federal. Escuelas, carreras y ejercicio práctico proporcionaron al político de la época una visión cultural y, sobre todo, nacional de las responsabilidades públicas.

    Un estudio de esta naturaleza no podía hacerse solamente con información estadística de puestos y años, sino que requería de la opinión de quienes han destinado su vida a esta actividad. La parte medular de este trabajo se asienta en entrevistas realizadas a políticos que en su momento han desempeñado importantes tareas en el Ejecutivo, el Congreso, los partidos. Como pocas veces, las entrevistas fueron determinantes precisamente por su más delicada condición, que es la subjetividad de la persona. Lo valioso era obtener su concepción de la política como oficio, pero también del papel de las instituciones, de los puestos de responsabilidad y de las decisiones que han tomado.

    Con el riesgo de parecer reiterativo, debe subrayarse que el estudio no aborda el desarrollo de la élite política, en general, sino que explora el modo en que ésta ha practicado la política, cómo la ha entendido y, en consecuencia, dónde y cómo la aprendió, lo mismo en su sentido práctico (lo que conduce a reconstruir sus carreras) que en el ideológico (que obligadamente lleva a sus valores). No pretende tipificar ni teorizar sobre la élite, sino descubrir lo que ella ha entendido por hacer política: el oficio en que la ha convertido. Así, se ha prescindido de las reconstrucciones teóricas, por lo que no se recurrirá a las discusiones sobre Mosca, Pareto o Wright Mills, y tampoco se intenta reconstruir las variadas interpretaciones hechas en la muy reducida atención académica mexicana. Se parte de una consideración metodológica clara: la élite gobernante ha existido y ha practicado formas específicas de hacer política, las cuales es necesario explicar fundamentalmente considerando lo que los políticos piensan que es su oficio.

    El trabajo se presenta en cinco capítulos. El primero está dedicado a la élite tradicional, aquella que, además de con­siderarse moderna, se convirtió en el modelo del político profesional, comprometido con los valores e instituciones de la Revolución. El segundo estudia a la élite financiera que llegó al poder en los años ochenta, convencionalmente llamada tecnocrática, la cual se formó durante los años del priismo dominante, pero no compartió varias de sus características, en particular, su concepción de la política como objetivo y como ejercicio. En el tercero se analizan las élites de la alternancia, las que surgieron del Partido Acción Nacional (pan) y la última priista, que, al parecer, ha tenido el efecto de terminar definitivamente con el dominio de ese partido. En todos los apartados se reconstruyen las trayectorias, los ámbitos formativos, la educación y los valores, pero también, y de manera destacada, las ideas acerca de la política y las formas de practicarla. El contraste de todas estas características permite entender no solamente los desafíos de cada una, sino también su manera particular de enfrentarlos y, por extensión, da la oportunidad de comprender los problemas acumulados en la formación de las nuevas generaciones, los cuales determinan no tanto sus ideas, sino más bien su experiencia.

    El cuarto capítulo está destinado a discutir el que sin duda es el principal componente de la política: el conflicto. Si la política no es sólo conducción institucional sino, sobre todo, manejo de conflictos, es importante saber cómo se asumen, con qué ideas y con qué recursos se enfrentan. Además de exponer las percepciones políticas de las élites, el apartado las contrasta con los problemas que han distinguido a los gobiernos de 1982 a 2018 y que, en los hechos, son la mejor prueba de cómo se ha perdido la habilidad para manejarlos y, en su caso, resolverlos. Como se podrá ver, el conflicto no ha sido el medio regulatorio para promover el cambio social, sino un casi permanente estado del sis­tema que impide la realización de proyectos de largo alcance y —un punto relevante— exhibe la falta de habilidades de las nuevas generaciones políticas.

    El estudio termina con una mirada al nuevo equipo que llegó al poder en 2018, caracterizado por la inexperiencia. Aparentemente, esta nueva generación inaugura un largo proceso en el cual las élites políticas han perdido su calidad. Más que ejercicio del poder en su sentido de control y manejo de las instituciones, el nuevo grupo gobernante parece obsesionado con la confrontación, el debate y la exposición de una idea del país que hace mucho tiempo dejó de ser aplicable, pues ya demostró sus límites y, quizá lo más importante, fue responsable del atraso económico del país.

    El estudio ha tenido muy presente el riesgo que alguna vez Pareto vaticinara acerca de la pérdida de calidad de las élites go­bernantes. Las civilizaciones, las sociedades, si se quiere ser me­nos pretencioso, requieren una continua generación de élites con capacidad para reproducir e incluso mejorar su propia calidad, entendida como un oficio nutrido de habilidades, destrezas y experiencia. De esa calidad dependen las bondades de la política, que es, como lo piensan los filósofos, el arte de la con­vivencia y la regulación social. Todo indica que la política mexicana necesita un largo tiempo para encontrar esas virtudes.

    ¹ José Ortega y Gasset, Mirabeau o el político, en Obras completas, tomo

    iii

    (1917-1928), de acuerdo con la edición de la Revista de Occidente, e

    pub

    , Tritivillus, Madrid, 2017, p. 301.

    ² Los autores de esta lamentable simplificación fueron Frank Brandenburg, The Making of Modern Mexico, Prentice Hall, Englewood Cliffs, 1964, y Vincent L. Padgett, The Mexican Political System, Houghton Mifflin Co., Boston, 1966.

    ³ Roger D. Hansen, La política del desarrollo mexicano, Siglo XXI, México, 1971, pp. 129-173.

    ⁴ Daniel Cosío Villegas, El estilo personal de gobernar, Joaquín Mortiz, México, 1974, pp. 8-9. En realidad, este texto forma parte de una trilogía iniciada con El sistema político mexicano (Joaquín Mortiz, México, 1972) y terminada con La sucesión presidencial (Joaquín Mortiz, México, 1975). Como puede observarse, fácilmente, los libros coinciden con el gobierno de Echeverría (1970-1976), lo que sin duda fue determinante para las generalizaciones del autor. En el prólogo del último libro Cosío declara que los tres son una secuencia lógica para demostrar el comportamiento de ese ser extraordinario que bien podría llamarse ‘emperador sexenal’ (p. 7). No, en última instancia, de Luis Echeverría, sino de los presidentes priistas.

    ⁵ En buena medida, porque también cedieron a la tentación de simplificar. Smith, por ejemplo, después de dedicar más de doscientas páginas a mostrar las trayectorias de los políticos de 1900 a 1971, escribe un decálogo para tener éxito en la política según el cual se debe ser simulador, calculador, egoísta y, por supuesto, ingresar en el

    pri

    . Si bastaba con ese decálogo, la experiencia lograda en las carreras y mostrada con una abrumadora información y con procesamiento estadístico era irrelevante. Su propia obra resultaba infructuosa si todo se reducía a ser priista. Peter H. Smith, Los laberintos del poder, El Colegio de México, México, 1981, pp. 287-298.

    I. La política y las instituciones (1946-1982)

    Las instituciones

    La política, su sentido y sus funciones, así como su relación con el ser humano y con la sociedad, ha sido un tema central para filósofos y teóricos. Desde Aristóteles se sabe que es autoridad, búsqueda y ejercicio del poder,

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