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Lecturas sobre el cambio político en México
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Libro electrónico665 páginas13 horas

Lecturas sobre el cambio político en México

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Artículos reunidos sobre el proceso de transformación política en México, los cuales señalan la sutil diferencia entre democratización y liberalización política. Brindan una nítida y sorprendente radiografía de la historia y del presente político mexicano: una paradoja de cambio y continuidad.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento14 mar 2019
ISBN9786071660596
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    Lecturas sobre el cambio político en México - Carlos Elizondo Mayer-Serra

    Mexico

    LA LÓGICA DEL CAMBIO POLÍTICO EN MÉXICO

    CARLOS ELIZONDO MAYER-SERRA*

    y BENITO NACIF HERNÁNDEZ*

    INTRODUCCIÓN

    La política mexicana en los últimos 70 años encierra una paradoja de cambio y continuidad. Por un lado, las instituciones políticas establecidas desde finales de la década de 1920 mostraron una capacidad inusitada para la sobrevivencia. Ganaron la aceptación de los principales actores políticos y se convirtieron en factores de equilibrio bastante estables. Al mismo tiempo, el régimen tuvo flexibilidad para incorporar el cambio y reformarse en respuesta tanto a los intereses de sus propios dirigentes como a diversas y crecientes formas de oposición.

    La continuidad se reflejó en la principal institución del régimen: el partido hegemónico. Desde su fundación en 1929, el Partido Revolucionario Institucional (PRI) gobernó México de manera ininterrumpida hasta el año 2000.¹ El dominio persistente del PRI es sin duda un fenómeno político extraordinario.² Durante 70 años sobrevivió a cambios sustanciales en el modelo de desarrollo, en el desempeño de la economía, en la estructura sociodemográfica de la población mexicana y en el entorno internacional. Después de la derrota del Partido Comunista de la Unión Soviética en 1991, el PRI pasó a ser el partido gobernante que más tiempo había permanecido en el poder.

    La derrota del PRI en las elecciones presidenciales del año 2000 marca el fin de un largo periodo en la historia política de México. La alternancia de partidos en la cabeza del poder ejecutivo encierra el potencial para transformar prácticas y convenciones políticas profundamente arraigadas tras décadas de dominio unipartidista en México. Este potencial es considerable si tomamos en cuenta el papel central y dominante que la presidencia de la República tuvo dentro del régimen de partido hegemónico. No obstante, existe también un significativo elemento de continuidad en los resultados de las elecciones presidenciales del 2000. El partido de oposición que derrotó al PRI, el Partido Acción Nacional (PAN), llevaba 60 años participando de manera regular en los procesos electorales. Desde luego, las elecciones fueron por mucho tiempo meros ejercicios plebiscitarios controlados por los dirigentes del partido hegemónico. Aun así, el PAN es un partido de oposición que surgió bajo el régimen de partido hegemónico con el propósito de transformarlo desde dentro. Finalmente, cuando las elecciones se convirtieron en un mecanismo para competir por el poder en condiciones de relativa equidad, el PAN resultó el ganador.

    A pesar de la continuidad del partido en el poder, el sistema de partidos no había permanecido sin cambios. Todavía a principios de 1970, los partidos de oposición eran considerados una fuerza cuya importancia era meramente simbólica en la Cámara de Diputados del Congreso de la Unión (Middlebrook, 1986). Sin embargo, en 1988 habían adquirido la fuerza suficiente en el Congreso para bloquear cambios a la Constitución, y ya en 1997 consiguieron la mayoría en la Cámara de Diputados. Con el PRI sin mayoría en esa Cámara, los votos de los partidos de oposición se volvieron indispensables para poder aprobar el presupuesto y cambios a la legislación.

    En la política local, no fueron menos importantes los avances de la oposición. La primera vez que un partido de oposición consiguió un triunfo oficialmente reconocido en elecciones de gobernador fue en 1989. Hacia junio del 2000, 11 de las 32 gubernaturas estatales, incluyendo la jefatura de gobierno de la capital del país, estaban en manos de la oposición. Más aún, en 1999 los partidos de oposición controlaban 52 de los 100 municipios más poblados del país, sin incluir las 16 delegaciones del Distrito Federal, en manos de la oposición desde el triunfo del Partido de la Revolución Democrática (PRD) a la jefatura de gobierno de la capital en 1997.

    En el terreno de la organización de los procesos electorales hubo también cambios significativos. El organismo encargado de organizar las elecciones surgió en 1946 como una mera dependencia del ejecutivo. Es decir, fue diseñado para operar como agente del presidente de la República, quien en la práctica era al mismo tiempo el líder del PRI. En los años setenta se creó la Comisión Federal Electoral, cuerpo colegiado presidido por el secretario de Gobernación en el que estaban representados, además de las dos cámaras del Congreso, los partidos de oposición. Aun así, dicha composición no evitaba que el jefe del ejecutivo tuviera el control sobre la toma de decisiones.³ En 1990 se creó el actual Instituto Federal Electoral (IFE). Su órgano directivo, el Consejo General, incorporó, además de los representantes del ejecutivo, del Congreso y de los partidos políticos, la figura de magistrados consejeros como mecanismo apartidista para resolver las diferencias entre el PRI y la oposición.⁴ La figura de magistrados consejeros fue la clave para la ciudadanización del IFE. En 1994, éstos fueron sustituidos por consejeros ciudadanos y se eliminó a los representantes de los partidos políticos. Finalmente, en 1996 se suprimió la presencia del secretario de Gobernación del Consejo General para otorgarle así al IFE completa autonomía respecto al ejecutivo y a los partidos políticos.

    Más recientemente, el PRI ha experimentado también cambios sustanciales. A partir de 1998, para seleccionar candidatos a gobernador se adoptó como un método frecuente del partido la elección primaria abierta a toda la población con capacidad de votar. Se han celebrado elecciones primarias en 10 estados y el PRI ha sostenido este método de selección de candidatos a pesar de que en dos de los casos (Baja California Sur y Tlaxcala) uno de los perdedores de la contienda interna se presentó después como candidato de una alianza de partidos de oposición.

    No obstante los riesgos, el PRI optó por la elección interna abierta para seleccionar a su candidato a la presidencia de la República en las elecciones del año 2000. Este cambio fue un rompimiento con las prácticas tradicionales conocidas como el dedazo y el tapadismo, que durante décadas habían otorgado al presidente la capacidad para designar a través de un mecanismo opaco y discrecional a su sucesor, y reprimieron la competencia abierta por la candidatura presidencial del PRI.

    Los cambios en la política mexicana durante las últimas décadas constituyen avances en el proceso de construcción de un orden democrático. Sin embargo, la falta de una alternancia en la presidencia de la República había dado lugar a que se cuestionara si realmente se había producido un cambio de régimen en México. Finalmente, la transición del autoritarismo a la democracia en la mayoría de los países de América del Sur y en Europa oriental implicó la extirpación del antiguo régimen autoritario y su remplazo por nuevos dirigentes y por un nuevo orden democrático.⁶ En México, sin embargo, la ruta hacia la democracia ha sido la de un cambio sin ruptura con el orden institucional establecido, y hasta ahora la alternancia que se ha experimentado en las gubernaturas, y muy recientemente en la presidencia, no ha producido un colapso o la extirpación del PRI. Con todo, las reformas institucionales fueron modificando la estructura de la competencia política y han provocado la dispersión del poder, activando los contrapesos que resultan fundamentales en cualquier orden democrático.

    DEMOCRACIA MEDIANTE LIBERALIZACIÓN

    ¿Es posible transitar a la democracia mediante reformas liberalizadoras promovidas desde dentro del régimen autoritario? De acuerdo con Guillermo O’Donnell y con Philippe Schmitter, liberalizar y democratizar son dos cosas distintas. La liberalización es el proceso por el cual se hacen efectivos ciertos derechos que protegen tanto a individuos como a grupos sociales de los actos arbitrarios e ilegales cometidos por el Estado o por terceras partes (O’Donnell y Schmitter, 1986, p. 7). La democratización, por otro lado, consiste en la aplicación de reglas y procedimientos de ciudadanía; es decir, democratizar consiste en hacer efectivos derechos y obligaciones políticas. De acuerdo con O’Donnell y Schmitter, existe, sin embargo, una relación estrecha entre liberalización y democratización. Sin garantías efectivas, los derechos democráticos degeneran en un mero formalismo; y sin rendición de cuentas al electorado, la liberalización puede ser manipulada o revertida según los intereses de los gobernantes (O’Donnell y Schmitter, 1986, p. 9).

    Para Adam Przeworski, en el proceso de transición del autoritarismo a la democracia, la liberalización es un intento de reformar el sistema autoritario desde arriba —un proceso controlado por los dirigentes del régimen— que está destinado al fracaso. La liberalización es una fase temprana en el proceso de transición. Se inicia cuando un grupo reformista dentro del régimen decide tolerar la organización autónoma de la sociedad civil y no es otra cosa que una apertura controlada del espacio político que busca relajar la tensión social y fortalecer la posición de los reformistas dentro del régimen. El problema con la liberalización, según Przeworski, es la naturaleza inherentemente inestable de dicho proceso. Conduce a la movilización popular y, dado que en un régimen autoritario no existen instituciones donde las nuevas organizaciones puedan hacerse oír o negociar a su entera satisfacción, la lucha se generaliza. La liberalización da lugar entonces a un equilibrio inestable: o se produce una reversión de las reformas o se procede a la extirpación del régimen autoritario.

    México resulta un caso paradójico para las teorías de la transición del autoritarismo a la democracia. En primer lugar, la liberalización política en México fue un proceso que se sostuvo por lo menos durante cuatro décadas. Es verdad que la liberalización política se intensificó sustancialmente durante las últimas dos administraciones priistas. Sin embargo, las primeras medidas para otorgar derechos y prerrogativas a los partidos de oposición pueden rastrearse desde las reformas electorales de 1946.⁷ En segundo lugar, el grado de liberalización política alcanzado en México durante la década de 1990 —medido en términos de los poderes transferidos del partido en el gobierno a los partidos de oposición o a organizaciones independientes— era ya considerablemente alto. A diferencia de las dictaduras militares de América Latina o de los regímenes socialistas de Europa oriental, la liberalización política en México no se había limitado a permitir manifestaciones públicas o a tolerar la oposición abierta al régimen.

    El resultado de las elecciones del año 2000 despejó algunas dudas persistentes acerca de la verdadera profundidad de las reformas orientadas a garantizar la limpieza y la transparencia de los procesos electorales. Sin embargo, antes del año 2000, México había celebrado dos elecciones federales —en 1994 y en 1997— con estrecha vigilancia externa respecto a la capacidad del partido gobernante de manipular los resultados de acuerdo con sus intereses. Muy probablemente el momento crítico en el tránsito a la democracia se presentó antes de las elecciones del 2000, pero resulta difícil de identificar dado que el PRI permanecía en el poder y no era evidente si en realidad existían las condiciones para derrotarlo en las urnas en la posición clave, la presidencia de la República.

    Como ha argumentado Przeworski (1988, p. 62), el momento crítico en el tránsito a la democracia no es nuevamente el regreso del ejército a los cuarteles o la inauguración de un parlamento electo, sino el cruce de ese límite a partir del cual nadie puede intervenir para revertir el desenlace de un proceso democrático formal. Pero la dificultad para precisar el momento crítico puede ser un indicador del importante componente de continuidad en la transición de México a la democracia. Incluso tras perder la elección presidencial en el año 2000, el PRI conserva importantes espacios de poder en el Congreso y en los gobiernos estatales y municipales que le permitirán, de permanecer unidos, ser un actor político importante aun después de entregar la presidencia de la República al PAN. En suma, la ruptura anunciada en la bibliografía sobre la transición no se produjo. México parece haber llegado a la democracia por una ruta inesperada: la de la liberalización política.

    La liberalización política en regímenes de partido hegemónico

    Para resolver la paradoja mexicana es necesario revisar algunos aspectos de la teoría de la transición política. En primer lugar, como dice Barbara Geddes (1989, p. 121), las varias formas de autoritarismo difieren entre sí tanto como difieren de la democracia. No obstante, dentro del cuerpo teórico existente muy pocos autores han estudiado cómo las diferentes características de los regímenes autoritarios afectan el proceso de transición. Sin embargo, la ruta que sigue un país en la transición hacia la democracia depende en gran medida del punto de partida. Geddes sugiere que existen al menos tres tipos de autoritarismos: dictaduras militares, dictaduras personalistas y regímenes de partido único. Desde luego se pueden presentar casos híbridos. Cuba, por ejemplo, tiene formalmente las características de un régimen de partido único, aunque en la práctica se comporta más bien como una dictadura personalista. Asimismo, la dictadura de Pinochet en Chile fue un régimen militar con un importante componente de caudillismo.

    Según Geddes, el cambio de régimen responde a razones diferentes y conduce a resultados distintos dependiendo de las características del autoritarismo. Los casos más estudiados desde una perspectiva comparada son las transiciones dadas en dictaduras militares y regímenes personalistas. Las transiciones de regímenes de partido hegemónico no han tenido un papel importante en la formulación de las teorías comparadas. Ello se debe, en parte, a que el número de casos es muy pequeño. Los casos de regímenes de partido único en transición aumentaron sustancialmente como resultado directo de la caída del bloque soviético. Pero se trataba más bien de regímenes de partido único sostenidos fundamentalmente mediante la amenaza de una intervención militar extranjera. Esta característica los distingue sustancialmente de otros regímenes de partido hegemónico, como México, donde el aparato militar, desde 1946, ha desempeñado un papel menos importante en la conservación del orden autoritario y donde no existía esa amenaza de intervención extranjera como resultado de la democratización.

    Entre las distintas formas de autoritarismo, los más frágiles son los regímenes militares. Generalmente éstas surgen como regímenes de excepción, producto de la intervención del ejército en la política para resolver situaciones apremiantes. Sin embargo, como dice Alain Rouquié, Un sistema permanente de gobierno militar es una contradicción en sus términos. El ejército no puede gobernar de manera directa y permanente sin dejar de ser un ejército (Rouquié, 1986, p. 111). Los regímenes militares son vulnerables a las divisiones internas y generalmente terminan con una solución pactada que permite al ejército salirse de la esfera política y regresar a los cuarteles. Las dictaduras personalistas son más persistentes que los regímenes militares. Descansan en la lealtad personal al dictador y, a diferencia de los regímenes militares, los grupos que lo apoyan no tienen incentivos para cooperar con una transición política. Sin embargo, suelen terminar con la muerte o debilitamiento del dictador.

    El modelo más resistente de autoritarismo es el régimen de partido hegemónico.⁸ Mientras que las dictaduras personalistas rara vez sobreviven a la muerte del dirigente, los regímenes de partido hegemónico logran institucionalizar el acceso y la sucesión en el poder. Asimismo, a diferencia de las dictaduras personalistas, los regímenes de partido hegemónico tienen la capacidad para ampliar sus bases de apoyo político. Mientras las dictaduras personalistas son vulnerables a la movilización social y no es extraño que acaben en revoluciones, los regímenes de partido hegemónico poseen la flexibilidad para tolerar y cooptar formas diversas de participación política. Como dice Geddes (1999, p. 135):

    Los regímenes de partido único sobreviven en parte porque sus estructuras institucionales hacen que sea relativamente fácil para ellos permitir mayor participación e influencia popular en las políticas gubernamentales sin renunciar a su papel dominante en el sistema político. La mayoría de los gobiernos de partido único han legalizado a los partidos de oposición y han incrementado el espacio para la competencia política.

    Otro aspecto de la teoría que merece revisarse para incorporar casos de regímenes de partido hegemónico al estudio comparado es el papel de la liberalización política en la transición hacia la democracia. Para Przeworski, las medidas liberalizadoras se convierten en catalizadores que disparan el colapso del régimen autoritario. Sin embargo, en los regímenes de partido hegemónico, más capaces de sobrevivir en el tiempo que las dictaduras militares o personalistas, la liberalización puede, paulatinamente, producir un cambio de régimen. Hasta 1998, seis regímenes de partido hegemónico (Botswana, México, Taiwán, Tanzania, Angola y Mozambique) habían celebrado elecciones libres y transparentes, supervisadas por observadores internacionales, sin perder el poder (Geddes, 1999, p. 135).⁹ Por esta razón, es importante analizar la forma en que opera la liberalización política y cómo se relaciona con la democracia.

    Como O’Donnell y Schmitter han señalado, la liberalización política tiene que ver con el establecimiento de garantías institucionales en contra del ejercicio arbitrario del poder. Sin embargo, para que estas garantías institucionales sean efectivas en la práctica, es necesaria la existencia de frenos y contrapesos independientes. Cuando el poder se centra en un solo actor, no hay mecanismos para restringir su uso arbitrario. Por ello, la liberalización política en un régimen autoritario significa dispersar el poder. En palabras de McCubbins y Drake, liberalizar es incrementar el número y las libertades de los competidores en un sistema político o económico (Drake y McCubbins, 1998, p. 3). En términos más formales, un orden liberal se produce cuando surgen nuevos actores con la capacidad de vetar o sancionar, y cuyo consentimiento se vuelve necesario para iniciar y sostener cambios a las políticas del gobierno.¹⁰

    Una de las condiciones para que la liberalización sea efectiva es que la autoridad debe producir un compromiso creíble de que no abusará de su poder y de que se apegará a las reglas establecidas. Según North y Weingast, hay dos caminos por los que los gobiernos pueden ganar credibilidad en sus políticas liberalizadoras: uno, estableciendo precedentes de comportamiento responsable y, otro, creando mecanismos institucionales creíbles que sancionen o detengan la violación de acuerdos y convenios (North y Weingast, 1989). El establecimiento de precedentes es un proceso a largo plazo y la confianza generada puede destruirse fácilmente con un solo caso de comportamiento irresponsable. Los mecanismos institucionales suelen ser más efectivos y prácticos para generar y sostener la credibilidad en el tiempo, aunque las reformas legales deben ser puestas a prueba para lograr convencer a los actores de que el poder los respeta. Regularmente, la liberalización se lleva a cabo mediante reformas institucionales.

    Una liberalización efectiva produce otro efecto importante: estabilidad en las políticas del gobierno. La creación de frenos y contrapesos aumenta el número de actores que deben ponerse de acuerdo para modificar una política gubernamental. Por lo tanto, la probabilidad de que el statu quo prevalezca se incrementa también. La introducción de un orden liberal hace más predecible el comportamiento del gobierno porque pone frenos a los cambios radicales en las políticas. Las modificaciones constitucionales que introducen mecanismos de frenos y contrapesos introducen deliberadamente un sesgo conservador en favor del statu quo.¹¹ No obstante, la estabilidad no es un valor absoluto. Tal como lo han resaltado los críticos de las constituciones presidencialistas, el statu quo puede devaluarse rápidamente y el acuerdo de frenos y contrapesos convertirse en un obstáculo para la introducción de los cambios de política que el electorado demanda.¹²

    Una democracia supone la existencia de un orden liberal. Esto es así porque la democracia es incompatible con el gobierno de la mayoría cuando éste no enfrenta límites y restricciones. La formación de gobiernos electos mediante comicios limpios es también condición necesaria, aunque no suficiente, para la democracia. La definición puramente procedimental¹³ de la democracia que elaboró Robert Dahl —en torno a la cual existe un amplio consenso en los estudios de política comparada— supone la protección efectiva de un conjunto de garantías institucionales, que incluyen: a) la posibilidad real de alternancia en el poder como resultado de elecciones libres, limpias y periódicas; b) la libre manifestación pública (sin represión para los opositores), tanto para fines electorales como para intervenir en asuntos de política gubernamental; c) la libertad de los medios de comunicación y la posibilidad de que tanto los partidarios como los opositores al régimen tengan acceso a ellos; d) el respeto generalizado de las libertades civiles; e) la existencia de mecanismos para obligar a las autoridades a rendir cuentas, y f) la posibilidad de mantener el ejercicio de la autoridad gubernamental dentro de los límites que la ley impone.

    Tales garantías institucionales, para ser efectivas, requieren la existencia de frenos y contrapesos que restrinjan la acción arbitraria de aquellos actores investidos de autoridad. En ausencia de dichos mecanismos de restricción del poder, toda garantía institucional se convierte en mera formalidad. Incluso procesos característicamente democráticos, como las elecciones, pueden reducirse a un mero ritual cuando el principal contendiente es al mismo tiempo el que cuenta los votos, o el que monopoliza recursos clave de la contienda. Uno de los efectos regulares de la existencia de frenos y contrapesos es que los resultados del juego político no dependen de la voluntad de un solo actor; son producto de la interacción estratégica de actores independientes que responden a intereses diversos. De hecho, la definición de democracia como un régimen que institucionaliza la incertidumbre, reformulada recientemente por Przeworski, retoma la visión madisoniana de la democracia, según la cual los frenos y contrapesos son parte esencial de esta forma de gobierno.¹⁴

    La democracia —dice Przeworski (1991, p. 12)— es un sistema para procesar los conflictos en el cual los resultados dependen de lo que los participantes hacen, pero ninguna fuerza política controla lo que ocurre. Ninguna de las fuerzas políticas contendientes conoce ex ante los resultados de los conflictos particulares, porque las consecuencias de sus acciones dependen de las acciones de otros y éstas no pueden predecirse con certeza.

    Un aspecto definitorio de los regímenes autoritarios es la concentración del poder ya sea en un líder carismático, en una junta militar, en el jefe del ejecutivo o en la dirigencia de un partido político. La excesiva concentración del poder se refleja en la ausencia de garantías contra la acción arbitraria de la autoridad. La democratización de los regímenes autoritarios no sólo supone la celebración de elecciones limpias, sino también el establecimiento de un sistema efectivo de frenos y contrapesos. De hecho, en los estudios sobre la transición a la democracia ha habido una tendencia a exagerar el significado de las elecciones. Como dice Loveman (1998, p. 130), tener un gobierno electo implica en sí mismo muy poco acerca de la democracia. Son necesarias las garantías institucionales —y una dispersión del poder que la haga creíble— que regulen la disputa por el poder y que aseguren que ningún competidor tiene el control sobre los resultados.

    En América Latina, el retiro de los militares a sus cuarteles y el restablecimiento de gobiernos civiles de elección popular dio lugar a un rápido proceso de liberalización política. Actores políticos proscritos durante el régimen militar fueron readmitidos. Con el retiro de los militares se suprimieron los procesos extrajudiciales y se restablecieron las garantías diseñadas para proteger a los ciudadanos de acciones judiciales arbitrarias. El poder concentrado en las juntas militares o en los jefes del ejército se redistribuyó entre las autoridades civiles establecidas en las constituciones. Sin embargo, en algunos casos el proceso de liberalización política no ha sido suficiente para garantizar una democracia estable. Mientras alguno de los actores políticos pueda suspender las garantías institucionales y centralizar el poder (tal como ha sucedido en Perú, Ecuador y más recientemente en Venezuela), el resultado no es una democracia liberal sino lo que Loveman (1998, p. 135) denomina democracia protegida, es decir, una democracia en la que el Estado, personificado en funcionarios públicos, asume una misión tutelar y moralizadora en lugar de la tarea más humilde de representar al electorado.

    Un obstáculo adicional se refiere a la baja capacidad estatal de muchas de esas democracias. Los derechos civiles muchas veces no se respetan, no por la arbitrariedad de un dictador, sino por la fragilidad de las instituciones públicas frente a individuos poderosos o frente al crimen organizado. Esa baja capacidad puede llevar también a políticas económicas inconsistentes. Sin crecimiento y con inflación a la alza, las democracias tienen menos probabilidades de sobrevivir.

    El modelo autoritario mexicano

    La liberalización política no significa construir un nuevo orden a partir de cero. En su sentido original, la liberalización consiste en extraer libertades del soberano. Por esa razón, el punto de partida de los procesos de liberalización política es decisivo. En el caso de México, dicho punto de partida fue un régimen autoritario con dos características básicas: un partido hegemónico que controlaba el acceso a la gran mayoría de cargos públicos y la subordinación de los poderes constitucionales a la autoridad del presidente de la República.¹⁵ Tales prácticas políticas se convirtieron, a partir de la década de 1930, en factores de equilibrio bastante estables, con una sorprendente capacidad para sobrevivir a los cambios de personas y circunstancias.

    De hecho, una de las características peculiares del modelo autoritario mexicano fue su alto grado de institucionalización. Décadas después de su fundación, el régimen autoritario mexicano se asemejaba a las antiguas casas de madera. Todas sus piezas habían sido remplazadas en algún momento, pero la casa era esencialmente la misma. Precisamente en esa capacidad para renovarse residía su fuerza para resistir.

    El sistema de partido hegemónico y el presidencialismo —entendido como la subordinación de los órganos constitucionales al jefe del ejecutivo— son dos prácticas políticas interrelacionadas. La formación del partido hegemónico, con el nombre del Partido Nacional Revolucionario, constituye el hecho fundacional en la historia del autoritarismo en México. El PNR fue una institución que generó instituciones. Sus reglas y prácticas internas redefinieron el funcionamiento de los órganos de gobierno establecidos por la Constitución. En la práctica, el sistema del partido hegemónico sustituyó el esquema constitucional de dispersión de autoridad en órganos separados por un régimen basado en la centralización del poder en el presidente de la República.

    La concentración de poder en el presidente se explica en gran parte por los poderes partidistas del jefe del ejecutivo.¹⁶ Dicha fuente metaconstitucional de su autoridad fue resultado de su capacidad para premiar y castigar a los cuadros políticos en un contexto en que el partido del presidente era el único medio para desarrollar carreras políticas largas y exitosas. El control del partido hegemónico sobre el acceso a los cargos públicos puso en manos del presidente un poder de patronazgo de alcances prácticamente ilimitados. El jefe del ejecutivo podía influir de manera decisiva en la conformación de cualquier órgano constitucional y después podía además someterlo a su tutela. Dentro del gobierno federal, tal capacidad le garantizó el apoyo disciplinado de las mayorías de su partido en el Congreso y le permitió obtener la aquiescencia del poder judicial en los asuntos que le interesaban.

    El sistema de partido hegemónico también fue la clave para redefinir en la práctica el funcionamiento del acuerdo federal establecido en la Constitución que otorgaba a los gobiernos estatales un grado sustancial de autonomía. De hecho, durante la década de 1920 los gobernadores y las legislaturas de los estados eran actores políticos que operaban con enorme independencia respecto del gobierno federal. Sin embargo, conforme el PNR fue extendiendo su hegemonía a la política local, los gobiernos estatales empezaron a funcionar más como agentes del presidente de la República que como órganos autónomos. La centralización política resultante permitió vencer resistencias hacia los programas de integración nacional y modernización que articularon los gobiernos posrevolucionarios.

    Para su consolidación y desarrollo, el sistema de partido hegemónico dependió de dos prácticas políticas: el manejo fraudulento de las elecciones y el establecimiento de esquemas clientelares para contener los conflictos. Ciertamente, las elecciones fraudulentas eran una práctica regular antes de la formación del PNR.¹⁷ Sin embargo, el fraude electoral se convirtió en una práctica instrumental para el establecimiento de un orden político basado en la hegemonía de un solo partido. El aspecto realmente novedoso que trajo consigo la formación del PNR fue la construcción de una estructura de relaciones clientelares. Cooperar con los dirigentes del PNR se convirtió en la clave para conseguir los bienes proporcionados por el gobierno y para tener acceso a las oportunidades políticas.¹⁸ El clientelismo sirvió para cooptar movimientos políticos nacientes y contener el conflicto dentro del partido hegemónico. De hecho, esta práctica fue utilizada para extender las bases de apoyo al régimen. En la segunda mitad de la década de 1930, el gobierno de Cárdenas utilizó el reparto de tierras, la regulación de relaciones industriales y el acceso a cargos públicos para crear corporaciones campesinas ligadas al partido hegemónico y cooptar al naciente movimiento sindical.¹⁹

    Las relaciones clientelares son al mismo tiempo voluntarias y coercitivas. El consentimiento es inducido. Es el acceso condicionado a los beneficios, gravosa y discrecionalmente dosificados por la autoridad, lo que sostiene la cooperación con los dirigentes. Por ello, las prácticas clientelares dentro del partido hegemónico sirvieron también para crear un sistema de sanciones que mantuviera la disciplina. La dirigencia del partido podía cerrar el acceso a los beneficios clientelares. La posibilidad de desarrollar carreras políticas fuera del partido hegemónico era prácticamente nula. Esta amenaza era suficientemente efectiva para hacer que la cooperación con el régimen fuera la estrategia dominante. Cuando este mecanismo podía evitar que la disidencia interna se convirtiera en oposición al partido hegemónico, los dirigentes tenían otros mecanismos para proteger al régimen: el fraude electoral y, en última instancia, la represión.²⁰ Un indicador del éxito de las prácticas clientelares en contener el conflicto es que no fue necesario utilizar la violencia de manera regular y sistemática para contener a la oposición.

    El régimen político de México no era percibido como una democracia, pero tampoco parecía una dictadura. Desde 1946, eran civiles los que encabezaban el gobierno. Se trataba de una élite progresista que gobernaba sobre una sociedad tradicional en proceso de modernización. El grado de institucionalización de las prácticas políticas era bastante sofisticado en comparación con las prácticas de las dictaduras militares de América Latina. Sobre todo, el régimen de partido hegemónico había sido capaz de proporcionar estabilidad política y de sobrevivir sin tener que recurrir de manera regular y generalizada a la represión. Para algunos autores, como el propio Samuel Huntington (1968), el PRI era un modelo de gobierno que los países en desarrollo podían emular.

    La concentración de poder en la presidencia y la ausencia de una oposición fuerte fueron vistas como una garantía de gobernabilidad. En un país propenso a la crisis y a la inestabilidad política (recuérdense el México de la segunda mitad del siglo XIX o el México bronco de la Revolución), un ejecutivo fuerte significaba un gobierno con capacidad de reacción y con el poder suficiente para conservar el orden social y conducir el proceso de modernización en el marco de una economía cerrada que daba al ejecutivo la capacidad de asignar desmesuradamente beneficios a muchos actores. La presidencia aparecía como la cabeza de un Leviatán capaz de prevalecer sobre los intereses particulares en conflicto y de proteger el interés nacional. Se trataba además de una presidencia institucionalizada que no dependía de un líder fuerte eternizado en el poder. El poderoso presidente mexicano estaba limitado por la inamovible regla de la no reelección.

    El cambio político en México

    El propósito de este libro es presentar al lector una serie de lecturas que en su conjunto proporcionan una visión comprensiva del proceso de liberalización política en México. Las lecturas compiladas en este libro forman parte de una colección reunida por la revista Política y Gobierno durante seis años de producción ininterrumpida. Política y Gobierno es un proyecto editorial de la División de Estudios Políticos del CIDE que apareció por vez primera en 1994 con la dirección de Carlos Elizondo Mayer-Serra y que desde 1997 dirige Benito Nacif Hernández. Su propósito principal ha sido servir como foro para la difusión y crítica de trabajos académicos en ciencia política. Parte esencial de este proyecto ha sido observar escrupulosamente el rigor analítico de material publicado. Los estudios que aparecen en este libro, así como todos los artículos que forman la colección de Política y Gobierno, se han sometido a un proceso de arbitraje mediante el sistema de dictámenes anónimos.

    Se trata de una selección de artículos publicados durante un periodo de seis años. Se ha optado por corregir sólo un poco el estilo, sin modificar los contenidos ni los tiempos verbales de cuando fueron escritos. No conocer el desenlace que la liberalización del sistema político mexicano tuvo el 2 de julio del 2000 puede afectar algunas de las afirmaciones e incluso de las conclusiones de los textos. Sin embargo, creemos que las principales tendencias y problemas están claramente detectados por los autores, sin que la distancia afecte la lógica de la argumentación. Incluso, en muchos casos, la distancia hace más claro el hilo conductor del argumento y las tesis exploradas por los autores ayudan a explicar lo sucedido el 2 de julio y a apuntar los principales retos y dilemas del sistema político que se derivan de la alternancia.

    Los artículos que se seleccionaron cubren cuatro aspectos del proceso de liberalización política en México. En la primera sección se analiza la transformación del sistema de partido hegemónico en México. La segunda sección agrupa artículos que tratan la relación entre liberalización política y liberalización económica, dos procesos que en las dos últimas décadas se han dado simultáneamente. La tercera sección está destinada a trabajos sobre el comportamiento de un actor central que, a consecuencia de la liberalización política, ha ganado cada vez más importancia: el electorado. La última sección presenta una serie de artículos que analizan algunos de los efectos de la liberalización en áreas como la selección de candidatos, la gestión pública en gobiernos de oposición y las relaciones intergubernamentales.

    EL DESGASTE DEL PARTIDO HEGEMÓNICO

    El crecimiento de los partidos de oposición ha sido a la vez causa y efecto de la liberalización política en México. Uno de los aspectos decisivos que distingue al régimen mexicano de partido hegemónico de los sistemas de partido de Estado, como la antigua Unión Soviética, fue la tolerancia a la oposición electoral organizada en partidos políticos. Desde la década de 1940, el régimen autoritario mexicano permitió e incluso propició la supervivencia de partidos de oposición. Desde luego que los partidos de oposición operaron durante mucho tiempo en un ambiente sumamente hostil. Las elecciones eran controladas por el PRI y no había instancias independientes a las cuales recurrir para dirimir disputas electorales. Los candidatos del PRI utilizaban abiertamente y sin restricciones los recursos del gobierno para comprar el apoyo de los electores y si éstos no se dejaban era común sencillamente robar los votos.

    En este contexto, los políticos de oposición enfrentaban un prospecto de carrera breve y oscuro. Con casi todas las oportunidades políticas monopolizadas por el PRI, lo máximo a lo que un político de oposición exitoso podía aspirar era a un escaño como diputado por tres años; lo demás era predicar en el desierto. El resto de las oportunidades políticas relevantes (senadurías, gubernaturas y por supuesto las posiciones relevantes en las administraciones federal y estatales) estaba sometido a un estricto control político; constituía el botín o premio de guerra para el partido que había conquistado el poder.

    En su contribución a este volumen, María Amparo Casar estudia el efecto del monopolio partidista de los cargos públicos sobre el régimen constitucional mexicano. Casar muestra que el contraste entre forma y práctica constitucional tiene su origen en el control ejercido por el jefe del ejecutivo, mediante el PRI, sobre la estructura de oportunidades políticas. Formalmente, México poseía un sistema político basado en el principio de división de poderes, en el sistema de frenos y contrapesos y en el federalismo. En la práctica, sin embargo, la separación de poderes tanto horizontal (ejecutivo, legislativo y judicial) como vertical (gobierno federal y gobiernos estatales) fue anulada por el sistema de partido hegemónico. Una de las conclusiones que se desprenden de la contribución de Casar es que el proceso de liberalización del régimen autoritario mexicano consistía básicamente en limitar el poder del ejecutivo abriendo un canal de acceso estable y regular para dar oportunidades políticas a organizaciones independientes no sometidas al tutelaje del presidente.

    Las primeras reformas liberalizadoras buscaron ampliar la capacidad de los partidos de oposición para retribuir a sus cuadros, aunque buscando no poner en riesgo, desde luego, el grueso de oportunidades reservado para el PRI. El instrumento utilizado para tal propósito fueron los escaños de representación proporcional en la Cámara de Diputados primero, y después en las legislaturas de los estados, los cabildos municipales y, más recientemente, el senado de la República. En su contribución, Benito Nacif analiza la influencia de las instituciones que regulan el acceso y desempeño de cargos en el Congreso sobre el sistema de partidos. Nacif argumenta que la reforma constitucional que prohibió la reelección consecutiva en el Congreso, en las legislaturas estatales y en los ayuntamientos sirvió para consolidar el sistema de partido hegemónico e inhibir el desarrollo de los partidos de oposición. La no reelección consecutiva cambió la pauta regular de las carreras políticas, permitiendo centralizar la selección de candidatos y contener el conflicto de ambiciones por los cargos en el Congreso dentro de un mismo partido. Nacif muestra también cómo el crecimiento de los partidos de oposición en la Cámara de Diputados hasta 1994 fue a un tiempo promovido y detenido por los propios dirigentes del régimen, utilizando para ello los escaños de representación proporcional. Ésta aseguró a los partidos de oposición el acceso constante a un número creciente de oportunidades políticas. Ello aumentó su capacidad para reclutar cuadros políticos y para poder recompensar el esfuerzo organizativo que desplegaban en las elecciones.

    La liberalización política y el desarrollo de los partidos de oposición abrió una nueva posibilidad para el priísmo: que el PRI mantuviera el poder en elecciones limpias y competitivas. Para conseguirlo, los dirigentes del régimen se enfrentaban a una disyuntiva: o profundizaban el proceso de liberalización política o lo detenían. Si optaban por detenerlo, podían mantener el control total sobre la política a corto plazo, pero se arriesgaban a una ruptura a mediano o largo plazo. La experiencia histórica demuestra que si se producía tal ruptura, el PRI desaparecería, tal como sucedió con el Partido Comunista de la antigua Unión Soviética. Por otro lado, profundizar la liberalización podría asegurar la supervivencia del PRI a largo plazo y permitiría su transformación a corto plazo en partido dominante. Sin embargo, liberalizar también suponía riesgos: el PRI podría perder su condición de partido en el poder, como sucedió el 2 de julio. De hecho, la liberalización política dependió de la magnitud de este riesgo comparada con las consecuencias de la ruptura.

    En las elecciones de 1994 se pusieron en práctica por primera vez las reformas realmente liberalizadoras de la organización del proceso electoral. Durante la administración del presidente Salinas, el gobierno aceptó transferir la organización de las elecciones a un cuerpo independiente, dominado por consejeros ciudadanos. La reforma electoral de 1994 cambió por completo la composición del Consejo General del IFE. El nombramiento de los nuevos consejeros estuvo respaldado por una mayoría multipartidista en el Congreso. El resultado fueron las primeras elecciones en la historia de México realizadas con estrecha vigilancia externa hacia la capacidad del partido en el poder para manipular los resultados; la vigilancia externa incluía a los observadores internacionales. La victoria del PRI, sin embargo, planteó diversas interrogantes acerca del proceso de liberalización política en México que Laurence Whitehead trata de responder en su capítulo. Whitehead señala que el proceso de liberalización modificó aspectos sustanciales del antiguo régimen autoritario; sin embargo, después de décadas en que un solo partido ejerció el monopolio político en México, existían prácticas y convenciones informales que revirtieron el proceso de liberalización política. Whitehead advierte que todo esto hacía del cambio político en México un proceso tortuoso, prolongado e incierto.

    ECONOMÍA Y POLÍTICA: LA HISTORIA DE DOS LIBERALIZACIONES

    Un aspecto central del modelo autoritario mexicano fue la existencia de gobiernos presidencialistas fuertes con una enorme capacidad para introducir cambios en las políticas públicas. Una vez que el presidente de la República se pronunciaba en favor de una nueva política, no había otro actor con la fuerza suficiente para detener la iniciativa. La oposición era prácticamente inexistente y el control centralizado del presidente sobre su partido le permitía imponerse frente a cualquier resistencia interna. El resultado fue una paradójica combinación de continuidad en el partido gobernante con una notable inestabilidad en las políticas públicas.

    La concentración de poder en la presidencia se manifestaba en cambios de política radicales, en ocasiones sorprendentes y traumáticos, como la educación socialista, el reparto agrario y la expropiación de la industria petrolera durante el gobierno del presidente Cárdenas (1934-1940), o el endeudamiento externo, los déficit públicos desorbitados y la expropiación de la banca en la administración de López Portillo (1976-1982). A menudo la posibilidad de introducir cambios de política no iba acompañada de la capacidad de ponerlos en práctica satisfactoriamente. Ello se debía en gran parte a la lógica clientelar con la que operaba el aparato administrativo y que se traducía en ineficiencia y corrupción.

    Una presidencia fuerte se justificaba como un acuerdo político necesario para resolver las crisis generadas en la sociedad o por el entorno internacional. Pero el presidencialismo fue al mismo tiempo causa y solución de las crisis. Reproducía las condiciones que justificaban su existencia. La concentración de poder en el presidente servía para hacer frente a situaciones apremiantes, pues él tenía la capacidad de aplicar las correcciones de política necesarias, sin importar qué tan drásticas fueran. Sin embargo, la concentración de poder implicaba la desactivación de controles al poder presidencial. El resultado era un círculo vicioso. El presidencialismo daba lugar a excesos de autoridad que se traducían en errores graves de política. Con el tiempo, los efectos de estos errores generaban situaciones urgentes que a su vez sólo podían enfrentarse mediante un golpe más del poder centralizado.

    La concentración de poder en la presidencia significó en la práctica débiles restricciones a la intervención del Estado en la economía. El ejecutivo asumió cada vez con mayor fuerza el control centralizado de los instrumentos de gobierno para intervenir en la economía. Esto quería decir, por una parte, que el manejo de las principales variables de política económica era una prerrogativa del presidente de la República. Por otra parte, también quería decir que el poder ejecutivo poseía una enorme tendencia a incurrir en políticas insostenibles en el mediano plazo, a cambiar el marco regulatorio y a modificar los derechos de propiedad.

    La crisis económica que estalló en 1982 representó un parteaguas en la historia del presidencialismo en México. La inmoderada expansión del gasto y de la deuda del gobierno eran una muestra de los excesos del poder presidencial. Asimismo, la expropiación de los bancos desafió todas las convenciones sobre los límites de la intervención del poder público en la economía. Mostró que, en el régimen presidencialista mexicano, la capacidad constitucional y real del ejecutivo para modificar derechos de propiedad se había desbordado. El resultado fue una profunda crisis de confianza y credibilidad que dificultó enormemente que la economía mexicana retomara el camino del crecimiento a largo plazo.

    El estudio de Blanca Heredia en este volumen analiza la respuesta de los dirigentes del régimen a la crisis de 1982. Una vez más, el régimen de partido hegemónico mostró su capacidad para cambiar radicalmente el modelo de desarrollo en el que descansaba la política económica. Para Heredia, las condiciones políticas que hicieron posible el programa de reforma económica fueron básicamente dos: en primer lugar, la cohesión de la élite gobernante en torno a una presidencia poderosa; en segundo lugar, las prácticas clientelares que permitían la cooptación y la contención del conflicto generado por la reforma económica.

    La reforma económica fue instrumentada desde la presidencia y tuvo poco consenso incluso entre la mayoría de los miembros del PRI. Dicha reforma tenía un carácter estructural: no sólo buscaba el ajuste de las finanzas públicas, sino también reducir el tamaño del Estado y abrir la economía a la competencia e inversión extranjeras. Tales medidas tenían como finalidad principal atraer la inversión privada para reactivar la economía. La lógica de la reforma era liberalizar, como estrategia para generar confianza y credibilidad entre los inversionistas. Se trataba de restringir el poder discrecional del presidente empleando mecanismos institucionales que dieran garantías respecto a la intervención del gobierno en la economía.

    Como parte importante de la estrategia se aceptó el monitoreo de organismos financieros internacionales como el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial sobre el manejo de las finanzas públicas. Las políticas de privatización (o incluso de desincorporación, como se llamó al cierre de empresas públicas sin valor en el mercado) fueron también una manera de mostrar el compromiso del gobierno hacia la creación de un marco de política económica favorable a la inversión privada. El gobierno complementó estas medidas con la firma de acuerdos internacionales que lo obligaban a sostener una política de apertura comercial.

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