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Historia mínima del PRI
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Libro electrónico359 páginas7 horas

Historia mínima del PRI

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El Partido Revolucionario Institucional es una de las instituciones centrales del sistema político pero no ha recibido la necesaria atención académica. Ha sido objeto de una repetida interpretación que lo considera un aparato de manipulación previsto desde su nacimiento como PNR o ha sido considerado solamente como adversario político y electoral y
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento3 dic 2019
Historia mínima del PRI

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    Historia mínima del PRI - Rogelio Hernández Rodríguez

    Primera edición, enero de 2016

    Primera reimpresión, marzo de 2016

    DR © El Colegio de México, A.C.

    Camino al Ajusco 20

    Pedregal de Santa Teresa

    10740 México, D.F.

    www.colmex.mx

    ISBN impreso: 978-607-628-220-5

    ISBN digital: 978-607-462-859-3

    Impreso en México

    La transformación a libro electrónico del presente título fue realizada por

    Sextil Online, S.A. de C.V./ Ink it ® 2017.

    +52 (55) 52 54 38 52

    contacto@ink-it.ink

    www.ink-it.ink

    Índice

    Agradecimientos

    Introducción

    I. El Partido Nacional Revolucionario

    Las condiciones políticas

    La fundación del partido

    El pnr y el Maximato

    El partido del Estado y las instituciones

    II. Del partido de masas al partido institucionalizado

    La afirmación de las instituciones

    La organización de las masas

    Hacia la maquinaria electoral

    La creación del pri

    III. Los años del letargo. El priismo en el país

    Estabilidad política y pasividad del partido

    Oposición y control de la élite política

    El estancamiento

    La política priista

    Una militancia real

    Una autonomía imprevista

    IV. La reforma de Carlos A. Madrazo

    El surgimiento político de las clases medias

    El político de la reforma

    El intento de reforma interna

    La sociedad cambiante

    De nuevo, el letargo

    V. La tecnocracia y la fractura del pri

    La élite política y el pri

    La tecnocracia, la nueva élite dominante

    La racionalidad tecnocrática

    La tecnocracia frente al pri

    El quiebre interno. La Corriente Democrática

    La obligada disputa interna

    VI. La reforma salinista. Los dos proyectos de partido

    La reforma electoral

    El gabinete de compromiso

    La reforma del pri

    Primera etapa, 1988-1992

    Segunda etapa, 1992-1993

    La candidatura de Colosio

    La propuesta de Colosio

    VII. La ruptura con el presidente. La derrota

    El candidato improvisado

    La soledad y pasividad del presidente

    La conveniente distancia con el pri

    Un partido en busca de liderazgo

    La dirigencia de Roberto Madrazo

    Epílogo. Un regreso condicionado

    Presencia electoral

    Élites estatales

    Anexo

    Bibliografía recomendada

    Agradecimientos

    Este libro tiene sus principales deudas con Francisco Gómez, Pablo Yankelevich y Javier Garciadiego, quienes en varias ocasiones y de diversas formas, me persuadieron de prepararlo. Cuando todavía tenía dudas de su conveniencia, fueron amigos y colegas como Virginia Careaga, Graciela Carrazco, Pilar Moreno y Jean-François Prud’homme los que pacientemente insistieron en que era un buen proyecto reconstruir la historia del pri en un texto sencillo pero que no sacrificara la seriedad en el análisis. Espero haberlo conseguido. A José Luis Reyna y Francisco Zapata les debo importantes observaciones a la primera versión del texto que me ayudaron mucho a mejorarlo.

    Introducción

    Con frecuencia, los analistas de la política cometen el error de suponer que los hechos y las instituciones del presente se comportan de acuerdo con intenciones previas que, no importa el tiempo transcurrido, habían trazado el camino y los procedimientos necesarios para lograrlos. Como alguna vez escribiera Alan Knight, al responder a algunas interpretaciones equivocadas, pensar que Lázaro Cárdenas y sus acciones estaban previstas en la Revolución de 1910 es tan absurdo como decir que el Gulag era una consecuencia natural de la Revolución de octubre en Rusia. Aunque parezca una obviedad, a veces es necesario recordar que la historia no se conduce siguiendo un guión previamente elaborado y que los políticos, cuando en realidad son profesionales, toman decisiones determinadas por el momento, sin pretender que perduren ni tampoco que la evolución que puedan seguir esté planeada. En 1929, cuando Plutarco Elías Calles decidió hacer realidad la fundación del Partido Nacional Revolucionario no estaba pensando que se convertiría en el Partido de la Revolución Mexicana, luego en el Partido Revolucionario Institucional, que gobernaría ininterrumpidamente el país hasta el año 2000, que sería derrotado en dos ocasiones en las elecciones presidenciales y que en el 2012 recuperaría el poder.

    La advertencia tiene sentido porque el pri, como una de las instituciones centrales del sistema político, ha sido objeto de una repetida interpretación teleológica que no sólo lo considera un aparato de manipulación sino que ese objetivo fue previsto desde su nacimiento. La interpretación no tiene nada de académica y por ello ha predominado en las confrontaciones políticas y partidarias. Pero más allá de su utilidad en ese terreno, la interpretación solamente ha servido para que no se conozca qué hacía el pri, cómo se desarrolló, qué conflictos tuvo y, quizá lo más importante, por qué ha logrado sobrevivir por más de 80 años.

    De hecho, su propia evolución revela cómo los intereses políticos han predominado sobre la interpretación académica. Mientras el pnr y el prm, sus antecesores, cuentan con estudios puntuales, algunos de ellos notables por su profundidad, minuciosidad y rigor analítico, el pri no tiene ninguna historia semejante, apenas un puñado de textos que analizan situaciones o eventos específicos, pero no una historia que dé cuenta de su funcionamiento desde que se creó en 1947. En buena medida, la explicación se encuentra en los periodos históricos en los que cada etapa del partido se ubica. Los años veinte y sobre todo los treinta, corresponden a los primeros años de la posrevolución, cuando las instituciones del sistema político se formaron, cuando los líderes de la época exponían ideas y compromisos sociales. Y, dependiendo de las simpatías, se ve en Calles, el creador del pnr, al líder arbitrario que creó un partido solamente para controlar la política y fortalecer su posición, y a Cárdenas, que lo transformó en prm, al presidente comprometido con el pueblo, revolucionario con buenas intenciones, que todo lo hizo para beneficio social y siguiendo los mandatos de la Revolución. No se dice nada de cómo Calles construyó instituciones y leyes básicas para el funcionamiento del Estado, muchas de las cuales sobreviven hasta el presente, ni menos se dice que Cárdenas fue el responsable del corporativismo clientelar, tan criticado en el partido, y que fue quien convirtió al Estado en un severo tutor de los trabajadores.

    Pero el pri no tiene ese contexto romántico. Por el contrario, el pri se desarrolló en la etapa de dominio absoluto, con un sistema autoritario que limitó y controló a la competencia y que sirvió sin condiciones a los proyectos de los gobiernos que se sucedieron en el poder. El pri no es, entonces, más que un instrumento de control, de sometimiento. No se dice nada de cómo esa época es la misma que hizo al país un ejemplo de estabilidad política y desarrollo económico que, desde luego, no se debe a él como partido, pero que sí le demandó una actuación determinada como institución al servicio del Estado.

    Debido precisamente a la estabilidad de aquella época, el pri era considerado un organismo homogéneo, vertical, centralizado, con un mando único que lograba imponer su voluntad sin cuestionamientos a todos sus miembros. Como resultado de esta interpretación, el pri no fue objeto de investigaciones particulares y dio pie a ideas parcialmente ciertas que, sin embargo, no lograban dar cuenta de su funcionamiento. La más grave de ellas fue suponer que su existencia, y por supuesto su dominio político, se debía única y exclusivamente a que recibía apoyos indebidos del gobierno, de tal manera que si ellos cesaban y se construía un sistema electoral verdaderamente autónomo, que garantizara la equidad en la competencia, el pri perdería las elecciones y en el corto plazo desaparecería. No es necesario abundar mucho para demostrar que la profecía no se cumplió.

    Ese y otros errores han sido el resultado de la falta de estudios que expliquen su funcionamiento y su evolución. Por eso los que existen, como ya se señaló antes, abordan aspectos muy específicos que, usualmente, desvelan prácticas concretas o conflictos particulares: las candidaturas a diputados federales; la reforma de Carlos A. Madrazo; alguna campaña presidencial destacada; asambleas conflictivas, o la derrota presidencial. La sola enumeración de tareas analizadas en el pri debería mostrar que, contra lo supuesto, no era un organismo homogéneo sino uno con variados grupos que imponían diferentes prácticas y en algunas ocasiones provocaban enfrentamientos que, sin embargo, no ponían en riesgo su permanencia.

    El presente estudio no pretende dar una explicación final del pri pero sí reconstruir su desarrollo a partir de dos ideas básicas: ni su fundación ni su desarrollo respondieron a un programa preestablecido por algunas mentes privilegiadas, y su característica principal, ser un partido de Estado, si bien estableció la subordinación al jefe del Ejecutivo, también diseñó una estructura descentralizada que permitió la aparición de liderazgos, el desarrollo de una militancia y grupos internos que convivieron bajo la autoridad del presidente en turno. Las tres etapas del partido no se explican por ser adecuaciones previstas sino como ajustes necesarios a realidades y necesidades específicas que fueron interpretadas, definidas y aplicadas por los presidentes en su momento.

    El pri fue siempre un partido instrumental que no puso en duda, al menos no hasta el final del siglo pasado, su subordinación al jefe del Ejecutivo, pero que sí tuvo amplios espacios de libertad: lo mismo en la relación con las corporaciones que en la postulación de candidatos y la autonomía estatal para mantener la estabilidad. El pri tuvo poco de centralizado. En rigor, fue un partido que funcionó localmente para atender las necesidades de cada entidad y eso determinó que el liderazgo real recayera en los mandatarios estatales y no en la dirección nacional ni menos aún en la Presidencia de la República.

    Esa autonomía le garantizó el funcionamiento adecuado en cada circunstancia y zona, lo que hizo posible convertirlo en una maquinaria electoral eficiente. Esas condiciones le garantizaron las victorias, el predominio sobre los adversarios y, gracias al sistema electoral no competitivo, el control de la política. Pero también hizo posible que se estableciera en todos los estados del país, que organizara a las élites, las integrara con grupos y líderes específicos y, al final, que tuviera presencia en toda la República. Dio paso a múltiples arbitrariedades, sin duda, pero hizo posible que la estabilidad política del país se construyera desde los estados. En ese sentido, el pri fue más un organismo descentralizado que uno sometido a la jerarquía nacional.

    Pero tuvo tres limitaciones fundamentales. La primera fue su composición social que aunque fue cambiando en los primeros años, después de 1938 no se ajustó a la realidad del país. En 1929 nació para incorporar a los caudillos revolucionarios que controlaban recursos económicos, organizaciones sociales, gobiernos estatales, partidos e incluso milicias, y que amenazaban el poder del Estado. La crisis que se provocó en 1928 con el asesinato de Álvaro Obregón, el caudillo que se había convertido en el árbitro de las ambiciones particulares, obligó a Calles a diseñar un organismo que diera certidumbre a la competencia entre líderes. En 1938 Cárdenas reconoció que el poder había pasado de los caudillos a las masas y que era indispensable incorporarlas al partido del gobierno porque en ellas radicaba la verdadera fuerza política. Las prioridades del momento se acompañaron de una definición en cuanto al compromiso del gobierno, pues si debía actuar conforme a los principios sociales de la Revolución, el partido a su servicio debía incorporar a los sectores populares mayoritarios. Fue así que el partido pasó de ser un organismo de individuos a uno de masas organizadas.

    El pri no cambió de definición a pesar de que le correspondería funcionar en una sociedad que sería transformada radicalmente gracias al desarrollo económico a partir de los años cuarenta. Mientras el pri se mantuvo con obreros, campesinos y un ambiguo sector popular, la sociedad cobijó a un nuevo y pujante actor: los sectores medios, educados, con ingresos crecientes y movilidad asegurada que, sin embargo, no tenían una vía de expresión política, lo que en los años de bonanza económica no fue importante, pero que a partir de la crisis se volvió vital porque esos sectores fueron los más afectados y eran los que tenían mayor capacidad para movilizarse.

    La segunda limitación fue su incapacidad para desarrollar acciones propias que le dieran apoyo en la sociedad. El pri se benefició de las políticas gubernamentales y principalmente de los programas sociales que los gobiernos pusieron en marcha gracias al desarrollo económico. Los años del priismo dominante coinciden con los del crecimiento sostenido, durante los cuales el gobierno atendió la educación en todos sus niveles; los servicios médicos y asistenciales; la vivienda y su financiamiento; la expansión de la energía eléctrica y petrolera; la construcción de obras de infraestructura, y, en un sentido amplio, permitió empleos e ingresos estables. Esa tarea fue capitalizada por el pri porque se había definido como partido del pueblo y los gobiernos que formaba respondían comprobadamente a las necesidades de la sociedad. Fue por eso que las inequidades políticas y electorales podían pasarse por alto siempre y cuando el gobierno diera resultados verificables en el ingreso y las condiciones sociales. En ese esquema, las deficiencias del gobierno se trasladarían, tal como sucedió en la realidad, al pri y, por ende, la crisis y las restricciones presupuestales del gobierno marcarían las limitaciones políticas del partido.

    La tercera condicionante tiene relación con su estructura y liderazgo. Como partido del Estado, el pri no tuvo una dirección propia, autónoma, ni un sistema de arbitraje interno. Esas responsabilidades descansaban en el jefe del Ejecutivo que decidía el rumbo del partido, designaba al presidente del Comité Ejecutivo Nacional y lo removía cuando lo estimaba pertinente. La dirección del pri se encargaba del funcionamiento cotidiano, de las negociaciones entre sectores y líderes locales, pero la orientación y tareas esenciales del pri las establecía el presidente de la República. Como complemento de este sometimiento, la decisión más importante del sistema, que era la selección del candidato a la Presidencia, estaba en manos del mandatario saliente, no del partido, que solamente ponía en marcha el aparato cuando se conocía al elegido. La atribución presidencial suponía tanto el sometimiento del partido como la disciplina de la élite política. En ambos casos lo relevante no era la facultad que se derivaba del ejercicio del poder, sino la autoridad que el presidente tenía como real y reconocido líder de la élite y del pri. Con dificultades que la historia ha registrado, ese liderazgo funcionó con eficacia desde que se estableció en 1958 y hasta 1988, cuando la convergencia de varios factores provocó la ruptura interna y el cuestionamiento de la autoridad presidencial. La crisis sería más grave cuando el pri fuera derrotado en las elecciones en el año 2000 y perdiera la Presidencia de la República y con ella, a su líder y guía.

    El pri experimentó varios problemas y enfrentó diversos desafíos, pero mantuvo dos características esenciales: su maquinaria electoral, basada en los estados y en su activa militancia, y en el camino revaloró a los liderazgos estatales que poco a poco condujeron al partido en los enfrentamientos con la oposición partidaria y, en especial, con su original líder, el presidente de la República. Estos factores le han permitido al viejo partido sobrevivir a la competencia electoral, a la derrota presidencial y a la pérdida de su liderazgo histórico. Como se verá en estas páginas, ha sobrevivido pero está muy lejos de resolver los dilemas y deficiencias de su estructura.

    El trabajo no está dividido en periodos históricos sino en etapas y coyunturas específicas del pri. Los dos primeros capítulos abordan tanto su nacimiento en 1929 como su transformación en 1938 y finalmente la fundación del pri en 1947. Un capítulo está dedicado a reconstruir cómo el pri se mantuvo sin cambios desde 1947 y demostró con toda claridad que era un partido subordinado al Poder Ejecutivo, absolutamente instrumental para los fines de los gobiernos en turno. El siguiente capítulo revisa en detalle la que fue la reforma interna más importante que se pudo llevar a cabo, que desarrolló Carlos A. Madrazo en 1965, y que no pudo prosperar debido a la extrema confianza que la élite gobernante tenía en la política nacional. Los siguientes capítulos abordan la serie de conflictos que vivió el pri cuando comenzó a enfrentar seriamente la competencia electoral y que lo obligó a revisar su estructura y liderazgos. El primero y más importante de todos los problemas derivó de la confrontación entre la vieja élite política y la élite tecnocrática que tomó el poder en 1982, que provocó un fuerte enfrentamiento del cual resultó el marginamiento de la vieja élite y la peor fractura interna que el pri haya tenido en su historia. De esa confrontación resultaría la salida de un importante grupo de priistas y la formación de una alternativa de izquierda en el sistema electoral mexicano.

    Los dos capítulos siguientes analizan las condiciones en las que el presidente Salinas impuso una reforma al pri que lo adecuara a su proyecto de modernización económica, pero también que cancelara las posibilidades de recuperación de la vieja élite política. Como será posible ver en ese capítulo, las intenciones del presidente de la República se enfrentaron a una militancia activa, orientada por los liderazgos estatales que hizo de la reforma de aquel sexenio una auténtica rebelión de la militancia. El último capítulo aborda las tensas relaciones entre el pri y el presidente Zedillo que ocasionaron, finalmente, la separación entre esas dos instituciones y que abonaron la derrota presidencial del año 2000. El libro cierra con un epílogo acerca de las condiciones en las que el pri regresó al poder en el año 2012 y evalúa las limitaciones estructurales del partido. Seguramente este trabajo no será el estudio definitivo del pri pero ofrece una explicación integral de la organización. Si es así, habrá cumplido su cometido y el que esta colección de El Colegio de México le ha confiado.

    I

    El Partido Nacional Revolucionario

    Las condiciones políticas

    Los partidos políticos nacen para ejercer el poder, pero no todos nacen para luchar por él y eventualmente conseguirlo. El Partido Revolucionario Institucional, en su primera versión, no tuvo como propósito alcanzar el poder sino retenerlo. Este objetivo fue determinante en su evolución porque no sólo lo subordinó al poder, restándole autonomía y capacidad de adaptación, sino que hizo del partido un instrumento al servicio de los intereses y necesidades políticas, pero también sociales, del Estado. Desde 1929 el partido fue pensado para acompañar y servir a los programas estatales y su organización, definiciones y acciones que no respondieron a su propia lógica como partido sino a las circunstancias políticas del país.

    La fecha de su fundación es un indicador claro del papel que desempeñaría la nueva organización. En rigor, el Partido Nacional Revolucionario (pnr) fue una institución más en un programa amplio de construcción de organismos, leyes y prácticas que intentaban pacificar al país, darle un cauce civilizado y para entonces moderno, para terminar con una prolongada incertidumbre política que procedía de la todavía cercana etapa armada de la Revolución. Los múltiples y variados movimientos que se crearon en contra de la dictadura de Porfirio Díaz no fueron capaces de construir un poder unificado tras la salida del general. Una prueba de esta incapacidad se encuentra en el hecho de que, como bien se sabe, el gobierno de Díaz se derrumbó en las primeras semanas del levantamiento armado y su temido ejército, al que se suponía poderoso y capaz de aplastar cualquier rebelión, fue disuelto tras pocos y breves enfrentamientos. Sin ejército, sin apoyo y asediado por diferentes frentes, Díaz renunció y se exilió del país. Pero la Revolución, en especial los enfrentamientos armados no concluyeron con la salida del dictador, por el contrario, a partir de entonces los diferentes ejércitos con sus respectivos líderes se enfrascaron en batallas que causaron pérdidas humanas y, lo más importante en términos institucionales, la destrucción de la economía y la sociedad. La Revolución demostró una notable eficacia para derrumbar el poder pero no pudo construir un mando único, capaz de unificar los grupos armados, diseñar una nueva organización política para el país y, por encima de todo, determinar civilizadamente los mecanismos para gobernar y elegir a los gobernantes.

    La inestabilidad política, acompañada de la violencia armada, fue una prueba de que los líderes revolucionarios no compartían las mismas ideas, tenían intereses encontrados y no acertaban a definir un nuevo cauce institucional. Sin duda que hubo avances significativos en este terreno y el más destacado fue el de preparar la Constitución de 1917, que expresaría tanto los ideales del movimiento como la idea formal que los representantes tenían del nuevo poder y su forma de ejercerlo. Pero a pesar de sus avanzadas propuestas, la Constitución no fue suficiente para que los revolucionarios acordaran cómo, quiénes y con qué méritos podrían ocupar la Presidencia. No eran las leyes ni los procedimientos jurídicos los que fallaban, era la política la que no daba certidumbre.

    Las revoluciones destruyen y dispersan el poder, y las sociedades, para sobrevivir, deben unificarlo de nuevo. A los revolucionarios mexicanos les llevaría demasiado tiempo conseguir esta tarea, en buena medida porque todos los sobrevivientes consideraban tener los mismos derechos para ocupar la silla presidencial. Y al menos en cuanto recursos armados y sociales no les faltaba la razón. El derrumbe del Porfiriato no afectó solamente al gobierno federal y las instituciones nacionales, también eliminó, casi con la misma rapidez, a las estatales. El extremo grado de centralización que caracterizó al Porfiriato, determinó que las funciones básicas de las administraciones estatales pasaran a manos del Ejecutivo federal. Si la ausencia de poderes locales fue una consecuencia esperable de la caída de Díaz, el vacío se agravó porque los movimientos revolucionarios nacieron y se multiplicaron en los estados. Prácticamente en cada entidad surgió un líder revolucionario, formó un cuerpo armado bajo su mando y ejerció el poder político sin oposición local ni federal.

    Con diferente suerte, que dependía sobre todo de las alianzas nacionales que construyeran, los caudillos-generales de la Revolución erigieron poderes locales fuertes y en algunas ocasiones, regionales. Además de ejércitos propios, que operaban en cada entidad pero que, según las circunstancias y los acuerdos, podían actuar en otras regiones e incluso desempeñarse como ejército nacional, los caudillos controlaban la política en los estados, dictaban e imponían leyes propias (agrarias, laborales, educativas) y fundaban o controlaban organizaciones de trabajadores. Otros, los más poderosos y con miras más amplias en la política nacional, fundaron partidos locales. Con semejantes recursos y poderes, los caudillos construían alianzas temporales para favorecer sus intereses y avanzar en sus posiciones.

    Hacia los años veinte del siglo pasado la única figura con verdaderos y reconocidos méritos militares era Álvaro Obregón. Antes de él habían figurado varios destacados generales: Lucio Blanco, Pascual Orozco, Emiliano Zapata y Francisco Villa, y otros, como Venustiano Carranza, cuya valía acaso no fuera militar pero sí política. Pero a mediados de los años veinte el único caudillo vivo era Obregón. A su alrededor había muchos otros pero ninguno que pudiera disputarle no sólo los méritos sino, lo más relevante, su autoridad como líder nacional, capaz de señalar rumbos y unificar intereses. Era en torno de Obregón que los caudillos se agrupaban y actuaban, al menos en cuanto a la política nacional. Las decisiones de Obregón eran pragmáticas y, en ese sentido, útiles: imponer sus ideas y construir las alianzas necesarias para llevarlas a cabo, incluida desde luego la sucesión presidencial. A cambio, dejaba completa autonomía para que los caudillos controlaran sus estados. A los opositores los destruía sin miramientos, política o físicamente, como lo demostrarían los casos de Adolfo de la Huerta y los más trágicos de Arnulfo R. Gómez y Francisco R. Serrano. Por medio del convencimiento o por la fuerza, Obregón era el caudillo que controlaba a los líderes e imponía alguna certidumbre en la política.

    Desde luego que tal personalismo abría la puerta a la arbitrariedad. Después de gobernar entre 1920 y 1924, Obregón impuso a Plutarco Elías Calles como su sucesor, no tanto porque tuviera merecimientos militares indiscutibles, sino porque era un hábil y leal político. Pero tras su mandato, las condiciones políticas no cambiaron sustancialmente y menos dieron cabida a una nueva personalidad para relevar a Calles en la Presidencia. En parte por ello, pero también por la ambición de Obregón, se decidió violentar la Constitución y el principal precepto revolucionario de la no reelección para que el sonorense volviera a la Presidencia. Esta evidente falta a los ideales revolucionarios, el dominio de Obregón, que no admitía competencia pero que tampoco creaba las condiciones para que los aspirantes disputaran el poder, y la multiplicación de caudillos que deseaban alcanzarlo pero no encontraban otra forma de conseguirlo más que con la anuencia del caudillo o la rebelión, hacía de la política del país en 1928 un asunto impredecible que abonaba la inestabilidad. Y los conflictos no sólo afectaron a los líderes revolucionarios y a la política, como lo prueba el que tuvo lugar con la Iglesia, en los años finales del gobierno de Calles, que derivaría en un prolongado enfrentamiento armado que llevaría al asesinato del presidente electo en San Ángel.

    La fundación del partido

    La muerte del general significaba mucho más que la desaparición del prestigiado militar, ya convertido en presidente electo. El país perdía al mandatario, pero lo más grave es que con ello desaparecía la única autoridad respetada por los caudillos y líderes locales que, aun con arbitrariedades, imponía los equilibrios necesarios para gobernar. Con la muerte de Obregón desaparecía el centro regulador de las ambiciones, lo que dio la oportunidad para que todos los caudillos reclamaran iguales condiciones para aspirar al poder. Calles, por más que fuera el presidente todavía en funciones, no tenía la autoridad para imponer el orden y tampoco contaba con el respeto de los propios obregonistas, que de inmediato sospecharon que el asesinato no era obra de los fanáticos cristeros sino de la ambición del presidente por perpetuarse en el poder. Para todos los caudillos y en especial para Calles, el asesinato amenazaba con una crisis mucho más severa que la simple sustitución del mandatario. De nuevo, los lineamientos constitucionales no eran el problema principal sino la ausencia de mecanismos políticos que fueran respetados por un conjunto de caudillos con pretensiones desmedidas. La organización y control de líderes se volvió prioritaria para Calles y en medio de la incertidumbre rescataría una vieja idea de Obregón, expresada por escrito y entre sus seguidores, incluido el mismo Calles, de construir un partido que agrupara a los revolucionarios.

    Los partidos no eran una novedad en México para esa época. Hacia 1929 existían cerca de mil partidos en todo el país, organizaciones que variaban en número de agremiados, muchos de ellos apenas con los dirigentes como militantes, incapaces de presentar candidatos a todos los puestos de elección, pero otros muy fuertes, en especial en algunas entidades del país, como los partidos Socialista del Trabajo en el Estado de México, Socialista Fronterizo en Tamaulipas, Radical de Tabasco, Socialista del Sureste en Yucatán, e incluso dos

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