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Historia mínima de la violencia en México
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Historia mínima de la violencia en México

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La violencia en el México del último siglo ha tenido múltiples manifestaciones. Este libro recorre su historia, empezando por la violencia revolucionaria, y explora la agraria, la religiosa, la pistoleril, la de guerrilleros y represores y la del crimen organizado, para finalizar con la de género. Cada una de estas violencias tiene sus propias
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento17 ago 2022
ISBN9786075643939
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    Historia mínima de la violencia en México - Pablo Piccato

    CAPÍTULO 1

    VIOLENCIA REVOLUCIONARIA

    Las historias de la Revolución escritas desde los primeros momentos del levantamiento de Madero en 1910 la han explicado como una consecuencia de la violencia recurrente en que se apoyaba el régimen de Porfirio Díaz. Desde 1876 el dictador fue consolidando una autoridad que hacía de las elecciones un ritual sin valor alguno para la mayoría de los ciudadanos y que facilitaba la concentración del poder económico y el control social en manos de unos pocos. Se despojaba a pueblos enteros de sus tierras, mientras indígenas o prisioneros comunes eran enviados casi como esclavos a plantaciones en el sur; en las ciudades se hostilizaba a periodistas y opositores de mil maneras, no todas legales. Por esa razón ni siquiera los observadores más desconfiados de la movilización popular que arrancó con la última reelección de Díaz podían negar que la dictadura había contribuido a crear lo que ahora ellos veían como masas embrutecidas que merodeaban por los campos y las ciudades destruyendo a su paso todo lo que había de civilizado después de tres décadas de paz. Tal era el caso, por ejemplo, de Mariano Azuela, quien en su novela de 1915 Los de abajo dejó un retrato indeleble de una revuelta popular que era, al mismo tiempo, caótica y profundamente enraizada en la vida social. En una escena las tropas que seguían a Demetrio Macías cargaban contra una posición elevada desde donde las ametralladoras de los federales habían dejado un tapiz de cadáveres. Pero los revolucionarios atacaban a los soldados con velocidad, los acuchillaban, lazaban las ametralladoras cual si fuesen toros bravos. Al final la ladera estaba cubierta de muertos, con los cabellos enmarañados, manchadas las ropas de tierra y de sangre, y en aquel hacinamiento de cadáveres calientes, mujeres haraposas iban y venían como famélicos coyotes, esculcando y despojando. Para otro personaje, un oficial revolucionario, la imagen retrataba la psicología de nuestra raza, condensada en dos palabras: ¡robar, matar!.

    Pero esa violencia que los observadores educados veían como pura destrucción empezó como una restauración de la justicia. Así, por ejemplo, la violencia original de la dictadura explica por qué los campesinos de Morelos decidieron sacar del lugar seguro donde las guardaban las armas que sus mayores habían usado para pelear en los años de la Reforma y la Intervención Francesa. Las viejas carabinas serían usadas ahora en la defensa de un orden que la modernización dictatorial estaba destruyendo. Los campesinos que siguieron a Emiliano Zapata pensaban que la Revolución contra Díaz les daba la oportunidad para reocupar y defender las tierras que les pertenecían legítimamente, pero les habían sido arrancadas por los hacendados mediante maniobras pseudolegales y coerción. Como explica John Womack, ante cualquier resistencia, hacendados y administradores respondían de manera privada, local y brutal, que solía consistir en una buena paliza o, a veces, en asesinatos. El gobierno también podía detener a quienes trataban de frenar el despojo mediante vías legales y mandarlos a una muerte casi segura en las plantaciones del sur. Para esos morelenses, como para muchas otras comunidades que se fueron levantando en armas en los meses posteriores al llamado a la rebelión de Francisco I. Madero en el Plan de San Luis de 1910, la Revolución tenía un significado primordialmente local, pero no tenía nada de caótica. Sus dirigentes se prepararon para la represión. Antes de darse de balazos y machetazos con los rurales, guardias blancas (empleados armados de las haciendas) y soldados que los ricos mandaban para quitarles sus tierras, los levantados atacaron puestos militares o policiales y cascos de haciendas para hacerse de armas, pero sin entablar una batalla formal, y aumentaron su capacidad de combate sin esperar que desde el norte la coalición maderista coordinara los esfuerzos a nivel nacional.

    No debe crearse un estereotipo a partir de este gesto rebelde que en Morelos encontró su ejemplo más emblemático. Las reivindicaciones agrarias eran importantes en todas las áreas que se levantaron con Madero, incluido el norte, pero las formas que adoptó la rebelión desde el principio fueron múltiples y no siempre eficaces. La falta de armas obligaba a los primeros rebeldes a atacar localidades pequeñas y aisladas, a dispararles a las defensas del gobierno mientras alcanzaban las balas, y luego a escapar al monte. Los federales tenían artillería que los rebeldes en algunos casos trataban de contrarrestar con cartuchos de dinamita robados en las minas, pero que generalmente evitaban dispersándose. En ambos bandos armas de marca o improvisadas frecuentemente fallaban y causaban heridas a quienes las operaban. Lo que les faltaba en números y poder de fuego a los rebeldes lo compensaban, como las tropas de Macías, en velocidad, conocimiento del terreno y temeridad.

    Más allá de esta asimetría, en distintas regiones del país la rebelión maderista dio lugar a una gran diversidad de formas insurreccionales. En muchos lugares ofreció una oportunidad para saldar viejas cuentas creadas por las pequeñas tiranías de los jefes políticos contra rancheros. Más que defender el acceso colectivo a tierras, montes y aguas, éstos querían libertad para prosperar y ejercer el grado de influencia política al que sentían tener derecho como ciudadanos independientes. Al tratarse de esta clase media rural, los motivos agrarios no eran tan notables. En el pueblo de Pisaflores, en Hidalgo, tanto los maderistas como sus adversarios eran terratenientes. En esas rebeliones serranas la política se podía mezclar con las enemistades personales, con resultados explosivos. Un ranchero de Zacatecas retratado por Azuela explicaba su decisión de levantarse como el resultado de un incidente en un día de mercado cuando los lugareños la pasaban bien tomando una copita y cantando hasta que la hostilidad de la policía se hizo intolerable:

    ¡Claro, nombre, usté no tiene la sangre de horchata, usté lleva el alma en el cuerpo, a usté le da coraje y se levanta y les dice su justo precio! Si entendieron, santo y bueno, a uno lo dejan en paz, y en eso paró todo. Pero hay veces que quieren hablar ronco y golpeado… y uno es lebroncito de por sí… y no cuadra que nadie le pele los ojos… Y sí, señor; sale la daga, sale la pistola… Y, luego, ¡vamos a correr la sierra hasta que se les olvida el difuntito!

    Historias semejantes eran clave para el rápido ascenso y el liderazgo de jefes revolucionarios como Pancho Villa, a quienes sus hombres conocían por su capacidad con las armas y su valor personal.

    En algunos casos, como el de la familia Santos, en San Luis Potosí, esa decisión inicial de tomar las armas contra las autoridades involucró a padre, hijos, parientes, vecinos y trabajadores en el rancho. Las bandas revolucionarias que así se formaron adquirirían mayor o menor importancia según el oportunismo, las conexiones y la capacidad estratégica de sus líderes. Los rifles y pistolas que usaban también podían ser mejores que las armas blancas, carabinas y escopetas con pocas municiones de los primeros rebeldes. Había los que echaban mano a rifles Winchester 30-30, los Máuser usados por el Ejército Federal, las pistolas de gran calibre (Smith and Wesson 32) y las balas expansivas, que destruían huesos, músculos y órganos internos. Las divisiones revolucionarias también acumulaban granadas y cañones. Como señala Jorge Aguilar Mora, la Revolución potenció el efecto de nuevas tecnologías en las armas de fuego que transformaron los efectos del combate y los hicieron más visibles: la pólvora ya no despedía humo y era capaz de triplicar el alcance de balas de acero que los fusiles de repetición disparaban más rápidamente. Así podían tener efecto a más de medio kilómetro de distancia y al mismo tiempo ocultar el origen de los disparos. Las bandas de revolucionarios serranos recurrían a una variedad de formas de ataque que en sí mismas expresaban las razones que las inspiraban. Al grito de Viva Madero o Muera el mal gobierno, caían de sorpresa sobre destacamentos federales, haciendas y hogares de enemigos, y concluían con la ejecución de oficiales, policías o soldados, o su reclutamiento voluntario en las fuerzas rebeldes. Los enemigos podían definirse por una historia de opresión de clase, pero, fundamentalmente, por su antagonismo con el líder y sus seguidores. La satisfacción de aquél podía darse con la expropiación o la venganza por ofensas que habían ocurrido antes de la Revolución.

    Otro rasgo común entre estos grupos revolucionarios tempranos era la adhesión a la causa democrática de Madero. Madero es una figura paradójica para la historia de la violencia revolucionaria. Su temperamento lo hacía rechazar el uso de la fuerza, en parte porque él mismo había heredado, como hijo de una familia rica de Coahuila, todas las ventajas de la modernización porfiriana, desde la cercanía a la élite política de los científicos hasta la posibilidad de estudiar en los Estados Unidos y tener acceso a una cultura cosmopolita. Madero sostenía que la mejor manera de lograr una transición pacífica después de la inevitable salida de Díaz era mediante elecciones abiertas y limpias. Cuando el régimen frenó su candidatura, Madero decidió que no había más remedio que llamar al pueblo a tomar las armas, aunque sobre la premisa de que la rebelión continuaría la movilización democrática urbana que había caracterizado a su campaña electoral, y, por lo tanto, el combate podría ser minimizado al servicio de la transición democrática. Pero había una brecha entre lo que Madero pensaba que debía suceder con esa rebelión y lo que los rebeldes que poco a poco lo siguieron entendían que significaba ese llamado. Los primeros momentos de la insurrección convocada para el 20 de noviembre de 1910 contrastaron con el movimiento popular que meses más tarde llevaría a la caída del dictador. Unos días antes del 20 de noviembre el combate había empezado en la ciudad de Puebla de una manera que no caracterizaría la rebelión posterior. La casa de Aquiles Serdán, quien preparaba un levantamiento urbano, fue rodeada por fuerzas policiales que se habían enterado de sus preparativos. Serdán y varios otros maderistas murieron en el lugar después de un intercambio de balazos. La lección era clara: el levantamiento no prosperaría en un espacio urbano donde la presencia del gobierno era fuerte y donde los rebeldes no tenían el apoyo de las clases trabajadoras. Madero cruzó la frontera de los Estados Unidos, desde donde coordinaba el levantamiento, para descubrir que no lo esperaba ningún contingente significativo, ni seguidores ni enemigos. La insurrección empezaría sin mucha sincronía en distintos lugares del país hasta que las fuerzas rebeldes del norte convergieron en Ciudad Juárez en abril de 1911, donde asestaron al ejército federal su primera derrota en gran escala, la cual llevó a la renuncia de Díaz.

    Era obvio desde el principio que el gobierno no daría tregua o garantías legales a los rebeldes. En el caso de los Serdán y otros rebeldes, la policía no tuvo empacho en usar prácticas que habían quedado bien establecidas desde el siglo XIX en las campañas contra los bandidos rurales. Éstas incluían la llamada ley fuga, en la cual los prisioneros eran ejecutados sin juicio previo y con el pretexto de que intentaban escapar. El término ley fuga es irónico y se parece al usado en otros países. En el contexto de 1910 significaba específicamente que había algo de legítimo en la ejecución de los prisioneros, aunque contraviniera las leyes penales y de la guerra. Quien tomara las armas no debía esperar ninguna piedad de parte del enemigo. Los revolucionarios, a su vez, podían justificar así un tratamiento cruel contra los oficiales del ejército y en muchos casos también contra los pelones, como llamaban a los soldados rasos. Gonzalo N. Santos, de los Santos de San Luis Potosí, que luego se convertiría en cacique estatal, dejó en sus memorias varios ejemplos de la violencia puesta en juego por la rebelión. Después de una acción contra los huertistas en la Huasteca, Santos vio herido a un maldito huertista que había asesinado al principio de la Revolución, a sangre fría, a cien pobres indios huastecos. Lo derribó y sin bajarme del caballo, con el 30-30, le metí un balazo expansivo en la cabeza que le sacó los sesos. A sus compañeros les explicó después que no lo hice por compasión para que no sufriera, lo rematé, además, por pasión revolucionaria.

    La guerra civil empezó poco a poco con escaramuzas en el campo o la sierra, intercambios de balazos que demostraban la cautela de las partes y no resultaban en muchas bajas. Los rebeldes podían atacar una hacienda o una presidencia municipal y retirarse antes de que llegaran las fuerzas del gobierno. Podían hostigar a los destacamentos federales y luego escapar. Mientras sus movimientos eran veloces en terrenos difíciles, los rebeldes se hacían cargo de hacer más lentos los del enemigo destruyendo vías de tren, redes de telégrafos y teléfonos, y puentes. Esto permitía atraer a las fuerzas regulares a un lugar donde se les pudiera atacar por sorpresa y luego cerrar las rutas de escape, usualmente desde una altura que daba ventaja en el intercambio de fuego y una retirada segura si era necesario. Cuando funcionaban bien estas encerronas, podían causar muchos muertos al enemigo, y era posible para los revolucionarios apoderarse de las armas y municiones de los pelones. Gracias a los esfuerzos y el capital de Madero y a la habilidad de sus seguidores para cruzar la frontera sin ser detectados, las fuerzas revolucionarias en el norte fueron adquiriendo más y mejores armas. En algunos casos lograron usar la artillería y ametralladoras de los propios federales. Pero los recursos más efectivos que emergieron en esos días fueron la movilidad y la sorpresa de grupos de combatientes más grandes. Ésa fue la clave de la caída de Ciudad Juárez, que fuerzas bajo el mando de Pascual Orozco y Pancho Villa consiguieron al entablar combate y entrar en la ciudad sin esperar órdenes de Madero

    En ese momento de triunfo salieron a relucir las diferentes visiones sobre el tipo de castigo que era legítimo usar contra el enemigo. Mientras Madero decidía que era suficiente con la rendición de los federales y la negociación de un periodo de transición, Orozco y Villa querían ejecutar a los comandantes y desarmar a la tropa. Ambos jefes exigían particularmente el castigo de un comandante federal que había ejecutado soldados revolucionarios con bayonetas, práctica que los revolucionarios no usaban con los soldados federales. Madero se negó a aceptarlo y firmó acuerdos con representantes de Díaz que detenían el impulso de la Revolución. El desacuerdo no era sólo una cuestión de encono contra los oficiales federales, sino que también representaba dos ideas diferentes sobre lo que la violencia significaba en la lucha contra el antiguo régimen y sus herederos.

    Tal contradicción no se resolvió en ese momento, y muchos contemporáneos interpretaron la tibieza de Madero como la causa de una segunda fase revolucionaria mucho más sangrienta. Según dicen, Porfirio sentenció que Madero había soltado el tigre y no podría controlarlo. Ciertamente, Díaz se había encargado de mantener al tigre hambriento y enojado. Otros miembros de la élite temían la anarquía, porque todavía albergaban la memoria colectiva del descontrolado levantamiento de Hidalgo en 1810. Martín Luis Guzmán acuñó la expresión de la fiesta de las balas, que caracteriza muy bien los años revolucionarios. Sin embargo, definir a la Revolución por su violencia descontrolada es engañoso. La mortalidad y la virulencia del combate cambiaron a medida que los distintos grupos entendían su propia causa como la venganza o el castigo de los actos del enemigo, más allá de los objetivos democráticos definidos por Madero. Las tácticas mismas en el campo de batalla fueron así modificándose y causando efectos cada vez más destructivos para combatientes y civiles. Los jefes de las fuerzas antirreeleccionistas intentaron mantener la disciplina necesaria para evitar saqueos y respetar a extranjeros, y para no fusilar a los prisioneros ni usar balas expansivas. Cuando tomaban posesión de una hacienda o una mina, daban a cambio recibos. Pero esos controles se deterioraron paulatinamente, igual que los que protegían las vidas de los civiles. La mayor parte de las víctimas cayó cuando la Revolución se había convertido en una verdadera guerra civil, es decir, en un enfrentamiento entre ejércitos altamente organizados y bien equipados que buscaban controlar todo el país.

    La idea de que el pueblo era un tigre, impredecible y salvaje, según la psicología de nuestra raza, no toma en cuenta un aspecto de esta historia que para sus contemporáneos se hizo evidente después del triunfo de Madero: la fase más violenta de la Revolución empezó con la pacificación que siguió a ese triunfo, y sólo después se multiplicó con la lucha entre facciones revolucionarias. Durante el gobierno interino de Francisco León de la Barra y con Madero ya presidente, el ejército federal, sus aliados y otros defensores del orden porfiriano empezaron a desarmar a las tropas rebeldes invocando los acuerdos de Ciudad Juárez, a devolver las tierras tomadas por los pueblos y a castigar a los insurrectos que parecían más peligrosos. Para los habitantes de Morelos, esto fue el inicio de una campaña particularmente agresiva que durante el resto de la década les costaría muchas vidas y grandes trastornos a los habitantes de las zonas donde Zapata tenía presencia. En la memoria de los habitantes del estado, el incendio de pueblos enteros era culpa de enemigos que no se distinguían entre sí, fueran maderistas, federales o, después, carrancistas. En el norte, Orozco se levantó en 1912 contra el que había sido su comandante en Ciudad Juárez, Madero, a quien desde entonces veía como un potencial enemigo, y fue derrotado por las fuerzas federales, que esta vez no se iban a dejar sorprender tan fácilmente. Los federales ahora contaban con la ayuda de fuerzas revolucionarias convertidas en defensas rurales en algunos estados del norte. Un signo del renovado empecinamiento del ejército, aparte de las ejecuciones de los orozquistas, fue el suicidio del general José González Salas, cuya derrota en la batalla de Rellano lo había deshonrado. El general que remplazó a Salas fue Victoriano Huerta, un veterano de las campañas porfiristas contra grupos indígenas y un oficial ya entonces conocido por su eficacia y falta de escrúpulos. Meses después de la derrota de Orozco, Huerta dio un golpe de Estado contra Madero y le aplicó la ley fuga, junto al vicepresidente José María Pino Suárez, afuera de la penitenciaría de la Ciudad de México. Esto ocurrió en febrero de 1913, durante la llamada Decena Trágica, momento que se convertiría en un parteaguas en la historia revolucionaria. La escala y la militarización de la violencia política aumentaron. Dos características de las nuevas modalidades de la violencia merecen un acercamiento. Una es de índole moral y la otra tiene que ver con la experiencia de los civiles.

    La primera, por supuesto, fue la traición a Madero, a quien Huerta debía supuestamente defender frente a una rebelión iniciada por Bernardo Reyes y otros militares. La sorpresa aumentó con la brutalidad con la que fueron tratados hombres cercanos al depuesto presidente, como Gustavo A. Madero, torturado y ejecutado con crueldad por felicistas en el cuartel de la Ciudadela. Para Pancho Villa, que en ese momento estaba en la cárcel porque Huerta lo había acusado de robar unos caballos y que escapó justo a tiempo, la traición a Madero demostró lo que ya pensaba en Ciudad Juárez, en mayo de 1911: a los federales traicioneros era necesario eliminarlos para que la Revolución triunfara de verdad. Vengar al apóstol y mártir de la democracia, Madero, se convirtió en el sentimiento compartido por Villa y los otros jefes revolucionarios que entonces tomaron las armas nuevamente. La campaña ya no tenía nada que ver con pronunciamientos como el de 1910 —el cual dosificaba la violencia para permitir una negociación exitosa— y se parecía más a una guerra total como las que ocurrían en otras partes del mundo, en una escalada que culminó con las dos guerras mundiales. Pero mientras que en esas guerras el nacionalismo permitía deshumanizar al adversario y buscar su derrota total, en México se combinaban la indignación moral con el racismo para definir al enemigo. Muchos veían la traición de Huerta como el pago por la traición inicial de Madero hacia los revolucionarios de la primera hora mediante el pacto de Ciudad Juárez. La campaña del general Juvencio Robles contra los zapatistas se apoyó en imágenes que circulaban en la prensa desde 1910 y según las cuales los indios mexicanos no eran más que una partida de salvajes y bandidos que mal podían considerarse humanos. Bajo esas concepciones racistas, la violencia del ejército federal en Morelos bien podría llamarse hoy genocida. Pero asimismo había racismo entre las filas revolucionarias contra los inmigrantes chinos, como veremos, y contra los indios del noreste que luchaban con algunas de las facciones. El levantamiento contra Huerta era distinto del movimiento de 1910 también desde el punto de vista de la táctica y la estrategia militares. La colaboración de exrevolucionarios irregulares con tropas federales contra los orozquistas en 1912 permitió la transmisión de conocimientos que fueron muy útiles para los revolucionarios de 1913, como el uso de la artillería y la infantería.

    La segunda razón por la cual la Decena Trágica fue un momento clave en la historia de la Revolución fue porque entonces comenzó la población urbana a experimentar la guerra civil en carne propia y de manera generalizada. El golpe contra Madero se coordinó con una rebelión militar en la Ciudadela liderada por Félix Díaz. Huerta y otros oficiales supuestamente leales, que secretamente apoyaban a los rebeldes, fingieron durante unos días combatir lanzando cañonazos deliberadamente mal apuntados que caían en edificios ocupados por civiles o intercambiando fuego en las calles de la capital, pero sin avanzar contra las posiciones enemigas. Los cañonazos les dieron a las paredes de la cárcel de Belén, vecina de la Ciudadela, y causaron que cientos de presos escaparan. Como resultado, nada le pasó a Félix Díaz pero muchos civiles murieron sin tener nada que ver con el levantamiento. Un civil recordaba que cualquiera podía morir con la cabeza destrozada por una bala expansiva sólo por asomarse a mirar de lejos las acciones. Los cuerpos de las víctimas se amontonaron en las calles. Algunos eran quemados ahí mismo, porque nadie se atrevía a recobrarlos para darles digna sepultura. Otros fueron llevados en carretas a cementerios o a los campos suburbanos de Balbuena, y cremados o enterrados en fosas comunes. Ésta era la primera vez que armas modernas y destructivas diseñadas para operaciones convencionales de guerra se usaban de manera sostenida contra habitantes de las ciudades. El caos era un producto necesario de la guerra civil y a la vez una justificación para enconar la lucha.

    Entonces apareció también un motivo visual que se volvería muy popular en la fotografía de México: los cuerpos de los muertos, civiles tirados en las calles de la capital, federales semienterrados en los campos de batalla y rebeldes ejecutados contra un paredón. Estas imágenes, que circulaban en la prensa y hasta se vendían como postales en los Estados Unidos, dieron forma a la memoria colectiva de años que serían muy duros para la población mexicana. Para la generación que sobrevivió la Revolución y para la siguiente los recuerdos del sufrimiento causado por la guerra civil no podían separarse de esas imágenes brutales e imborrables. Nellie Campobello, en la novela Cartucho, de 1931, describió minuciosamente los cadáveres desde una perspectiva infantil no interesada en la política, la cual, quizá por ello, representaba mejor que la historia profesional la experiencia de los civiles.

    En la Ciudad de México la Decena Trágica fue el primer episodio de una historia que los citadinos asociarían con escasez, carestía, epidemias y hasta hambre durante varios años difíciles que sólo empezaron a quedar atrás a fines de la década. En el resto del país a estas plagas se agregó el desplazamiento forzado. Las familias de combatientes, generalmente niños y mujeres, tenían que huir del hambre y los ataques del enemigo caminando de un lugar a otro para encontrar seguridad y alimentos, como refugiados sin destino en su propio país. Morir de inanición era una posibilidad igual de atroz e inesperada, aunque más lenta, que los balazos. Incluso los combatientes pasaban hambre: en los recuerdos de Campobello, los soldados carrancistas se distinguían por andar sucios y malnutridos. Los ejércitos se iban alimentando de lo que encontraban a su paso, ya fuera en las cocinas de los civiles o en los campos de cultivo o pastoreo, muchos de ellos abandonados.

    Incluso en la Ciudad de México, la vitrina del progreso porfiriano, la gente estaba obligada a comer lo que encontraba en la basura. Los saqueos eran cotidianos y no necesariamente se dirigían a tiendas de comida. Como acciones colectivas, frecuentemente lidereadas por mujeres, podían expresar la indignación por el hambre, pero también apelar a sentimientos xenofóbicos contra inmigrantes españoles o chinos que se dedicaban al comercio. La pandemia de influenza con alta tasa de mortalidad prosperó en México en 1918 gracias a estas condiciones. Para muchos, el auxilio médico o las medicinas contra los fríos resultaban simplemente inaccesibles. A las enfermedades y la penuria, los habitantes de la capital y de otras poblaciones grandes y pequeñas tuvieron que agregar las indignidades causadas por ejércitos que al entrar y salir dejaban a su paso la inflación monetaria causada por los cambios en los billetes que cada facción obligaba a los civiles a aceptar. Los robos, los abusos de poder y una sensación generalizada de miedo frente al crimen asociaban, en la perspectiva de los civiles, los uniformes con delitos comunes protegidos por la impunidad.

    La banda del automóvil gris, que cometió varios asaltos contra residencias privadas durante esos años, se volvió el símbolo de una forma de crimen que a la vez explotaba el caos y recibía protección desde arriba. Sus miembros usaban uniformes militares y probablemente estaban asociados con jefes revolucionarios, aunque quizá varios grupos cometieron los hechos que se le atribuyen. Con el pretexto de buscar armas, la banda saqueaba residencias de familias de dinero. Se le acusó también de secuestro y violación. La película El automóvil gris, de 1919, ofreció un relato extremadamente realista que incluía la filmación de la ejecución real de miembros de la banda y la escenificación sin muchos eufemismos del asesinato de un niño y de una violación. El realismo, sin embargo, estaba al servicio de la propaganda. La película fue producida con el apoyo del general constitucionalista Pablo González, que, muchos creían, había protegido a la banda, y estrenada en 1919, en medio de los esfuerzos de González por suceder a Carranza en la presidencia. En todo caso, la película se convirtió en otro componente de la memoria colectiva de esos años caóticos en los que la impunidad y las armas de fuego estaban presentes en las calles semivacías de la capital. Lo que queda de los archivos judiciales y policiales de la ciudad durante esos años ofrece escenas de gendarmes que, infructuosamente, intentaban contrarrestar los desmanes de tropas revolucionarias mejor armadas, más numerosas y afectas al saqueo y las borracheras.

    Para quienes estaban metidos en la lucha revolucionaria, la Decena Trágica y el sufrimiento de los civiles ofrecían otra lección: era necesario llevar la guerra hasta sus últimas consecuencias. La buena fe de Madero hacia el ejército federal y los científicos, el grupo oligárquico porfirista, había causado su muerte y creado a Huerta, una especie de Frankenstein que había trasplantado el cerebro de un alcohólico criminal al cuerpo poderoso del ejército mexicano. Ya no se trataba, como lo pensaba Madero, de usar las armas como primer paso para iniciar una negociación. Ahora la guerra era el medio para eliminar a los adversarios y hacer justicia, aunque ello significara la muerte de miles de soldados en combate. Los líderes que emergieron en esta segunda fase de la Revolución, desde Venustiano Carranza hasta Álvaro Obregón, fueron exitosos en la medida en que pudieron organizar la guerra de una manera sistemática administrando recursos primero locales y luego nacionales para combatir a los federales y luego a los enemigos salidos de la rebelión misma, como Zapata y Villa.

    Los nuevos ejércitos revolucionarios les pagaban a sus tropas y a veces les daban más dinero después de una victoria o les permitían saquear. Incluso los zapatistas lo hacían. La unificación de los mandos de las divisiones revolucionarias y las unidades menores que se les adherían se basó en discusiones entre cabecillas que votaban para darle a uno de ellos al mando, como sucedió con Pancho Villa. A partir de este origen popular y democrático, la estructura y la disciplina militar fueron creciendo y adquirieron más importancia con la disolución del ejército porfirista tras la derrota de Huerta. Esto quiere decir que los combatientes en las divisiones más grandes del movimiento seguían una ideología de justicia y reivindicación social, pero también un cálculo sobre los beneficios más inmediatos que podrían obtener a cambio del riesgo que asumían. Desde Chihuahua, por ejemplo, Villa prometía cuidar a los huérfanos y viudas de sus soldados y distribuía carne entre la población urbana. La contraparte de esas promesas personales

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