La violencia en México
Por David Huerta
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Los veinte últimos años de la historia de México. Historia dolorida, como toda la que es auténtica.
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La violencia en México - David Huerta
Conclusiones
El libro que tienes en tus manos, lector amigo, es un grito contenido de rabia. Su autor lleva toda la vida escribiendo, y por eso sabe que de poco sirve alzar la voz. Sabe que el dolor es mudo. Que verbalizarlo es una obscenidad. Nunca unas páginas le costaron tanto esfuerzo como estas.
Cada nación se compone su figura. Sedimentada en estratos profundos, alentada por intereses bastardos, sublimada en el embeleco generalizador, la que México ofrece al mundo es una imagen macabra. En un poema tristemente célebre, David Huerta caracterizó al suyo como el país de las fosas, de los aullidos, de los niños en llamas, de las mujeres martirizadas, lo cual, por desgracia, no son metáforas hiperbólicas, sino pavorosa literalidad estricta. Los pueblos tienden a creerse sus propias visiones y acaban encarnándolas, a menudo en versión aumentada. De cómo un territorio inmenso y fabulosamente diverso, poblado por más de cien millones de almas, haya llegado a identificarse con un delirio homicida trata esta obra. Sin aspavientos, sin estridencias, sin efectismos, plantándole cara al lugar común y a la mordaza del miedo, el autor nos asoma a los veinte últimos años de la historia de México. Historia dolorida, como toda la que es auténtica. El relato de un espíritu hondamente compasivo y siempre despierto.
El resultado es desolador. Un mal arrastra otro; este, otro aún más terrible, en una concatenación inexorable. La furia parece excitarse a sí misma; la mano, una vez manchada de sangre, enloquece de pasión. No hay respiro; no hay lugar a la inocencia ya. No hay consuelo ni alivio. La única concesión a la dulzura que hallamos en todo el libro no es real —no podía serlo—, sino tomada del acervo literario, y de hecho esconde la amargura más cruel: la despedida de Héctor y Andrómaca en el canto vi de la Ilíada, antes de la batalla que los separará para siempre, y el terror que al pequeño Astianacte infunden el bronce y el penacho de crines de caballo que ondean en lo alto del yelmo de su padre cuando este le tiende los brazos. Se sonríe la amorosa pareja ante la reacción del niño, que se recuesta, gritando, en el seno de la nodriza, y David Huerta nos destaca la infinita ternura de la escena. Con delicadeza ha silenciado, como el propio Homero, el destino que aguarda a la criatura, más sañudo que el de su padre mismo: morir a manos de los griegos vencedores, arrojado desde los muros de Troya, tembloroso como un tierno novillo tras oír el rugido de un león. Y sentimos que los hados lo arrastran todo consigo en un instante, sin necesidad de mil naves y diez años.
Mientras pergeño estas líneas, a mi rincón salmantino llegan, apagados, los ecos del clamor que a estas horas recorre las calles de México: hace un año que desaparecieron los normalistas de Ayotzinapa, cuando acudían a honrar la memoria de otros estudiantes. Alumnos como los que David Huerta, profesor, acoge cada nuevo curso en su aula. El tiempo no convida a los estudios nobles. El otoño ha vuelto otra vez ahogado en océanos de congoja. Como en Tlatelolco. Allá, en el Distrito Federal, el poeta cívico cargado de lunas vela, recuerda, medita, escribe.
amelia de paz
Sansueña, 27 de septiembre de 2015
...De vez en cuando recibimos noticias de que hay un enemigo dispuesto a quitarnos el país o a mudarlo de naturaleza o a reemplazarlo por otro. En esas ocasiones, se oyen balas, nos dicen. Vienen desde rincones que no sabemos ubicar y se ocultan detrás o dentro de cuerpos a los que no prestamos atención. Quién sabe si son balas. Los objetos y los nombres de los objetos se eclipsan a tanta velocidad que da lo mismo llamarlos de cualquier manera.
Cuando esos fenómenos ocurren suele también, por coincidencia, desaparecer un cuerpo. No nos asombra. La lógica enseña que los cuerpos tienen fases como la luna. Si estuvieron alguna vez, estarán siempre. Los cuerpos que no vuelven es porque nunca fueron cuerpos o porque no hay una sola persona que pueda decir: yo los vi ser alguna vez, yo lo recuerdo.
[...] Hay días en que las balas trazan extrañas parábolas y caen o se eclipsan en los que tienen ilusiones. Será por algo, suele explicar mi madre. Y aunque podría mirar lo que hay dentro de ese algo, no se ha molestado en hacerlo. Poco a poco, el algo ha ido acomodándose entre nosotros, y ahora se nos ha vuelto tan familiar, tan invisible diría, que todo lo que nos pasa, aun lo más terrible, es, fatalmente, por algo.
tomás eloy martínez, «confín»
(Tinieblas para mirar, 2014)
LA VIOLENCIA EN MÉXICO
PALABRAS PRELIMINARES
he escrito este libro sobre la trágica situación actual de México con la ayuda, la orientación intelectual y el apoyo moral —en diversos terrenos y de diversas formas— de un puñado de mexicanos preocupados y aun angustiados por la situación en la que, de un tiempo a esta parte, viven el país y sus habitantes —si no es que son lo mismo. Lo cierto es que puede afirmarse que más allá de la demografía y la geografía el país es también una idea.
El título pone en cuatro palabras el rasgo principal, tristemente notorio, de lo que ha distinguido a México en los lustros recientes. La frase es un eco de lo ocurrido en la historia moderna de otro país latinoamericano: Colombia, que sufrió un largo proceso de violencia a partir de mediados del siglo pasado —un proceso conocido y consagrado en la historia, el periodismo y la política de esa nación, con esta frase: «la violencia en Colombia».
Los mexicanos no queríamos «colombianizarnos»; ese deseo negativo se escuchó durante algunos lustros en mi país. Ya no se oye nada semejante, pues la crisis trágica de la inseguridad y la violencia se ha vuelto la desfigurada y sangrante realidad cotidiana de vastos sectores de las ciudades, los pueblos y los campos de México. Lo que nos ha ocurrido es diferente, pero no menos grave: la violencia en nuestro país, desatada principalmente por las ambiciones deformes