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Los hijos de la ira: Las víctimas de la alternancia mexicana
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Libro electrónico229 páginas3 horas

Los hijos de la ira: Las víctimas de la alternancia mexicana

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Nueve crónicas sobre los grupos que se han convertido en víctimas en el México de los últimos diez años.
El libro que consolida a Emiliano Ruiz Parra como una de las voces jóvenes más interesantes del periodismo mexicano.
Estas crónicas relatan la tragedia de algunas víctimas simbólicas de la alternancia mexicana. El arco temporal que cubren comienza en 2007, con la desaparición, en Oaxaca, de guerrilleros del EPR, y culmina con el caso de un poeta que sobrevivió al secuestro de los Guerreros Unidos: el mismo grupo que desapareció a los 43 normalistas de Ayotzinapa en septiembre de 2014. El resto de las víctimas comprende petroleros, transmigrantes, presidiarios, periodistas y mineros.
Se trata de historias de víctimas, pero también de resistencia a la muerte, de sobrevivencia y protesta. Contadas con las herramientas del periodismo narrativo, retratan un México atravesado por la impunidad, la corrupción y la búsqueda de justicia.
IdiomaEspañol
EditorialOcéano
Fecha de lanzamiento2 sept 2015
ISBN9786077357629
Los hijos de la ira: Las víctimas de la alternancia mexicana

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    Los hijos de la ira - Emiliano Ruiz Parra


    A Diego Osorno y Daniela Rea, en la amistad.

    La injusticia

    [...]

    Podrás herir la carne

    y aun retorcer el alma como un lienzo:

    no apagarás la brasa del gran amor que fulge

    dentro del corazón, bestia maldita.

    Podrás herir la carne.

    No morderás mi corazón,

    madre del odio.

    Nunca en mi corazón, reina del mundo.

    Dámaso Alonso, Hijos de la ira


    INTRODUCCIÓN.

    EL CAMINO HACIA EL SILENCIO


    —¿Qué es? —me dijo.

    —¿Qué es qué? —le pregunté.

    —Eso, el ruido ese.

    —Es el silencio.

    Juan Rulfo, Luvina

    I. El ruido

    Las noticias reportaban dos policías muertos y un sobreviviente. La tarde del 23 de noviembre de 2004, cientos de pobladores de San Juan Ixtayopan, Tláhuac, habían golpeado a tres agentes federales y habían quemado a dos de ellos. La prensa había llegado al lugar antes que las autoridades, y el linchamiento se había transmitido por televisión, incluso con entrevistas a los federales vapuleados. Yo cumplía tres meses de ser reportero en Reforma y Roberto Zamarripa, subdirector del periódico, me envió al hospital de Xoco —en Cuauhtémoc y Río Churubusco, al sur de la ciudad de México— a presenciar la llegada del sobreviviente.

    Esa noche fue mi primer contacto con familiares de víctimas de la violencia extrema. A las puertas del hospital atestigüé la desesperación de la familia de Víctor Mireles Barrera, un policía federal de 49 años especializado en espionaje político. Su esposa mantenía la esperanza de que su marido fuera el sobreviviente. Hacia las once de la noche las televisoras confirmaron que, junto con Cristóbal Bonilla, Mireles había muerto. Su familia se retiró en silencio.

    Unos minutos después, en esa calle repleta de reporteros y policías, se dio una convergencia inusual. Llegó la familia de Edgar Moreno Nolasco, el federal de veintiséis años que había sido rescatado de la muerte. Y poco después apareció Ramón Martín Huerta, secretario de Seguridad Pública del gobierno de Vicente Fox y jefe de la Policía Federal Preventiva, la corporación a la que pertenecían los tres agentes linchados. Fue de las rarísimas ocasiones en que las víctimas estuvieron cerca de los más altos funcionarios (en febrero de 2006, en Pasta de Conchos, ocurrió una escena similar: los familiares de los mineros sepultados increparon al secretario del Trabajo, Francisco Salazar).

    —¡Se pudo haber evitado! —le gritó el hermano de Moreno Nolasco.

    —Claro que se pudo haber evitado —reconoció Martín Huerta.

    —¿Por qué esperaron a que los quemaran y no fueron por ellos? —replicó una prima de Edgar Moreno.

    En ese momento los parientes no sabían si Moreno sobreviviría. Lo único cierto, para ellos y para el resto del país, era que la turba asesina había dispuesto de tres horas para someter, golpear y quemar a los policías ante la inacción del gobierno, que veía los hechos por televisión. La furia escaló cuando sonó el teléfono celular de la prima del joven agente. La llamada provenía del celular de Edgar Moreno. Eran sus linchadores, que la increparon con majaderías. Ella gritó a la bocina:

    —¡Van a cargar en su conciencia la muerte de dos inocentes y de mi primo!

    Martín Huerta sólo atinó a culpar a la policía del Distrito Federal —que le había bloqueado el paso a sus agentes cuando se dirigían a San Juan Ixtayopan— y se retiró. El ambiente se relajó al poco tiempo, cuando llegó la ambulancia con Edgar Moreno. Zamarripa acudió también, echó un ojo y me dio una recomendación periodística: Quédate y haz como que estás pendejeando, a ver qué oyes. A las dos de la mañana se autorizó la entrada del hermano de Moreno al hospital, y el director de Xoco salió a decir a la prensa que el joven estaba grave pero estable.

    La versión oficial sostuvo que los tres federales acudieron a investigar una narcotiendita. La población de San Juan Ixtayopan los había confundido con secuestradores de niños y había hecho justicia por mano propia. Años después, en 2011, el entonces comisionado de la Policía Federal, Facundo Rosas, reconoció que los tres agentes —de la división de antiterrorismo— investigaban grupos subversivos. En esa colonia había vivido el matrimonio formado por Tiburcio Cruz Sánchez y Florencia Canseco, los fundadores y dirigentes del Ejército Popular Revolucionario (EPR).

    En 2004 yo era un novato de veintidós años y todavía no me ganaba el derecho a firmar mis notas. La crónica de esa madrugada no apareció con mi nombre, como tampoco un texto publicado días después: Crece sin control violencia extrema. Era un recuento hemerográfico de 122 ejecuciones y doce linchamientos en cuatro meses. La mayoría de las ejecuciones se atribuían al narcotráfico y se concentraban en Sinaloa, Michoacán, Baja California y Chihuahua.

    Sin embargo, esa violencia era uno más de los fenómenos del país, ni el más interesante ni el más importante para Reforma ni para la prensa nacional. San Juan Ixtayopan fue un aviso que no advertimos. Un par de meses después obtuve mi plaza definitiva. El año siguiente, 2005, fue para mí de especialización periodística. Me asignaron la cobertura de los asuntos religiosos, un campo tan revelador y fértil que, años después, se convertiría en la materia de mi libro Ovejas negras. Rebeldes de la Iglesia mexicana del siglo XXI (Océano, 2012).

    A fines de 2005 fui asignado a la cobertura política y viví con intensidad el 2006, uno de los grandes años para hacer periodismo en México. Recibí el año en La Garrucha, una comunidad bajo el control del Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN), desde donde el Subcomandante Marcos inició un recorrido nacional llamado La Otra Campaña. Días después fui asignado a las campañas presidenciales. Cubrí todas, pero me concentré en la de Andrés Manuel López Obrador, el favorito en las encuestas. Yo era también el suplente en la cobertura de la presidencia de la República, así que acompañé a Vicente Fox por casi todo México y lo seguí a Viena y Bratislava. Cuando no estaba de viaje, debía reportar lo que ocurría en la Secretaría de Gobernación y el Partido de la Revolución Democrática (PRD), que postulaba a López Obrador.

    Tenía veinticuatro años, me ataba una corbata al cuello (uniforme del chico Reforma) y descubría un país a punto del estallido social. Desde las alturas del helicóptero presidencial, aun el volcán Pico de Orizaba aparecía minúsculo a mis ojos y la sierra de Durango asemejaba el rostro arrugado de un anciano. Allá arriba, en una aeronave tripulada por militares, era muy fácil sentirse un gigante. Pero mis asignaciones me bajaban a tierra de inmediato: en torno de López Obrador bullía una insurrección electoral: en Puebla, Hidalgo, Veracruz y, por supuesto, Tabasco, miles de personas retacaban sus cinco mítines diarios y a veces lo detenían en el camino para saludar una o dos concentraciones fuera de agenda.

    Más abajo aún estaba la base social que el Subcomandante Marcos buscaba a la izquierda de López Obrador. En marzo y abril lo seguí, con el fotógrafo Juan Pablo Zamora, por Querétaro, Guanajuato y Jalisco. Conversé con él en Mexquitic, una comunidad wixárica (huichol) en los límites de Jalisco y Nayarit, lejos de la luz eléctrica, la señal de celular y las dos patrullas de la Policía Federal que acompañaban —sin invitación— el convoy zapatista. Marcos tenía curiosidad por saber cómo iban las otras campañas. Yo ya había recorrido Chihuahua con Felipe Calderón —el candidato del PAN— y podía asegurar que había más gente en los mítines neozapatistas que en los encuentros cerrados del panista.

    Vivía esos meses con gran intensidad periodística y emocional. Estaba enamorado y después del aeropuerto me dirigía al lecho tibio del cariño. Construía, además, amistades con otros reporteros como yo, que serían mis amigos de toda la vida. En Chiapas conocí a Diego Osorno —fue amistad a primera vista, como él dice—, Marcela Turati y John Gibler (Marcela, con siete años de ventaja, me dio tres vueltas en la cobertura de Marcos). En Gobernación coincidí con Fabiola Martínez y, unos meses después, hice amistad con Daniela Rea en la redacción del diario. Con ellos empecé a compartir el deseo de contar historias y no sólo de redactar noticias.

    Los personajes eran fascinantes y yo conversaba con ellos en privado. López Obrador se presentaba como el purificador de la vida pública. Demandaba a cambio plenos poderes: le pedía a la gente que le diera mayoría absoluta en el Congreso. Fox era el reformador fracasado, el vaquero que había echado al PRI de Los Pinos, pero que había gobernado sin modificar el aparato represor y excluyente del Estado. Marcos era un guerrillero desarmado que recorría el país con una capucha y una pipa, advirtiendo que López Obrador sería más de lo mismo o peor. Y por si algo faltara, el secretario de Gobernación, Carlos Abascal, era un intelectual de la derecha católica, hijo del dirigente sinarquista Salvador Abascal. Una vez al año, Abascal se reunía con el papa Juan Pablo II para hablar de política.

    Se podía decir todo. Exhibir al presidente en las crónicas: sus dislates, sus chiflidos, incluso su torpeza física cuando se pegaba con el techo del avión presidencial. Se publicaban los gastos de su oficina y se escribían historias sobre los negocios que sus hijastros —los Bribiesca Sahagún— hacían al amparo del poder. Apenas seis años atrás había llegado la alternancia y disfrutábamos una libertad traviesa. La sección nacional del periódico superaba las veinte páginas y había espacio para notas y crónicas. En un día normal de campañas presidenciales yo mandaba diez mil caracteres. A veces se publicaban completos. Una ocasión envié trece notas y mi nombre apareció once veces en la edición de ese día.

    El escenario empezó a cambiar el 19 de febrero. Una explosión en la mina Pasta de Conchos, municipio de San Juan de Sabinas, Coahuila, sepultó a 65 mineros. Fox engañó a las familias de los deudos con la ilusión de ir por ellos. Ni vivos ni muertos. Su gobierno los dejó yacer en el fondo de la carbonífera. Un sector de los familiares —agrupados en la Organización Familia Pasta de Conchos— acusó a Fox de negar el rescate para ocultar las graves irregularidades con las que operaba la mina y que configuraban el delito de homicidio industrial. El dueño de la mina era Germán Larrea, el segundo hombre más rico del país y donante de las campañas del PAN.

    En abril, López Obrador no llenó las plazas en Michoacán —tierra del cardenismo— aun cuando decía que su victoria sería tan importante como la Independencia, la Reforma o la Revolución mexicana. Publiqué la menguada convocatoria a sus mítines (a veces ni la mitad de la plaza) y la rechifla al candidato a diputado Silvano Aureoles. López Obrador me desmintió en público: "eso sólo lo dice Reforma". Las encuestas empezaban a registrar un avance de Calderón.

    Pero el cambio cualitativo ocurrió el 3 y 4 de mayo. El 3 de mayo una batalla entre comuneros y policías en San Salvador Atenco había terminado a favor de los campesinos, que pertenecían a La Otra Campaña y al Frente de Pueblos en Defensa de la Tierra que, cuatro años antes, había impedido la construcción del aeropuerto de Texcoco. Al día siguiente la represión fue brutal. Unos cuatro mil policías federales y estatales invadieron el pueblo con la orden de entrar a las casas, saquear, golpear y arrestar. Asesinaron al niño Javier Cortés —con arma de fuego— y al adolescente Alexis Benhumea, a quien mataron con una lata de gas lacrimógeno disparada a la cabeza. Detuvieron a 207 personas y veintiséis mujeres fueron violadas o abusadas sexualmente. A policías locales los habían provisto de condones. Era un operativo conjunto de la policía federal de Fox con la policía estatal del gobernador del Estado de México, Enrique Peña Nieto.

    El 5 de mayo seguí al Subcomandante Marcos en un trayecto muy tenso de la colonia Obrera, en el Distrito Federal, a la Universidad de Chapingo. Se bajó de la camioneta en la que viajaba y de ahí caminó a San Salvador Atenco. Esa noche, Marcos retomó simbólicamente la plaza. Lo cierto es que sus principales aliados —entre ellos su médico personal, el oficial zapatista Guillermo Selvas— habían caído presos, y La Otra Campaña nunca se recuperó de ese golpe.

    Días después estuve en Viena con Fox, en la cobertura de un encuentro entre jefes de Estado europeos y latinoamericanos (la estrella ascendente era Evo Morales), y en cada evento público había algún activista que le reclamaba a Fox la represión encarnizada.

    Apenas un mes después México presenció la mayor insurrección urbana después de 1968. El 14 de junio, el gobernador de Oaxaca, Ulises Ruiz Ortiz, ordenó el desalojo violento del plantón de maestros de educación básica. La Sección 22 —fuera del control de los charros del SNTE— tenía como rutina enviar un plantón al centro histórico de Oaxaca mientras negociaba el contrato colectivo. De madrugada los granaderos fueron a retirar el plantón a toletazos. Su ofensiva fue exitosa y tomaron el control del zócalo. Pero su incursión provocó una reacción popular inesperada. De los barrios bajaron cientos, quizá miles de personas, a enfrentar a la policía, que tuvo que salir corriendo ante la ira popular.

    El fallido desalojo provocó un movimiento que demandó la renuncia de Ruiz Ortiz. En una ciudad de medio millón se dieron tres megamarchas de cien mil personas (quizá más, cien mil eran los que reconocía el Estado). La respuesta fue sangrienta. Escuadrones de la muerte acudían a las marchas a disparar al bulto. El movimiento reaccionó con la colocación de casi cien barricadas, que buscaban impedir el paso de los pistoleros. Después se supo que estos escuadrones los integraban policías estatales y municipales. Las autoridades fueron expulsadas y Oaxaca estuvo unos meses bajo un gobierno popular similar a la Comuna de París. Las negociaciones se dirimían en la Secretaría de Gobernación y mi tarea consistía en reconstruir sus detalles.

    Luego vino el 2 de julio y la apretadísima victoria de Felipe Calderón. López Obrador alegó fraude electoral. Lo cierto es que estaba confiadísimo y se negaba a ver lo que ocurría a su alrededor: cada día perdía la confianza de la gente y bajaba en las encuestas. Recuerdo que los reporteros que cubríamos su campaña nos reunimos con él, el 28 de junio, en su casa de campaña. Era un encuentro informal y privado, porque eran los días de veda proselitista. Un colega le pidió a López Obrador que acudiera a votar en la tarde. Eso permitiría a los periodistas votar por la mañana. Pero si Obrador votaba temprano, tendríamos que estar con él desde el amanecer sin permitirnos un minuto para sufragar. El candidato, de elegante traje negro, nos contó con el dedo índice: uno, dos, tres, cuatro... Llegó al número 24 y nos lanzó en la cara: veinticuatro votos menos, no importa, y luego sonrió con malicia. Más allá de que hubiéramos votado por él o no, pudo haberse ahorrado ese desplante de desprecio.

    A fines de julio el país era un mapa de rebeliones. En el Distrito Federal se instaló el plantón de López Obrador, que exigía un recuento voto por voto o, de perdida, la anulación de las elecciones presidenciales. En Oaxaca la ciudad estaba tomada por un movimiento sindical y popular; los familiares de los mineros acampaban en la bocamina de Pasta de Conchos y Marcos se movilizaba por la liberación de los presos de San Salvador Atenco.

    En septiembre el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación (Trife) determinó que Calderón había ganado la presidencia por poco más de 250 mil votos o medio punto porcentual. López Obrador levantó el plantón del Zócalo capitalino —que moría de inanición, sobre todo en el campamento del Paseo de la Reforma— y se quedó con una victoria simbólica: a cambio de permitir el desfile militar del 16 de septiembre, exigió que el Grito de Independencia lo diera el jefe de Gobierno, su delfín, Alejandro Encinas, desde el Palacio del Ayuntamiento. Para entonces López Obrador ya no era el político amigable y conversador con quien nos sentábamos a comer en las fondas de los pueblitos. Si me veía cubriendo sus mítines me señalaba con el dedo y decía: "Ahí está Reforma, el boletín del PAN, el boletín de la derecha." Había que irse a esconder de la furia de sus seguidores.

    En noviembre, uno de los escuadrones de la muerte asesinó al reportero estadunidense Brad Will en Oaxaca. El gobierno federal encontró el pretexto ideal para tomar la ciudad con la policía federal. Calderón estaba en una extrema debilidad política y le daba al PRI lo que pidiera, y le devolvió Oaxaca a Ulises Ruiz. Tras la recuperación policiaca me enviaron a cubrir los resabios del conflicto. Al llegar, mi compañero Benito Jiménez me dijo que me había dejado el chaleco antibalas en el hotel y que era una instrucción del periódico usarlo si cubríamos alguna manifestación, para que no nos mataran como a Brad Will. Era la primera vez, tras muchas movilizaciones, que se percibía que nuestra seguridad ya no estaba garantizada, que echarse a correr cuando empezaran los madrazos ya no era el protocolo suficiente. No lo usé por irresponsable. Afortunadamente no pasó nada.

    Nunca hubiera viajado tanto ni cubierto situaciones históricas sin la confianza de Roberto Zamarripa, mi jefe y maestro. Lo recuerdo haciendo preguntas como ¿Y cuántas cajas de refrescos se tomaron en el mitin de Marcos?, para rastrear los detalles de importancia simbólica. Le entusiasmaban las confidencias de los poderosos, pero siempre prefería la voz de las mujeres y los hombres comunes que iban a las campañas, ya por acarreo o convicción, y que nutrían los movimientos sociales o que eran víctimas de la violencia. Un par de veces

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