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Crónica de un país embozado: 1994 - 2018
Crónica de un país embozado: 1994 - 2018
Crónica de un país embozado: 1994 - 2018
Libro electrónico327 páginas5 horas

Crónica de un país embozado: 1994 - 2018

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Ésta es la crónica de un México devastado. En su geografía hay personas que se cubren el rostro con máscaras de nailon, pasamontañas, paliacates, capuchas, mascadas, camisetas. Los embozos exponen sin proponérselo esa devastación y son empleados –de forma ocasional o permanente– con distintos fines: confrontarse con el Estado, defender una comunida
IdiomaEspañol
EditorialEdiciones Era
Fecha de lanzamiento15 jun 2020
ISBN9786074455595
Crónica de un país embozado: 1994 - 2018
Autor

Laura Castellanos

Laura Castellanos es periodista independiente y feminista egresada de la UAM-X. Es autora de los libros: Crónica de un país embozado 1994-2018 (2018); México Armado 1943-1981 (2007), traducido al francés; Corte de caja, entrevista con el subcomandante Marcos, traducido al alemán e italiano. Y de las crónicas literarias Ovnis: historia y pasiones de los avistamientos en México (2009) y 2012 las profecías del fin del mundo (2011). Su crónica "Código Rojo" se incluyó en la Antología de la crónica latinoamericana actual. En el concurso de periodismo del Grupo Diarios de América ganó el primer lugar en la categoría de reportaje de investigación (2013). El Club de Periodistas de México le dio el primer lugar en cobertura noticiosa por sus reportajes sobre autodefensas en Michoacán (2015). Su reportaje sobre la masacre de Apatzingán, Michoacán, fue distinguido con el Premio Nacional de Periodismo y con el primer lugar del Premio Latinoamericano de Periodismo de Investigación que otorga el Instituto Prensa y Sociedad (IPYS) basado en Perú (2016). Mención especial del Premio Breach/Valdéz de Periodismo y Derechos Humanos (2019). Su libro Crónica de un país embozado ganó mención honorífica del Premio Antonio García Cubas 2019 del INAH al mejor libro de antropología e historia. Ha publicado en Aristegui Noticias, Washington Post en español, El Universal, La Jornada, Reforma, Vice News, entre otros medios.

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    Crónica de un país embozado - Laura Castellanos

    La edición digital no incluye algunas imágenes que aparecen en la edición impresa.

    Primera edición en Biblioteca Era: 2018

    ISBN: 978-607-445-509-0

    Edición digital: 2020

    eISBN: 978-607-445-559-5

    DR © 2018, Ediciones Era, S. A. de C. V.

    Centeno 649, 08400 Ciudad de México

    Oficinas editoriales:

    Mérida 4, Col. Roma, 06700 Ciudad de México

    Fotografía de portada: © Heriberto Paredes

    Diseño de portada: Juan J. López Galindo

    Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de la portada, puede ser reproducida, almacenada o transmitida en manera alguna ni por ningún medio, sin el previo permiso escrito del editor. Todos los derechos reservados.

    Conversión gestionada por:

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    This book may not be reproduced, in whole or in part,

    in any form, without written permission from the publishers.

    www.edicionesera.com.mx

    A todas las generaciones post-Ayotzinapa

    A Laura y José

    A Carmen y Víctor

    Índice

    Introducción

    I. Embozos: rescatistas/guerrilleros, 2017

    II. Máscaras de nailon:

    autodefensas/malandros, 2013-2017

    III. Paliacates: comunidades en defensa del territorio, 2011-2013

    IV. Capuchas: anarquistas/ecoterroristas, 2007-2011

    V. Pasamontañas:

    zapatistas/concejales, 1994-2007

    Sumario bibliográfico

    Bibliografía

    Mapas

    Mi gratitud para Salvador Frausto, Carmen Aristegui, Porfirio Patiño, Alejandro Roldán, Gerardo Reyes, Jorge Ramos, Rafael Rodríguez Castañeda, Homero Campa, Édgar Ureña, Darío Ramírez, Gabriel Soto, Karla Casillas, Peniley Ramírez, Miguel Ángel Ángeles, Alejandra Insunza y José Luis Pardo (Dromómanos), el colectivo Ojos de Perro, Daniel Hernández, Luis Cortés, Alberto Torres, Jorge Serratos, Erik Riveroll, Angélica Navarrete, Aída Castro, los equipos de redacción, edición y producción de Aristegui Noticias, Univisión, la revista Proceso, El Universal, Gatopardo, La Jornada, Vice, Prometeo Lucero, Heriberto Paredes, Adolfo Valtierra, Rafael Camacho, Germán Canseco, Francisco Castellanos, Hans-Maximo Musielik, Arturo Ramos Guerrero, Ernesto Castro, Oswaldo Zavala, Sergio Rodríguez Blanco, Fernando Montiel, Luisa Bascur, Marcelo Díaz, Human Rights Watch, Denise Dresser, Anabel Hernández, Juan Villoro, Julio Hernández, Pablo Espinosa, Alejandro Jiménez, Jorge Lofredo, Guillermo Osorno, Sergio Rodríguez Lazcano, Sara Lovera, Matilde Pérez, Arturo Cano, Zósimo Camacho, Ignacio Mendoza, Sayra Casillas, Alberto Híjar, Jaime Laguna, David Cilia, Manuel Llano, Mario Córdova, Eduardo Martínez, Valentín Hernández, Carlos González, Francisco Bárcenas, Claudia Gómez, Guadalupe Espinoza, Centro de Derechos Humanos Fray Bartolomé de las Casas, Centro de Derechos Humanos de la Montaña Tlachinollan, Coordinadora Regional de Autoridades Comunitarias (crac), Otros Mundos, Neus Espresate (†), Marcelo Uribe, Paloma Villegas, el equipo de Ediciones Era, Ángeles Saavedra, Jesús Castellanos (†), Nora Castellanos, familia Saavedra, Mónica Lara, Grace Salazar, Federico Samaniego, colectivo Tragonautas, el grupo comprometido que se atrevió a dar el chapuzón, todas aquellas personas que no puedo mencionar y todas las mujeres, hombres y comunidades que me permitieron escuchar, recoger su palabra.

    Introducción

    Ésta es una crónica de un México devastado. En su geografía existen habitantes de rostros encubiertos con máscaras de nailon, pasamontañas, paliacates, capuchas, mascadas, camisetas. Los embozos exponen –sin proponérselo– esa devastación y son empleados –de forma ocasional o permanente– con fines contrastantes: de confrontación con el Estado, defensa de la integridad o del territorio, fines de seguridad u ocultamiento para delinquir, reprimir, matar.

    Desde hace más de treinta años ha habido gente embozada en México. Su aparición y su multiplicación son proporcionales al acrecentamiento de la violencia de Estado. La primera expresión enmascarada fue la guerrillera. En 1985, sobrevivientes de la oleada de guerrillas aplastadas por el gobierno en los setenta emergieron de nuevo, ahora ocultando sus caras con paños rojos. En la década siguiente, la guerrilla zapatista –también con raíz en los setenta– irrumpió con pasamontañas de estambre negro y paliacates colorados, enarbolando la causa indígena. Ya arrancado el siglo

    xxi

    , policías y militares han hecho suyo el recurso. Portan capuchas oscuras de nailon en su combate a las mafias o para abusar de su fuerza. Luego, algunos criminales han recurrido a las mismas para atemorizar y actuar sin ser identificados. Mientras tanto, en las urbes, jóvenes anarquistas, escondidos en las capuchas de sus chamarras o sudaderas, han colocado explosivos en instalaciones bancarias durante las madrugadas. Y en las zonas rurales, autodefensas y guardias comunitarias también han tapado sus rostros, con prendas variopintas, al levantarse contra el crimen o poner freno a los atropellos de los cuerpos de seguridad del Estado.

    Éste no es un álbum de capuchones. Más bien están presentes en esta recapitulación de las expresiones de radicalidad o de la violencia popular más visibles en los últimos veinticinco años. Es curioso, pero dichas expresiones han utilizado tales encubrimientos de forma coyuntural o como símbolo de lucha: las guerrilleras, el movimiento del Ejército Zapatista de Liberación Nacional, la vertiente anarquista que comete sabotajes, autodefensas y guardias comunitarias. Comprendo la radicalidad como la exigencia y propuesta genuinas en pos de cambios sociales profundos, que en ocasiones pueden manifestarse con violencia, según definición del catedrático universitario Alberto Mendoza Velázquez en el prólogo del libro La izquierda mexicana en el siglo

    xxi

    . Cada una de ellas tiene sus propios orígenes y posiciones ideológicas diferenciadas, a veces contrarias: tomar el poder, no tomarlo, construirlo de forma distinta, destruirlo. El libro no es la segunda parte de México armado (2007), pero ambas narraciones están irremediablemente encadenadas y son secuenciales. En México armado reseñé cómo en el siglo pasado, a la par que la nación transitó de la posrevolución al México moderno de los sesenta, el gobierno reprimió las causas magisteriales, ferrocarrileras, médicas, obreras, agrarias, estudiantiles y de opositores electorales, particularmente de la militancia comunista. Luchadores sociales sufrieron la persecución, la tortura, la cárcel o el asesinato; muchachas y muchachos de origen popular o clasemediero, campesino o urbano conformaron una treintena de grupos armados que hicieron de México el país con más guerrillas en América Latina. Cincuenta años después, las guerrillas presentes son las que tuvieron su simiente en los setenta, hoy muy acotadas, por cierto. Pero habría que preguntarnos: ¿por qué en México subsiste la guerrilla más antigua de América Latina? ¿Por qué el fenómeno persiste en territorios sojuzgados por el crimen organizado? ¿Por qué en el siglo

    xxi

    hay jóvenes que –como en los setenta– ven en la guerrilla la única vía para derrocar al gobierno? ¿Y por qué México ha sido terreno abonado para la subversión? En la última década brotaron tres fenómenos sociales sorprendentes: el de las autodefensas, que han tenido presencia en dos terceras partes del país, el de células de jóvenes anarquistas que han detonado bombas caseras en urbes de una veintena de estados y el de comunidades indígenas y rurales que recurren a diversos caminos de lucha, ya sea jurídicos, de protesta social o incluso armados, para evitar el despojo de sus territorios y de sus recursos naturales.

    Escribir sobre la radicalidad o la violencia popular no es sencillo. Es un asunto estigmatizado, reducido comúnmente a un problema de seguridad desprovisto de su núcleo de inconformidad social. Aclaro por esa razón que éste no es un registro policiaco que desenmascare a sus protagonistas. De hecho, algunas fuentes me concedieron la entrevista con la condición de que resguarde su identidad para proteger su vida. Actúan de forma clandestina o desean permanecer en el anonimato. En este país ha sido más peligroso ser subversivo que capo. He escrito una narración periodística que si bien no los criminaliza, tampoco los glorifica. Más bien busco acercarme a sus detonantes y sus distintos desarrollos. Lo hago echando mano del andamiaje robusto que nos legó el historiador Carlos Montemayor, el principal descifrador de los movimientos subversivos y la contrainsurgencia mexicanos. Montemayor falleció en 2010. En su libro La violencia de Estado en México el ensayista desarrolló una tesis reveladora: la violencia institucional es la que provoca la violencia popular, no al revés. En su consideración, la violencia de Estado no consiste sólo en las agresiones, la tortura, las ejecuciones extrajudiciales o las desapariciones forzadas, sino en un entramado de mecanismos complejos como el de la corrupción, la impunidad en la procuración e impartición de justicia, las leyes que criminalizan a activistas sociales. También comprende la permanente negación de la pobreza, el analfabetismo, la carencia de servicios de salud, el desempleo, la falta de vivienda, la desnutrición. Todas éstas, dice Montemayor, son formas de una violencia legal, institucionalizada, y la inconformidad social surge para que esta violencia cese.

    Montemayor describe un escenario repetido a lo largo de la historia moderna del país, tanto en las movilizaciones ferrocarrileras de los cincuenta, como en las estudiantiles del 68, co mo en la irrupción de grupos guerrilleros diversos, como en el conflicto de Atenco, Estado de México, en 2006. Y yo añadiría la aparición de las autodefensas en 2013 o recientes protestas sociales, como la de Nochixtlán, Oaxaca, en 2016, o la de Arantepacua, Michoacán, en 2017. El escenario es: cuando un grupo radical irrumpe con alguna exigencia, el Estado descalifica sus razones, niega la violencia institucional y reprime en nombre de la paz social, comprendida como la ausencia de descontento popular. Los mecanismos contrainsurgentes para lograrlo son: la creación de grupos paramilitares (grupos de civiles armados) o fuerzas de élite; la desacreditación de líderes de oposición, su arresto, el consecuente contubernio entre Ministerios Públicos y jueces para afectarlos; la puesta en marcha de obras o programas sociales para anular a un grupo opositor pero no para atender de forma estructural sus exigencias y la falta de acción gubernamental en casos de desaparición forzada. Yo agregaría la ejecución extrajudicial impune. También la aprobación de leyes diversas que dan carta blanca a la intervención de fuerzas del Estado, acotan la movilidad o la protesta social, y legalizan el despojo del territorio y de los recursos naturales, entre otros efectos.

    Esos mecanismos pueden provocar que la inconformidad social escale a violencia popular, la que a su vez será reprimida con la misma estrategia contrainsurgente. Es una espiral sin fin. Así, la violencia de Estado ha provocado que la respuesta subversiva trascienda generaciones. Por esa razón, Montemayor llamó a la guerrilla mexicana la guerrilla recurrente. En los setenta, la guerrilla fue un fenómeno generacional en diversos países de América Latina, exterminado con asesoría estadounidense. Ahora su símil son las mencionadas células anarquistas que realizan sabotajes, manifestación generacional que por periodos se expande o contrae. ¿Por qué México ha sido el país latinoamericano con su mayor crecimiento a lo largo del siglo

    xxi

    ? ¿Por qué esta juventud mexicana ha tenido tanta rabia? De igual modo, México es el primer país latinoamericano protagonista de otro fenómeno inédito en la región, antagónico al anarquismo y a las expresiones subversivas: el de células ecoterroristas que han reivindicado el envío de paquetes bomba o asesinatos. Se dirá que las manifestaciones subversivas son marginales y con poco impacto político, pero cada una, con sus particularidades, ha expuesto el recrudecimiento de la violencia de Estado. Y algunas tienen visos de crecimiento, como las autodefensas y las resistencias que se enfrentan a megaproyectos. Sobre todo porque, al igual que en los setenta, el Estado ha tenido desplegados a militares en territorios con presencia del crimen organizado y de grupos insurrectos. Esa política de seguridad fue institucionalizada por Felipe Calderón y continuada por Enrique Peña Nieto. Su marco estratégico fue la Iniciativa Mérida, un programa establecido por el gobierno de Estados Unidos para dar entrenamiento y financiamiento militar a fuerzas armadas y policiacas mexicanas bajo el argumento del combate a organizaciones criminales y al tráfico ilegal de armas, bienes y personas. Tal política estadounidense, advierte la periodista canadiense Dawn Paley en su libro Capitalismo antidrogas: Una guerra contra el pueblo, sirvió para crear grupos paramilitares que a través de la violencia han propiciado el terror en regiones con intereses multinacionales extractivistas. Según Paley, su fin ha sido el control del territorio y de la movilidad social. Explica que esta estrategia ha sido aplicada en Colombia y Centroamérica con fines de contrainsurgencia. En estos países, los paramilitares y las fuerzas armadas han reprimido movimientos opositores o grupos subversivos con el fin de facilitar la inversión extranjera directa y el comercio internacional. En México, las políticas de seguridad de Calderón y de Peña Nieto han dejado un costo social sin parangón en la historia: más de 186 mil asesinatos y más de 33 mil casos de desaparición en la última década. En vísperas de su salida, Peña Nieto dejó aún más agitada la espiral de convulsión nacional al promulgar la Ley de Seguridad Interior, que hace constitucional la subordinación de la autoridad civil a la militar y legaliza la actuación castrense en tareas de seguridad pública, sin garantizar el respeto a los derechos humanos ni la rendición de cuentas respecto a prácticas de abuso de fuerza y de poder. Los militares fueron entrenados para combatir a muerte a enemigos externos. La aprobación de esta ley consigna que el enemigo es interno, está en casa. La ley faculta al ejército a actuar discrecionalmente en protestas o movilizaciones sociales que se consideren una amenaza. Le da carta blanca para identificar, prevenir y atender riesgos registrados en la Agenda Nacional de Riesgos, documento reservado por ser de seguridad nacional. La revista Contralínea tuvo acceso al listado de las diez principales amenazas de seguridad, según fueron desglosadas en la edición 2015 de la agenda. En el primer lugar el gobierno situó al crimen organizado. En el segundo, al movimiento zapatista, las autodefensas y guardias comunitarias, las comunidades en defensa del territorio y los movimientos sociales. En tercero, a las células anarquistas, y en décimo, a las guerrillas. ¿Qué costo tendría la ley para los grupos subversivos y los movimientos en defensa del territorio, sobre todo ante la aplicación de otras leyes recientes que legalizan el arrasamiento del territorio, como son la energética, la de aguas y la minera? En esta narración periodística no uso los términos guerra contra el narcotráfico ni cárteles. Asumo la vertiente periodística emergente que los cuestiona, por considerar que eximen de responsabilidad al Estado y perpetúan el discurso oficial que justifica el saldo de sangre y la militarización del país. Esta propuesta emergente ha sido nutrida por periodistas con grados doctorales y prestigio académico, como Oswaldo Zavala, que fue reportero de El Diario en Ciudad Juárez durante el gobierno de Felipe Calderón y corresponsal en Washington de la revista Proceso, y que es catedrático de la City University de Nueva York, así como Sergio Rodríguez Blanco, periodista galardonado, coordinador del subsistema de periodismo en la Universidad Iberoamericana. Zavala considera que los cárteles no existen como grupos autónomos invencibles con los que el gobierno libra una guerra a muerte. La realidad, apunta, es que hay mafias regionales de producción y tráfico de drogas en pugna entre sí y con la federación. Estas mafias funcionan por omisión, corrupción o colusión y son gestionadas en los distintos niveles y poderes de gobierno. En lugar de usar el término guerra contra el narcotráfico, utilizo el creado por Rodríguez Blanco: violencia organizada. La define como el conglomerado de los intereses más oscuros del aparato de Estado, empresas multinacionales, grupos paraestatales y el crimen organizado. La violencia organizada, y no la guerra contra el narcotráfico, es la que ha desgarrado al país. Yo sólo agregaría que la violencia organizada puede tener carácter transfronterizo y que las mafias pueden actuar de forma multidelincuencial. También enriquecieron mi visión periodística las charlas/entrevistas que tuve con el periodista y catedrático Fernando Montiel y con el politólogo Marcelo Díaz, radicado en Colombia.

    La historia de México bien puede escribirse a través de los resortes y saldos de la subversión, como lo hice en México armado. En éste relaté cómo el tsunami guerrillero de los setenta fue el detonante de la reforma política de 1978 que permitió a la izquierda ser votada en comicios electorales. Una década después, Cuauhtémoc Cárdenas rompió con el Partido Revolucionario Institucional y contendió por la presidencia, encabezando el mayor frente constituido hasta entonces de las luchas sociales reprimidas en el siglo xx. Pero el día de las elecciones, el sistema de cómputo sufrió una sospechosa caída que hizo llegar a Carlos Salinas de Gortari al poder. Éste aprobó reformas constitucionales y la firma del Tratado de Libre Comercio con Estados Unidos y Canadá que beneficiaron a la clase empresarial, agudizaron la pobreza y destruyeron el campo. En 1994 irrumpió la guerrilla zapatista para confrontarlo, cimbrando de nuevo al país. Su surgimiento y posterior conversión en un movimiento pacífico y su recorrido infructuoso por las vías legales y legislativas –durante siete años– provocaron, por separado, la aparición de una nueva generación guerrillera, de otra de luchadores radicales y de las células precursoras del anarquismo insurreccionalista. La izquierda le apostó de nuevo al cambio por la vía electoral. Andrés Manuel López Obrador contendió por la presidencia en 2006 y en 2012 sin lograrla, denunciando fraudes descomunales. A la par, en ese lapso, movimientos sociales radicalizados fueron reprimidos, al tiempo que imperaba una creciente violencia organizada. Así, el país fue tierra abonada para la germinación de las autodefensas, la expansión de células anarquistas y la multiplicación de movimientos de resistencia en defensa del territorio. Estas expresiones sociales han trascendido las coyunturas electorales porque no enfrentan a los partidos políticos o gobiernos en turno. Enfrentan la violencia estructural agudizada por reformas constitucionales en beneficio de la cúpula económica y de corporativos multinacionales y extranjeros. Por esa razón, no es difícil avizorar su permanencia, e incluso expansión, independientemente de quién esté sentado en la silla presidencial. La prueba fehaciente es la existencia del Ejército Zapatista, que en enero de 2019 cumple veinticinco años de lucha antisistémica. El movimiento zapatista forma parte del Congreso Nacional Indígena, una retícula de resistencias creada hace veintidós años para exigir igualdad y justicia. Durante estas dos décadas, su vulnerabilidad comunitaria se agudizó al enfrentar también el despojo y extractivismo en sus territorios y la violencia organizada. Aunque Andrés Manuel López Obrador asuma la presidencia, las leyes de explotación de energéticos, recursos mineros y de aguas seguirán vigentes –por tiempo indefinido– satisfaciendo la voracidad capitalista. De igual manera, las mafias de la violencia organizada continuarán galopantes a menos que las cadenas de complicidad de los diversos poderes y niveles de gobierno sean destruidas. En este libro hice confluir diversas coberturas que realicé pa ra La Jornada, Gatopardo, El Universal, Aristegui Noticias y la revista Proceso en los últimos veinticinco años. La periodicidad en la que fueron agrupadas tiene que ver con los momentos en los que tuve particular oportunidad de acercarme a estas expresiones sociales. La narración arranca poniendo foco en Guerrero, el estado donde se implementaron las acciones contrainsurgentes de control militar territorial para exterminar a las guerrillas de los setenta. El presidente Felipe Calderón puso algunas de estas acciones en marcha cuatro décadas después como estrategia de seguridad en el país, y luego las prosiguió su sucesor, Enrique Peña Nieto. De esta forma, Guerrero ha sido la cuna de la violencia organizada que hoy resquebraja al país. Luego pongo foco en Michoacán, estado en el que Calderón echó a andar su guerra contra el narcotráfico, y en el que Peña Nieto, de idéntica manera, arrancó la propia. La primera provocó la aparición de las autodefensas, la segunda su aparente sofocamiento, y ambas retratan la forma en la que opera la violencia organizada desde el aparato del Estado. La forma institucionalizada y legislativa de esta violencia está expuesta en los capítulos sobre las comunidades en defensa del territorio y sobre el zapatismo. Mientras que en el capítulo relativo al anarquismo insurreccionalista recojo el impacto de la represión y la criminalización de movimientos y protestas sociales.

    Éste es, pues, un texto que reivindica la dimensión humana del periodismo que acude al lugar de los hechos, reportea a suelo raso y recoge las voces directas. La naturaleza de estas coberturas hizo que la narración tomara forma de crónica. Yo no soy la protagonista, pero sí por momentos atestiguo los hechos relatados. En la crónica quedan expuestas las razones de sus actores para sujetar un arma, lanzar una bomba molotov o desafiar al Estado. A través de dichas coberturas quedan explícitas la violencia institucional y la violencia organizada como los resortes de su actuación y, en ciertos casos, del escalamiento de la violencia popular. Busqué hacer un relato fluido pero con rigor, por lo que al final del libro hay un sumario bibliográfico. En éste doy cuenta de los reportajes que publiqué en los medios citados y de una diversidad de fuentes directas e indirectas.

    Finalmente, ésta es una crónica escrita al revés. Su puerto de partida es nuestro presente y transita hacia nuestro pasado. Es como cuando vamos en el asiento de espaldas al conductor en un vagón del Metro o de un tren. El ir en ese lugar no modifica nuestro itinerario, pero sí nuestra mirada. Desde esa perspectiva, el lugar que dejamos va achicándose hasta hacerse diminuto. Un punto. Luego desparece. En este caso –por el contrario– el drama nacional que hoy vivimos puede magnificarse si viajamos hacia atrás, al constatar la cadena de sucesos que lo antecedieron. Porque el hoy es resultado de la acumulación de impunidades del ayer : corrupción, despojos, abusos, ejecuciones, desapariciones, traiciones, masacres. Y hoy, como ayer, la han combatido mujeres y hombres luchadores sociales, comunidades indígenas y rurales, jóvenes llenos de rabia, células guerrilleras replegadas, grupos subversivos, autodefensas y movimientos sociales cada vez más vulnerables. Puede uno estar de acuerdo o no con sus métodos o distintas posiciones ideológicas, pero lo importante es que su presencia recurrente es un sacudimiento de lo que ya no debe perpetuarse. Finalmente, al hacer este viaje mirando al ayer, podemos imaginar el destino al que nos dirigimos si en México no erradicamos la violencia organizada ni concretamos los cambios estructurales que apremian.

    I. Embozos: rescatistas/guerrilleros, 2017

    30 de noviembre de 2017 Alfonso Juárez

    Guerrillero del Ejército Revolucionario del Pueblo Insurgente Alguna casa de una urbe cercana al Valle de México

    El muchacho toma el paño rojo para mostrarme cómo la guerrilla rural cubre sus rostros con un pedazo de tela. Esos trapos los venden generalmente en tiendas de artículos de limpieza. Es grande y rectangular. Lo parte a la mitad. Una de las mitades la coloca encima de su cabeza: la punta trasera apenas sobrepasa la nuca; la punta delantera cuelga del cuello y roza su pecho. Sus manos morenas toman los dos extremos que caen en los hombros. Los pasa por detrás de su nuca y los anuda. La cabeza queda totalmente oculta. Una de sus manos tantea el bolígrafo puesto sobre la mesa de madera y lo sujeta. Se ayuda con la otra mano que busca los bordes de las cuencas de los ojos y los marca sobre la tela. Nada más. No marca la nariz. Tampoco la boca. Deshace el nudo del trapo y se lo quita. Me pide que sostenga dos de las puntas. Él sostiene una tercera. Toma un encendedor. Pasa la lumbre debajo de uno de los dos óvalos dibujados. En la superficie colorada comienza a surgir un orificio encendido y creciente que apaga con toquecitos de sus dedos. Queda un anillo negro de tela chamuscada dentro del borde del óvalo.

    –¿Para qué lo haces? –me escucha preguntar y repite el procedimiento en el otro óvalo marcado.

    –Lo quemamos con una vela o con un encendedor para que no se vaya deshilachando y llegue un momento en el que ¡puf! –lleva su mano cerrada hacia el ojo y la abre de pronto–. En el cerro, nosotros no usamos pañuelo [paño] rojo porque se ve de lejos, se alcanza a ver más que el camuflajeado.

    El paño queda con dos agujeros del tamaño de una moneda de a peso. Se lo coloca de nuevo. Le digo que en los ochenta las primeras guerrillas en usarlos en México fueron las guerrerenses y las oaxaqueñas sobrevivientes de la represión vivida en la década previa. Me cuenta que por igual los han usado guerrillas latinoamericanas y separatistas vascos. Que el rojo es el color clásico del marxismo-leninismo pero que su organización no se asume militante ortodoxa de la ideología. Su voz pierde algo de sonoridad. Sus ojos asoman por los orificios. No le veo los párpados, mucho menos las cejas. Sólo veo dos capulines brillantes que pestañean.

    29 de noviembre de 2017

    Alfonso Juárez

    Algún parque en el centro del país

    Alfonso Juárez arriba a la cita en un parque. Nadie pensaría que es un guerrillero guerrerense. Pertenece a una nueva generación de jóvenes que se han enrolado en la guerrilla. El veinteañero va con el rostro descubierto. En vez de fusil porta un teléfono móvil. Calza tenis sencillos y no botas de montaña. Luce un pantalón de mezclilla y una camiseta oscura en lugar del típico atuendo militar en tonos verdosos. En su camiseta va impreso: La sangre no puede ser la tinta para escribir una reforma, en alusión a la reforma educativa del presidente Enrique Peña Nieto que provocó en su contra un movimiento magisterial de envergadura y beligerancia históricas. Su atuendo urbano lo mimetiza con el entorno. El muchacho de veintidós años está por egresar como maestro de algún plantel de educación superior de Guerrero. No

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