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Los otros.: Raza, normas y corrupción en la gestión de la extranjería en México 1900-1950
Los otros.: Raza, normas y corrupción en la gestión de la extranjería en México 1900-1950
Los otros.: Raza, normas y corrupción en la gestión de la extranjería en México 1900-1950
Libro electrónico417 páginas5 horas

Los otros.: Raza, normas y corrupción en la gestión de la extranjería en México 1900-1950

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Autorizar o prohibir el ingreso de inmigrantes al territorio nacional, y otorgar o negar cartas de naturalización son decisiones políticas que trazan fronteras entre nosotros y los otros. México es un caso paradójico. Se trata de una nación que nunca recibió corrientes significativas de población extranjera; sin embargo, instituyó normas migratoria
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento11 nov 2020
ISBN9786075642109
Los otros.: Raza, normas y corrupción en la gestión de la extranjería en México 1900-1950

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    Los otros. - Pablo Yankelevich

    autor

    Agradecimientos

    Este libro fue posible gracias al generoso respaldo institucional de El Colegio de México y a recursos financieros adicionales otorgados por el Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología (Conacyt) por medio del Proyecto CB 2010-151011-H; por la Secretaría de Educación Pública por medio del Proyecto Colmex-Promep PTC 39, y por la Universidad de Columbia mediante el programa de becas de investigación Edmundo O’Gorman. La investigación está en deuda con colegas con los que, en diferentes etapas, intercambié opiniones y de quienes recibí orientación y ayuda. Mi agradecimiento a Kif Augustine Adams, Manuel Ángel Castillo, Alicia Castellanos, José Ramón Cossío, Gabriela Díaz Prieto, Paola Chenillo, David Fitzgerald, Patricia Funes, Olivia Gall, Javier Garciadiego, Daniela Gleizer, Pilar González Bernaldo, Clara E. Lida, Andrés Lira, Graciela Márquez, José Moya, Consuelo Naranjo, Manuel Ordorica, Erika Pani, Andrés Reggiani, Ernesto Rodríguez, Delia Salazar, Tomás Pérez Vejo, Juan Pedro Viqueira, Peter Wade y Elliott Young. Mi agradecimiento a los estudiantes de los seminarios que impartí en El Colegio de México, en la Universidad Nacional Autónoma de México, en la Universidad de París VII y en la Universidad de Colonia; de manera muy especial, mi gratitud con Efraín Navarro, Carlos Inclán, Abraham Trejo y César Valdés por la generosidad y fructíferas charlas sobre sus propias investigaciones, que abrieron horizontes a mi investigación. Mi reconocimiento al equipo de becarios integrado, en distintos momentos, por Carlos Carranza, Isis Ledezma, Myriam Olivares, Santiago Barrios de la Mora y Luis Sandoval. Su ayuda fue imprescindible en la localización y sistematización de fuentes documentales. También expreso mi agradecimiento al personal de los archivos y bibliotecas consultadas, en especial a Micaela Chávez y a Víctor Cid por su permanente ayuda en la localización de fuentes bibliográficas desde la biblioteca de El Colegio de México, y a Jorge Fuentes, pues desde la jefatura del Archivo Histórico Diplomático de la Secretaría de Relaciones Exteriores no escatimó apoyo a mi investigación. En igual sentido, mi gratitud con Harootum Kopbian Aprahamian, por permitir la disposición de documentos y papeles personales que pertenecieron a Andrés Landa y Piña. Mi reconocimiento a Emelina Nava García por la ayuda prestada desde el Departamento de Sistemas e Información Geográfica de El Colegio de México, y a Rosy Quirós, siempre atenta y eficiente secretaria, responsable de una diversidad de trámites y gestiones administrativas. Por último, el diálogo con Enrique Maorenzic ha sido la prueba más fehaciente de que la única manera de avanzar es seguir interrogando. Este libro está en deuda con su voz y su experiencia.

    Puntos de partida

    Entre otros asuntos, erigir un Estado nacional obliga al trazado de fronteras políticas y culturales. En esta tarea resulta imprescindible definir quiénes formarán parte de la nueva comunidad, y para ello la nacionalidad se convierte en un atributo cuya regulación será objeto de normas específicas. Erigir un Estado nacional obliga también a un cuidadoso ejercicio de memoria para seleccionar qué vale la pena recordar y cuánto olvidar en la consecución de un relato que permita imaginar orígenes compartidos cuyos veneros habrán de proyectarse sobre un futuro siempre expresado en clave promisoria.

    En todo proceso de construcción nacional operan dos matrices, una de inclusión y orgulloso reconocimiento, la otra de exclusión y generación de alteridad.¹ Cualquier relato nacional está habitado por muchos otros, algunos cercanos y otros tan distantes que desafían la imaginación política de élites empeñadas en construir una comunidad homogénea. Ese empeño no es una ocurrencia sino un imperativo político, puesto que legitimar el uso del poder estatal obliga a invocar la voluntad de una nación que, por ser única y estar supuestamente conformada por semejantes, no puede más que excluir a quienes son valorados como distintos y, entre estos últimos, ninguno más ajeno que el extranjero.

    Detenerse en los dispositivos de exclusión ilumina los procesos de construcción nacional. En la estela de las investigaciones de Mae N. Ngai se puede afirmar que las políticas de migración y las de naturalización permiten vislumbrar la manera como las naciones se miran a sí mismas y también se miran en relación con otras naciones.² Es posible pensar la extranjería como el alter ego de la nación, un espejo en el que se reflejan filias y fobias, pulsiones de atracción y rechazo que aluden a cómo las comunidades nacionales cuentan su propia historia y al lugar que ocupan los extranjeros en esos relatos.

    En las modernas naciones la extranjería aparece ligada indisolublemente a la inmigración. Las corrientes migratorias han sido y son fuentes de tensión y conflicto. Se argumenta que la presencia indiscriminada de extraños vulnera la soberanía de los Estados y pone en riesgo la integridad de sus respectivas comunidades nacionales. En la actualidad, como nunca antes, la migración es parte de las agendas políticas de naciones y de organizaciones nacionales e internacionales. Los migrantes preocupan a la opinión pública, moldean plataformas electorales y cristalizan en formaciones políticas y sociales. La presencia de inmigrantes desestabiliza órdenes políticos pues de ella se alimentan discursos de odio que no siempre son confrontados con éxito por políticas de solidaridad fincadas en el respeto a un robusto sistema normativo de Derechos Humanos.

    Los movimientos migratorios reconocen diferentes causas. En buena medida están signados por procesos de expansión y retracción de mercados laborales en las naciones de origen y de destino, mientras que las guerras y otras catástrofes sociales han sido y son el motor de nutridas oleadas de inmigrantes. Se trata de un problema complejo cuya gestión deriva en un problema político. En un mundo de naciones preocupa que personas con orígenes diversos crucen fronteras políticas buscando en forma transitoria o definitiva radicar e insertarse en comunidades políticas que no son las suyas. Ante estas presencias extrañas los Estados tratan de regular los ingresos de extranjeros en un esfuerzo por controlar la composición de sus comunidades nacionales. En este sentido, como indica Ana María López Salas, las políticas de migración y de naturalización pueden entenderse como mecanismos de oclusión que los Estados activan para custodiar la integración de sus respectivas comunidades nacionales.³ Y esos mecanismos son interpretados como prerrogativas de una soberanía que los Estados han ejercido desde los primeros momentos de su constitución y que hoy, paradójicamente, se han convertido en la última e irrenunciable facultad que enarbolan ante los gigantescos desplazamientos humanos, consecuencia de los desajustes que provoca una economía globalizada. De esta manera, mientras se promueve y celebra al levantamiento de todo tipo de barreras a la circulación de bienes, asistimos a la edificación de murallas cada vez más altas para tratar de contener la circulación de personas.

    No sorprende el uso político que se hace de los inmigrantes, al depositar en ellos gran parte de la responsabilidad sobre conflictos y tensiones que lastiman a las sociedades de recepción. La llegada de inmigrantes se entiende como un atentado a la armonía de comunidades nacionales que pasan a percibirse como víctimas de presencias peligrosas. Emergen entonces conductas xenófobas que, teñidas de racismo fijan fronteras, entre nosotros y los otros. En la delimitación de esas fronteras, sin duda, participan tensiones generadas en espacios económicos y en mercados laborales, aunque también intervienen componentes identitarios, formas de pensar y de vivir una existencia en común, un nosotros que integra paisajes culturales amenazados por la irrupción de los de afuera. Se trata de otros que padecían enfermedades que ponían en riesgo la salud de la nación, otros que por habitar culturas diferentes amenazan con desestabilizar tolerancias trabajosamente alcanzadas, otros tan ajenos al genuino ethos nacional que son valorados como inasimilables.

    Aproximarse a las formas como se gestiona la extranjería es una manera de indagar la constitución del Estado y la integración de la nación. Es decir, autorizar o prohibir el ingreso al territorio nacional, así como otorgar o negar cartas de naturalización a extranjeros definen políticas dispuestas a ensanchar o limitar la comunidad política. Las normas que regulan la extranjería fijan, como afirma Erika Pani, las condiciones con las que un Estado admite a quienes vienen de afuera, y establece las prerrogativas dentro del cuerpo político. Es decir, son normas que, al construir comunidad, trazan las fronteras políticas y administrativas entre nosotros y los otros.

    Las normas dicen poco de los movimientos de población, difícilmente por medio de ellas podremos conocer volúmenes, composiciones y motivaciones; sin embargo, permiten acercarse al modo de procesar esos movimientos, a las maneras de percibirlos con independencia de sus reales magnitudes. Las percepciones sobre los extranjeros que llegan o de los nacionales que se van son el motor de las decisiones en materia migratoria. Las percepciones definen las políticas migratorias orientadas en lo fundamental a determinar el costo o el beneficio que representa la presencia extranjera en lo político, social, económico y cultural. Las normas migratorias reconocen una historicidad, han cambiado de época en época, aunque en lo central sus objetivos apuntan a promover, a detener, o bien a regular la intensidad de las corrientes migratorias.

    En este sentido, México es un caso paradójico. Se trata de una nación que vio fracasar todos los intentos por promover la inmigración, nunca recibió corrientes significativas de población extranjera; sin embargo, en consonancia con el proceder de naciones de alta inmigración, el país instituyó una de las normas migratorias y de naturalización más restrictivas que conoce el continente. ¿Cuál fue el sentido de restringir la presencia extranjera si han sido minúsculos sus aportes a la población nacional? La implementación de esas políticas restriccionistas tuvo lugar en momentos en los que el volumen de emigrantes nacionales superaba con creces al de inmigrantes extranjeros. Es decir, México instituyó normas restrictivas cuando eran más los mexicanos que emigraban que los extranjeros que llegaban. Además, en una nación tan lacerada por los prejuicios étnicos y con un Estado posrevolucionario que muy tempranamente condenó la discriminación racial, ¿cómo explicar la potente racialización de políticas que regulan la extranjería?

    Hasta fechas muy recientes estos han sido temas particularmente descuidados en la investigación histórica. Es posible que se deba a que la condición marginal que ocupan los extranjeros en la demografía nacional se trasladó al campo de la historia, lo que colocó a las normas que regulan la extranjería en los márgenes de las indagaciones sobre el pasado. Quizá también se deba a la escasa visibilidad que ha tenido el marcador racial en las indagaciones sobre el acontecer histórico del México contemporáneo. Otra razón puede ser la ausencia de fondos documentales para dar cuenta de una arquitectura normativa anclada en criterios de exclusión. Quizá el descuido sea resultado de la combinatoria de todas estas razones en un panorama historiográfico en el que destaca, con justicia, la imagen de México como país refugio, un territorio que estuvo dispuesto a recibir perseguidos políticos de todo el mundo. Tal vez, entonces, esa imagen de país abierto a los exiliados fue transferida a todo extranjero que quisiera residir en su territorio.

    Recientes indagaciones han permitido introducir algunos matices en aquellas nociones de país indiscriminadamente abierto, para mostrar los exilios como momentos de excepción en la conducta de México en materia de extranjería.⁶ En realidad, en cuestiones de inmigración México se comportó de manera similar al resto del mundo; en todo caso, la excepción ha sido creer que no fue así. Éstos son los puntos de partida de este libro.

    A partir de la identificación de espacios de coincidencias con saberes, políticas y técnicas de control y regulación de la inmigración a escala global, se estudian las particularidades del caso mexicano durante la primera mitad del siglo XX. Se trata de un momento peculiar en la historia nacional. El país fue atravesado por una Revolución que prometía una completa refundación del orden económico, político y social. Sobre este escenario, impactó el engrosamiento de flujos de inmigrantes de orígenes nacionales alejados de los hasta entonces conocidos, en un contexto de fuertes tensiones sociales generadas por el masivo y compulsivo retorno de emigrantes nacionales. Fueron décadas en las que se discutió un nuevo paradigma demográfico y como parte de él se creó la agencia gubernamental responsable de la inmigración extranjera, al establecerse las bases normativas de la política de inmigración y naturalización, que con muy pocos cambios rigieron durante el resto de la centuria.

    Este libro propone un recorrido por los entresijos de las normas migratorias y de naturalización, e intenta rebasar la textualidad de leyes y reglamentaciones para dar cabida a las posturas políticas, a formas de procesar la memoria histórica y a convicciones fundadas en lo que entonces eran razones con valor científico. Expertos, técnicos, funcionarios y burócratas intervinieron en la construcción del andamiaje normativo que además fue contrastado con debates en la opinión pública.

    Ese andamiaje puede leerse como el deber ser de un mandato estatal dispuesto a ordenar y controlar una realidad que al desbordarse amenaza el orden político, mientras que la aplicación de esas normas exhibe la capacidad estatal para ejecutar aquello que el mandato prescribe. La ejecución de la norma requiere de recaudos presupuestales para poner en marcha una infraestructura y una burocracia dispuesta a velar por el cumplimiento de la ley. Medir la distancia entre normas y prácticas en asuntos de migración y naturalización ha sido otro de los objetivos de este libro. ¿Hubo eficacia en el cumplimiento de las normas? ¿Cuáles fueron los escollos que éstas enfrentaron? Calibrar esa distancia obliga a delimitar un área de mediación a fin de hacer evidentes las limitaciones del poder estatal para incidir con energía en la realidad que intenta gobernar. ¿Cuáles fueron las razones que distanciaron las normas de las prácticas? ¿Hubo problemas de financiamiento o se trataba de la carencia de personal profesionalizado? ¿Eran asuntos de índole técnico-administrativo o de carácter político derivados de la escasa moralidad de los funcionarios? ¿Qué papel jugó la corrupción en los esfuerzos por regular y controlar la inmigración y la naturalización de extranjeros?

    Enunciar una política, convertirla en leyes y ejecutarla por medio de instituciones y de agentes obliga a desplegar recursos materiales y humanos que no siempre es fácil conjuntar. De ello da cuenta este libro mediante un capitulado que atiende los marcos conceptuales desde donde se pensó la presencia extranjera, las maneras en que esas ideas se tradujeron en leyes, los modos como estas leyes gestaron espacios de administración y, por último, las razones por las que esas normas tuvieron dudosa verificación y cómo alimentaron dispositivos de extracción de recursos monetarios, jugosa fuente de negocios privados.

    Si la extranjería constituye un extraordinario mirador para escudriñar los procesos de construcción estatal e integración nacional, la gestión de la extranjería permite explorar los usos y abusos del poder en la administración pública, espacios donde la arquitectura normativa se materializa en la figura de agentes gubernamentales responsables del cumplimiento de la ley. ¿Qué sucede cuando el funcionario actúa contra las reglas de cuyo cumplimiento es responsable? ¿Cuál es el resultado de esa disonancia entre normas instituidas y funcionarios que las violentan? Asistimos a uno de múltiples espacios estatales impregnados de corrupción política, en donde la regla era el uso ilegítimo o arbitrario del poder público para la obtención de beneficios privados.

    ¿Cuál era el sentido de las estrictas disposiciones para controlar y regular la presencia de extranjeros en México, si en la práctica tales disposiciones podían ser burladas sin demasiado esfuerzo? Se podría invertir este interrogante para preguntar hasta qué punto la expansión de redes de soborno y extorsión fue alentada por una normatividad cada vez más restrictiva. Dar cuenta de estos asuntos obligó a pensar la corrupción como una práctica sistémica en la que la moral individual de poco sirve para entender la extensión y potencia de sobornos y extorsiones. La corrupción ayudó a construir un régimen político, creó lealtades y garantizó estabilidades personales e institucionales; también contribuyó sustancialmente al sostenimiento económico de empleados y funcionarios, y a algunos les permitió enriquecerse. El inmigrante extranjero fue una víctima recurrente de extorsiones, así como una sostenida fuente de sobornos. En resumen, en este libro se exploran prácticas de corrupción en cuanto dispositivo para cumplir o para subvertir la ley.

    Estado y extranjería, por un lado, raza y nación, por otro, son vectores conceptuales que articulan los asuntos estudiados. Contrastar relatos de nación convertidos en disposiciones migratorias y de naturalización, revisar la génesis y desempeño del Servicio Migratorio hasta mediados del siglo XX, reconstruir la serie histórica de extranjeros naturalizados a lo largo de más de 100 años, con particular énfasis en la primera mitad de la pasada centuria, y detenerse en las estrategias para burlar leyes y disposiciones o para extorsionar a partir de ellas son escalas en la trayectoria propuesta en este libro que, como todos, tiene su propia historia.

    Hace más de una década una indagación sobre la expulsión de extranjeros indeseables en los años de la inmediata posrevolución⁸ dio origen a un proyecto de investigación que fue creciendo conforme logramos ingresar a fondos documentales hasta entonces desconocidos. Entre otros, el acceso a los expedientes del Archivo Histórico del Instituto Nacional de Migración y, más tarde, a los papeles personales de Andrés Landa y Piña, factótum del Servicio Migratorio, abrió la posibilidad de recorrer desde los pisos superiores hasta el subsuelo del edificio migratorio. Durante varios años, con la ayuda de un equipo de jóvenes estudiantes y el financiamiento, primero, del Programa UC-Mexus de la Universidad de California y, después, del Conacyt, pudimos localizar y sistematizar un cúmulo de información relativa a procedimientos, instrucciones, reglamentos, personal e informes sobre el funcionamiento del Departamento Migratorio. Un primer resultado fue publicado en 2011.⁹ La investigación prosiguió y nuevos hallazgos en los repositorios ya referidos, a los que se sumaron exploraciones en otros archivos, en especial en los fondos de extranjeros naturalizados que se resguardan en la Secretaría de Relaciones Exteriores, permitieron articular el campo de la regulación y ejecución de la política de migración con el de la naturalización de extranjeros. La exploración en estos dos territorios, siguiendo huellas documentales nuevas o parcialmente exploradas, hizo posible este nuevo libro, que aspira a ensanchar el conocimiento sobre maneras de mirar y tratar a los inmigrantes en un pasado no tan lejano.

    Sobre estos asuntos, a lo largo de los últimos años impartí cursos, seminarios y conferencias, y también publiqué avances de esta investigación. Intercambios con colegas y estudiantes, sumados a nuevas evidencias documentales, han permitido ajustar aproximaciones, así como matizar y precisar supuestos y conclusiones. Este libro amplía y actualiza algunos de aquellos avances y, sobre todo, incorpora nuevos temas y problemas para presentar los resultados finales de una investigación que pretende acrecentar el campo de los estudios sobre la discriminación, el racismo y la exclusión social y política en la historia contemporánea de México.

    Vivimos tiempos globales de profunda incertidumbre, la intolerancia hacia los inmigrantes se extiende alentando políticas de odio. Mientras tanto, en México se escuchan voces que anuncian cambios significativos en el orden político, cambios, se dice, dispuestos a enfrentar los grandes problemas nacionales. Entre ellos, la migración ocupa un sitio de primer orden. Encontrar soluciones a este problema obliga a conocer su naturaleza y su magnitud sin olvidar su historia. Advertir la densidad y el calado histórico de las enormes dificultades que enfrenta la migración debería ser uno de los puntos de partida para imaginar cursos de acción que permitan construir alternativas viables. Ningún problema es completamente nuevo, conocer su historia puede ayudar a comprender las razones por las que la gestión de la extranjería en México se asemeja a la eterna condena de Sísifo. Estas páginas reconstruyen segmentos de esa historia.

    Segato, 2007, pp. 29 y ss.

    Ngai, 2004, pp. 9 y ss.

    López Salas, 2005, p. 17.

    Pani, 2016, p. 50.

    Véase Mármora, 2002.

    Véase Castillo y Guerra, 2012; Gleizer, 2011, 2015a y 2015b; Salazar Anaya, 2007; Yankelevich, 2015, 2011, 2009a y 2002.

    Véase Nas, Price y Weber, 1986. La bibliografía sobre corrupción política es muy extensa; una síntesis puede consultarse en Heidenheimer, Johnston y LeVine, 1989.

    Véase Yankelevich, 2004.

    Véase Yankelevich, 2011.

    Ante el yunque de la patria

    La convicción de que ser mestizo constituye la manera más genuina de ser mexicano puede interpretarse como la consagración de un relato nacional que funda sus orígenes en la mixtura del más remoto pasado indígena con los siglos virreinales. Imaginar al mestizaje como el compendio de la nacionalidad fue un dispositivo de enorme eficacia para enfrentar la heterogeneidad social y cultural que amenazaba la empresa de construir una auténtica patria. Promover una mixtura que borrara diferencias respondió a imperativos políticos interesados en legitimar el ejercicio de un poder en nombre de una nación que necesariamente debía reconocerse y reclamarse única. En esta operación la categoría de raza ocupó un lugar de primer orden, con independencia de los sentidos con que fue usada. De este modo, tanto en su acepción étnica (comunidad de idioma, de tradiciones, de religión y de cultura) como en su significado biológico (herencia de caracteres fenotípicos y conductuales) la raza fue central para pensar la mixtura hasta convertirla en el ancla de la identidad nacional.

    La idea del mestizaje no es una novedad: es posible seguir sus rastros hasta finales del siglo XVIII, cuando un núcleo de criollos creyó descubrir la existencia de un genuino espíritu popular que nutría el cuerpo de una nación en ciernes.¹ El siglo de la Independencia fue un espacio de controversias por definir y valorar los aportes de las civilizaciones prehispánicas y española,² mientras que el proceso que inauguró la Revolución de 1910 hizo posible la cristalización de políticas específicas que consagraron al mestizo como insignia de la mexicanidad.³

    En realidad, la Revolución asumió un diagnóstico decimonónico para convertirlo en auténtica obsesión. Este diagnóstico precisaba que México adolecía de una debilidad originaria, producto de hondas fracturas sociales y étnicas. Manuel Gamio reflexionó sobre estas cuestiones y en 1916 fijó el canon de un asunto que recorre gran parte de la reflexión política, histórica y antropológica del siglo XX mexicano. El desafío era crear una auténtica nacionalidad, puesto –decía– que constituimos un conjunto de agregados sociales étnica-mente heterogéneos. Para enfrentar esta adversidad, exhortó a los revolucionarios a empuñar el mazo y el mandil del forjador para hacer que surja del yunque milagroso la nueva patria hecha de hierro y bronce confundidos.⁴ Pensar la Revolución como la forja de una auténtica patria resultó una idea atractiva, sobre todo por la perspectiva con que se abordó la mezcla.

    Desde una impronta boasiana, Gamio rechazó el determinismo biológico que condenaba a las poblaciones originales a un orden social fundado en jerarquías permanentes, para defender la noción de que todas las sociedades portaban capacidades similares y, en realidad, el desarrollo de esas capacidades dependía de condiciones histórico-sociales concretas y no de leyes inmutables de la naturaleza.⁵ Esta perspectiva les resultó funcional a los programas de una Revolución preocupada por mejorar las condiciones sociales de los sectores más pobres de México. De este modo, la propuesta de Gamio justificó la puesta en marcha de políticas dirigidas al mejoramiento físico y cultural de la población.

    Acrecentar la mezcla racial fue el antídoto contra la fragilidad de vínculos sociales y culturales sobre los que deberían asentarse genuinos sentimientos nacionales. Ésta era la enfermedad que la Revolución debía combatir, tal y como lo asumió el diputado constituyente Paulino Machorro Narváez, cuando lanzó al pleno del Congreso de 1917 la siguiente interrogación: ¿El pueblo mexicano constituye actualmente una verdadera nacionalidad? En la respuesta se escuchan los ecos de la propuesta de Gamio: Hay muchos elementos contrarios a la constitución de nuestra nacionalidad: las diversas razas que vienen desde la Conquista y que no acaban aún su fusión. Somos un conjunto de razas y cada una de ellas tiene su mentalidad, esa diversidad es la que nos ha presentado ante el mundo civilizado como un pueblo débil que carece de unidad nacional.

    Esa debilidad se convirtió en leitmotiv que potenció el nacionalismo revolucionario. A finales de los años veinte el periodista Manuel Trens escribía: el día en que en nuestro país se logre la unidad de razas y de idiomas, ese día México habrá logrado conquistar su nacionalidad.⁷ A comienzos de la siguiente década, el oaxaqueño Wilfrido C. Cruz, precursor en el estudio de la lengua zapoteca, sentenciaba: mientras subsistan varias conciencias raciales fragmentarias en México no existirá una verdadera nacionalidad.⁸ En 1935 el poeta Jorge Cuesta se preguntaba: ¿Es México una verdadera nación?, para responder que eso que se creía identidad nacional no era más que una ficción producto de la acrítica imitación de cánones extranjeros.⁹

    La construcción de la figura del mestizo fue una empresa política e intelectual que llenó páginas de la prensa y de la reflexión académica. Al promediar el siglo XX, esa reflexión llegó a expresarse en clave heideggeriana para cuajar en lo que se conoció como Filosofía de lo mexicano.¹⁰ Un grupo de intelectuales y profesores universitarios interpeló al ser mexicano revisando los traumas que habían signado su conformación. Entre las conclusiones a las que arribaron figuraba que el mexicano era un ser inacabado, una persona dividida por el trauma de la Conquista. Un ser escindido entre lo que es y lo que desea ser. Para estos pensadores la identidad nacional era un proyecto inconcluso, consecuencia de la irresuelta tensión generada por el encontronazo de la cultura indígena con la española.

    Estas ideas han gozado de una larga vida, y se proyectan en las prácticas políticas que cotidianamente regulan los vínculos entre la sociedad y el Estado. Roger Bartra llamó la atención sobre estos asuntos explicando que el nacionalismo revolucionario y su estruendosa exaltación del mestizo devino en un complejo artefacto identitario desde donde se tejen redes imaginarias para el ejercicio y la legitimación del poder político.¹¹ Fue así que se instaló la idea del mexicano como un ser habitado por lo primitivo, por lo salvaje, una especie de eterno infante contenido en un cuerpo moderno y occidental, marcado a fuego por la Conquista y la colonización española, deambulando en una especie de limbo entre la atracción y el resentimiento hacia lo extraño.¹²

    Desde un paradigma que colocaba al mexicano en una condición de debilidad congénita, se explicaron las relaciones interétnicas entre los propios nacionales, sobre todo los conflictivos vínculos con quienes continúan reconociéndose como indígenas. Aunque con menor intensidad, también desde este paradigma se ha explicado la relación con los extranjeros, aquellos otros por excelencia, aquellos que nunca fueron ni serán mestizos.

    Mejorar la raza

    La pauta racial fue medular en la definición de los criterios de deseabilidad de las corrientes inmigratorias, a pesar de que frente a los extranjeros la ambigüedad de la noción de raza alcanzó su máxima expresión. Cuando se aludía a ella se podía referir a categorías biológicas, a categorías culturales o a ambas, al mismo tiempo. El cuidado que se observa en el uso del recorte culturalista cuando se trataba de la raza indígena no siempre se advierte en el manejo de la extranjería.

    En 1918 el general revolucionario y médico José Siurob Ramírez, diputado federal, anunciaba su interés por proponer una norma migratoria atenta a atraer razas más civilizadas y fuertes que no tienen los defectos que caracterizan a la nuestra. Este revolucionario abogó por una inmigración capaz de mejorar la raza. En una entrevista, indicó que, así como se busca la selección entre animales no encuentro razón para no buscar la selección en el hombre. Es indudable que cada quien busca su mejor pareja, pero si a eso que se busca instintivamente, le ayudamos científicamente, es indudable que se podrá alcanzar la selección deseada. Y lo deseado eran razas sin la falta de iniciativa, la carencia de solidaridad, la apatía, y esa falta de seriedad y de formalidad que entre nosotros es tan común.¹³ Preocupaciones positivistas de corte porfiriano se expresaban en las formulaciones de este revolucionario queretano que dos décadas más tarde ocupó la titularidad del Departamento de Salud.

    Sin embargo, la anhelada blanquitud de los inmigrantes convivía con la desconfianza que generaba la presencia extranjera. Valorar al extranjero como una amenaza fue un vector del nacionalismo revolucionario. Ser blanco ha equivalido en nuestra historia a ser privilegiado, ser indio ha significado ser víctima de explotación en beneficio del grupo dominante. La raza conquistadora vino a explotar y sus descendientes continúan explotando, no tanto las riquezas del territorio como la veta abierta del trabajo de los indios y mestizos,¹⁴ escribió Gilberto Bosques en 1937, y un año más tarde podía leerse en un editorial de El Nacional: llevar un nombre extranjero en nuestro país siempre había significado una patente corso. Todo lo extranjero ha sido tabú. Intocable, sagrado, objeto de privilegios desconsiderados y de extremas atenciones.¹⁵

    La desconfianza hacia lo extranjero tuvo un correlato normativo en las numerosas salvaguardas que, en defensa de los nacionales, contiene la Constitución de 1917.¹⁶ Esas restricciones constitucionales se proyectaron en las regulaciones migratorias imprimiendo tensiones muy difíciles de conciliar. Entre ellas, destacan dos. La primera aludía a la legitimidad del orden político, ya que para los gobiernos emanados de la Revolución era insostenible otorgar facilidades y privilegios para la radicación de extranjeros sin hacer lo mismo con los nacionales. Es decir, era inadmisible promover políticas de inmigración y colonización para extranjeros sin antes atender necesidades y reclamos de los propios mexicanos. La segunda tensión obedeció al imperativo de homogeneizar el cuerpo de la nación a través de la exaltación del mestizaje. La presencia de inmigrantes extranjeros se valoró con el ambiguo rasero de ser una ventaja y también una amenaza. Una ventaja por la posibilidad de acrecentar el mestizaje blanqueador y una amenaza porque desestabilizaba el imperativo homogeneizador. Si el problema de México era la diversidad y la solución era el mestizaje, toda alteridad valorada como amenazante a la salud de nuestra raza fue motivo de recelos y prohibiciones.

    La búsqueda de la homogeneidad racial impulsó el tendido de una cerca defensiva alrededor de la nación. Esa cerca se asentó sobre un doble soporte; en primer término, un cuerpo de restricciones de carácter

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