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Piel negra, máscaras blancas
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Libro electrónico613 páginas9 horas

Piel negra, máscaras blancas

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Pocos autores han tenido un impacto tan profundo sobre la identidad negra como Frantz Fanon, cuya obra ha ejercido una poderosa influencia sobre el movimiento de los derechos civiles, los movimientos anticoloniales y los movimientos por la conciencia negra de todo el mundo, desde el Black Power hasta los Black Panthers pasando por buena parte de los movimientos de liberación nacional de África y Asia. El racismo y el colonialismo todavía dejan sentir su peso sobre el mundo contemporáneo, y de su análisis y crítica intelectual depende en gran medida la calidad de los modelos de acción política revolucionaria del futuro. Este libro de culto representa un agudo análisis de la formación de la identidad negra en una sociedad blanca, esto es, de cómo el racismo define los modos de reconocimiento, interrelación y construcción de la personalidad individual y social en las sociedades poscoloniales. Incluye, además, artículos de Samir Amin, Judith Butler, Lewis R. Gordon, Ramón Grosfoguel, Nelson Maldonado-Torres, Walter Mignolo, Immanuel Wallerstein y Sylvia Wynter, que desmenuzan brillantemente el texto de Fanon exponiendo toda su riqueza, complejidad y sofisticación intelectual.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento30 mar 2009
ISBN9788446039853
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    I found this for sale on a street corner in New York. It was somebody's old, dogeared copy. It's tough reading, particularly from the perspective of a modern, quite progressive, white guy.
    I find the firy hot anger Fanon towards white society within Fanon's, while justified, is painful. Unfortunately, I can't say that it's dated and no longer relevant.
    If you've just watched Obama's speech on race and you need some scholarly follow up, I highly recommend this collection of his essays.
  • Calificación: 3 de 5 estrellas
    3/5
    This is an extended essay regarding the current dominant culture of the world, the Western Christian one. Can a black man, being conversant with this culture be truly said to be completely black? This is the beginning of the cultural appropriation debate. Well argued.

Vista previa del libro

Piel negra, máscaras blancas - Frantz Fanon

Akal / Cuestiones de antagonismo / 55

Frantz Fanon

Piel negra, máscaras blancas

Traducción: Iría Álvarez Moreno (textos de Judith Butler y Sylvia Wynter), Paloma Monleón Alonso (textos de Lewis R. Gordon y Nelson Maldonado-Torres) y Ana Useros Martín (textos de Frantz Fanon, Samir Amin e Inmanuel Wallerstein)

Diseño de portada

RAG

Reservados todos los derechos. De acuerdo a lo dispuesto en el art. 270 del Código Penal, podrán ser castigados con penas de multa y privación de libertad quienes sin la preceptiva autorización reproduzcan, plagien, distribuyan o comuniquen públicamente, en todo o en parte, una obra literaria, artística o científica, fijada en cualquier tipo de soporte.

Nota a la edición digital:

Es posible que, por la propia naturaleza de la red, algunos de los vínculos a páginas web contenidos en el libro ya no sean accesibles en el momento de su consulta. No obstante, se mantienen las referencias por fidelidad a la edición original.

Título original

Peau noire, masques blancs

© Éditions du Seuil, 1952

© de sus respectivos textos, Samir Amin, Judith Butler, Lewis R. Gordon, Ramón Grosfoguel, Nelson Maldonado-Torres, Walter D. Mignolo, Immanuel Wallerstein y Sylvia Wynter, 2009

© Ediciones Akal, S. A., 2009

para lengua española

Sector Foresta, 1

28760 Tres Cantos

Madrid - España

Tel.: 918 061 996

Fax: 918 044 028

www.akal.com

ISBN: 978-84-460-3985-3

Introducción

Frantz Fanon en África y Asia

Samir Amin

Frantz Fanon es una figura respetada y querida en toda África y Asia.

Fanon era un individuo de envergadura, de gran calidad, tanto por la sutileza de sus juicios como por su valentía a la hora de decir la verdad. Era psiquiatra y no podía sino ser un buen psiquiatra. Piel negra, máscaras blancas y sus otros escritos sobre las enfermedades mentales que aquejaban a los colonizados argelinos a los que él trataba, son el mejor testimonio al respecto. Pero, yendo más allá, él ha sido un auténtico revolucionario. Su libro Los condenados de la tierra explicita su visión de la necesaria revolución que librará a la humanidad de la barbarie capitalista. Y como revolucionario conquistó el respeto de todos los africanos y asiáticos. Helmy Shaarawi, en un hermoso texto publicado en árabe, Fanon en Afrique, ha dibujado un cuadro perfecto de su pensamiento en los movimientos de liberación del continente.

Fanon, las Antillas y la esclavitud

Fanon nació antillano. La historia de su pueblo, de la esclavitud, de su relación con la metrópoli francesa fue, pues, por la fuerza de las circunstancias, el punto de partida de su reflexión crítica.

Yo no conocí al joven Fanon de la época, pero mi historia política personal me ha hecho conocer desde dentro la política de «la asimilación» que emprendió Francia en las Antillas, en Guyana y en Reunión, inmediatamente después de la Segunda Guerra Mundial.

La historia de la relación de Francia con sus colonias esclavistas es distinta de la historia de la relación de Gran Bretaña con las Américas esclavistas y de la de Estados Unidos con su colonia esclavista interna.

La primera y única revolución social que conoció el continente americano, hasta tiempos muy recientes, fue la de los esclavos de Santo Domingo (Haití), que conquistaron su libertad por sí mismos. La pretendida «Revolución americana» del siglo xviii, como las posteriores de las colonias españolas, no fueron sino revueltas de las clases dominantes locales que buscaban librarse de los tributos que pagaban a la madre patria para continuar con la misma explotación de los esclavos y de los pueblos conquistados que emprendieron las metrópolis del capitalismo mercantilista. Nunca tuvieron una revolución en el sentido completo del término1.

La Revolución de Santo Domingo coincidía con la del pueblo francés. El ala radical de la Revolución francesa simpatizaba, pues, de forma natural con la revolución de los esclavos que conquistaban por propia mano su libertad y se convertían por ese hecho en auténticos ciudadanos. Pero, por supuesto, los colonos del lugar no lo entendían así. El retroceso de la Revolución francesa se tradujo en las Antillas en el restablecimiento de la esclavitud, que fue nuevamente abolida por la Segunda República en 1848 sin que, sin embargo, se aboliera su estatus colonial hasta 1945, fecha a partir de la que se abre un capítulo nuevo de su historia. ¿Qué querían? ¿Cuáles debían ser los objetivos estratégicos de la lucha anticolonialista? ¿La independencia (por lejana que pareciera), la asimilación o la construcción de una «verdadera unión francesa», es decir, de un Estado multinacional, más o menos federado o confederado? Hoy podemos creer que la única opción progresista sólo podía ser la independencia. Pero en la época las cosas se presentaban de una forma más compleja, sobre todo entre los años 1946 y 1950.

Los partidos comunistas de las Antillas y Reunión pelearon en el terreno de la asimilación y acabaron por lograrla. El resultado se impone hoy: la asimilación ha creado tal dependencia económica y social que resulta difícil concebir que el movimiento pueda invertirse y que las Antillas y Reunión puedan un día (para lo mejor o lo peor) ser independientes. Aparente paradoja: si las Antillas y Reunión se han convertido hoy en algo indisociable de Francia, se debe a los esfuerzos coronados por el éxito de los comunistas de la Francia metropolitana y de las colonias implicadas. La derecha, que siempre se opuso a la asimilación de los derechos, que ayer defendía la esclavitud y más tarde el estatuto colonial, no hubiera podido evitar que el movimiento condujera aquí, como en las Antillas británicas y en Isla Mauricio, a la reivindicación independentista.

Por supuesto, a pesar de las profundas transformaciones que la departamentalización produjo a partir de 1945, los efectos del pasado esclavista y colonial no pudieron borrarse ni de la memoria de los pueblos afectados, ni de la concepción aguda de su identidad en sus relaciones con Francia. Piel negra, máscaras blancas propone, sobre ese terreno, un análisis de una perfecta lucidez. El tratamiento de los problemas que se abordan en esta obra nos permite percibir la singularidad (más allá de los banales denominadores comunes) de los desafíos a los que se enfrentan los negros de Estados Unidos, los de las Antillas británicas, los de Brasil, los negros de África en general y los de Sudáfrica en particular. Remitiré estas diferencias a la distinción que propongo entre colonialismo externo y colonialismo interno.

Colonialismo externo y colonialismo interno

El contraste centros/periferias es pues inherente a la expansión mundial del capitalismo realmente existente en todas las etapas de su despliegue desde sus orígenes. El imperialismo que es propio del capitalismo ha revestido diversas y sucesivas formas en relación estrecha con las características específicas de las sucesivas fases de la acumulación capitalista: el mercantilismo (de 1500 a 1800), el capitalismo industrial clásico (de 1800 a 1945), la fase posterior a la Segunda Guerra Mundial (de 1945 a 1990) y la globalización en camino de construirse.

En este marco de análisis, el colonialismo es una forma particular de expansión de determinadas formaciones centrales (calificadas por este hecho de potencias imperialistas) fundada sobre la sumisión de los países conquistados (las colonias) al poder político de las metrópolis. La colonización es entonces «exterior», en el sentido de que las metrópolis por un lado y las colonias por otro, constituyen entidades distintas, aunque las segundas estén integradas en un espacio político dominado por las primeras. El imperialismo en cuestión es capitalista y no debe ser confundido con otras formas anteriores de dominación eventual ejercida por un poder sobre distintos pueblos. La amalgama que trata el imperialismo del capitalismo moderno en términos análogos a como se analiza el imperialismo romano no tiene mucho sentido. Los Estados multinacionales (los imperios austrohúngaro, otomano, ruso y la URSS) constituyen igualmente fenómenos históricos distintos (en la URSS, por ejemplo, las transferencias financieras iban del centro ruso a las periferias asiáticas, de manera inversa a lo que ocurre en los sistemas coloniales).

La primera colonización capitalista fue la de las Américas, conquistadas por los españoles, los portugueses, los ingleses y los franceses. En sus colonias americanas, las clases dirigentes de las metrópolis conquistadoras instauraban sistemas económicos y sociales particulares, concebidos al servicio de la acumulación en los centros dominantes de la época. La asimetría Europa atlántica/América colonial no es ni espontánea ni natural, sino perfectamente construida. El sometimiento de las sociedades indias conquistadas entra en esta construcción sistémica. El injerto de la trata negrera en este sistema se destina igualmente a ajustar su eficacia en tanto sistema periférico, sometido a las exigencias de la acumulación en los centros de la época. El África negra, de donde proceden los esclavos, es de hecho la periferia de la periferia americana. La colonización se despliega rápidamente más allá de las Américas, entre otras cosas por la conquista de la India inglesa y de las Indias holandesas en el siglo xviii y después, a partir de finales del siglo xix, de África y el Sudeste Asiático. Los países que no fueron abiertamente conquistados (China, Irán, el Imperio Otomano) fueron sometidos a tratados desiguales que hacen que su calificación de semicolonias tenga pleno sentido.

La colonización es «exterior» vista desde la metrópoli, esto es, desde las naciones más industrializadas y, sobre todo, las más avanzadas en su modernización social gracias al empuje de sus movimientos obreros y socialistas y de las conquistas democráticas. Pero aquellos avances nunca beneficiaron a los pueblos de las colonias. La esclavitud en la etapa anterior a este despliegue, los trabajos forzados y otras formas de sobreexplotación de las clases populares, la brutalidad administrativa y las masacres coloniales jalonan esta historia del capitalismo realmente existente. En este lugar deberíamos hablar del verdadero «libro negro» del capitalismo, en el que se cuentan las víctimas por decenas de millones. Estas prácticas, por supuesto, ejercieron una influencia devastadora en las propias metrópolis; proporcionaron la peana para la deriva racista de las culturas de las elites dirigentes e incluso de las clases populares, que se convirtieron en medio de legitimación del contraste democracia en la metrópoli/autocracia salvaje en las colonias. La explotación de las colonias beneficia al capital del centro en su conjunto, y las metrópolis sacan una ganancia suplementaria que determina su posición en la jerarquía mundial (Gran Bretaña obtiene su hegemonía gracias a la importancia de su imperio; Alemania, que llegó tarde, aspira a apropiárselo).

Los fenómenos de colonialismo interno se producen por las combinaciones particulares de la colonización de población, por una parte, y la lógica de la expansión imperialista, por otra. La acumulación primitiva en los centros asume la forma de una expropiación sistemática de las capas pobres del campesinado y crea en consecuencia un excedente de población que la industrialización local no es siempre capaz de absorber íntegramente, dando así lugar a poderosas corrientes migratorias. Más tarde, la revolución demográfica asociada a la modernización social se expresa en el descenso de la mortalidad que precede al de la natalidad, reforzando, por lo tanto, la emigración. Inglaterra proporciona el ejemplo precoz de esta evolución, debido a la generalización de los «cercamientos» a partir del siglo xvii.

La formación de Nueva Inglaterra es el producto de esta coyuntura que rinde cuentas de la naturaleza de los movimientos políticos/ideológicos que acompañan esta inmigración. Los «pobres» (víctimas del desarrollo capitalista en la metrópoli) reaccionan sumándose a sectas oscurantistas antiilustradas que organizan su partida y su asentamiento en Nueva Inglaterra. Este origen impregnará poderosamente la ideología americana y le dará un carácter marcadamente reaccionario2. Pero lo esencial, para las clases dirigentes de la Inglaterra capitalista/imperialista de la época, no era esta emigración sino la constitución de colonias normales construidas para servir los objetivos de la acumulación en la metrópoli: las colonias esclavistas de la Norteamérica inglesa. La yuxtaposición de estos dos conjuntos de entidades dará a la formación social de Estados Unidos su carácter específico, fundado sobre un modelo de colonialismo interno. Nueva Inglaterra se beneficiará del poco interés que la metrópoli tenía en ella. Se alza, pues, como centro autónomo, se impone como intermediario en la explotación de las colonias esclavistas, apropiándose en primer lugar del comercio marítimo que le permite su control, y comienza una industrialización precoz. Estados Unidos añade, pues, a su formación un nuevo centro capitalista/imperialista (Nueva Inglaterra) y su propia colonia interna (el Sur esclavista). Los efectos de esta conjunción en la formación de la cultura política de Estados Unidos han sido decisivos3.

El colonialismo interno no ha sido un producto exclusivo de la historia de Estados Unidos. Encontramos características en parte comparables en América Latina y en Sudáfrica. La península ibérica no se situaba a la vanguardia del desarrollo del capitalismo. Pero nolens volens esta conquista se inscribe en la formación mercantilista del capitalismo naciente. El sojuzgamiento brutal de los indios, después el relevo que supone la importación de esclavos africanos, hallan su lugar en este nuevo marco. Con la salvedad de que el sistema no funcionaba en beneficio de centros nuevos, ni en España ni en Portugal, y menos aún en las colonias de América. La función colonial de América Latina tuvo que ser recuperada por los verdaderos centros en formación, Inglaterra en primer lugar, relevada más tarde en el siglo xix por Estados Unidos (que proclamó su vocación de convertirse en los dueños únicos del continente a partir de la doctrina Monroe, 1823). Los españoles y los portugueses cumplían una función de intermediarios parecida a la que las burguesías compradoras ocuparían en Asia y en el Imperio otomano. La colonización interna en América Latina tuvo igualmente consecuencias políticas y sociales del mismo tipo que las generadas por la colonización en general: el racismo con respecto a los negros (especialmente en Brasil), el desprecio ante los indios. Esta colonización interna no se cuestionó más que en México, cuya Revolución (1910-1920) se sitúa por esta razón entre las «grandes revoluciones de los tiempos modernos». Y puede que esté en camino de cuestionarse en los países andinos con el renacimiento de las reivindicaciones «indigenistas» contemporáneas, por supuesto en una coyuntura local y global nueva.

En Sudáfrica, la primera colonización de población (la de los bóers) se inscribía más bien en la perspectiva de constitución de un Estado «blanco puro», que implicaba la expulsión (o el exterminio) de los africanos, más que su sometimiento. La conquista británica, por el contrario, se marcó de entrada el objetivo de someter a los africanos a las exigencias de la expansión imperialista de la metrópoli (la explotación de las minas en primer lugar). Ni los antiguos colonos (los bóers), ni los nuevos (los británicos) fueron autorizados a erigirse en centro autónomo. El Estado bóer del apartheid intentó hacerlo tras la Segunda Guerra Mundial, asentando su poder sobre su colonia interna (negra en lo esencial). Pero no logró sus fines debido a una relación numérica desfavorable (una gran mayoría negra) y a la resistencia in crescendo de los pueblos sometidos, que finalmente venció. Los poderes establecidos tras el final del apartheid han heredado esa cuestión de la colonización interna, sin que hasta el presente hayan aportado una solución radical. Pero ése es un nuevo capítulo de la historia.

El caso de Sudáfrica es especialmente interesante desde el punto de vista de los efectos del colonialismo sobre la cultura política. No es sólo que el colonialismo interno se haga aquí visible hasta para un ciego, ni siquiera que haya producido la cultura política del apartheid, sino que pone en evidencia también que los comunistas de ese país han sabido extraer un análisis lúcido de lo que es el capitalismo realmente existente. El Partido Comunista de Sudáfrica fue, durante la década de 1920, el promotor de la teoría del colonialismo interno (una teoría que adoptó en los años treinta un líder negro del Partido Comunista de Estados Unidos, Hayword, pero que sus camaradas «blancos» no siguieron). Había deducido las consecuencias: que los ingresos elevados de la minoría «blanca» y los increíblemente bajos percibidos por la mayoría «negra» constituían el derecho y el envés de la misma cuestión.

Yendo incluso más lejos, ese PC se había atrevido a hacer la analogía con el contraste que oponía (en el Imperio británico) los salarios ingleses y los ingresos del trabajo en la India. Para él, como para la III Internacional de la época, estos dos aspectos de la misma cuestión (la del capitalismo real) eran indisociables. La teoría comunista sudafricana del colonialismo interno conducía a la conclusión de que, a escala del sistema capitalista mundial, el colonialismo, en apariencia externo para las grandes potencias imperialistas, es evidentemente interno. El PC de Sudáfrica y la III Internacional de la época habían inculcado esta conclusión en la cultura política de la izquierda (comunista). Y en esto rompieron radicalmente con la izquierda socialista de la II Internacional socialcolonialista, cuya cultura política negaba esta asociación inherente a la realidad mundial.

He escrito que Sudáfrica es un microcosmos del sistema capitalista mundial. Reúne en su territorio los tres componentes de este sistema: una minoría que se beneficia de la renta de situación de los centros imperialistas, dos componentes mayoritarios, casi igualmente repartidos entre un «tercer mundo» industrializado (los países emergentes de hoy) y un «cuarto mundo» excluido (los ex bantustanes), análogo a las regiones no industrializadas del África contemporánea. Las proporciones entre las cifras de las poblaciones de estos tres componentes y las que describen la jerarquía de sus ingresos per capita son más o menos las mismas que caracterizan el sistema mundial actual. Este hecho contribuyó sin duda a la lucidez que tuvieron los comunistas sudafricanos de la época. Esa cultura política hoy se ha perdido. No solamente en Sudáfrica, con el alineamiento (tardío) del PC a las tesis banalizadas del «racismo» (que da estatuto de causa a lo que no es sino un efecto), sino también a escala mundial con el alineamiento socialdemócrata de la mayoría de los comunistas.

La colonización de Palestina por Israel ilustra ante nuestros ojos contemporáneos la permanencia de la acumulación por desposesión.

¿Evoluciona el sistema mundial contemporáneo en la dirección de una nueva generalización de las formas del colonialismo interno? La profundización de la crisis social en sus periferias, que acogen a la mitad campesina de la humanidad, producida por la ofensiva generalizada del capital (la estrategia de «cercamiento a escala mundial») engendra una presión migratoria gigantesca, que vendría a compensar el estancamiento demográfico relativo de los centros de la Tríada. La hipótesis de un colonialismo interno generalizado, que caracterizaría la fase por venir del capitalismo mundial, sigue siendo discutible debido a las verdaderas resistencias políticas e ideológicas que suscitaría en Europa la adopción de un modelo de este tipo, que implica la institucionalización del «racismo». Por el contrario, el modelo «comunitarista» inspirado por la práctica de Estados Unidos parece constituir aquí el peligro absolutamente real de la «americanización de Europa».

Fanon y el desafío del capitalismo realmente existente

La acumulación por desposesión es permanente en la historia del capitalismo realmente existente

Fanon comprendió perfectamente que la expansión capitalista se fundaba sobre la desposesión de los pueblos de Asia, de África, de América Latina y del Caribe, es decir, de la aplastante mayoría de los pueblos del planeta y que las mayores víctimas de esa expansión (los «parias de la tierra») eran, pues, pueblos convocados por la fuerza de las cosas a la revuelta permanente y legítima contra el orden mundial imperialista.

El capitalismo histórico (es decir, el capitalismo realmente existente, en oposición a la visión ideológica de la «economía de mercado») es por naturaleza imperialista. Fundado sobre la conquista del mundo por los centros imperialistas (Europa, Estados Unidos, Japón), abole, por su misma naturaleza, cualquier posibilidad para las sociedades de las periferias de su sistema mundial (Asia, África, América Latina) de «recuperar» y de convertirse, a imagen de esos centros, en sociedades capitalistas opulentas. Para estos países, la vía capitalista es un callejón sin salida. La alternativa es entonces socialismo o barbarie. La visión (desgraciadamente dominante) de una acumulación previa, necesaria e imprescindible, que requeriría el paso por una «fase capitalista» antes de emprender el camino socialista, carece de fundamento en cuanto nos damos cuenta de los desafíos objetivos que representa el capitalismo histórico.

La vulgata ideológica de la economía convencional y del «pensamiento» cultural y social que la acompaña, pretende que la acumulación se financia por el ahorro (virtuoso) de los «ricos», y de las naciones. La historia no respalda esa invención de los puritanos angloamericanos. Se trata, por el contrario, de la historia de una acumulación ampliamente financiada por la desposesión de unos (la mayoría) en beneficio de los otros (una minoría). Marx ha analizado con rigor este proceso, que ha calificado de acumulación primitiva. La desposesión de los campesinos ingleses (los «cercamientos») y la de los campesinos irlandeses (en beneficio de los terratenientes ingleses conquistadores), la de la colonización americana son testimonios elocuentes. En realidad, esta acumulación primitiva no se sitúa únicamente en los orígenes lejanos y superados del capitalismo. Continúa hasta nuestros días.

La población del planeta se multiplicó por tres entre 1500 (de 450 a 550 millones de seres humanos) y 1900 (1.600 millones), y después por 3,75 a lo largo del siglo xx (hoy más de 6.000 millones). Pero la proporción de europeos (en Europa y en los territorios conquistados en América, Sudáfrica, Australia y Nueva Zelanda) ha pasado de un 18 por 100 o menos en 1500 a un 37 por 100 en 1900, para luego descender gradualmente en el siglo xx. Los cuatro primeros siglos (1500-1900) se corresponden con la conquista del mundo por los europeos. El siglo xx (y su continuación, el siglo xxi) con el «despertar del Sur», con el renacimiento de los pueblos sometidos.

La conquista del mundo por los europeos representó una gigantesca desposesión de los indios de América, que pierden todas sus tierras y sus recursos naturales a beneficio de los colonos. Los indios fueron casi en su totalidad exterminados (el genocidio de los indios de Norteamérica) o diezmados por los efectos de esa desposesión y sobreexplotación, por los conquistadores españoles y portugueses. La trata de negros que tomó el relevo supuso una punción sobre una gran parte de África que retrasó medio milenio el progreso del continente. Fenómenos análogos pueden verificarse en Sudáfrica, Zimbabue, Kenia, Argelia e incluso también en Australia y Nueva Zelanda. Ese proceso de acumulación por desposesión caracteriza al Estado de Israel, una colonización en curso. No menos visibles son las consecuencias de la explotación colonial del campesinado sometido de la India inglesa, de las Indias holandesas, de Filipinas, de África: las hambrunas (la famosa de Bengala, las del África contemporánea) constituyen su demostración. El método que inauguraron los ingleses en Irlanda, cuya población, antaño equivalente a la de Inglaterra, hoy es de una décima parte, fue sangrada por la hambruna organizada cuyo desenvolvimiento Marx analizó. La desposesión no golpeó únicamente a las poblaciones campesinas, la mayor parte de la población de entonces. Destruyó las capacidades de producción industrial (artesanado y manufacturas) de regiones que antaño, y por mucho tiempo, fueron más prósperas que la propia Europa: China e India entre otras4.

Es importante en este punto entender bien que estas destrucciones no se produjeron por las «leyes del mercado». No es que la industria europea, supuestamente más «eficaz», ocupara el lugar de producciones no competitivas. Ese discurso ideológico silencia las violencias políticas y militares que se desencadenaron para obtener ese resultado. No son los «cañones» de la industria inglesa, sino las cañoneras a secas las que demuestran la superioridad (y no la inferioridad) de las industrias chinas e indias. La industrialización, prohibida por las administraciones coloniales, hizo el resto y «desarrolló el subdesarrollo» de Asia y África en los siglos xix y xx. Las atrocidades coloniales y la extrema sobreexplotación de los trabajadores fueron los medios y los productos naturales de la acumulación por desposesión.

Entre 1500 y 1800 la producción material de los centros europeos progresa según una tasa que supera sin duda la de su demografía (pero para esa época ésta es abundante en términos relativos). Esos ritmos se aceleran en el siglo xix, con la profundización (y no la atenuación) de la explotación de los pueblos de ultramar, razón por la que hablo de acumulación permanente por desposesión y no de acumulación «primitiva» («primera», «anterior»). Esto no excluye que en los siglos xix y xx la contribución de la acumulación financiada por el progreso tecnológico (las sucesivas revoluciones industriales) asuma a partir de ese momento una importancia que no había tenido antes a lo largo de los tres siglos mercantilistas precedentes. Finalmente, pues, entre 1500 y 1900, la producción aparente de los nuevos centros del sistema mundial capitalista/imperialista (Europa occidental y central, Estados Unidos y, más tarde, Japón) se multiplicó por 7 ó 7,5 en franco contraste con el crecimiento de la periferia, donde apenas se dobló. La distancia se amplía como nunca había sido posible en toda la historia anterior de la humanidad. A lo largo del siglo xx se amplia más, y la renta per cápita en el año 2000 es entre 15 y 20 veces superior que en el conjunto de las periferias.

La acumulación por desposesión durante siglos de mercantilismo financió ampliamente el lujoso tren de vida de las clases dirigentes de la época («el antiguo régimen») sin beneficiar a las clases populares, cuyo nivel de vida se degradaba con frecuencia. Ellas mismas sufrían esa acumulación por desposesión que afectaba a gran parte del campesinado. Pero sobre todo financió un fortalecimiento extraordinario de los poderes del Estado modernizado, de su administración y de su potencia militar. Las guerras de la Revolución y del Imperio, que constituyen el gozne entre la época mercantilista precedente y la de la industrialización posterior, lo demuestran. Esa acumulación está pues en el origen de las dos principales transformaciones que forjaron el siglo xix: la primera Revolución industrial y la fácil conquista colonial.

Las clases populares no se beneficiaron hasta finales del siglo xix de la prosperidad colonial disfrutada por las metrópolis en los primeros momentos, como demuestra el desolador cuadro de la miseria obrera existente en Inglaterra que describe Engels. Pero contaban con la escapatoria de la emigración masiva, que se acelera en los siglos xix y xx. Hasta el punto de que la población de origen europeo supera a la originaria de las regiones donde emigran. ¿Se imaginan que hoy 2.000 ó 3.000 millones de asiáticos y africanos tuvieran tal ventaja?

El siglo xix representó el apogeo de ese sistema de la globalización capitalis­ta/im­pe­ria­lis­ta. En tal medida que, a partir de ese momento, la expansión del capitalismo y la «occidentalización», en el sentido brutal del término, hacen imposible distinguir entre la dimensión económica de la conquista y su dimensión cultural, el eurocentrismo.

El capitalismo: un paréntesis en la historia

La trayectoria del capitalismo realmente existente se compone de un largo periodo de maduración que se extiende varios siglos, y que conduce a un corto momento de apogeo (el siglo xix) seguido de un probablemente largo declive, que empieza en el siglo xx, y que podría convertirse en una larga transición al socialismo globalizado.

El capitalismo no es el producto de una aparición brutal, casi mágica, que hubiera elegido para conformarse el triángulo Londres/Ámsterdam/París en el corto período de la Reforma y el Renacimiento del siglo xvi. Tres siglos antes había encontrado una primera formulación en las ciudades italianas. Fórmulas primerizas, brillantes, pero limitadas en el espacio, asfixiadas por el ambiente «feudal» del mundo europeo y sufriendo así derrotas sucesivas que condujeron al aborto de esas primeras experiencias. Se pueden incluso discutir antecedentes diversos en las ciudades mercantiles de las «rutas de la seda», desde China e India al Oriente Próximo islámico, árabe y persa. Más tarde, en 1492, con la conquista de las Américas por los españoles y los portugueses, se inicia la creación del sistema mercantilista/esclavista/capitalista. Pero las monarquías de Madrid y Lisboa, por diversas razones que no nos atañen aquí, no supieron dar una forma definitiva al mercantilismo, que inventarán en su lugar los ingleses, los holandeses y los franceses. Las transformaciones sociales, económicas, políticas y culturales de esta ola, que producirá la transición al capitalismo en la forma histórica que conocemos («el antiguo régimen») son impensables en las dos olas que la precedieron. ¿Por qué no iba a ser también el socialismo un proceso de aprendizaje largo, plurisecular, hacia la invención de un estadio más avanzado de la civilización humana?

El momento de apogeo del sistema es breve: apenas un siglo separa las revoluciones industrial y francesa de la de 1917. Es a la vez el siglo del cumplimiento de esas dos revoluciones que se apropian de Europa y de su hijo norteamericano, del cuestionamiento de ambas (desde la Comuna de 1871 a la Revolución de 1917) y de la culminación de la conquista del mundo, que parece aceptar su suerte.

¿Puede ese capitalismo histórico continuar su despliegue permitiendo a las periferias de su sistema «recuperar su retraso» para convertirse en sociedades capitalistas totalmente «desarrolladas» a imagen de sus centros dominantes? Si esto fuera posible, si las leyes del sistema lo permitieran, entonces la «recuperación» por y en el capitalismo se impondría como una fuerza objetiva imprescindible, un preámbulo necesario para el posterior socialismo. Pero, mira por donde, esta visión, por banal y dominante que sea, es sencillamente falsa. El capitalismo histórico es (y seguirá siendo) polarizador por naturaleza y hace imposible la «recuperación».

El capitalismo realmente existente es polarizador por naturaleza

Traducido en términos de estrategia política y social, ese principio general significa que la larga transición constituye un pasaje obligatorio, imprescindible, para la construcción de una sociedad nacional popular, asociada a la construcción de una economía nacional autocentrada. Esta construcción es contradictoria en todos sus aspectos: asocia criterios, instituciones y modus operandi de naturaleza capitalista, con aspiraciones y reformas sociales en conflicto con la lógica del capitalismo mundial. Asocia cierta apertura exterior (lo más controlada posible) y la protección de las exigencias de las transformaciones sociales progresistas, en conflicto con los intereses capitalistas dominantes. Las clases dirigentes, por su naturaleza histórica, inscriben sus visiones y aspiraciones en la perspectiva del capitalismo mundial realmente existente y, de mejor o peor grado, someten sus estrategias a las obligaciones de la expansión mundial del capitalismo. Por eso no pueden concebir verdaderamente la desconexión. Por el contrario, ésta se impone a las clases populares en cuanto tratan de emplear el poder político para transformar sus condiciones y liberarse de las consecuencias inhumanas a las que les somete la expansión mundial polarizadora del capitalismo.

La opción de un desarrollo autocentrado es imprescindible

El desarrollo autocentrado ha constituido históricamente el carácter específico del proceso de acumulación del capital en los centros capitalistas y ha determinado las modalidades del desarrollo económico resultado de éstas, es decir, que está dirigido principalmente por la dinámica de las relaciones sociales internas, reforzado por las relaciones exteriores puestas a su servicio. En las periferias, por el contrario, el proceso de acumulación del capital deriva principalmente de la evolución de los centros, aferrada a ellos, «dependiente», en cierto modo.

La dinámica del modelo de desarrollo autocentrado se funda sobre una articulación principal, la que establece una relación de estrecha interdependencia entre el aumento de la producción de bienes de producción y el aumento de la producción de bienes de consumo de masas. Las economías autocentradas no se cierran sobre sí mismas: por el contrario, se abren agresivamente y, mediante su potencial de intervención política y económica en la escena internacional, moldean el sistema mundial en su globalidad. A esta articulación se corresponde una relación social cuyos términos principales lo constituyen los dos bloques fundamentales del sistema: la burguesía nacional y el mundo del trabajo. La dinámica del capitalismo periférico (la antinomia del capitalismo central que se halla autocentrado por definición) se funda, por el contrario, sobre otra articulación principal que relaciona la capacidad de exportación, por una parte, y el consumo (importado o producido localmente en sustitución de la importación) de una minoría, por otra. Ese modelo define la naturaleza «compradora» (por oposición a nacional) de las burguesías de la periferia.

El siglo xx: la primera ola de las revoluciones socialistas y el despertar del «Sur»

El momento de apogeo del sistema es, pues, breve: apenas un siglo. El siglo xx es el siglo de la primera ola de las grandes revoluciones emprendidas en nombre del socialismo (Rusia, China, Vietnam, Cuba) y de la radicalización de las guerras de liberación de Asia, África y América Latina (las periferias del sistema imperialista/capitalista), cuyas ambiciones se expresan a través del «proyecto de Bandung» (1955-1981).

Esta concomitancia no es fruto del azar. El despliegue globalizado del capitalismo/imperialismo ha sido, para los pueblos de las periferias afectadas, la mayor tragedia de la historia humana, lo que ilustra el carácter destructor de la acumulación de capital. ¡La ley de la depauperización, formulada por Marx, se expresa a escala del sistema con aún más violencia que la imaginada por el padre del pensamiento socialista! Esa página de la historia se ha pasado. Los pueblos de las periferias ya no aceptan la suerte que el capitalismo les reserva. Ese cambio fundamental de actitud es irreversible. Significa que el capitalismo entra en su fase de declive. Lo que no excluye la persistencia de distintas ilusiones: la de las reformas capaces de dar al capitalismo un rostro humano (que nunca ha tenido para la mayoría de los pueblos), la de una posible «recuperación» dentro del sistema, de la que se alimentan las clases dirigentes de los países «emergentes», animadas por los éxitos del momento, las de los repliegues «arcaizantes» (pararreligiosos o paraétnicos) en los que caen en este momento tantos pueblos «excluidos». Estas ilusiones parecen tenaces porque estamos en el valle de la ola. La ola de las revoluciones del siglo xx está agotada, la del nuevo radicalismo del siglo xxi no ha crecido aún. Y en el claroscuro de las transiciones se dibujan monstruos, como escribía Gramsci. El despertar de los pueblos de las periferias se manifiesta desde el siglo xx, no solamente por su recuperación democrática, sino también por su voluntad proclamada de reconstruir su estado y su sociedad, desarticulados por el imperialismo de los cuatro siglos anteriores.

Bandung y la primera globalización de las luchas (1955-1981)

En 1955 los gobiernos y los pueblos de Asia y África proclamaron en Bandung su voluntad de reconstruir el sistema mundial sobre la base del reconocimiento de los derechos de las naciones hasta entonces dominadas. Ese «derecho al desarrollo» constituía el fundamento de la globalización de la época, emprendida en un marco multipolar negociado, impuesto al imperialismo, a su vez obligado a ajustarse a las nuevas exigencias.

Los progresos de la industrialización emprendidos durante la época de Bandung no proceden de la lógica del despliegue imperialista, sino que fueron impuestos por las victorias de los pueblos del sur. Sin duda esos progresos alimentaron la ilusión de una «recuperación» que parecía en vías de realización, mientras que de hecho el imperialismo, obligado a ajustarse a las exigencias del desarrollo de las periferias, se recomponía alrededor de nuevas formas de dominación. El viejo contraste países imperialistas/países dominados que era sinónimo del contraste entre países industrializados/países no industrializados cedía poco a poco el lugar a un nuevo contraste fundado sobre la centralización de las ventajas asociadas a los «cinco nuevos monopolios de los centros imperialistas» (el control de las nuevas tecnologías, los recursos naturales, el sistema financiero global, las comunicaciones y las armas de destrucción masiva).

La época de Bandung es la del renacimiento africano. El panafricanismo debe situarse en esta perspectiva. Producto en origen de las diásporas americanas, el panafricanismo cumplió uno de sus objetivos (la independencia de los países del continente) aunque no el otro (su unidad). No es casualidad que los Estados africanos acometieran proyectos de renovación que se inspiraban en los valores del socialismo, porque la liberación de los pueblos de las periferias se inscribe necesariamente en una perspectiva anticapitalista. Está fuera de lugar el denigrar esos numerosos intentos en el continente, como se hace hoy: el odioso régimen de Mobutu permitió en treinta años la formación de un capital educativo en Congo 40 veces superior al que los belgas habían producido en ochenta años. Se quiera o no, los Estados africanos son el origen de la formación de verdaderas naciones. Y las opciones «transétnicas» de sus clases dirigentes favorecieron esta cristalización. Las derivas etnicistas son posteriores, producidas por el agotamiento de los modelos de Bandung, que implicaba la pérdida de legitimidad de los poderes y el recursos de fracciones de éstos a la etnicidad para restablecerla a su favor5.

El largo declive del capitalismo, ¿será sinónimo de una larga transición positiva al socialismo? Haría falta para ello que el siglo xxi prolongara al siglo xx y radicalizara los objetivos de la transformación social. Lo que es totalmente posible, pero hay que precisar bajo qué condiciones. A falta de éstas, el largo declive del capitalismo se traduciría en la degradación continua de la civilización humana6.

El declive no es tampoco un proceso continuo, lineal. No excluye momentos de «recuperación» de contraofensiva del capital, análogos, a su modo, a la contraofensiva de las clases dirigentes del Antiguo Régimen en vísperas de la Revolución francesa. Esta es la naturaleza del momento actual. El siglo xx es el primer capítulo del largo aprendizaje por parte de los pueblos de la superación del capitalismo y de la invención de nuevas formas de vida socialistas, por emplear la poderosa expresión de Domenico Losurdo7. Al igual que él, no analizo su desarrollo en los términos del «fracaso» (del socialismo, de la independencia nacional) como intenta hacer la propaganda reaccionaria que hoy navega viento en popa. Por el contrario, en los orígenes de los problemas del mundo contemporáneo se encuentran los éxitos y no los fracasos de aquella primera ola de experiencias socialista y nacional-populares. He analizado los proyectos de esta primera ola en los términos de las tres familias de avances sociales y políticos que representaron el Estado del bienestar del Occidente imperialista (el compromiso histórico capital/trabajo de aquel momento), los socialismos realmente existentes soviético y maoísta y los sistemas nacional-populares de la época de Bandung. Los he analizado en términos de su complementariedad y de su conflictividad en el plano mundial (una perspectiva distinta que la de la «Guerra Fría» y de la bipolaridad propuesta hoy por los defensores del «capitalismo-fin-de la historia», que coloca el acento en el carácter multipolar de la globalización del siglo xx). El análisis de las contradicciones sociales propias de cada uno de esos sistemas, de los balbuceos característicos de las primeras avanzadas, explica su asfixia y finalmente su derrota, que no su fracaso8.

Esa asfixia es, pues, la que creó las condiciones favorables para la contraofensiva en curso del capital: una nueva «transición peligrosa» de las liberaciones del siglo xx a las del siglo xxi. Habría que abordar la cuestión de la naturaleza de este momento «vacío» que separa los dos siglos e identificar los nuevos desafíos que supone para los pueblos.

La acción política de Fanon se sitúa enteramente en ese momento de la historia, el de la época de Bandung (1955-1981) y la primera ola victoriosa de las luchas de liberación. Las elecciones que hizo (alinearse junto al Frente de Liberación Nacional de Argelia y a los movimientos de liberación del continente africano) eran las únicas dignas de un auténtico revolucionario.

Por una renovación socialista en el siglo xxi. Las avanzadas socialistas del siglo xx: sovietismo y maoísmo

El marxismo de la II Internacional, obrerista y eurocéntrico, compartía con la ideología dominante de la época una visión liberal de la historia según la cual todas las sociedades deben pasar primero por una etapa de desarrollo capitalista (respecto al cual la colonización era, por tanto, un hecho «históricamente positivo» que arrojaba las semillas) antes de poder aspirar al socialismo. La idea de que el «desarrollo» de unos (los centros dominantes) y el «subdesarrollo» de otros (las periferias dominadas) eran indisociables, como las dos caras de una misma moneda, productos inmanentes uno y otro de la expansión mundial del capitalismo, le era perfectamente ajena.

En un primer momento, Lenin tomó ciertas distancias con la teoría dominante de la II Internacional y condujo con éxito la revolución en el «eslabón débil» (Rusia), pero siempre con la convicción de que a ésta le seguiría una ola de revoluciones socialistas en Europa. Frustrada esa esperanza, Lenin adopta entonces una visión que concede más importancia a la transformación de las rebeliones de oriente en revoluciones. Pero le correspondió al PCCh y a Mao sistematizar esta nueva perspectiva.

La Revolución rusa fue conducida por un partido bien asentado en la clase obrera y en la intelligentsia radical. Su alianza con el campesinado (representado por el Partido Socialista Revolucionario), entonces movilizado en el ejército, se impuso con naturalidad. La reforma agraria radical que resultó de ello realizaba el viejo sueño de los campesinos rusos: convertirse en propietarios. Pero ese compromiso histórico llevaba en sí el germen de sus límites: el «mercado» debía producir por sí mismo, como siempre, una diferenciación cada vez mayor en el seno del campesinado (el fenómeno tan conocido de la «kulakización»).

La Revolución china se desplegó desde el principio (o, al menos, a partir de la década de 1930) sobre bases distintas, garantizando una alianza sólida con el campesinado pobre y medio. Además, la dimensión nacional –la guerra de resistencia contra la agresión japonesa– permitió igualmente que el frente dirigido por los comunistas reclutara muchos elementos entre las clases burguesas, hartas de la debilidad y las traiciones del Kuomintang. Por ello la Revolución china produjo una situación nueva, distinta que la de la Rusia posrevolucionaria. La revolución campesina radical suprimió la idea misma de propiedad privada del suelo agrario y la sustituyó por la garantía de un acceso igualitario a ésta para todos los campesinos. Hasta ahora esta ventaja decisiva, que no comparte con ningún otro país exceptuando Vietnam, constituye el principal obstáculo para la expansión devastadora del capitalismo agrario. Los debates en curso en China versan en gran parte sobre esta cuestión9. Pero además la adhesión de numerosos burgueses nacionalistas al Partido Comunista de China debía, por la fuerza de las cosas, ejercer una influencia ideológica propicia para sostener las derivas de a los que Mao calificaba de partidarios de la vía capitalista (los «capitalist-roaders»).

El régimen posrevolucionario en China no sólo tiene en su activo una cantidad más que apreciable de logros políticos, culturales, materiales y económicos (la industrialización del país, la radicalización de su cultura política moderna, etc.). La China maoísta resolvió la «cuestión campesina» que estaba en el corazón del drama del declive del Imperio del Centro durante dos siglos decisivos (1750-1950)10. Además, la China maoísta consiguió esos resultados evitando las derivas más dramáticas de la Unión Soviética: la colectivización no fue impuesta mediante una violencia asesina como fue el caso en el estalinismo, las oposiciones en el seno del Partido no dieron lugar a la instauración del terror (Deng fue apartado, luego volvió…). El objetivo de una igualdad relativa sin par, que atañía tanto al reparto de los ingresos entre los campesinos y los obreros como en el seno de estas clases y entre ellas y las capas dirigentes, fue buscado (con sus altibajos, por supuesto) con tenacidad y formalizado en opciones de estrategias de desarrollo que contrastan con las de la URSS (estas opciones fueron formuladas en los «diez grandes informes» de principio de la década de 1960). Estos éxitos son los que explican los posteriores del desarrollo de la China posmaoísta a partir de 1980. El contraste con India que, precisamente, no hizo la revolución, adquiere aquí todo su significado, no solamente para explicar las trayectorias diferentes durante las décadas transcurridas entre 1950 y 1980, sino también para explicar sus probables (y/o posibles) y diversas perspectivas de futuro. Esos éxitos explican que la China posmaoísta, que a partir de ahora inscribe su desarrollo en la nueva globalización capitalista (por la «apertura»), no haya sufrido golpes destructores análogos de los que siguieron al hundimiento de la URSS.

Los éxitos del maoísmo, sin embargo, no zanjaron «definitivamente» (de forma «irreversible») la cuestión de las perspectivas a largo plazo del socialismo. En primer lugar porque la estrategia del desarrollo de los años 1950-1981 agotaron su potencial y, entre otras cosas, se imponía una apertura (aunque controlada)11, lo que implicaba, como se demostró a continuación, el riesgo de reforzar las tendencias que evolucionaban en la dirección del capitalismo. Pero también porque simultáneamente el sistema de la China maoísta combinaba las dos tendencias contradictorias: hacia el fortalecimiento de las opciones socialistas y a favor de su debilitación. Mao, consciente de esta contradicción, intentó inclinar la balanza a favor del socialismo mediante una «Revolución cultural» (entre 1966 y 1974). «Disparen sobre el cuartel general» (el Comité Central del Partido) sede de las aspiraciones burguesas de la clase política que ocupaba puestos de responsabilidad. Mao creyó que para llevar a buen puerto esta variación del rumbo podía apoyarse en la juventud (lo que, entre otras cosas, inspiró en buena medida el 1968 europeo, véase la película de Godard La chinoise). El curso de los acontecimientos mostró lo errada que estaba esa apreciación. Una vez pasada la página de la Revolución cultural, los partidarios de la vía capitalista se animaron a pasar al ataque.

La batalla entre la vía socialista, larga y difícil, y la opción capitalista en pleno funcionamiento no está, desde luego, «definitivamente superada». Como en otras partes del mundo, el conflicto que opone la perspectiva socialista al despliegue capitalista constituye el auténtico choque de civilizaciones de nuestro tiempo. Pero en esta batalla el pueblo chino dispone de algunos triunfos importantes, como son la herencia de la revolución y del maoísmo. Estos triunfos operan en distintas esferas de la vida social; se manifiestan con fuerza, por ejemplo, en la defensa que hace el campesinado de la propiedad estatal del suelo agrario y la garantía del acceso universal a éste. El maoísmo ha contribuido de una forma decisiva a tomar la exacta medida al desafío que representa la expansión capitalista/imperialista globalizada. Nos ha permitido colocar en el centro del análisis de este desafío el contraste centros/periferias inmanente a la expansión del capitalismo «realmente existente», imperialista y polarizador por naturaleza, y extraer todas las lecciones necesarias para la lucha socialista, tanto en los centros dominantes como en las periferias dominadas. Estas conclusiones se han resumido en una hermosa frase «a lo chino»: «Los Estados quieren la independencia, las naciones la liberación, los pueblos la revolución». Los Estados, es decir, las clases dirigentes (de todos los países del mundo, siempre que sean algo más que lacayos o correas de transmisión de las fuerzas exteriores), se dedican a ampliar el espacio de movimiento que les permita maniobrar en el sistema mundial (capitalista), y ascender desde la posición de actores «pasivos» (condenados a sufrir el ajuste unilateral según las exigencias del imperialismo dominante) al de actores «activos» (que participan en la configuración del orden mundial). Las naciones, es decir, los bloques históricos de clases potencialmente progresistas, quieren la liberación, es decir, el «desarrollo» y la «modernización» Los pueblos, es decir, las clases populares dominadas y explotadas, aspiran al socialismo. La fórmula permite comprender el mundo real en toda su complejidad y formular estrategias eficaces de acción. Ésta acción se sitúa en una larga, muy larga perspectiva de transición del capitalismo al socialismo mundial y, por ello, rompe con la concepción de la «transición corta» de la III Internacional.

El conflicto capitalismo/socialismo y el conflicto Norte/Sur son indisociables

El conflicto Norte/Sur (centros/periferias) es un dato primario en toda la historia del despliegue capitalista. Por eso la lucha de los pueblos del Sur por su liberación (en la actualidad victoriosa en su tendencia general) se articula con el cuestionamiento del capitalismo. Esa conjunción es inevitable. Los conflictos capitalismo/socialismo y Norte/Sur son indisociables. No hay socialismo concebible fuera del universalismo que implica la igualdad de los pueblos. En los países del Sur, las mayorías son víctimas del sistema, en los del Norte, son los beneficiarios. Unos y otros lo saben perfectamente, por mucho que a menudo se resignen (en el Sur) o se feliciten (en el Norte). No es casualidad que la transformación radical del sistema no sea un asunto candente en el Norte, mientras que el Sur

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