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Las razones del populismo
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Libro electrónico305 páginas4 horas

Las razones del populismo

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El populismo, que se ha asociado despectivamente a liderazgos carismáticos, adhesiones emocionales y retóricas identitarias, sigue siendo una cuenta pendiente para una reflexión que nos ayude a entender los límites de la razón política, pero también sus posibilidades y sus esperanzas. Vivimos en un mundo atravesado por una lógica de pertenencias que no se mueve atendiendo a argumentos, sino desplegando síntomas identitarios e ideológicos. Este libro es una actualización de otro anterior, En defensa del populismo (2016), publicado cuando Podemos acababa de aparecer en el escenario político, provocando la crisis del bipartidismo. Han cambiado muchas cosas desde entonces. Pero lo que no ha cambiado es el problema al que nos enfrentamos: la necesidad de un programa capaz de conquistar la centralidad en la arena política.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento22 mar 2023
ISBN9788413526799
Las razones del populismo
Autor

Carlos Fernández Liria

Profesor de Filosofía en la Universidad Complutense de Madrid, ensayista y guionista. Entre sus últimas publicaciones destacan, como autor o coautor: Sexo y Filosofía. El significado del amor; Marx 1857. El problema del método y la dialéctica; ¿Qué fue la Segunda República? Nuestra historia explicada a los jóvenes; ¿Qué fue la Guerra Civil? Nuestra historia explicada a los jóvenes o Marx desde cero. En Los Libros de la Catarata ha publicado ¿Para qué servimos los filósofos?

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    Las razones del populismo - Carlos Fernández Liria

    Nota sobre la presente edición

    Este libro es una actualización del libro que publiqué en 2016 con el título En defensa del populismo. Nos hemos limitado a suprimir y cambiar las referencias a la actualidad, porque esta ya no es la misma que la de aquellos años, en los que el partido político Podemos acababa de irrumpir en el escenario electoral con una fuerza sorprendente. Han cambiado muchas cosas en este sentido. Pero lo que no ha cambiado, a mi entender, es el problema y el programa con el que hay enfrentarlo políticamente. Podemos se desintegró fundamentalmente a causa de sus tensiones internas hasta convertirse en un paradójico Unidas Podemos, cada vez más jibarizado internamente y cada vez más próximo a sufrir un completo descalabro electoral. Sin embargo, todo ello no resta ni un ápice de fuerza al planteamiento general que Podemos logró poner sobre la mesa, o como se decía por aquel entonces, en la centralidad del tablero. Tengo la esperanza de que este libro, que ahora he preferido llamar Las razones del populismo, contribuya a hacer comprender que es muy importante seguir defendiendo lo que defendíamos en 2014: la necesidad de construir un pueblo en torno a las instituciones republicanas que, ante todo, hay que preservar contra las agresiones de una revolución neoliberal cada vez más radicalizada. Otras fuerzas políticas tienen que tomar el relevo, sin duda, y procurar no cometer los mismos errores. Pero el programa político que defendíamos es el mismo que hay que seguir defendiendo, porque es, además, la única manera de ganar la partida en la arena política.

    Las razones del populismo es, en realidad, el título que tenía el libro original. Si acabó por llamarse a última hora En defensa del populismo fue por salir al paso de la masiva campaña mediática que se arbitró contra Podemos desde el principio, una campaña en la que se no se escatimaron calumnias, mentiras, falsas acusaciones y, también, una batería de tópicos, lugares comunes y endebles argumentos contra el populismo. En estos momentos, ya no parece que tenga sentido seguir insistiendo en ese campo de batalla, sino de mirar serenamente las razones profundas de lo que ahí se está jugando.

    Prólogo

    La larga marcha hacia la centralidad

    del tablero

    Los jacobinos sabían no solo contra qué sistema se rebelaban, sino, lo que es más importante, sabían también contra qué sistema no se habrían rebelado, en qué sistema habrían depositado la confianza. Pero el rebelde de nuevo cuño es un escéptico y nada cree por entero. No tiene lealtad y, por lo tanto, no puede ser un verdadero revolucionario.

    G. K. Chesterton,

    Ortodoxia

    .

    En las situaciones de crisis de régimen resulta posible ver y pensar cosas que resultan invisibles en las situaciones ordinarias. No es de extrañar que la filosofía cobre un papel especialmente destacado en esas situaciones en las que parte de las convicciones más sólidas se resquebrajan: los viejos sistemas de representación pierden eficacia, tiende a producirse una dispersión de las identidades, una desagregación de las construcciones colectivas en sus partículas y una disolución de las organizaciones vinculadas a estas. En estas situaciones, es posible crear normas, reglas, palabras y formas distintas que permiten construir de nuevo todo el terreno político.

    Pongamos un simple ejemplo: la introducción de la palabra casta puede considerarse un acierto poético que ha puesto patas arriba el mapa político español. En un terreno que se organizaba en torno a las metáforas de izquierda y derecha, irrumpe la posibilidad de organizar el campo de juego de un modo completamente distinto. La oposición fundamental ya no es la que enfrenta a las maquinarias de dos partidos que se reparten la práctica totalidad del terreno de juego, sino, por el contrario, la tensión que enfrenta a esas maquinarias viejas (en general) con los intereses de la mayoría de la población.

    Esto es en definitiva un modo de agregar mayorías sociales con un objetivo determinado, un modo nuevo de agrupar las partículas del cuerpo social y reorganizar voluntades flotantes, para construir propiamente un pueblo, con un proyecto común y, por lo tanto, con una determinada voluntad general. El populismo constituye ese intento de agregar mayorías sociales de un modo nuevo, de crear un pueblo que se reconozca a sí mismo como sujeto de un posible proyecto colectivo. No se trata de apelar a ningún tipo de unidad sustancial de un pueblo previa a su construcción política. Se trata, por el contrario, de entender que, sin cierta unidad de un pueblo, no hay voluntad general posible (y, por lo tanto, no hay modo de fundar una república), pero que esa unidad es algo precisamente que hay que crear y que se deja construir de modos muy diversos. No se trata de sacralizar ningún orden concreto dado, sino, por el contrario, de combatir los procesos de desagregación o descomposición orgánica (derivados de situaciones de crisis de régimen) tratando de buscar enlaces nuevos capaces de unir a un pueblo en una tarea común.

    Las situaciones de crisis de régimen se caracterizan, entre otras cosas, porque dejan de funcionar las viejas formas de nombrar el mundo. Hace unos años, una amiga me contaba cómo un taxista madrileño, enfurecido por la desfachatez de las elites, tras hacer un repaso por los últimos casos de corrupción de políticos y grandes empresarios, concluyó de forma contundente: "A ver si ganan ya de una vez los hippies esos de Podemos y ponen un poco de orden. Podríamos decir que en las situaciones de crisis de régimen pasan a ser comprensibles frases imposibles como esa. Y una parte crucial de la batalla consiste, precisamente, en construir o disputar las palabras con las que se nombra y se piensa el mundo. Es curioso comprobar que, como nos recuerda Juan Luis Conde, ya el Imperio romano sabía a la perfección que en la disputa por el contenido de la palabra libertad se juega una batalla política decisiva. Entre los pueblos bárbaros, libertad se entendía como independencia frente al invasor extranjero y, por lo tanto, era una bandera que se enarbolaba contra el imperio. Es imposible exagerar la importancia política de transformar ese significado manteniendo el significante. En el momento en que libertad" pasa a referir a la autonomía y la independencia de los individuos frente al despotismo de los tiranos, pasa a convertirse en todo lo contrario: la bandera de lo que garantiza el derecho romano frente a la arbitrariedad de los líderes tribales.

    Carlos Fernández Liria es, sin duda, uno de los autores que, desde sus primeras obras, mejor ha entendido la importancia política de disputar el significado de las palabras cruciales, de las que determinan el campo de juego, las palabras con las que se construye el armazón básico del sentido común de una época.

    Uno de los errores más imperdonables que ha cometido la izquierda (clave para explicar su derrota) es regalar al enemigo la capacidad de nombrar las cosas, de dibujar el campo y de re­­par­­tir juego. De hecho, una de las constantes que recorren la obra de Fernández Liria es la exigencia de no regalar al enemigo esas palabras que forjó todo el pensamiento de la Ilustración y que constituyen, de un modo irrenunciable, auténticas conquistas de la razón humana. Mientras los liberales repartían juego y se quedaban con cartas como libertad y Estado de derecho, una legión de pensadores perezosos o cobardes aceptaban el carácter burgués de esas cosas (chapoteando en un charco teórico en el que no había forma de distinguir entre libertad, derecho, mercado y capitalismo) y se afanaban por inventar cosas mejores. ¿Para qué reivindicar el derecho o la ciudadanía si se podía defender la dictadura del proletariado, y hacerlo sin competencia, sin miedo a que nadie te robase las ideas? De hecho, esta pereza teórica o esta cobardía solía presentarse con cierta soberbia: en vez de reconocer un hecho obvio —son cartas malas y por eso nadie las quiere, porque son cartas con las que se pierde siempre— se intentaba apelar a la marginalidad misma (gracias, sin duda, a buenas dosis de superioridad moral) como prueba suficiente, por sí sola, del carácter inasimilable para el sistema de ese modo de hablar.

    Esta soledad de Fernández Liria durante las últimas décadas se explica en gran medida por una confluencia delirante de intereses entre liberalismo económico y ortodoxia marxista a la hora de pensar la Ilustración y la Revolución francesa. Por un lado, el liberalismo, consciente de la importancia política de la batalla que se jugaba ahí, intentó siempre apropiarse de esas palabras que constituían auténticas conquistas de la razón. Por otro lado, la ortodoxia marxista, para salvar una supuesta filosofía de la historia (según la cual la sociedad burguesa sería necesariamente superada por la sociedad comunista), decidió entregar esas armas y regalar al liberalismo todas las conquistas del siglo XVIII. Esta claudicación se selló definitivamente cuando se aceptó calificar como burgués desde la democracia hasta el derecho, pasando por supuesto por la libertad.

    Carlos Fernández Liria lleva muchos años de trabajo audaz y valiente en ese sentido. Contra la corriente principal de la tradición marxista, ha tenido que explicar que sus ideas mejores (capaces de superar a las de la Ilustración) eran propuestas basura que, por un lado, nos condenaban siempre a perder y, por otro lado, amenazaban con generar un desaguisado político, jurídico y antropológico de dimensiones descomunales. Durante décadas ha tenido que defender, como un llanero solitario, que democracia, ciudadanía, derecho o Estado son palabras nuestras, las palabras necesarias para el cambio y no las palabras que describen el estado de cosas actual; que son palabras que nombran realmente cómo deben ser las cosas, aunque estén muy lejos de nombrar cómo son. Y, obviamente, hace falta mucha inteligencia, audacia y valor para defenderlo casi en solitario: por un lado, contra el espejismo interesado del pensamiento liberal (que, por supuesto, ponía el mayor de los empeños en demostrar que las cosas estaban ya en un estado democrático y de derecho integrado por ciudadanos libres) y, por otro lado, contra la izquierda radical (sólida o líquida) que, constatando que el estado de cosas actual es manifiestamente mejorable, se rendía antes de empezar y claudicaba en todo ante el enemigo buscando algo mejor que el estado democrático y de derecho integrado por ciudadanos libres.

    La trampa en realidad es bastante obvia, pero nunca le agradeceremos lo suficiente a Carlos Fernández Liria que, durante estas décadas de travesía en el desierto, nos haya ayudado a no caer en ella. ¿Por qué vamos a regalarle al enemigo ni más ni menos que palabras como libertad, democracia o Estado de derecho?

    Lo que hay que hacer es precisamente pensar y disputar el sentido de esas palabras para, una vez hecho esto, poder mostrar que están a años luz de indicar el estado de cosas existente y, por lo tanto, fijarlas como tarea del cambio.

    Nos habíamos acostumbrado, por ejemplo, a dar por bueno un sentido demasiado estrecho de libertad. El liberalismo siempre ha tenido el mayor interés por reducir el concepto de libertad a la ausencia de coacciones (que nadie te ponga una pistola en la cabeza para obligarte a hacer algo). Sin embargo, es evidente que cabe luchar por un sentido más amplio: existen también condiciones materiales, en positivo, para el ejercicio de la libertad. La libertad de movimiento, por ejemplo, no se puede separar de la posibilidad efectiva de desplazarte. Aunque nadie te amenace, si no puedes ni comprar un billete de metro es obvio que tienes una libertad de movimientos reducida. O res­­pecto a la libertad de expresión: es una trampa desconectar el derecho a expresar las propias opiniones del hecho de que solo un puñado de corporaciones tengan los medios para hacerlo. Pero, además de esto, es imprescindible recuperar el sentido político y republicano de libertad: solo podemos hablar de individuos realmente libres cuando hablamos de ciudadanos, es decir, de individuos que no obedecen más leyes que aquellas de las que ellos mismos son soberanos, además de súbditos. Un individuo es libre en un sentido muy determinado solo cuando ocupa la dignidad del legislador, es decir, la posición de quien elabora las leyes a las que va a rendir obediencia. Ese concepto de libertad es, precisamente, el que forja la idea de ciudadano. Y, por supuesto, alguien no puede ocupar la dignidad del legislador si vive con miedo: con miedo a perder el empleo, con miedo a que sus hijos se vayan al extranjero, con miedo a no poder poner la calefacción o con miedo a ser desahuciado de su propia casa.

    Esta batalla por el sentido de palabras como libertad y ciudadanía es una batalla que Carlos Fernández Liria nos enseñó a dar y que hoy empezamos a ver que se puede ganar. Y esa disputa hay que darla con todas las palabras que dibujan el terreno de juego, con las palabras centrales. No es en absoluto exagerado decir que Carlos Fernández Liria es el primer autor que en España nos mostró el camino para disputar la centralidad del tablero y, por supuesto, nos enseñó que eso no tenía nada que ver con intentar ocupar nada parecido al centro político.

    Esta diferencia entre centralidad y centro político, que es clave para entender la idea de populismo, a la izquierda le costó (y le cuesta) sangre, sudor y lágrimas entenderla. El centro político remite a una posición determinada (la de en medio) en el eje izquierda y derecha. Ahora bien, izquierda y derecha, en realidad, son simplemente metáforas a través de las cuales se ha expresado, durante una época determinada (digamos los últimos 200 años) y en un espacio bastante acotado (digamos Europa), una pugna mucho más transversal y recurrente (casi universal) entre arriba y abajo, entre opresores y oprimidos, entre explotadores y explotados, etc. Durante esa época y en ese espacio geográfico, las mayorías sociales se han construido como sujeto político articulándose a través de esas metáforas. Sin embargo, es evidente que el siglo XX las ha desgastado. Cuando se utiliza la misma metáfora para designar al mismo tiempo delirios totalitarios (pongamos, por ejemplo, Corea del Norte) y proyectos emancipatorios (pongamos, por ejemplo, el Chile de Allende), tanto claudicaciones (o traiciones) históricas (por ejemplo, la pérdida de proyecto de la socialdemocracia europea) como episodios heroicos (por ejemplo, las brigadas internacionales), es evidente que las metáforas dejan de funcionar y hace falta construir otras nuevas. De hecho, en los últimos años, el eje izquierda/derecha se había convertido en el truco que conseguía que las clases populares no pudieran ganar nunca: todo el espectro político se repartía entre los partidos de izquierda y los partidos de derecha que, sin embargo, no terminaban de diferenciarse en gran parte de las políticas aplicadas. Disputar con ellos respetando el eje nos condenaba a quedar arrinconados en los márgenes y, por lo tanto, a jugar una partida que no se podía ganar. En las calles latía una mayoría social que reclamaba cambio; que denunciaba que no nos representan; que se escandalizaba ante el desmantelamiento de la sanidad y la educación pública; que consideraba intolerable que los bancos nos pudiesen echar de nuestras casas a través de una ley injusta y, además, ilegal; incluso que reclamaba (según indicaban todas las encuestas) la creación de una banca pública. Sin embargo, el único modo de transformar esa mayoría social en poder político era dejar de jugar en los márgenes de un eje ya dado (en los que solo se puede aspirar a un resultado marginal). Si se quería ganar el partido, no se trataba solo de jugar bien, sino, ante todo, de pintar de otro modo las líneas del campo. Hacía falta introducir la palabra casta para hacer visible que, si se financian con los mismos bancos, se jubilan en los mismos consejos de administración, usan las mismas tarjetas black, hacen negocios con las mismas constructoras y regalan dinero a las mismas eléctricas, entonces hace falta crear una fuerza política que se parezca más y que represente mejor a las mayorías sociales del país. Unas mayorías sociales que se identifican con canciones o símbolos muy distintos, pero que tienen en común el miedo a perder el trabajo, a perder la casa, a no poder pagar los estudios de sus hijos o a que tengan que irse al extranjero, que tienen que sacar su negocio adelante con mil trabas de la Administración (a menos que sean amigos de algún político con el que hablar de lo suyo), mayorías sociales duramente golpeadas por la crisis a las que nadie da amnistías fiscales y a las que Iberdrola no pregunta si son de izquierdas o de derechas antes de cortarles la luz. Agrupar las preocupaciones centrales para construir un nuevo sentido común con el que disputar el poder, de un modo articulado, a las elites que amenazan con dejarnos sin nada. Se trata simplemente de reconocer que hay asuntos centrales que generan indignación generalizada y transversal a identidades políticas muy diversas, y que es imprescindible disputar si se quiere construir un pueblo con una mayoría social de cambio.

    Por ejemplo, la corrupción. Se trata de algo que nadie puede defender (al menos en voz alta). Ahora bien, por corrupción es posible entender cosas muy distintas. Es posible quedar atrapado en un sentido estrecho que llame corrupción tan solo al hecho de meter la mano en la caja. Sin embargo, puede llegar a resultar evidente (y es necesario trabajar para conseguirlo) que hay todo un conjunto de elementos estructurales que, sin violar ninguna ley, sin embargo, son sin duda corrupción: regalar miles de millones de fondos públicos a empresas eléctricas a cambio de que te ofrezcan sillones en sus consejos de administración es legal, pero es corrupción. Trocear la sanidad pública para repartirla entre unos cuantos amigotes puede ser legal, pero es corrupción. Entregar el parque de viviendas públicas a fondos buitres es legal, pero es corrupción. Construir aeropuertos sin aviones o autopistas que no van a ningún sitio con el único objetivo de enriquecer a unas cuantas constructoras es legal, pero es corrupción. Es más, hay algunas cuestiones que no solo son legales, sino que son la ley misma, pero que, sin embargo, son corrupción. Por ejemplo, una ley de financiación de partidos que permite a los bancos prestarles dinero y perdonárselo cuando quieran (algo que ha permitido siempre a los bancos tener a mano el botón de liquidar cualquier partido con solo ejecutar la deuda contraída con ellos) es la ley misma, pero es corrupción.

    Es evidente que las mayorías sociales siempre quieren acabar con la corrupción. Ahora bien, se persiguen objetivos distintos (y, en ese sentido, se tienen mayorías sociales distintas, voluntades generales distintas e incluso pueblos distintos) dependiendo de qué se termine imponiendo como el verdadero sentido de la palabra corrupción.

    En esta batalla nos jugamos, ciertamente, qué pueblo somos y qué queremos. Quizá el lugar donde más fácil resulta entender este asunto es en la construcción de la idea misma de patria. No somos razón pura, como nos recuerda con insistencia este libro. No podemos dejar de sentirnos orgullosos de nosotros mismos, de nuestras cosas y de los nuestros, por el hecho en gran medida arbitrario (y bastante irracional) de que son los nuestros. Ahora bien, eso de la patria es algo que se puede rellenar con los contenidos más diversos. Para el caso de España, por ejemplo, es posible rellenarlo de un modo que te haga sentir orgulloso de ser machista, de maltratar animales, de ser grosero, homófobo, intransigente, granuja y defraudador. Pero es igualmente posible construir un concepto de patria, y con él un pueblo, que nos haga sentirnos orgullosos de tener uno de los mejores sistemas de sanidad pública del mundo (y vivir como una traición a la patria cualquier intento de desmantelarlo), orgullosos del ejemplo de dignidad y resistencia que el 15M dio al mundo, de ser un país plurinacional y diverso, de ser uno de los países menos homófobos del mundo o de ser un país valiente y fraterno en el que cuando los bancos nos echan a cualquiera de nosotros de nuestras casas, nuestros vecinos se organizan en una Plataforma de Afectados por la Hipoteca para defendernos.

    El objetivo del populismo es siempre construir un pueblo. Y, como es obvio, puedes tener pueblos muy distintos dependiendo de quién haya ganado la batalla por el contenido de la palabra patria.

    Ahora bien, durante todos estos años, Carlos Fernández Liria no solo se ha dedicado a enseñarnos que hacemos un negocio ruinoso si renunciamos al cuerpo central de ideas de la Ilustración y tratamos de sustituirlo por algo mejor (defendiendo la dictadura del proletariado frente al Estado de derecho o al hombre nuevo frente al ciudadano). A lo largo de todos estos años, ha ido profundizando en la investigación sistemática de las dificultades con las que se topa eso de la Ilustración entre nosotros los hombres, seres racionales pero finitos que nacemos del sexo y sin saber hablar. Entre las dificultades inesperadas para la Ilustración ocupan un lugar destacado, sin duda, las descubiertas por Marx en El capital (y de ellas tratamos de dar cuenta en el libro de El orden de El capital, que fue el resultado de varios años de trabajo conjunto). Sin embargo, las dificultades con las que se encuentra el proyecto de la Ilustración ante los descubrimientos de Freud y Lacan no son en absoluto menores. La obra amplia y sistemática que Carlos Fernández Liria está realizando sobre este asunto pondrá de manifiesto que las dificultades para la realización del proyecto de la Ilustración descubiertas por Freud y Lacan son tan ineludibles como las descubiertas por

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