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La Independencia
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Libro electrónico415 páginas5 horas

La Independencia

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La independencia de México es el acontecimiento fundacional que ha producido casi todos los símbolos patrios y muchas de las ideas e instituciones centrales de la nación moderna. Casi desde su origen, y hasta la fecha, cientos de libros han dado cuenta de la lucha emancipatoria y sus consecuencias, pero pocos han hecho una síntesis tan acertada y reunido tan amplia bibliografía como esta obra. La bibliografía que acompaña a estos dos ensayos conforma una guía para transitar por los textos clave generados en los siglos XIX y XX.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento6 mar 2019
ISBN9786071660794
La Independencia

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    La Independencia - Antonio Annino

    LA INDEPENDENCIA

    HERRAMIENTAS PARA LA HISTORIA

    ANTONIO ANNINO

    RAFAEL ROJAS

    LA INDEPENDENCIA

    Los libros de la patria

    Con la colaboración de

    FRANCISCO A. EISSA-BARROSO

    Coordinadora de la serie

    CLARA GARCÍA AYLUARDO

    CENTRO DE INVESTIGACIÓN Y DOCENCIA ECONÓMICAS

    FONDO DE CULTURA ECONÓMICA

    Primera edición, 2008

        Primera reimpresión, 2010

    Primera edición electrónica, 2018

    Esta publicación forma parte de las actividades

    que el Gobierno Federal organiza en conmemoración

    del Bicentenario del inicio del movimiento de Independencia

    Nacional y del Centenario del inicio de la Revolución Mexicana.

    Coordinadora de la serie: Clara García Ayluardo

    Coordinadora administrativa: Paola Villers Barriga

    Asistente editorial: Joel Vázquez

    Diseño de portada: Francisco Ibarra/Laura Esponda

    Diseño de interiores de la versión impresa: Teresa Guzmán

    D. R. © 2008, Centro de Investigación y Docencia Económicas, A. C.

    Carretera México-Toluca núm. 3655, Col. Lomas de Santa Fe,

    C. P. 01210 Ciudad de México

    publicaciones@cide.edu

    D. R. © 2008, Fondo de Cultura Económica

    Carretera Picacho-Ajusco, 227; 14738 Ciudad de México

    Comentarios:

    editorial@fondodeculturaeconomica.com

    Tel. (55) 5227-4672

    Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra, sea cual fuere el medio. Todos los contenidos que se incluyen tales como características tipográficas y de diagramación, textos, gráficos, logotipos, iconos, imágenes, etc. son propiedad exclusiva del Fondo de Cultura Económica y están protegidos por las leyes mexicana e internacionales del copyright o derecho de autor.

    ISBN 978-607-16-6079-4 (ePub)

    ISBN 978-968-16-8327-6 (impreso)

    Hecho en México - Made in Mexico

    ÍNDICE

    INTRODUCCIÓN por Antonio Annino y Rafael Rojas

    1. HISTORIOGRAFÍA DE LA INDEPENDENCIA (SIGLO XIX), por Antonio Annino

    1. El ocaso del patriotismo criollo

    2. Patriotismos en lucha

    3. Patriotismos notabiliarios

    4. Patriotismos nacionalistas

    5. Conclusiones

    2. HISTORIOGRAFÍA DE LA INDEPENDENCIA (SIGLO XX), por Rafael Rojas

    1. Los libros del centenario

    2. Los silencios del otro centenario

    3. La patria y sus historias

    4. Indigenismo, agrarismo y marxismo

    5. La profesionalización del campo

    6. La reinterpretación del siglo XVIII

    7. La nueva historia política

    ABREVIATURAS

    BIBLIOGRAFÍA

    I. Bibliografía del siglo XIX (1810-1910) sobre la Independencia de México

    II. Bibliografía del siglo XX (1910-2005) sobre la Independencia de México

    III. Otras fuentes útiles para el estudio de la historia y la historiografía de la Independencia de México

    INTRODUCCIÓN

    La Independencia de México, como la de cualquier país latinoamericano, ha sido el acontecimiento de la historia nacional más trabajado por la historiografía en los dos últimos siglos. Aquella gesta no sólo produjo una buena parte de la simbología patriótica mexicana, con su panteón heroico y su ceremonial cívico, sino algunas de las ideas e instituciones fundamentales del México moderno. No hay otro periodo de la historia moderna mexicana —piénsese en la Reforma, el Porfiriato o la Revolución— que, por su carácter fundacional, haya generado tanta creación historiográfica.

    Pretender una reconstrucción exhaustiva de la historiografía sobre la Independencia mexicana, en los dos últimos siglos, es tarea virtualmente imposible. Sobre todo, si se parte del criterio de que historiografía no sólo es la historia escrita por historiadores profesionales o académicos, sino todos los tipos de escritura histórica que aluden a ese acontecimiento mítico: desde la propia documentación relacionada con el proceso militar y político, de 1808 a 1821, hasta los ejercicios de memoria, biografía, ficción u otras formas literarias que se inspiran en esa epopeya.

    En lugar de una pretensión tan abarcadora, este libro se propone algo más modesto: reconstruir las principales líneas de la historiografía sobre la Independencia de México en los dos últimos siglos. Para ello escribimos un par de ensayos, uno dedicado a la producción historiográfica del siglo XIX, a cargo de Antonio Annino, y otro sobre la historiografía de la Independencia en el siglo XX, realizado por Rafael Rojas. Desde una concepción flexible de los ciclos históricos, ambos ensayos entienden el llamado periodo de la Independencia como los 13 años que median entre la invasión napoleónica de España, en 1808, y la entrada del Ejército Trigarante a la ciudad de México, en septiembre de 1821.

    Aunque estos ensayos abordan diversos aspectos de la historia de la historiografía moderna en México, desde un inicio nos propusimos insertar en dicho recorrido algunas reflexiones sobre el proceso político de la Independencia y sobre la manera en que los sucesivos presentes mexicanos dejan su marca en la plasmación de visiones sobre un acontecimiento inaugural del pasado. Las independencias de los liberales del siglo XIX, de los revolucionarios del XX y de los revisionistas de las tres últimas décadas son distintas.

    Como se verá en estas páginas, el tratamiento historiográfico de la Independencia cambia mucho en las dos últimas centurias. Sin embargo, no es imposible detectar algunas constantes en esas largas tradiciones historiográficas que van de Lucas Alamán, Lorenzo de Zavala y José María Luis Mora a Ernesto de la Torre Villar, Luis Villoro o Jaime E. Rodríguez O., pasando, naturalmente, por Julio Zárate, Francisco Bulnes, Nicolás Rangel, Alfonso Teja Zabre, Luis Chávez Orozco o Carlos Pereyra.

    Tal vez la enseñanza principal de estos ensayos y de sus respectivas recopilaciones historiográficas es que un suceso tan mítico como la Independencia de México debe ser comprendido como un conflicto entre sujetos sociales diversos, que involucraban en su acción militar y política múltiples valores e intereses. Como se verá aquí, la propia idea de Independencia, en tanto separación de la metrópoli española, era compartida por muy pocos protagonistas de aquel conflicto y la duración misma del proceso difícilmente podría enmarcarse sólo entre los 13 o 14 años que van de los movimientos autonomistas en la ciudad de México a la proclamación del imperio de Iturbide en 1822. Una buena parte de la historiografía estudiada tiene que ver con periodos anteriores, como las reformas borbónicas de fines del siglo XVIII o, posteriores, como el nacimiento del régimen federal en 1823.

    Estos ensayos y la excelente compilación historiográfica que los acompaña no hubieran sido posibles sin el trabajo riguroso de los asistentes de investigación de la División de Historia del CIDE, Francisco Eissa Barroso, Joel Vázquez y Paola Villers, coordinadora administrativa de Herramientas para la Historia. A todos ellos nuestro más sincero agradecimiento, así como a la incansable Clara García Ayluardo, directora de nuestra división, creadora y responsable de esta valiosa serie.

    ANTONIO ANNINO y RAFAEL ROJAS

    México, D. F., diciembre de 2005

    CAPÍTULO 1

    HISTORIOGRAFÍA DE LA INDEPENDENCIA

    (SIGLO XIX)

    ANTONIO ANNINO

    Escribir la historia de la Independencia de México no fue una tarea fácil en el siglo XIX. Por supuesto, nadie puso nunca en duda la naturaleza fundacional del acontecimiento, pero sí se cuestionó su morfología al momento de fijar los cánones para escribir su historia. Al igual que en las demás revoluciones que en aquel entonces habían sacudido al mundo euroatlántico, también en la mexicana se habían dado proyectos políticos y sociales diferentes y, a menudo, en conflicto, así que fue casi imposible conciliar una historia común. Sin embargo, hubo también otros factores que hay que recordar para entender la complejidad de la empresa, y la condición en que se encontró México cuando tuvo que escribir la historia de sí mismo como nueva nación entre las demás.

    La idea de nación fue uno de los grandes inventos del siglo XIX. Por primera vez la sociedad fue imaginada con una sola identidad frente a las identidades plurales heredadas del pasado. Esta idea, aparentemente tan artificial, tuvo, sin embargo, un éxito irreversible en el espacio occidental. Uno de los motivos fue la posibilidad de legitimar la nueva forma de gobierno representativo, que pretendió gobernar no ya en nombre de Dios, sino precisamente en nombre de los ciudadanos. Que el poder político de unos hombres tuviera su legitimidad en la voluntad de los demás resultaba aceptable sólo si estos demás formaban parte de un cuerpo único, con identidad propia —natural y a la vez histórica—, algo más allá del abstracto contrato social de Rousseau. De ahí que una nación sin historia sencillamente no podía ser una nación, según la cultura del siglo XIX.

    Sin embargo, la nueva relación entre pasado y presente tuvo sus reglas y sus requisitos. La historia fue pensada con H mayúscula porque nunca fue imaginada como un campo de acción neutro, sin significado, que los acontecimientos humanos llenaban de sentido. Al contrario, la historia tenía supuestamente su significado, la marcha hacia la Libertad —también con mayúscula—, y el papel de los sucesos estudiados por los historiadores era revelar esta marcha hacia la conciencia de la nueva nación para fortalecer su identidad y sus gobiernos.

    Lo revolucionario —y lo irreversible— de la nueva idea de Historia es que fue concebida, por primera vez, como un movimiento autónomo de las sociedades en el tiempo, una idea que tenía sus ventajas pero también sus desventajas. Un presente exitoso legitimaba la idea de un pasado igualmente exitoso; es decir, de un camino plenamente logrado hacia la realización de la libertad moderna; mientras que un presente difícil, sin libertad o con una libertad frágil, podía ser interpretado como la prueba evidente de que un pueblo no estaba todavía maduro para disfrutar de la civilización. En pocas palabras, esto quería decir que su historia no había estado a la altura de las demás. De manera que la revolución del imaginario, desencadenada por el siglo ilustrado y llevada a su cenit en el siglo XIX, proclamó la universalidad de sus valores pero no la de sus actores, puesto que no todos los pueblos tenían los requisitos necesarios para ser reconocidos como ciudadanos de la nueva polis de la Historia-Libertad.

    Sería, sin embargo, ilusorio liquidar esta concepción de la historia del mundo como si fuera sólo un prejuicio europeo inventado en el triángulo Londres-París-Berlín. Así se explicaría su éxito, y predominio, contundente en las dos Américas, en el sur del Mediterráneo, y en el este, hasta la Rusia zarista. El punto es que la pareja Historia-Libertad sencillamente no se podía romper: no se podía imaginar un pueblo que luchara por su emancipación y que no legitimara esta lucha con un pasado de agravios, de héroes, de memorias colectivas, de empresas fundadoras y de esperanzas para un futuro mejor. Todas las naciones eran, por supuesto, diferentes las unas de las otras, pero no al azar: el invento retórico que logró un verdadero éxito universal y revolucionario fue imaginar que la historia verdadera, que marcaba el camino de un pueblo hacia la libertad, empezaba cuando la nación lograba emanciparse de su pasado, asumiendo la conciencia de ser. Los factores históricos que podían limitar, negar o, al contrario, propiciar esta toma de conciencia colectiva explicaban los éxitos y las dificultades de cada pueblo.

    Este canon para pensar el gran problema de las identidades colectivas, de su formación y de su evolución hacia las nuevas formas de legitimidad política, que las revoluciones norteamericana y francesa volvieron irreversibles, llevó a la cultura patriótica de todas la naciones a una práctica difícil y a primera vista paradójica: celebrar el pasado pero, al mismo tiempo, criticarlo para explicar los problemas del presente; celebrar la nación pero, al mismo tiempo, destacar sus fallas y sus incumplimientos. Lo que llamamos modernidad política fue también un juego verbal, a veces obsesivo, alrededor del pasado y del presente, un escenario y un instrumento para enfrentarse con fracturas y conflictos que la misma modernidad desencadenaba en los caminos de las nuevas naciones.

    1. EL OCASO DEL PATRIOTISMO CRIOLLO

    Desde antes de alcanzar su Independencia, este cambio radical en la forma de pensar las colectividades humanas impuso a la Nueva España retos dramáticos. Durante la época virreinal, el patriotismo criollo había logrado construir una visión propia del devenir de México, autónoma de la historiografía imperial de la Península que se escribió a partir de la Conquista. Desde el siglo XVI, poniendo en el centro de la escena las hazañas de los reyes y de los conquistadores, y describiendo a los habitantes prehispánicos como bárbaros y sanguinarios, los cronistas más famosos de la Corona, como Gonzalo Fernández de Oviedo (1478-1557), Francisco López de Gómara (1510-1553) y Antonio de Herrera (1559?-1625), habían celebrado la grandeza de España frente a los demás países de la vieja Europa.¹ En estas obras las tierras de Indias nunca fueron consideradas patrias de nadie que no fuera un indio salvaje, y se consideraba igualmente obvio que para los criollos la patria no podía ser más que España.

    Las obras de estos autores se inspiraron en el modelo renacentista italiano, muy en boga en la Europa de los siglos XVI y XVII; por su parte, las que integrarían el corpus del patriotismo criollo fueron escritas utilizando como modelo la gran tradición de la historiografía eclesiástica medieval. Este género ofrecía la ventaja de ubicar a México no sólo en la historia de la monarquía católica, sino también en la historia universal del cristianismo. Como enseñaban precisamente desde 10 siglos atrás las crónicas de la cristianización de la misma Europa, las nuevas patrias habían sido el producto de las grandes conversiones y de la santificación de los territorios gracias a los milagros, a la obra de los santos autóctonos y de lo excepcional (y divino) de la experiencia religiosa frente a lo cotidiano (y mundano) de la experiencia política. En este modelo de claro origen agustiniano, a diferencia del renacentista, no eran las conquistas las que fundaban las identidades colectivas sino los procesos de cristianización. De esta manera, la Nueva España fue insertada en el movimiento universal hacia la salvación de la humanidad, impulsado por la Divina Providencia, y sin la intermediación de España, una evidente reivindicación de autonomía identitaria y política dentro del marco de la monarquía católica.²

    A través de esta empresa historiográfica, los criollos habían logrado reconocerse a sí mismos como ciudadanos libres de una república cristiana y, a la vez, como súbditos fieles del rey,³ pero no lograron nunca el reconocimiento de esta libertad por parte de la misma Corona. Frente a España y Europa la historia criolla fue siempre la de la conquista española. Esta condición de falta de reconocimiento se reflejó muy bien en los lugares donde se escribieron las dos historias: la imperial en la Corte y en sus instituciones académicas y eruditas; la criolla casi siempre en los conventos dominicos y franciscanos y en los colegios de los jesuitas, pero nunca en la Corte o en las instituciones virreinales a pesar de que la ciudad de México siempre tuvo el privilegio de ser ciudad con Corte.

    Así las cosas, la expulsión de los jesuitas en 1767 y la secularización de los conventos redujeron brutalmente los recursos y los lugares intelectuales del patriotismo criollo justo en el momento en que la Ilustración en Europa difundió una nueva idea de historia no sólo radicalmente secular sino antiamericana en algunos aspectos.⁴ Podríamos escoger como fecha simbólica de la aparición de esta nueva idea de historia el año 1748, cuando fueron publicadas On the National Characters de David Hume (1711-1776) y L’Esprit de Lois del barón de Montesquieu (1689-1755), dos obras seminales para nuestro tema. La primera planteó de una forma contundente y exitosa la tesis según la cual de los caracteres nacionales dependían los niveles de desarrollo civil de un pueblo frente a otro,⁵ mientras que el famoso libro de Montesquieu trató también extensamente los factores históricos que habían propiciado la consolidación en Europa de un génie de liberté desconocido en Asia, continente del despotismo.⁶ Ninguno de los dos autores habló de América al tratar el tema de los nexos entre libertad y caracteres nacionales, pero la idea de que la historia era el campo de estudio para evaluarlos tuvo un éxito irreversible y definitivo.

    La Ilustración europea cambió radicalmente el sentido del universalismo de la historia. Mientras que para la tradición criolla y eclesiástica el referente universal no era de este mundo, ahora, en la segunda mitad del siglo XVIII, el nuevo referente ilustrado era totalmente mundano y, además, selectivo: no todos los pueblos tenían los caracteres nacionales para entrar en la nueva polis de la libertad moderna. Mucho dependía precisamente de sus historias y de la conciencia que de ellas tenían sus protagonistas. Por su condición de colonia, la América hispánica no formaba parte de la nueva civilización de la libertad, una situación obvia para todo el mundo europeo de aquel entonces, que empezaba a ser compartida por una parte minoritaria de la opinión pública criolla. Sin embargo, lo que resultaba del todo inaceptable para los criollos era que para un sector de la Ilustración europea aquella parte de América no podía ni siquiera pensar en alcanzar algún día la libertad por ser naturalmente inferior a Europa.

    Las bases de este, a primera vista, increíble prejuicio se encontraban en la gran obra de sistematización del naturalista francés conde de Buffon (1707-1788), la Histoire Naturelle (1767), que teorizó con un enfoque clasificatorio moderno la inferioridad de la fauna y flora americana.⁷ El abad protestante holandés Cornelius De Pauw (1739-1799) fue mucho más allá con sus Recherches philosophiques sur les américains (1768) donde, con base en la obra de Buffon, teorizó la inferioridad biológica y cultural de indios y criollos.⁸ La polémica que esta teoría desencadenó en Europa muestra que no se apoyaba en un consenso firme. Sin embargo, contó, al final, con el respaldo de Emmanuel Kant (1724-1804) y de Georg W. F. Hegel (1770-1831), quienes, si bien con argumentos mucho más sofisticados, aportaron su prestigio para consolidar el exitoso paradigma acerca de la inmadurez histórica de América Latina frente a la libertad moderna.⁹

    Las reformas borbónicas en América coincidieron con los años más álgidos de esta disputa. Aunque las teorías de De Pauw nunca tuvieron apoyo oficial de la Corona, sí llegaron a la Nueva España, alimentando la vieja lucha por los cargos justo en el momento en que el gran visitador José de Gálvez (1729-1786)¹⁰ lanzó su ofensiva en contra de la Audiencia dominada por novohispanos. Precisamente fue uno de ellos, el oidor Joaquín de Rivadeneira, quien en 1771 escribió la famosa Representación del Ayuntamiento de la ciudad de México al rey para defender a los criollos de un informe secreto (al parecer escrito por un alto prelado) que atacaba sus pretensiones al autogobierno con los nuevos argumentos climáticos.¹¹

    Un dato particularmente interesante es que los mayores protagonistas de este enfrentamiento intelectual cruzaban la división entre las dos iglesias cristianas, la protestante y la católica. Ni los mexicanos ni los peruanos tienen derecho de compararse con las naciones que merecen el nombre de civilizadas, escribía en su exitosa History of America (1777) William Robertson (1721-1793), ministro presbiteriano y, durante muchos años, rector de la Universidad de Edimburgo, la cuna de la Ilustración escocesa.¹² El francés Guillaume Thomas François Raynal (1713-1796), ex jesuita y autor, entre 1770 y 1781, de una monumental Histoire philosophique et politique des établissements du commerce des européens dans les deux Indes también criticó a los americanos que, según él, demostraban un lujo bárbaro, placeres de índole vergonzosa, una superstición estúpida, y románticas intrigas, completa[ban] la degradación de[l] carácter de los criollos.¹³

    La respuesta más coherente a esta condena sin apelación, no sólo de la historia sino también de la naturaleza americana, vino de los jesuitas criollos exiliados en Italia tras la expulsión de 1767. Sin duda el más representativo fue el novohispano Francisco Javier Clavijero (1731-1787), cuya obra Storia antica del Messico (1779-1781) es justamente considerada un clásico.¹⁴ Lo que cuenta aquí es recordar que este libro fue expresamente escrito, como aclaró su autor, para refutar las calumnias de De Pauw, Buffon, Raynal y Robertson. En esta perspectiva se puede apreciar la estructura de la obra, compuesta para ofrecer al lector un camino inverso a la disputa, que empezaba por una defensa de la naturaleza americana, para luego enfrentar el tema del pasado prehispánico, el más abusado por los autores europeos. Lo notable de Clavijero fue su capacidad para defender la tradición del patriotismo criollo con los instrumentos intelectuales del siglo XVIII: el antiescolasticismo, la crítica filológica, la geografía, la filosofía y la arqueología. Su estrategia básica fue la de demostrar que los autores de la disputa habían utilizado a los cronistas españoles de la escuela imperial, y que éstos, a su vez, no habían hecho más que deformar las grandes obras de los cronistas criollos de los siglos XVI y XVII. En este sentido, Clavijero no se olvidó ni de Fernando de Alva Ixtlilxóchitl (1568-1646) ni de los códices de Carlos de Sigüenza y Góngora (1645-1700) y Lorenzo Boturini (1702-1750).¹⁵

    En pocas palabras, Clavijero defendió el pasado con métodos modernos, los mismos que utilizaron los detractores de América. Su obra constituye un ejemplo de los encuentros que se hubieran podido dar entre Ilustración y tradición católica criolla, a pesar del discurso antiamericano que se inventó un sector de la cultura europea. Como anota Brading, Clavijero liberó el patriotismo criollo de la intolerable carga de la condenación agustiniana y del triunfalismo joaquinita;¹⁶ en otras palabras, lo liberó del peso del universalismo barroco. Sin embargo, esta renovación de la tradición novohispana se consumó en el exilio y no en la patria, donde hubiera podido dar más frutos. Evaluar las llamadas reformas borbónicas¹⁷ sigue siendo una tarea controvertida para los historiadores; pero si miramos a los embates culturales que llegaban de Europa, es difícil escapar a la idea de que las reformas privaron a la Nueva España de los recursos necesarios para replantear su imagen y defenderse mejor. En el exilio esto sí fue posible, pero sólo en el exilio.

    La difícil situación de los jesuitas en Italia hizo que muy pocas de sus obras fueran publicadas en la época; afortunadamente la de Clavijero fue una de ellas. Entre las que se quedaron manuscritas destaca la de otro jesuita novohispano, el padre Andrés Cavo (1739-1803), titulada Los tres siglos de Méjico durante el gobierno español, publicada, por primera vez, por Carlos María de Bustamante (1774-1848) en 1836, quien añadió con su típico estilo editorial un Suplemento con la historia de los años 1767-1821.¹⁸ La obra no tiene ni la fama ni el nivel de la Historia de Clavijero, pero es parte, como escribe su autor, de aquel esfuerzo para no dejar en eterno olvido los monumentos de la primera ciudad del Nuevo Mundo […] recomendable por su opulencia, y tanto, que apenas pocas ciudades de Europa la excedían.

    La historia de Cavo no es declaradamente polémica como la de Clavijero, pero fue encomendada por el ayuntamiento de México justo en los años de Gálvez y de la Representación de 1771. Su patriotismo es evidente en las definiciones de los actores protagonistas, los virreyes y la ciudad con sus cuerpos organizados, entre los cuales, por supuesto, las corporaciones eclesiásticas están en primera fila. Las fuentes utilizadas sobrepasan las crónicas clásicas, criollas y peninsulares de fray Bernardino de Sahagún (1499?-1590) y Juan de Torquemada (1557?-1624)¹⁹ hasta Herrera y López de Gómara, privilegiando las historias de las órdenes, los teatros al estilo de fray Agustín de Vetancourt (1620-1700),²⁰ los viajeros como Gemelli Careri (1651-1725)²¹ y los libros capitulares del ayuntamiento.²² Cavo expresó un patriotismo institucional más que de grupo. Sus virreyes son gobernantes justos y sabios, casi impersonales, una extensión de los atributos de la Corona, que cuidan paternalmente lo que promueve el gobierno de la ciudad. Casi no aparecen la Audiencia y el potente Consulado de los peninsulares.

    Lo significativo es que el ayuntamiento de la ciudad más importante de América haya recurrido, casi clandestinamente, a un jesuita exiliado para que se escribiera una historia del reino novohispano que no fuera imperial. El exilio fue así el reducto donde el patriotismo criollo se enfrentó, con más éxitos pero con menos recursos, a los embates desencadenados por las revoluciones conceptuales y antiamericanas de la Ilustración. Muchos de los jesuitas de la generación de Clavijero no fueron intelectuales radicalmente antiilustrados; fueron influidos por los avances de las ciencias, de la filosofía y de la misma historiografía del siglo XVIII europeo. Al igual que los ilustrados en España, percibieron la necesidad de dejar atrás la cultura del barroco que había consolidado la identidad de la sociedad novohispana durante el siglo XVII. Sin embargo, a diferencia de los peninsulares, no aceptaron la carga anticriolla de la Ilustración, pero tampoco fueron ciegos campeones de aquella tradición que la misma Compañía de Jesús había contribuido a edificar a lo largo del siglo anterior.

    Paradójicamente, quienes mejor defendieron el patriotismo criollo de los ataques de la nueva historia ilustrada lo hicieron con instrumentos ilustrados. En la raíz de esta paradoja se encuentra una cuestión política: al igual que en otros países del Viejo Continente, y a diferencia de Francia y de Inglaterra, el reformismo ilustrado de los Borbón fue un instrumento para consolidar la Corona y no para limitarla. La moderación del padre Cavo al historiar el pasado institucional del reino novohispano no escondió el evidente espíritu autonomista del autor ni su intento por buscar un marco constitucional para la tradición criolla dentro de la monarquía católica. El patriotismo barroco del siglo XVII había defendido el derecho al autogobierno como si fuera un privilegio; hacia el final del siglo XVIII el problema fue transformar la historia agustiniana, salvífica, y exclusiva de la Nueva España, en la historia constitucional de una república cristiana libre y vinculada consensualmente a la monarquía. Frente al nuevo regalismo de los Borbón, la autonomía política ya no se podía pensar como privilegio sino como ley fundamental de la misma monarquía. En estos términos, la cuestión constitucional se había debatido intensamente a lo largo del siglo en la Península; cualquier posición en favor de la Corona o de la autonomía de los reinos se definió en los términos fijados por Montesquieu; es decir, a partir de la existencia histórica de una ley fundamental.²³ En la Península, la historiografía imperial del siglo XVI se transformó en la historiografía legal del siglo XVIII, que buscó en el pasado antiguo los orígenes del derecho de la monarquía a gobernar en forma unitaria un conjunto tan compósito de territorios. Respecto a los reinos de la Península, nadie puso en duda, a lo largo de todo el siglo, que se tratara de una historia unitaria, aunque hecha de una pluralidad de ordenamientos y de derechos forales y, sin embargo, nadie en la Península admitió a América dentro de esta historia de antiguas libertades.²⁴

    Cuando estalló la devastadora crisis del imperio, en mayo de 1808, tras la grotesca e ilegítima abdicación de los Borbón en favor de Napoleón, fue evidente que la monarquía católica se había sustentado a lo largo de los siglos sobre una Constitución federal. El patriotismo criollo encontró, entonces, y siempre en el exilio, su campeón. La justamente celebrada Historia de la revolución de Nueva España del fraile dominico Servando Teresa de Mier (1763-1827) fue escrita entre 1811 y 1813, en Cádiz y en Londres, cuando todavía el tema de la constitución histórica novohispana era crucial para legitimar la idea de emancipación.²⁵ Su autor era un independentista republicano convencido, pero la obra fue escrita para apoyar la hipótesis de una mediación inglesa, lo cual implicaba la Independencia no absoluta de América, como se decía entonces. La Historia tuvo siempre una fama ambigua: brillante, polémica, algo caótica en su estructura, y con algunos datos equivocados. Pero nadie le pudo negar la coherencia de la inspiración y la fuerza argumentativa: en los años de las derrotas napoleónicas, de la primera revolución liberal en España, y de las insurgencias americanas, la red de los exiliados que desde Londres tenía muy buenos contactos en América trató de lanzar una campaña en favor de una mediación inglesa para detener la guerra y lograr una forma de autogobierno completo dentro del marco de la monarquía. Había que demostrar a la opinión pública europea ilustrada que Nueva España no era sólo una entidad natural o colonial sino algo más: una entidad histórica, con una Constitución propia formada en los tiempos, y que legitimaba la aspiración al autogobierno frente a las demás naciones libres.

    Constitucionalizar el patriotismo criollo fue el objetivo de fray Servando.²⁶ Hasta 1808, el punto constitucional candente había sido el del acceso a los altos cargos, pero con la acefalía de la Corona el problema abarcó todas las formas y las relaciones de poder. La originalidad de fray Servando fue poner en el centro de la cuestión constitucional la ilegitimidad del golpe de los comerciantes en contra del virrey y del cabildo capitalino en el otoño de 1808, más que la abdicación del rey.

    Con este desplazamiento de su eje central, la crisis se ubicaba y se originaba en el territorio novohispano, otorgando una nueva y más fuerte legitimidad histórica al autonomismo criollo: el golpe, y no sólo la abdicación, rompió lo que fray Servando llamó el pacto entre la Nueva España y la Corona, dejando al reino libre de perseguir su destino. El golpe era ilegal porque atentaba contra la legítima retroversión de la soberanía reivindicada por las ciudades novohispanas tras la ilegítima abdicación de Fernando VII.²⁷

    Se ha dicho, y con razón, que vivir en Londres y leer la historiografía whig hizo madurar en fray Servando la idea de una Magna Carta hispánica.²⁸ Se debe subrayar que el contractualismo siempre fue el componente básico de la monarquía católica y que el debate del siglo XVIII en España acerca de las leyes fundamentales giró alrededor de este tema. La crisis de 1808 y la proliferación de las juntas provinciales a lo largo y ancho del imperio dieron un impulso radical al contractualismo, bien presente, además, en la asamblea gaditana entre 1810 y 1812. Resulta difícil pensar que durante su picaresco exilio en la Península, fray Servando no haya percibido este aspecto crucial de la crisis del imperio en toda su extensión. Más allá del constitucionalismo whig, cuya naturaleza parlamentaria nunca le interesó, el dominico novohispano muestra en su obra una gran familiaridad con el nuevo constitucionalismo autonomista de la época borbónica, foral y no parlamentario, contractualista para los cuerpos pero no para los individuos, y revolucionario en el sentido tradicional de restaurar plenamente unas imaginarias antiguas libertades golpeadas por el despotismo regalista. Un constitucionalismo que hasta 1808 no había aceptado la existencia histórica de América y de la Nueva España.

    La revolución de la que escribió fray Servando

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