Un proceso largo y tortuoso
El modo de proceder de un tribunal depende de su jurisdicción, es decir, de su autoridad para gobernar un territorio determinado o a un grupo de personas. En Castilla y Aragón, en la época moderna, convivían dos tipos generales de jurisdicción: la secular o civil –impartida por alcaldes, jueces y, en última instancia, reyes– y la eclesiástica. Existían otras demarcaciones de carácter más específico, como el fuero militar, la de Navarra o la de Aragón. Los delincuentes preferían, llegado el caso, acogerse a la competencia eclesiástica, considerada más benévola; de ahí la popularidad del refugio en sagrado, que es la posibilidad de que un criminal se atrincherara en una iglesia, ermita u otro inmueble que contara con ese privilegio: quedaba de inmediato bajo justicia eclesiástica sin que alguaciles, alcaldes u otras autoridades civiles pudiesen impedirlo.
En el caso que nos ocupa, el funcionamiento de los tribunales del Santo Oficio, éstos estaban en el ámbito de la justicia eclesiástica pero con carácter extraordinario: desde sus inicios en el siglo XII, la Inquisición sólo actuó contra herejías arraigadas en la población, difíciles de extirpar. La reina Isabel consideró así la situación de algunos judeoconversos afincados en España antes y después del decreto de expulsión de 1492: estaban bautizados, pero persistían en sus prácticas hebraicas convirtiéndose así en herejes, y los obispos –antes de la reforma del clero– no lograban reconducirlos hacia la fe. Eran judaizantes o, en un lenguaje más contemporáneo, criptojudíos.
El poder de la
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