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Museo del universo.: Los juegos olímpicos y el movimiento estudiantil de 1968
Museo del universo.: Los juegos olímpicos y el movimiento estudiantil de 1968
Museo del universo.: Los juegos olímpicos y el movimiento estudiantil de 1968
Libro electrónico635 páginas6 horas

Museo del universo.: Los juegos olímpicos y el movimiento estudiantil de 1968

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La idea de este libro es que en 1968 la Ciudad de México fue un museo del universo. Y éste sería de tal riqueza que acabó exhibiendo no sólo lo imaginado con antelación por una improbable mente maestra, sino aquello que arrastró el fluir desordenado de otras historias. Exudando la desmesura y el acierto, el entusiasmo y el espanto, la esperanza y l
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento30 jun 2021
ISBN9786075642697
Museo del universo.: Los juegos olímpicos y el movimiento estudiantil de 1968

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    Museo del universo. - Ariel Rodríguez Kuri

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    Museo del universo: los juegos olímpicos y el movimiento estudiantil de 1968

    Ariel Rodríguez Kuri

    Primera edición impresa: septiembre de 2019

    Primera edición electrónica: junio de 2019

    D.R. © El Colegio de México, A. C.

    Carretera Picacho-Ajusco núm. 20

    Ampliación Fuentes del Pedregal

    Alcaldía Tlalpan

    14110, Ciudad de México, México

    www.colmex.mx

    ISBN impreso 978-607-628-936-5

    ISBN electrónico 978-607-564-269-7

    Conversión gestionada por:

    Sextil Online, S.A. de C.V./ Ink it ® 2021.

    +52 (55) 52 54 38 52

    contacto@ink-it.ink

    www.ink-it.ink

    Este libro está dedicado a María Eugenia

    ÍNDICE

    Agradecimientos

    Introducción

    1. Ganar la sede

    2. La ciudad olímpica o la promesa sin utopía

    3. La Catedral de México o el ánimo público

    4. Geopolítica de los Juegos: raza, héroes y televisión

    5. Julio: las ágoras salvajes

    6. Agosto o las calles

    7. Septiembre o el momento conservador

    8. Clausuras e inauguraciones

    Conclusiones. Testigos, públicos y perplejidades

    Siglas de archivos

    Obras citadas

    Videos

    Sobre el autor

    Agradecimientos

    A lo largo de los años he recibido el apoyo de varias personas e instituciones. El Centro de Estudios Históricos de El Colegio de México es mi casa de trabajo desde 2003; es de por sí un privilegio el ambiente intelectual y el sosiego carmelita que todos procuran en el Centro. De manera especial, agradezco la amistad de Juan Pedro Vaqueira, Graciela Márquez, Pablo Yankelevich, Guillermo Palacios, Clara Lida y Cecilia Zuleta, quienes me han escuchado una y otra vez. Luis Aboites me alentó siempre y de muchas maneras. Bernd Hausberger es un tipo de cuidado y en todo está; también aquí. Erika Pani, como amiga, jefa e historiadora, es insuperable. A Marco Palacios y Carlos Marichal no sé si agradecerles más su bonhomía o su agudeza intelectual. Los nuevos, Vanni Pettinà y Gabriel Torres Puga, son ya imprescindibles (y ni modo). Sólo por una anomalía administrativa no puedo nombrar a Soledad Loaeza en el principado de los historiadores, pero ella ha sido cómplice y consejera permanente de este libro. Roberto Breña es el tránsfuga por excelencia de todas las disciplinas, y por eso su amistad es tan valiosa. Con Mauricio Tenorio y Pablo Piccato me unen intereses incomunicables.

    De las autoridades de El Colegio, añejas y recientes, recibí atención y apoyo; mi reconocimiento para Andrés Lira, Javier Garciadiego, Silvia Giorguli y Jean-François Prud’homme. Y con Laura Valverde me une una amistad viciosa.

    Luis Jáuregui y Juan Ortiz, amigos entrañables desde los tiempos míticos del partido (casi) único, el matrimonio sólo heterosexual y los jueves de disipación, han excedido con creces lo que se podría esperar de ellos; gracias a ambos. Con Rodrigo Negrete he platicado de todo y todo el tiempo; él sabe lo que de aquí le pertenece. Guadalupe Sánchez me ayudó incansablemente en los archivos; gracias a ella.

    Imposible dejar de lado los afanes del Departamento de Publicaciones y de su directora, Gabriela Said, por la producción del libro.

    Mis hijos, Diego, Emilio y Santiago, ya no se acuerdan de cuándo empecé este proyecto y tampoco les apura si ya lo terminé; ha sido una delicia su compañía. Como ya dije, el libro lo dedico a María Eugenia, a quien le da por salvarme la vida.

    Nota: Secciones de este libro se han publicado en la forma de artículos académicos y ensayos a lo largo del tiempo que ha durado la investigación. No obstante, todos los textos se han revisado, reescrito, actualizado historiográficamente y organizado según las exigencias de un libro de historia. A continuación, informo de los registros bibliográficos de mis trabajos:

    El lado oscuro de la luna. El momento conservador en 1968, en Erika Pani, coordinadora, Conservadurismos y derechas en la historia de México, cide/fce, vol. 2, 2009.

    Ganar la sede. La política internacional de los Juegos olímpicos de 1968, en Historia Mexicana, El Colegio de México, LXIV: 1, 2014, pp. 243-289.

    Geopolítica de la raza. Sudáfrica, Estados Unidos y boicot en los juegos olímpicos de 1968, en Estudios de Historia Moderna y Contemporánea de México, unam, vol. 50, 2015.

    Hacia México 68. Pedro Ramírez Vázquez y el proyecto olímpico, en Secuencia. Revista de Historia y Ciencias Sociales, Instituto Mora, núm. 56, abril-junio 2003.

    La proscripción del aura. Arquitectura y política en la restauración de la catedral de México, 1967-1971, en Historia Mexicana, El Colegio de México, vol. LVI, núm. 4 (224), abril-junio 2007.

    Los primeros días. Una interpretación de los orígenes inmediatos del movimiento estudiantil de 1968, en Historia Mexicana, El Co­legio de México, vol. LIII, núm. 1 (209), julio-septiembre 2003.

    8.90, en Nexos, marzo, México, 2012.

    Introducción

    Del museo y la historia

    Incluso los museos tienen una historia, es decir, incluso los lugares en los que se narra una historia tienen su historia. La obsesión por reunir en un solo espacio los hallazgos que el hombre ha hecho es una promesa. Con todos los sesgos que el antropocentrismo y sus derivados imponen a las colecciones y exhibiciones de restos, piezas, artefactos y obras, el museo expresa un momento totalizante de la cultura: el mundo todo, una faceta, una culminación o un ejemplo didáctico de ese mundo. Nadie dice hoy en día que el museo sea perfecto ni justo ni neutro; es, está ahí, marcado en su nacimiento y manutención por las pasiones oligárquicas, étnicas, religiosas, nacionalistas, estatales, narcisistas e incluso por los episodios psicóticos de sus fundadores y donantes.

    Según precisan los diccionarios, el museo es el lugar o edificio en donde se conservan y exponen objetos de valor artístico o de interés histórico o científico para que se los contemple, estudie o aprecie.¹ Etimológicamente, más aún, el museo es el lugar de las musas, de la inspiración, del soplo de vida, y de la vida como deseo. Convengamos eso para entender el sentido de este libro. En México 68 los astros se alinearon para hacer de un cúmulo de experiencias a cielo abierto un museo. No se trató sólo de la acción sistemática de reunir objetos en las salas de un edificio (aunque hubo mucho de esto); fue otra cosa, pues el edificio del museo, el público y los museógrafos son ellos mismos objetos de la exhibición.

    Una idea esencial de este libro es que en 1968 la Ciudad de México fue el museo del universo. Circunstancias geopolíticas internacionales y nacionales confluyeron para que se realizara tal experimento. Y éste sería de tal riqueza que acabó exhibiendo no sólo objetos en el sentido más pedestre del término, sino también experiencias de vida, gestos colectivos, estados de ánimo generacionales y lenguajes que iban de la ruptura a las convenciones al uso. Al contrario de lo que sucede en los museos de piedra, acero y cristal, o en los virtuales, en nuestro museo el guion no proviene de una mente maes­tra, el museógrafo, que administra la información y distribuye los énfasis en cedularios inapelables. Nuestro museo resultó un cárcamo, un depósito provisional y poco acotado en el cual irrumpió el chorro desordenado de lo disponible (a veces relevante, a veces anecdótico), siempre exudando la desmesura y el acierto, el entusiasmo y el espanto, la esperanza y la decepción, y, porque así fue, la sangre de la historia que transcurre. En 1968 la Ciudad de México devino un museo que presentó y representó el gran estado de la cuestión —de la ciudad, de la nación, del Estado, del mundo, del deporte, de la competencia, del arte, de la violencia, del cinismo, de los límites y alcances de una década—. Fue un museo porque, a la vera de los Juegos Olímpicos, deliberadamente lo quiso ser en una de las más grandes hazañas de la cultura mexicana; fue museo, a su pesar y por malas razones, debido al desenlace trágico de la protesta estudiantil.

    Las ideas, los proyectos y las expectativas nacen, circulan y arraigan de manera un tanto misteriosa, aunque sus trayectorias y resultados sean inteligibles. Las preguntas más obvias no han sido respondidas del todo en el medio siglo transcurrido desde 1968: los Juegos Olímpicos ¿para qué? Ésta es una pregunta mayor en la historia contemporánea de México, porque la obtención de la sede olímpica, de un lado, y luego los trabajos para aclimatar y realizar los Juegos en la Ciudad de México, del otro, se hicieron en dos momentos discretos, singulares, de la política local e internacional. En el periodo comprendido entre octubre de 1963 (la obtención de la sede) y octubre de 1968 (la inauguración de los Juegos) la política transcurrió de los gobiernos de Adolfo López Mateos y John F. Kennedy a los de Gustavo Díaz Ordaz y Lyndon B. Johnson. En cada nación serían dos coyunturas distintas.²

    Los Juegos Olímpicos señalan asimismo posibilidades de investi­gación e interpretativas propias, específicamente referidas a los momentos diferenciados de la cultura mexicana. En realidad casi todos los tópicos sobre ese devenir se pueden discutir alrededor de los Juegos; uno parece esencial: la existencia misma y las alternativas que representó respecto a eso que se ha dado en llamar el nacionalismo cultural, en caso de que éste existiese todavía en la década de 1960. En términos de imagen, discurso y acto, los Juegos Olímpicos y su alter ego, la olimpiada cultural, parecen matizar y a veces negar la ideación de un nacionalismo cultural en su connotación de algo cerrado y autosuficiente (y sabemos ahora que esta interpretación es, asimismo, limitada).

    Es obvio que 1968 permite hablar otra vez, en una dimensión inquietante, de la política en México. El surgimiento, el desarrollo y la derrota del movimiento estudiantil señalaron la autoafirmación y el relanzamiento del autoritarismo político; de ninguna manera se vislumbró su crisis terminal. Tal diagnóstico grueso, no obstante, poco ayuda a entender la política del momento y la que vendrá en las décadas posteriores. Este libro busca ser una contribución para identificar el haz de relaciones que sostienen y otorgan sentido a los vínculos entre sociedad y autoridad. La crisis política de 1968, porque de eso se trató, exhibió las deficiencias de la política tal como se presenta usualmente (como dichos, posicionamientos, retóricas para la obediencia y el disenso), pero también como se presenta más raramente: el ejercicio de la violencia estatal, el funcionamiento pleno de la última instancia, si se quiere.

    El libro asume una perspectiva en pugna con una interpretación impresionista y con la historiografía vigente sobre 1968: sostengo que los Juegos Olímpicos y el movimiento estudiantil fueron dos procesos complementarios y no antitéticos, como ya sospechaba Octavio Paz en Postdata.³ Diría más: eran simbióticos. (En el museo no habría dos sino una sola sala para ambos.) Estos fenómenos dependieron vitalmente uno del otro a partir de julio de 1968. Antes, el ambiente y el calendario olímpicos (propaganda, expectativas, temores, la propia olimpiada cultural) fueron creando no tanto las condiciones como las sensibilidades de una parte del público local. Es probable que una suerte de ansiedad sin objeto envolviera el estallido de julio, las grandes movilizaciones estudiantiles de agosto, el despliegue de las brigadas, los alineamientos conservadores de septiembre y la sangre de octubre. Es un hallazgo inesperado de esta investigación que los estudiantes se hayan referido a los Juegos Olímpicos de manera breve y episódica. Contra lo que los ejercicios de la memoria (un tanto acomodaticia) han postulado en los años y décadas posteriores, los estudiantes en general y el Consejo Nacional de Huelga (cnh) en particular no tomaron como rehén al compromiso olímpico. Pueden hallarse, aquí y allá, juicios y eslóganes contra los Juegos, unos pocos entre los cientos que se dirigen casi siempre a otra parte: a las correcciones urgentes y públicas del comportamiento autoritario y violento del gobierno. Es creíble además la versión del Comité Organizador de los Juegos, y que se puede contrastar con otros documentos producidos durante la protesta estudiantil y con las reminiscencias de sus protagonistas: las instalaciones, el programa y la parafernalia olímpica no se vieron amenazados por los estudiantes, ni siquiera en los días de mayor ira y dolor.

    Así, nuestro museo imaginario puede albergar legítimamente a los estudiantes a su protesta y a los Juegos Olímpicos. Ya la ideación del proyecto olímpico, que el Comité Organizador dirigido por Pedro Ramírez Vázquez consolidó a lo largo de 1967, adelantó la idea de que la ciudad debería de constituirse en el museo del universo. Así se planeó y ejecutó la obra olímpica, así se hizo la difusión de los Juegos y así se realizó el programa paralelo de la olimpiada cultural. Justo en ese proceso vertiginoso radica la dificultad de exhibir y representar la riqueza de esos años, de esos meses y de esos días; nuestro museo no tiene líneas definidas ni volúmenes simétricos o proporcionados. Quizás el color elegido por los organizadores para identificar los edificios olímpicos y sus rutas de acceso, los flujos vehiculares, las banquetas y los andadores sea el más indicado para apreciar esta investigación: un poderoso rosa mexicano, chillante, prescrito para subvertir las oscuridades del asfalto.

    Los Juegos y la geopolítica

    Los Juegos Olímpicos modernos son un fenómeno global. Como se sabe, la reinstauración del olimpismo en el imaginario de las sociedades de masas europeas y americanas avanzó de manera paulatina a partir de los Juegos de Atenas en 1896. Sin embargo, la organización del Comité Olímpico Internacional (coi) había comenzado unos años antes, bajo la égida de uno de los personajes más interesantes de la Belle Époque, el barón Pierre de Coubertain. El fenómeno según el cual se fundan organizaciones de vocación global coincidió con la estabilización de los estados nacionales, sobre todo después de la década de 1860, que resultó especialmente turbulenta y sangrienta en América y Europa.⁴ La paradoja es sólo aparente: la estabilización de los estados nacionales abrió una coyuntura para ciertas modalidades de internacionalismo, un ecumenismo secular que intentaba ordenar y racionalizar pulsiones, actitudes, conceptos y objetos en una suerte de consenso supranacional. Es fundamental entender que, al contrario de otras experiencias, el olimpismo de Coubertain no negaba sino articulaba y usufructuaba las diversas formas del nacionalismo y de los experimentos estatales de la década de 1900.

    El nacimiento del coi presentó ciertas características no aplicables a otras organizaciones internacionales. Mientras una mayoría de enti­dades internacionales se conformaba por representantes de los Esta­dos —entendidos éstos sobre todo en términos jurídicos—, el coi ha pretendido ser, desde su fundación, un club de personas privadas notables que comulgan con unos ideales. En el coi los Estados no están representados como tales; en cambio, lo conformaban, todavía en la década de 1960, personas físicas afines a su ideario. La crisis que supu­so para las organizaciones internacionales la Gran Guerra (1914-1918), y, en términos más generales, el problema geopolítico del siglo xx (las guerras mundiales, el ascenso de los totalitarismos europeos y asiáticos, la Guerra Fría) no hizo sino ratificar las intui­ciones y obsesiones del fundador del coi. Ante los constantes reacomodos de las alianzas y doctrinas geopolíticas de los Estados nacionales, resultaba más confia­ble un club internacio­nal de acólitos convencidos de su religión. Así, la siempre cuestionada neutralidad o equidistancia del coi respecto a regímenes e ideologías políticas, confesiones religiosas y razas —cientos de veces puesta en duda por sus críticos, y con razón— ha resultado no obstante un recurso eficaz a lo largo de más de un siglo.

    Justo sería esa neutralidad —casi siempre imaginaria— lo que posibilitó que los archivos del coi (en Lausana, Suiza) se convirtieran en los que son hoy en día: un espejo de la conflictiva geopolítica, diplomática, ideológica y racial, del siglo xx. En otras palabras, si la historia de las relaciones entre los Estados nacionales se puede rastrear en cancillerías, entidades comerciales, organismos internacionales (las Naciones Unidas, antes la Sociedad de las Naciones) o en la gestión de los pactos militares pergeñados, aplicados o rechazados por los Estados mayores, asimismo se puede rastrear e interpretar en las actitudes y argumentos expresados en las declaraciones doctrinales, las sesiones plenarias, la correspondencia y las votaciones registradas en los documentos del coi. En otras palabras, la historia del olimpismo moderno es uno de los espejos de las relaciones internacionales, pero miradas éstas desde un parnaso que se propuso, desde sus orígenes, trascenderlas. Vaya desmesura.

    Y lo hizo, para sorpresa de muchos: atrás quedó el nazismo, que había tratado de robar la llama olímpica con aquella idea de Hitler de declarar a Berlín la sede permanente, eterna, de los Juegos Olímpicos; atrás el sueño soviético, que desconfió en un principio de la neutralidad olímpica y luego, a partir de 1952, colonizó los Juegos con sus atletas extraordinarios, aunque no sabemos en qué medida dopados; atrás, en fin, la utopía de la Commonwealth británica, que imaginó que el racismo descarado y obsceno de sus problemáticos primos sudafricanos (secundados casi siempre por australianos, neozelandeses y canadienses) sería perdonado por el resto del mundo. Hoy, todas esas luminarias ideológicas emiten pálidos destellos a la orilla de la carretera, y nada queda del deseo de robar o habitar el sueño olímpico por un solo ente y en un tono monocorde.

    Se ha insistido, tal vez en exceso, en que las grandes corporaciones privadas, las grandes marcas, son hoy las patronas verdaderas del sueño olímpico, en sustitución o en complemento de los gran­des jugadores geopolíticos. Es cierto. Pero esas corporaciones (de cómpu­to, de telefonía, de automóviles, de ropa deportiva, de televisión, de refrescos de cola y un larguísimo etcétera) tienen enfrente otra, sin más: el coi, dueño de un concepto (juegos olímpicos), de un adjetivo (olímpico) y de un logo (los cinco aros). Para cualquier propósito terrenal, el coi es dueño de una idea y de una marca, que venden por el mundo. El coi usufructúa uno de los monopolios más respetables y poderosos del planeta. Y al contrario de otras grandes organizaciones internacionales como la Cruz Roja, a la cual necesitamos (casi siempre in extremis), a los Juegos los queremos, los deseamos.

    La tarea de los Juegos Olímpicos y su mitología ha sido obturar el tiempo, cancelarlo de manera momentánea, para extender un gran manto imaginario sobre el transcurrir profano de los días, de nuestros días. Se ha tratado sin duda de la más grande ingeniería mítica de nuestra época. Sin embargo, el éxito de los Juegos habría sido en un principio parsimonioso, y, a veces, improbable. La historiografía muestra que antes de la década de 1930 los Juegos Olímpicos eran un acontecimiento local, a veces sólo perceptible en la ciudad olímpica y sus alrededores. De ahí que los primeros Juegos se realizaran a la par de las ferias y exposiciones internacionales, aprovechando esos ambientes propicios para su difusión.⁶ Con la expansión de los medios de comunicación, con la promoción estatal del acontecimiento y con su utilización ideológica y comercial, los Juegos alcanzarían la dimensión planetaria que conocemos. Sería la reciedumbre del fenómeno televisivo, en la cual México 68 es una estación fundamental, la que llevó a los Juegos casi a nuestra intimidad, de tal suerte que pueden interrumpir nuestro tiempo personal, privado.

    Es consenso historiográfico que con los Juegos de Berlín en 1936 se estableció el canon organizativo y propagandístico que conocemos. Más allá de que la sede era la capital de Alemania, el patrón era Hitler y la utopía, el milenio en ciernes del nacionalsocialismo, desde entonces, los Juegos han sido Juegos de Estado, con los matices que la geografía y las culturas políticas nacionales hayan intro­ducido en cada ciudad sede. El éxito de las ciudades olímpicas y de los esfuerzos propagandísticos para promoverlas ha estado sujeto a los vaivenes e imperativos de la política internacional.

    Quizá el ciclo olímpico más problemático haya sido el que fue de México 1968 a Seúl 1988, dos décadas de cuidado. No sólo los he­chos de Tlatelolco, a 10 días de la inauguración, amenazaron los Juegos mexicanos; también lo hizo antes, en febrero, la orquestación de un boicot de países africanos, árabes, caribeños, del este de Europa y atle­tas negros de los Estados Unidos, en protesta por la readmisión de Sudáfrica (la del apartheid) en el coi y su obligatoria presencia en la Ciudad de México; sólo los malabarismos geniales de organizadores y del servicio exterior salvaron los Juegos de un vacío significativo: Sudáfrica no vino a México, todos los demás sí.⁷ Conocemos la historia trágica de Múnich 1972, cuando un comando palestino asesinó 11 atletas israelíes en la Villa Olímpica, y llevó así el gran diferendo geopolítico del momento a los dormitorios de los atletas. The games must go on es el título de la biografía de Avery Brundage, presidente del coi entre 1952 y 1972, y su gran caudillo durante la Guerra Fría: así lo dijo en Múnich, así había actuado en México. Los Juegos siguen, no se detienen, asesinados inclusive.

    También los Juegos de Montreal (1976) y, sobre todo, los de Moscú (1980) fueron estremecidos en sus fundamentos por los boicots masivos de países en desacuerdo con ciertas políticas de los anfitriones; para quienes lo hubiesen olvidado, esos dos desaguisados coloca­ron a los Juegos Olímpicos en el corazón geopolítico del mundo, en su ciclo cuatrienal: en el caso de Montreal, otra vez el apartheid, como en la Ciudad de México; en Moscú, la invasión de Afganistán por el Ejército Rojo. Al menos los siete años previos a los Juegos de Seúl (1988) estuvieron marcados por los movimientos políticos de trabajadores y estudiantes universitarios en la democratización de la vida política de Corea del Sur. Es difícil aún evaluar el impacto de los Juegos en la normalización democrática del régimen político surcoreano, aunque son inolvidables las jornadas épicas de protesta de los disidentes en los años previos. En todo caso, la exposición internacional de la situación política coreana, precisamente por haber obtenido la sede olímpica, contribuyó (no sabemos cuánto) a la erosión del autoritarismo político y a la proscripción de las tentaciones dictatoriales de los militares. El ciclo de sociedades estremecidas por sus circunstancias internas y el conflicto internacional, a las que los Juegos Olímpicos llegaban a colocar su cereza de incerti­dumbre, acabó en 1988, en Seúl.⁸ Sin embargo, y como es del dominio público, en los Juegos de Rio de Janeiro (2016) ha asomado de nueva cuenta una acentuada conflictividad política y social con motivo (o en el contexto) de la financiación y la ejecución de la obra olímpica. No sabemos aún si ha iniciado otro ciclo de inestabilidad asociado a los Juegos, a las ciudades sede y a los gobiernos nacionales.

    Del método: de los Juegos a los estudiantes

    De una visión panorámica de la historia política de los Juegos Olímpicos se desprenden algunas lecciones metodológicas para el historiador. Lo que con toda claridad muestra la saga de 1968 es que los Juegos son mucho más que sólo juegos. Sabemos que con el transcurrir de las décadas la protesta estudiantil se ha colocado en la memoria como el referente visible y más importante de 1968. Esta cifra es el movimiento estudiantil y sólo después significa los Juegos Olímpicos. Dentro de la peculiar historia del régimen autoritario en México, quizá esa operación no debería sorprender. Lo que inició como bronca estudiantil y transcurrió luego en largas jornadas cívicas contra la torpeza y la brutalidad represiva del gobierno acabó en sangre y muerte. De todos modos, sigue habiendo lugar para la imaginación en la búsqueda de evidencia y en la explicación de las relaciones entre los Juegos y la protesta estudiantil. (La imaginación es la capacidad de descubrir las relaciones ocultas entre las cosas, escribió Octavio Paz.⁹) Sugiero una breve y básica formalización para identificar esas relaciones:

    1. Los Juegos olímpicos modernos son un acontecimiento previsto, programado y planificado. Los organizadores, los participantes, los medios y el público (al menos una parte) saben con antelación en qué ciudad se realizarán, cuándo inician y finalizan, y en qué circunstancias políticas, culturales y hasta climáticas se desarrollan. Para efectos organizativos, los responsables locales de unos Juegos deben generar y conservar un mínimo conocimiento y dominio de las circunstancias políticas, financieras, técnicas y logísticas, a riesgo de afectar sus propios cálculos sobre los umbrales de unos Juegos exitosos.

    2. Hay una serie de tecnologías y saberes políticos, de comunicación, constructivos, de seguridad y, por supuesto, deportivos para que los organizadores locales y los actores concurrentes puedan hacer un cálculo razonable sobre aquello que es deseable y posible en su participación olímpica. Por ejemplo, los organizadores pueden calcular el costo financiero directo e indirecto de la olimpiada; los ingresos por derechos de televisión y por la afluencia de turistas; los impactos mediatos e inmediatos para la imagen del país o de la ciudad sede; los destinos ulteriores de la infraestructura olímpica; etcétera. Y los actores concurrentes, a su vez, pueden calcular las consecuencias políticas, ideológicas o meramente atléticas de su éxito o fracaso deportivo y de su sola presencia en los Juegos.

    3. Unos Juegos suponen la superposición y el encadenamiento de jurisdicciones políticas, administrativas, financieras y deportivas diversas y no fácilmente conciliables. Como se sabe, el coi tiene una legislación muy exigente sobre la organización de unos Juegos y sobre las modalidades de participación. A su vez, las federaciones deportivas internacionales reglamentan las competencias deportivas y determinan algunas especificaciones para la construcción y el uso de la infraestructura de competencia. Dependiendo de las circunstancias, los organizadores locales tienen que lidiar con los gobiernos nacionales, regionales y locales para financiar los Juegos, construir sus instalaciones, recibir a sus participantes y distribuir sus costos y beneficios. En una dimensión que ha adquirido una importancia dramática en los últimos 40 años, los Juegos suponen la definición de políticas de seguridad que obligan a una coordinación internacional, nacional y local exhaustiva, extenuante y onerosa.

    4. No obstante lo argumentado en los tres puntos anteriores, los Juegos Olímpicos conllevan una carga enorme de incertidumbre, tanto para los organizadores como para los actores concurrentes y para el público. Los Juegos son un fenómeno complejo en el cual convergen vectores de distinta naturaleza política y de orígenes diversos. A final de cuentas, y como saben los ingenieros, entre más complejo es un sistema, es también más vulnerable, y las consecuencias de los errores involuntarios, omisiones, fallas de cálculo y sabotajes son más extendidas, profundas y paradójicas. Esos casi 15 días de los Juegos, tan rigurosamente planeados y publicitados por años, son una verdadera caja de pandora en el horizonte global. Y, como todos sabemos, los dioses del Olimpo aman rabiosamente nuestras incertidumbres y angustias.

    Paréntesis: de los grandes números

    Incertidumbres y angustias, sí, pero erigidas en certezas demográficas. El boom poblacional que experimentó el país en la segunda posguerra mundial se reflejó ampliamente en la Ciudad de México. En 1950 el Distrito Federal tenía poco más de tres millones de habitantes, mientras que en 1960 se aproximaba a los cinco millones (véase el cuadro 1); en la solicitud oficial de los Juegos ante el coi, el comité ad hoc calculó la población de la ciudad en 5 500 000 personas.¹⁰ Para 1970 rebasaba los 6 800 000 habitantes. Pero tan importante como el incremento absoluto de habitantes en la entidad era la relación entre habitantes de lo que podríamos llamar la Ciudad de México propiamente dicha y las delegaciones. Entre 1950 y 1970, esa relación se invirtió; mientras en 1950, 73% de los habitantes vivía en la ciudad, en 1970 sólo 42% lo hacía; en este último año, más de la mitad de los pobladores residía allende la ciudad central. La distinción entre la ciudad y las delegaciones es relevante porque expresaba una realidad que se desvanecía: en realidad, a lo largo de la década de 1960 se había impuesto una suerte de continuum urbano que abarcaba varias delegaciones; en 1950, por ejemplo, la Ciudad de México se distinguía de los pueblos como Xochimilco, Tláhuac, Tlalpan, Iztapalapa, San Ángel, Coyoacán y demás. Hacia 1970 la distinción ya no era clara, y había ejes de conurbación (usualmente vialidades recorridas por tranvías y autobuses de pasajeros) que se po­blaban y ramificaban. Si nos atenemos a la ley de diciembre de 1970 que reorganizó espacialmente esta nueva realidad urbana en 16 delegaciones, constatamos que ninguna de las cinco grandes instalaciones olímpicas (Alberca y Gimnasio, Estadio, Cuemanco, Palacio de los Deportes y Villa Olímpica) se ubicó en la vieja Ciudad de México.¹¹

    El cuadro 2 muestra el crecimiento explosivo de la población en la mayoría de las delegaciones con las que contaba en aquel entonces el Distrito Federal.¹² En al menos 10 de las 12 delegaciones existentes en ese entonces, la población se multiplicó por cuatro o más en las dos décadas comprendidas entre 1950 y 1970 (y en Iztacalco, por más de diez, por ejemplo).

    Cuadro 1

    Población absoluta y relativa del Distrito Federal, Ciudad de México

    y delegaciones, 1950-1970

    Fuente

    : Censos generales de población, 1950-1970.

    Cuadro 2

    Población de las delegaciones, 1950-1970

    Fuente

    : Censos generales de población, 1950-1970. Nótese que antes de la ley de diciembre de 1970, no existía la delegación Cuauhtémoc.

    El comportamiento demográfico de la ciudad tenía una fuente doble: el crecimiento natural y la migración. Ello suponía una efervescencia socioeconómica y cultural que podría resumirse en una clave: el desbordamiento de la ciudad plebeya. Es necesario entender que aún tenemos una imagen parcial del fenómeno; esa imagen fue plasmada por antropólogos y sociólogos en sus trabajos de campo, pero es incipiente una narrativa histórica que articule los planos de ese experimento humano que es la Ciudad de México,¹³ porque los grandes números y los porcentajes apenas dejan vislumbrar otra realidad, por demás apremiante: el peso específico de los jóvenes en ese devenir.

    Era aquélla una sociedad en la cual la población joven tenía un peso específico significativo: en 1960, a nivel nacional, 18.5% de la población estaba comprendido en el rango de edad de 15-24 años, mientras que en 1970 esa proporción alcanzaba 18.8%. El panorama de la educación media y superior, sin embargo, guardaba poca relación con ese mundo de jóvenes: en el ciclo escolar (nacional) de 1960-1961, sólo 134 300 muchachos estaban inscritos en alguna escuela preparatoria (o equivalente) o en alguna institución de educación superior; ese número representaba apenas 2.2% de la matrícula nacional en todos los niveles y 2% de los jóvenes en el rango de edad 15-24 años. Para 1970 estaban inscritos en preparatoria (o equivalente) o en alguna licenciatura 640 574 jóvenes, esto es, 5.5% de la matrícula nacional en todos los niveles y 7% en el grupo de edades 15-24 años. En México la educación media y superior estaba dirigida a una minoría, aunque, como nos recuerdan Tony Judt y Eric Hobsbawm, habría que tomar las cosas con calma: la gran mayoría de los jóvenes europeos en la década no era universitaria; en Francia, sólo 4.4% de los jóvenes era universitario en 1950, y el porcentaje se elevó a 15.5% en 1970 (el doble en términos porcentuales que en México).¹⁴

    Si bien era la innegable preeminencia demográfica de la Ciudad de México (en 1960 representó 13.9% y en 1970, 14.2% del total de la población nacional), había un dramático desequilibrio en la oferta educativa para jóvenes. En 1967, un año antes de la protesta, de 150 816 alumnos inscritos en una licenciatura en todo el país, 81 035 (53%) estudiaban en el Distrito Federal, y de los 125 659 en bachillerato a nivel nacional, 69 371 (52.2%) lo hacían en la capital. En 1969 el fenómeno se agudizó: 103 954 (54.3%) de los inscritos en li­cenciatura y 80 591 (56.2%) de los de bachillerato estaban matriculados en la entidad.¹⁵

    Los estudiantes van al museo

    Incertidumbres. La década de 1960 está asociada a las protestas y movilizaciones de estudiantes a lo largo y ancho del mundo. Siempre es útil revisar la justeza de una aseveración tajante como la anterior. Si existe una década de los sesenta como entidad discreta en la historia contemporánea del mundo, es una cuestión que ha sido objeto de una intensa discusión académica. Arthur Marwick ha ofrecido un buen número de características socioeconómicas y culturales que validan el uso de la expresión con fines historiográficos, al menos para el estudio de ciertos procesos en los Estados Unidos, Italia, Gran Bretaña y Francia. En todo caso, destaco que para Marwick es pertinente referirse a los largos años sesenta que corren de 1958 a 1973, es decir, que van de la consolidación del bienestar general de posguerra (sobre todo en Europa) a la crisis energética y la recesión económica de 1973-1974.¹⁶ Los años sesenta serían justamente el momento más alto del pacto sociopolítico que en buena medida refundó la Europa destruida de 1945,¹⁷ y que en los Estados Unidos amplió y dio nuevo impulso a las formas del Estado de bienestar vislumbradas por el New Deal roosveltiano. Pero como Marwick se encarga de mostrar en detalle, la expansión de derechos y las nuevas agendas políticas en gestación (el medio ambiente, los derechos de las mujeres y de los consumidores, por ejemplo) surgirían de luchas políticas específicas, a veces aisladas y heroicas (como la de los trabajadores agrícolas de origen mexicano en los Estados Unidos), a veces concurridas por grandes contingentes sociales. Eric Hobsbawm habría dibujado un marco más amplio aún, al establecer que en la segunda mitad del siglo xx se desarrolló una de las revoluciones culturales y socioeconómicas más importantes (y la más acelerada) en la historia de la humanidad, marcada por un impulso fáustico extraordinario: la urbanización del mundo, fenómeno sin precedentes en sus magnitudes, escalas y dispersión.¹⁸

    Fue en el seno de esta revolución demográfica, espacial y cultural donde los jóvenes (y como parte de ellos, los estudiantes) sentarían sus reales como sujetos/objetos y emisores/receptores de discursos, mensajes y políticas. Al menos en ciertos países europeos y en los Estados Unidos los jóvenes habían crecido en un ambiente de bienestar desconocido para sus padres y menos aún para sus abuelos. Tal superposición generacional crearía escenarios de consenso y de disenso inéditos. Quizás una grosera obviedad de mi parte pueda ilustrar tales ambientes: cuando hablamos de jóvenes en la década nos referimos a hombres y mujeres nacidos, grosso modo, entre 1940 y 1950 (alguien nacido en 1940 tendría 28 años en 1968; alguien nacido en 1945, 23; en 1950, 18). Queda establecido, en todo caso, que una fracción de los jóvenes de la década de 1960 nació cuando la segunda Guerra Mundial no había terminado aún, dato que no es menor para la experiencia política de los Estados Unidos y, menos aún, de casi cualquier país europeo, incluso de los que permanecieron neutrales durante la gran conflagración, como Suecia y Suiza.

    Las sociedades del bienestar abrieron las puertas a la educación media, técnica y universitaria también en escalas desconocidas. Verdaderas reingenierías institucionales, como las del gobierno laborista de Gran Bretaña (1945-1950), universalizaron los servicios de salud y permitieron el ascenso en la escalera educativa más allá de las primeras letras. Padres trabajadores de cuello azul y blanco con ingresos decentes, con garantías creíbles en cuanto a la salud, la jubilación, la habitación y la educación de sus hijos son una de las referencias de la década. Cuando hubo rebelión de jóvenes universitarios en los Estados Unidos o Europa occidental, no fue siempre una rebelión desde la escasez material ni tampoco desde la carencia de derechos políticos básicos como el voto o la libertad de expresión, de reunión o de manifestación. No obstante, esa historia sería distinta en las protestas y rebeliones de los jóvenes afroamericanos en los Estados Unidos, en la experiencia de algunos grupos migrantes africanos y asiáticos en Francia y Gran Bretaña, y obviamente en el caso de las dictaduras en España y Portugal, y en general en los países de Europa del este. Quizá precisamente esos contrastes ayuden a entender las dificultades para establecer las razones del malestar en sociedades como la estadunidense, la italiana, la francesa o la británica. Como sugiero en este libro, una manera de entender ese malestar es identificar otro malestar, esta vez diferido: el de sus padres (y quizás en México ese otro malestar ha sido subestimado).¹⁹

    Nada se gana negando ese malestar y esas rebeliones, como a veces parece sugerir cierta historiografía: que los sesentas no son tales, no al menos un corte reconocible y autosuficiente epistemológicamente hablando, o bien, que el programa de los sesenta ha sido sobrevalorado.²⁰ He aquí que las respuestas deben ser distintas, como diferenciadas son las preguntas. En los Estados Unidos dos grandes confrontaciones marcan esos años: los derechos civiles de los negros estadunidenses y la guerra de Vietnam. Esta última tuvo amplias repercusiones también en Europa, pero aquí deben sumarse las militancias contra los peligros de la guerra nuclear y en pro de una distensión con el bloque soviético, una tradición de protesta que viene de la década anterior. Pero en Europa Occidental, o al menos en los casos francés e italiano, las críticas a los sistemas universitarios, incluyendo las relaciones de los estudiantes con sus maestros y el enfoque de la enseñanza universitaria y superior, jugaron un papel muy importante en las protestas estudiantiles.

    El caso mexicano sería distinto. La protesta que inició a fines de julio tuvo una agenda volcada al ejercicio de libertades políticas y civiles básicas. El famoso pliego petitorio de los estudiantes tácitamente exigía respetar tres derechos constitucionales (de reunión, de manifestación y de petición a la autoridad) y reactivar una práctica desdibujada en el imaginario del autoritarismo mexicano: la rendición de cuentas por los actos de represión injustificada o excesiva.²¹ En términos programáticos, la protesta de los estudiantes en la Ciudad de México en 1968 no estaría engarzada con un gesto contracultural masivo propiamente dicho, o con una agenda global al estilo del desarme internacional o la guerra de Vietnam. Si hubiese que hacer una comparación con otras experiencias de la década, los estudiantes mexicanos recuerdan el movimiento por los derechos civiles en los Estados Unidos, al menos en un punto: haber colocado en el centro de sus demandas el cumplimiento de garantías y derechos constitucionales previamente existentes.

    La caracterización anterior no va en menoscabo de los lengua­jes y formas de expresión que generó la protesta en la Ciudad de México: resulta claro, al calor de las manifestaciones, mítines, brigadas de difusión y gráfica utilizada durante la protesta, que se avanzó en una desacralización del lenguaje público con pocos preceden­tes en la historia de la política mexicana. Esa desacralización con­tribuyó a crear esas ágoras salvajes (bellísima expresión de Fer­nando del Paso en Palinuro de México²²) en aquellos verano y otoño de 1968.

    Ese año se ha convertido en un género literario y su éxito es in­duda­ble. Un autor calculó que el tiraje de las 30 novelas más representativas sobre el movimiento, sumado al tiraje de las crónicas y testimonios clásicos como Los días y los años, de Luis González de Alba, y La noche de Tlatelolco, de Elena Poniatowska, arrojaban poco más de 500 000 ejemplares vendidos hasta 1985.²³ La rueda no parece detenerse, lo que ha obligado a realizar cortes de caja de los distintos momentos transcurridos.²⁴ Pero desde un principio no se trató sólo de cuantificar los productos culturales que surgieron de aquellas jornadas, sino de profundizar en su naturaleza; 1968 ha proporcionado materiales para el cine, la narrativa y, más tardíamente, para la academia.²⁵ Pero ha sido en la memoria escrita de sus protagonistas y testigos donde los días y los años de 1968 han prosperado; entiendo que una peculiar concatenación de elementos ha contribuido a ese éxito.

    Destaca el hecho de que algunos participantes y testigos pertenecen a una élite cultural para quien la escritura y la lectura son pan cotidiano; estudiantes preuniversitarios o universitarios de 1968 en las décadas venideras han sido capaces de explotar plenamente ese enorme capital cultural. Comparados con otras gestas antiautoritarias del periodo como el movimiento ferrocarrilero de 1958-1959, el movimiento de Rubén Jaramillo o la lucha de autodefensa/guerrillera en las sierras de Guerrero, los veteranos de 1968 han estado particu­larmente bien situados para establecer los términos de su propia historia. En segundo lugar, los memoriosos de 1968 se han beneficiado de los alcances de su propia lucha, sobre todo en el uso de espacios de expresión más o menos autónomos que caracterizan la alta cultura y la cultura popular mexicana de 1970 en adelante, ámbitos donde el Estado ciertamente ha tenido presencia, pero no una conducción siempre hegemónica o incontestada.²⁶

    Plan del libro y deudas historiográficas

    En el museo de México 68 se conjugaron estas dimensiones. Este libro es una historia geopolítica de la sede olímpica, del proceso de organización de los Juegos, de la conversión de la Ciudad de México en efímera ciudad olímpica, de los lenguajes utilizados en su promoción local y global, y de los problemas internacionales que enfrentaron los organizadores y el gobierno mexicano; justo a esos tópicos y problemas, que se debaten entre lo planeado y lo inesperado, se refieren los capítulos 1, 2 y 4. En cambio, los capítulos 5, 6, 7 y 8 tratan sólo lo inesperado: la historia que se mide en días y semanas y en la cual las pequeñas causas tuvieron grandes efectos; ahí narro la saga (en lo que tiene esa historia de épica, sugiero) que va de las peleas de unos adolescentes entre sí en La Ciudadela, a la jornada incomparable e inolvidable del 26 de julio, a los enfrentamientos con la policía y el ejército, a la organización del Consejo Nacional de Huelga, a las grandes manifestaciones, a las brigadas políticas y al 2 de octubre.

    El capítulo 3 tiene un punto de fuga distinto, pero sirve para engarzar las historias de los Juegos y de la protesta estudiantil a partir de una inquietud que expresa uno de los problemas de fondo de la sociedad mexicana en la década de 1960: cuáles eran los dispositivos culturales para una discusión pública de la cosa pública en México. El capítulo, que desarrolla en un plano y en un tema distinto los problemas que conforman el libro, informa del incendio en la Catedral de México en enero de 1967 y describe el intenso y a veces enfermizo debate (que se prolongaría ese año y otros más) sobre los modos y las orientaciones estéticas, arquitectónicas y litúrgicas deseables para su restauración. La guerra por la Catedral irrumpió justo cuando las propuestas estéticas y arquitectónicas de la obra olímpica se estaban definiendo. En aquella discusión, sugiero, los tonos y vocabularios del bando vencedor insinuaron ciertas estrategias discursivas que guardaban afinidades sutiles, lejanas, pero eficaces con los argumentos contrarios a las demandas de la protesta estudiantil. Destaco tres: la exaltación de un nacionalismo primigenio e invariable cuyas raíces únicas eran el barroco mexicano; la censura inapelable de las imitaciones extralógicas de modelos estético-arquitectónicos ajenos, y la ilusión narcisista de que una autoridad era capaz y tenía los recursos y el derecho de administrar casi todo, incluso las continuidades y rupturas estéticas.

    Un libro es un espejo de libros. Las deudas por servicios prestados se anotan en la bibliografía, como debe ser. Sin embargo, hay textos que están más allá de una simple relación en la parte final de una obra. Se citen o no en el cuerpo de este trabajo, estoy en deuda con autores que me han aclarado el camino de varias maneras. Terror y utopía: Moscú en 1937, de Karl Schlögel, ha resultado para mí ejemplar. La capacidad de Schlögel para historiar la fragmentación radical de una ciudad en un breve periodo tiene pocos precedentes en la historiografía, creo. Sus pequeños capítulos en un libro extenso, que transita de una obra literaria a una obra hidráulica, de una tienda de departamentos a la construcción del metro, de los procesos de Moscú a los instintos básicos de los trabajadores migrantes bajo el terror estalinista, del cementerio a la memoria de las víctimas, envuelven al lector en el vértigo enloquecido de la vida, en esa barbarie que también es parte del experimento moderno, nos guste o no. Ni premonición ni sinécdoque de la historia soviética, Moscú en 1937 era un teatro absoluto, un laboratorio presidido por un científico demente

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