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En busca del alma nacional: La arqueología y la construcción del origen de la historia nacional en México (1867-1942)
En busca del alma nacional: La arqueología y la construcción del origen de la historia nacional en México (1867-1942)
En busca del alma nacional: La arqueología y la construcción del origen de la historia nacional en México (1867-1942)
Libro electrónico574 páginas9 horas

En busca del alma nacional: La arqueología y la construcción del origen de la historia nacional en México (1867-1942)

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La historia narrada en este libro da cuenta de la persecución del anhelo de Alfonso Reyes donde “procuraría interpretar y extraer la moraleja de nuestra terrible fábula histórica: buscar el pulso de la patria[…]; descubrir la misión del hombre mexicano en la tierra, interrogando pertinazmente a todos los fantasmas y las piedras de nuestras tumbas y
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento3 dic 2019
En busca del alma nacional: La arqueología y la construcción del origen de la historia nacional en México (1867-1942)

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    En busca del alma nacional - Haydeé López Hernández 

    177

    PREÁMBULO

    En 1922, Alfonso Reyes escribía a Antonio Mediz Bolio acerca de sus anhelos:

    Yo sueño —le decía yo a usted— en emprender una serie de ensayos que habían de desarrollarse bajo esta divisa: En busca del alma nacional. La visión del Anáhuac puede considerarse como un primer capítulo de esta obra, en que yo procuraría interpretar y extraer la moraleja de nuestra terrible fábula histórica; buscar el pulso de la patria en todos los monumentos y en todos los hombres en que parece haberse intensificado; pedir a la brutalidad de los hechos un sentido espiritual; descubrir la misión del hombre mexicano en la tierra, interrogando pertinazmente a todos los fantasmas y las piedras de nuestras tumbas y monumentos. Un pueblo se salva cuando logra vislumbrar el mensaje que ha traído al mundo, cuando logra electrizarse hacia un polo, bien sea real o imaginario, porque de lo uno y lo otro está tramada la vida. La creación no es juego ocioso.¹

    Que sepamos, Reyes nunca escribió tal obra; sin embargo, por entonces comenzaba a fraguarse su deseo en otro espacio intelectual, qui­zá porque las recientes guerras (la Mundial y la Revolución mexicana) imponían el mismo anhelo a toda una generación que necesitaba la creación de un alma propia, única y nacional que le permitiera hermanarse fuera del pasado inmediato y del universalismo decimonónico y sus anhelos europeizantes, porque se requería crear metódicamente —sin juegos ni ambages— el origen y el devenir, la Historia de la patria. En efecto, se buscó en las piedras y los monumentos, y un grupo de intelectuales encontró el alma nacional en la cultura madre y, con ello, transformó el origen de la historia nacional que había bosquejado el siglo precedente.

    ¿Cómo se construyó ese anhelo en el cambio de siglo?, ¿cómo se dio cabida a la categoría de cultura madre?, ¿cómo se modificó la historia heredada del siglo XIX a partir de ese concepto?, ¿cuáles fueron las consecuencias de su creación para la narrativa histórica del país y cuá­les para la consolidación de la disciplina arqueológica? Tales son las preguntas que guían estas páginas para mostrar —a partir del rastreo de las interpretaciones que se hicieron sobre las antigüedades hoy conocidas como olmecas entre 1867, cuando fueron consideradas evidencia de la raza negra en el continente, y 1942, cuando se denominaron cultura madre— la transformación de la historia patria, en par­ticular el trazo de su origen y genealogía y, con ello, la disciplina arqueológica y su comunidad. Porque aquellas antigüedades, al ser depositarias del origen de la historia prehispánica y nacional, resultan un excelente puerto de observación para adentrarse en las entrañas de la disciplina arqueológica y las narrativas que construye, así como para vislumbrar su carga ideológica, eminentemente nacionalista.

    La cultura madre es quizá uno de los conceptos más arraigados en la arqueología actual y una de las propuestas que han gozado de mayor aceptación en la comunidad arqueológica, dejando una impronta profunda en la imagen identitaria del mexicano.² Con esta definición se estableció la existencia de un solo centro de civilización para el pasado prehispánico y un solo discurso histórico para la disciplina, lo cual transformó de manera radical el contenido de la historia patria decimonónica. La relevancia de tal suceso se conserva en la práctica y en el discurso histórico de la arqueología hasta la fecha, cuando la cultura madre y Mesoamérica se mantienen como categorías básicas para la disciplina y la historia prehispánicas.³ Paradójicamente, lo olmeca es quizá uno de los temas que han cimbrado con mayor profundidad la certeza de la construcción de las narrativas sobre la otredad, aunque el sentido de origen de aquella definición prácticamente no se ha modificado, y los restos de Tabasco y Veracruz aún se consideran la cultura madre.⁴

    Pese a que la definición de esta categoría —durante la Segunda Mesa Redonda de la Sociedad Mexicana de Antropología en 1942— no marca el inicio de la arqueología en el país, ni es el concepto más relevante para la disciplina en la actualidad, su definición ha motivado al menos tres interpretaciones que lo relacionan, de una u otra manera, con la conformación de la disciplina arqueológica, aspecto que me interesa ahondar aquí para centrar la discusión propuesta en este escrito. La primera lo considera un descubrimiento (uno de los mayores en la historia de la arqueología),⁵ el fruto esperado del des­a­rrollo científico alcanzado por la disciplina arqueológica, y uno de los legados conceptuales de Alfonso Caso (aunque existen también otras opiniones menos favorables que atribuyen la definición de la cultura madre al autoritarismo de este personaje en la dirección y administración de la arqueología).⁶ Otros autores coinciden en atribuir la defi­nición del concepto al genio creador del pintor Miguel Covarrubias, aunque éste es un criterio que proviene, principalmente, de las biografías y homenajes hechos a dicho pintor con un sentido hagiográfico.⁷ Finalmente, también existen trabajos que resaltan el papel de los arqueólogos estadunidenses, sobre todo por su participación en la exploración de los sitios Tres Zapotes y La Venta.⁸

    El primer sentido señalado es el que me interesa destacar. Quizá el trabajo escrito por el arqueólogo Ignacio Bernal sea el primero que insertó este suceso como parte importante del desarrollo de la arqueología en el país.⁹ En 1979, cuando Bernal era director del Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH) por segunda vez, escribió Historia de la arqueología en México. En este libro, el autor consideraba que el desarrollo de la disciplina arqueológica empezó en el siglo XVI (como antecedente) y siguió por las etapas de la Colonia, el México independiente y por último el siglo XX, cuando alcanzó su plena cientificidad y modernidad.

    Bernal consideraba que en esa época se lograron las periodizaciones correctas y, por tanto, la ubicación secuencial de las culturas del pasado prehispánico. Tal avance moderno fue posible gracias a que los restos materiales pudieron ubicarse estratigráficamente y a que se emprendió la lectura iconográfica de los restos que presentaban escritura.¹⁰ Por medio de ambas estrategias de trabajo se dibujó un cuadro cronológico confiable, porque el triunfo del estudio de los tepalcates significa el triunfo de los arqueólogos de campo sobre los de simple gabinete, que prevalecía antes de 1910.¹¹ Así, la lectura de las fuentes (práctica amateur para el autor) fue suplantada por las estrategias de investigación de campo, en particular por la excavación. Ello dio cabida al desarrollo de nuevas preguntas de investigación que trascendieron el nivel descriptivo y alcanzaron la explicación: el momento que vivía Ber­nal cuando escribió el libro.

    Si bien el autor describe de manera breve la mayor parte de los trabajos realizados en ese periodo moderno, destaca tres que, a su juicio, son los que mejor ejemplifican la cientificidad alcanzada: los hechos para definir el periodo arcaico (el más antiguo) en el Valle de México; los dirigidos por su mentor Alfonso Caso en Monte Albán, Oaxaca, y, finalmente, el descubrimiento olmeca.¹²

    La propuesta de Bernal resulta muy interesante sobre todo si consideramos la permanencia de la definición de lo olmeca hasta hoy día; no obstante, sin declararlo, Bernal asumió y siguió la cronología y las ambiciones de la historia política posrevolucionaria, planteando una línea de desarrollo que partía de observar el Porfiriato como una etapa de oscurantismo en el pensamiento científico y la Revolución como el origen del pensamiento moderno, científico, razonado y de progreso en el país.

    En el contexto de las ideas sobre el conocimiento, dicha historia responde al ideal de cuantificación, precisión y explicación deductiva del conocimiento puesto en boga —al menos para las disciplinas sociales— en la década de 1960.¹³ Quizá éste fue el estándar que Bernal aspiraba alcanzar para la disciplina que, por un lado, practicaba y, por el otro, historiaba.¹⁴ Asimismo, en la historia de la arqueología tal explicación responde a la construcción de la genealogía de los estudios mesoamericanos en las instituciones mexicanas. Dicho autor fue uno de los fundadores de esas instituciones, las cuales hoy nos acompañan, y en su relato justifica su quehacer, proyectos y trayectoria, creando su propia genealogía al lado del desarrollo de la disciplina. Casi como una metáfora, en su narrativa el origen de la disciplina como ciencia (en el que él colaboró) se encuentra directamente relacionado con el momento en que ésta logró definir el origen de la civilización meso­americana: la cultura madre.

    La propuesta de Bernal fue exitosa. En los últimos años, algunos autores la siguen muy de cerca para reflexionar en las transformaciones epistémicas de la disciplina y proponer que la definición de la cultura madre durante las mesas redondas de la Sociedad Mexicana de Antropología muestra cómo se enfrentaron dos posturas de investigación: la lectura de fuentes decimonónicas y el método estratigráfico de excavación del siglo XX, y de este enfrentamiento resultó ganadora la segunda. Otros, adicionalmente, proponen que durante las primeras décadas del siglo XX se abandonó la práctica de la lectura de fuentes de carácter amateur, y que ello dio inicio a la actividad arqueológica profesional y científica.¹⁵ En este sentido, Federico Navarrete y Miguel Pastrana consideran que durante estos años se inició el ejercicio crítico del dato escrito y se reflexionó en torno a su subjetividad gracias a la participación de Alfonso Caso.¹⁶

    En gran medida, el trazo de dicha historia de corte internalista es cuestionado por el trabajo de Olaf Jaime Riverón, quien trae a la historia de la arqueología la discusión acerca del externalismo versus el internalismo de la ciencia.¹⁷ Se propone hacer un análisis comparativo de las investigaciones referentes a lo olmeca y los sucesos sociales que han influido en éste, con la finalidad de realizar una apología de los trabajos de la llamada arqueología tradicional, que desde hace varias décadas ha sido injustamente criticada por diversas posturas teóricas en arqueología.¹⁸

    Pese a que las intenciones del autor consisten en hacer una historia de corte externalista (como lo indica el título del trabajo), no abandona la certeza de que el carácter epistémico de la disciplina explica su desarrollo, aun cuando éste se vea influido por el medio social. Así, Jaime Riverón intenta mostrar que los factores externos de la disciplina (el contexto sociopolítico) influyen en el desarrollo y en los cambios en las investigaciones hechas en el área olmeca, pero que las posiciones teóricas de las comunidades académicas luchan constantemente por explicar mejor el registro arqueológico; además, aunque asegura que el contexto histórico determina la postura teórica ganadora, concluye que la arqueología olmeca muestra una línea progresiva, pero discontinua, debido a que abunda la serendipia. Desde esta posición, el autor considera que las investigaciones olmecas se han desarrollado, pese a las condiciones externas (sociales y políticas) que las limitan, y con el prejuicio referente a las tierras bajas de la escuela estadunidense.

    El autor considera que la arqueología tradicional o historia cultural ha sido la escuela mexicana que se ha enfrentado en diversas ocasiones a las influencias teóricas extranjeras que, de manera oculta pero persistente, intentan arrebatarle su esencia.¹⁹ Esta apreciación —de considerar que en México ha existido una sola escuela de pensamiento— constituye una limitante para el análisis. Pese a las notorias diferencias presentes en los planteamientos de los actores del periodo —como José M. Melgar, Alfonso Caso y Miguel Covarrubias—, Jaime Riverón los presenta como integrantes de una misma escuela y como si sus trabajos y proyectos constituyesen los eslabones de una cadena de conocimiento progresivo que llega hasta la actualidad. Se manifiesta así el anhelo del autor por bosquejar la historia verdadera sobre el conocimiento válido, con lo cual homogeneiza el proceso y lima todas sus posibles aristas. Por otro lado, Jaime Riverón toma partido por una ciencia que a su juicio es y debe ser aséptica ante las condiciones sociales del medio. De ese modo, los actores se tornan sujetos sin ambiciones —que no sean las de carácter científico— que luchan en contra del entorno social.

    Otro es el sentido brindado por la historiadora Beatriz de la Fuente, quien, desde la historia del arte, considera que el descubrimiento de lo olmeca adquiere relevancia por ser la definición de un estilo de arte. Ella menciona lo siguiente:

    […] me interesa el surgimiento de este concepto, la idea de lo olmeca, porque la conciencia del existir de una cultura diferente, distante de las otras conocidas, se formó precisamente por las relaciones de semejanza en la apariencia de algunas obras de arte que, eventualmente, se llamaron olmecas. […] En un principio, algunos estudiosos e interesados en el mundo indígena antiguo, notaron la presencia de rasgos constantes en piezas que se encontraban en museos de diferentes partes del mundo, y de cuya procedencia nada se sabía; más tarde vinieron los descubrimientos casuales y las excavaciones y, finalmente, los estudios orientados hacia una síntesis cultural. No creo exagerado decir que, apoyándose en un estilo artístico, se inventó una cultura; en cierto momento, cuando las investigaciones eran realizadas con espíritu romántico, las más de las veces sin métodos científicos, se creó el mito olmeca.²⁰

    De la Fuente es una de las autoras que se suman al estudio detallado de las piezas que han sido agrupadas en el estilo olmeca. Pese al reconocimiento que hace sobre la construcción de un mito en torno a la definición de la cultura olmeca, su análisis no se adentra en la reflexión de las herramientas conceptuales provenientes de la historia del arte (por ejemplo, el estilo). Aquí considero válida la crítica que ha realizado Claudia Ovando Shelley respecto a la paradoja que se encuentra en el seno de la historia del arte, al querer juzgar los restos prehispánicos a partir de una supuesta empatía con la otredad que, sin embargo, utiliza el concepto moderno y occidental de arte.²¹

    Finalmente, cabe destacar un trabajo más que escapa del grupo de investigaciones que enuncié arriba: el trabajo realizado por Rosemary Durkin Lyon.²² Su análisis histórico se ocupa del periodo durante el cual se realizaron las exploraciones en Veracruz y Tabasco por el equipo de la Smithsonian Institution (1939-1946). Para dicho corte temporal, quizá éste sea el trabajo más completo efectuado hasta ahora, pues la autora basa su investigación en el análisis de fuentes primarias de archivo (informes de investigación, correspondencia institucional estadunidense) y publicaciones. A partir del cotejo de esta información, Lyon esclarece cada objetivo, perspectiva y alcance de los investigadores que trabajaron en este proyecto.

    De esa manera, la autora esclarece algunos de los puntos de convergencia académica de los exploradores de la Smithsonian, como haber sido egresados de Berkeley y, por ende (y de acuerdo con su criterio), ser parte de la escuela cultural estadunidense. A ello atribuye el interés, sobre todo de Matthew Stirling, por definir cronológica y culturalmente sus hallazgos y ubicarlos en relación con el resto de las manifestaciones de la costa del Golfo²³ y la zona maya. También explica el interés del equipo de la Smithsonian Institution por realizar secuencias culturales que, como bien apunta, no siempre se derivaron de las secuencias estratigráficas.

    Lyon también se ocupa de destacar las divergencias de carácter personal y académico que pueden observarse tanto en el transcurso de las exploraciones como en la presentación de los resultados. Con ello, abona a la discusión respecto a la heterogeneidad de la llamada escuela histórico-cultural, tema que, cabe señalar, es poco frecuente en la historia de la arqueología.²⁴

    Sin embargo, al restringir su mirada a los actores y fuentes estadunidenses, Lyon únicamente observa en México el espacio donde se desarrolló la trama y a los actores mexicanos como personajes secundarios. Por ello, señala:

    Los sucesos políticos y sociales en México tuvieron un papel importante en la determinación del tipo de preguntas que los arqueólogos se hicieron y la forma como entendieron las respuestas que recibieron. Las expediciones de la National Geographic-Smithsonian tuvieron lugar en el momento en el cual México experimentaba un renovado interés en sus raíces y en el papel que los indígenas tuvieron en el desarrollo de la cultura mexicana. Alfonso Caso, director del INAH, y otros prominentes mexicanos (particularmente Miguel Covarrubias) propusieron la idea de que lo olmeca representaba la cultura madre de América Media, la cultura que, en cierta medida, dio a luz a las tradiciones culturales posteriores. Caso y Covarrubias establecieron este punto de vista con gran vigor y con considerable éxito en la Mesa Redonda de 1942 en Tuxtla Gutiérrez. Ambos personajes eran altamente apreciados por Stirling y su posición, sin duda, reforzó e influyó en la voluntad de los arqueólogos de la National Geographic-Smithsonian a adoptar algunas de sus ideas.²⁵

    Allende al centralismo de su mirada, cabe resaltar que Lyon apunta,­ sin explorarlo, un elemento crucial para comprender parte del significado que reviste la creación de la cultura madre: la situación político-cultural del país y su proyecto indigenista. Éste, pese a su importancia, es un tema no detallado por la historiografía de la arqueología en general y podría extender el horizonte de comprensión de este periodo.

    No obstante y en general las interpretaciones expuestas en las líneas anteriores albergan la intención de utilizar la historia como un recurso para construir una genealogía y una tradición de la arqueología. Pese a sus diferencias, comparten la noción de la historia whig de la arqueología, desde la cual la construcción de la cultura olmeca aparece como un concepto fundacional: es considerado un acierto de verdad para el conocimiento (arqueológico o de historia del arte) y se ubica como uno de los parteaguas que separaron la actividad amateur de la científica.

    Tales interpretaciones implican, a la vez, que la construcción de una categoría (considerada epistémicamente válida en el presente) es capaz de servir como elemento fundacional del ejercicio de una disciplina formal o científica. En este discurso, el orden de las ideas se presenta independiente del de la historicidad del proceso y la verdad se enarbola como el único fin posible para el conocimiento. Por otro lado, subyace en este discurso un sentido de origen, progreso, linealidad, destino y finitud de la actividad social (en este caso, científica), que restringe la diversidad de agentes sociales, la historicidad y variabilidad del proceso, así como la capacidad de acción de los sujetos (individual o grupal).

    Es cierto que la construcción de la cultura madre evidencia un cambio en la disciplina arqueológica. Indudablemente existe un abismo entre las primeras interpretaciones de los objetos de la costa del Golfo y las que definieron a la cultura madre; sin embargo, establecer si esta ­última categoría implica un avance válido o verdadero en el terreno epistémico no es el objetivo de este texto, sino el de evidenciar entre otras aristas, cómo se construye el conocimiento histórico sobre el pasado prehispánico, es decir, cómo en el pequeño espacio de las prácticas académicas se vislumbran los indicios de la constante reconfiguración de la identidad nacional.²⁶

    A partir de este último abordaje, el relato que presento aquí no se basa de manera exclusiva en el momento en que tal categoría se definió en el siglo XX, sino que rastrea las décadas previas a su formulación, porque la cultura madre no es hija exclusiva de 1942, aun cuando se propusó en ese año. Así, tal narración comienza en 1867, cuando se pu­blicó el primer ensayo acerca de la Cabeza Monumental de Hueyapan,²⁷ y culmina en 1942 con la celebración de la Segunda Mesa Redonda de la Sociedad Mexicana de Arqueología y algunas otras reflexiones que exceden estas fechas pero que resultan importantes para el tema. En un extremo, las antigüedades de la costa fueron interpretadas como evidencia de la presencia de hombres de raza negra en el continente; en el otro, a la vuelta del siglo, las mismas piezas explicaron el único origen de la civilización del pasado prehispánico: la cultura madre.²⁸ Pese a que ambos puntos de la historia parecen distantes y sin relación alguna, ambos se encuentran profundamente relacionados más allá de las antigüedades que enuncian, pues en ambos espacios las piezas serán fundamentales para explicar las interrogantes sobre el origen y la genealogía de la historia nacional, mostrando la transición del siglo XIX —y su preocupación por el origen universal del hombre en América— al país posrevolucionario que pretende zanjar las discrepancias y facciones no sólo en el campo de batalla y en las acciones de gobierno, sino también en el espacio ideológico, fincando un pasado común para toda la nación, un único origen civilizatorio: la cultura madre.

    La historia, de un punto al otro, encuentra su punto de anclaje en las interpretaciones de las antigüedades y a lo largo de tres capítulos indaga en cuatro aristas de análisis: las ideas referentes al origen del hombre y de la civilización; la (re)construcción de la historia precolombina y de los objetos del conocimiento; la comunidad de estudiosos (vista como grupos generacionales), sus prácticas académicas, y las instituciones que fueron, al mismo tiempo, causa y resultado de la trama; y finalmente el nacionalismo y su peso ideológico.

    En el primer sentido, se rastrean, desde la segunda mitad del siglo XIX y hasta 1942, las interpretaciones que suscitaron las cabezas colosales y las hachas de jade, tratando de desechar la idea de una construcción acumulativa y progresiva del conocimiento, e indagando las razones, las justificaciones y los contextos generales y particulares que tuvo cada personaje y grupo para dotar a las antigüedades de un nuevo significado. Se vislumbra así, a lo largo de la narrativa, que detrás de todas estas interpretaciones tan variopintas se esconde la preocupación por desentrañar primero el origen del hombre en el continente americano y después el origen de la civilización.²⁹

    En segunda instancia, el recorrido muestra los constantes esfuerzos de reconstrucción del origen de la historia patria, la cual, si bien se ancla desde el siglo XIX en el pasado prehispánico, sufre modificaciones importantes en las décadas siguientes, cuando los valores del universalismo declinan y ceden paso a los de la nación posrevolucionaria. Este proceso deja ver la complejidad que presenta la continua (re)construcción de significados de los objetos usados por la ciencia para definir su conocimiento, porque la aparente objetividad que les brinda su condición material se diluye ante las preguntas de los estudiosos, quienes constantemente los dotan de nuevos significados. De esta forma, a lo largo del escrito, cuestiono las resignificaciones de los datos, así como las de las herramientas metodológicas y epistemológicas, entendidas como cuerpos sociales y contextuales, es decir, históricos, buscando inspiración para ello en las interesantes reflexiones que se han realizado acerca de la construcción del conocimiento.³⁰

    Las transformaciones históricas que evidencian la aparición de esta categoría también están vinculadas a las prácticas académicas y a las relaciones sociales que mantenía la comunidad arqueológica, las cuales, a la postre, fincarían el ejercicio profesional de la disciplina. De esta manera, y en tercer lugar, el periodo narrado aquí es un ejemplo para destacar cómo y por qué una comunidad académica define y decide un punto de acuerdo (en torno al problema mayor del origen de la civilización) según sus propias estructuras jerárquicas de organización y prácticas académicas, y cómo ello se entrelaza con la institucionalización y profesionalización de la disciplina como campo autónomo. Por ello, a la vez que se presentan las interpretaciones más relevantes en torno a las antigüedades y el origen, se muestra también parte del contexto social de sus autores, así como los espacios institucionales que les dieron cabida, con la finalidad de mostrar la presencia de una disciplina y una comunidad de estudiosos en formación que se gestan como tales a partir de la definición de sus prácticas.

    Finalmente, resulta inevitable toparse desde un análisis como éste con el peso ideológico de la historia patria, así como con la imagen de la liga (aparentemente) indisoluble de la arqueología con el poder político. Es indudable que los gobiernos decimonónicos y los de la posrevolución dedicaron gran parte de sus esfuerzos a fundamentar su presencia histórica y a consolidar las instituciones del país. La arqueología (como disciplina institucionalizada) fue un producto de este proyecto y es probable que ninguno de los estudiosos de la época haya sido ajeno a tales consideraciones (para bien o para mal).³¹ De hecho, es frecuente que se defina a la arqueología como una disciplina que sigue a pie juntillas el dictado y los intereses del Estado, aunque son pocos los análisis puntuales al respecto,³² por lo que las propuestas sobre el poder entre los intelectuales³³ y acerca de sus relaciones con los políticos en México fueron muy sugerentes para observar las relaciones académicas de la comunidad de arqueólogos, la disciplina y sus narrativas.³⁴

    Así, en el capítulo I, El origen americano y la historia nacional decimonónica, narro las interpretaciones que suscitaron los restos de la costa del Golfo durante el siglo XIX: las principales propuestas que relacionaron las piezas con la presencia negra en el continente para sostener la validez de los postulados monogenéticos, así como el origen occidental de las poblaciones americanas. En estas discusiones también se observa cierto sentido nacionalista, al querer fundamentar la mayor antigüedad del origen tanto en el norte como en el sur del continente. Explico estas investigaciones aun cuando ninguna relacionó tales piezas con la cultura madre, sino con el problema del origen americano. Con ello pretendo hacer hincapié en la (re)valoración de los objetos de acuerdo con los intereses y presupuestos teóricos de la comunidad y con el cambio que significó el siglo XX, sus valores e intereses en plena modernidad nacional. También brindo el contexto institucional en el que se desarrollaron estas propuestas, así como el sentido de la narrativa histórica en el que se fundamentaron.

    El siglo XX muestra un rompimiento abrupto con las teorías sobre el origen americano del siglo anterior. En el capítulo II, Una nueva generación, un nuevo origen, presento las principales discusiones sobre el origen de la civilización y su evolución, tanto entre los académicos mexicanos como entre los extranjeros. Sitios que hoy no tienen una relación directa con el tema olmeca harán su aparición aquí: las exploraciones de la cuenca de México, las realizadas en Monte Albán, la Huasteca y Cholula estuvieron fuertemente vinculadas al problema del origen y dieron los elementos necesarios para las discusiones que definirían años más tarde a la cultura madre en Tabasco.

    Tales propuestas serán sustentadas y promovidas tanto por los miembros de la generación convocada por Manuel Gamio como por la siguiente, reclutada por Alfonso Caso; en consecuencia, también abordo la llegada y los proyectos de estos presonajes al ámbito arqueológico, así como el escenario institucional que promovieron. Ello brinda un marco general que servirá para ubicar al lector en el escenario que dio cabida al desarrollo de la problemática general que expongo aquí, pues si bien la institucionalización no definió mecánicamente la consolidación de la agenda teórica y conceptual de la disciplina, sí es un elemento fundamental para entender su desarrollo. Finalmente, mues­tro los espacios de discusión formales e informales que acompañaron este largo proceso y que, sobre todo, congregaron a la comunidad de estudiosos en torno a problemáticas e intereses comunes, entre los que tuvo su origen la Sociedad Mexicana de Antropología, proyecto liderado por Alfonso Caso.

    En el capítulo III, El origen mexicano, examino las principales interpretaciones sobre el problema del origen de la civilización, en especial aquellas que estuvieron relacionadas con la discusión de la cultura madre en la costa del Golfo y el Altiplano, así como el desarrollo de las exploraciones en la costa y la forma en que se llevaron a cabo las discusiones que definieron a la tal categoría en 1942.

    Además de las Consideraciones finales (en las cuales bosquejo conclusiones parciales), presento al lector un Epílogo con algunas reflexiones generales acerca de las ideas y preguntas en las cuales se basa todo el escrito y que permiten formular nuevas preguntas que, por ahora, dejo en el tintero. Como si fueran eslabones, las piezas de la costa del Golfo sostuvieron y formaron diferentes cadenas de historias cobijadas por el proyecto de la Revolución institucionalizada y de la efervescencia de los nacionalismos autóctonos de entreguerras, en los que, como escenarios, las antigüedades mostraron tanto el origen nacio­nal como el genio del espíritu artístico de la humanidad y el orgullo chauvinista de las localidades. Sin duda, estas últimas líneas son sólo bocetos, preguntas inacabadas y respuestas inconclusas que, espero, puedan servir para reflexionar el reto que implica la escritura de la historia.

    En la última lectura que hago de estas letras antes de la imprenta, no puedo más que constatar que tan sólo son un boceto surgido en aquellos momentos en los que di un viraje de mi formación profesional —la arqueología— hacia la historia de los dos últimos siglos, para ensayar el ejercicio de buscar en el pasado las resonancias de nuestro presente. La nación, las identidades, las construcciones sobre el pasado y las comunidades de intelectuales que las forjaron —lo confieso— me atraparon con mayor fuerza que el desesperante mutismo de los monolitos —como lo llamara Sierra—.

    En el camino recorrido tuve la fortuna de encontrar el apoyo y amistad de maestros, colegas y amigos que sin duda tornaron esta experiencia en un proceso de constante aprendizaje, por el cual les estoy en deuda, pese a que en este momento mi desmemoria no alcance a mencionarlos a todos. En la primera versión de este trabajo, presentada como tesis en la unam, fue invaluable el diálogo sostenido con Laura Cházaro García, Rafael Guevara Fefer, Renato González Mello, Gloria Villegas Moreno y Ambrosio Velasco Gómez. También los intercambios sostenidos en el efímero Seminario de Estudiantes de Posgrado en Historia de la Ciencia y Estudios Filosóficos y Sociales de la Ciencia, del Instituto de Investigaciones Filosóficas-unam —proyecto alentado y compartido con Rafael Guevara— fueron valiosos para contrastar las ideas y ampliar la mirada.

    El personal de los variados acervos que consulté fue, asimismo, fundamental para el buen puerto de estas letras: las bibliotecas de la unam y del inah, el Archivo de Concentración del inah, el Archivo Histórico del Museo Nacional de Antropología, el Archivo Histórico de la Escuela Nacional de Antropología e Historia, el Archivo General de la Nación, el entonces Archivo Histórico de la Secretaría de Educación Pública y el Archivo Miguel Covarrubias-Universidad de las Américas-Puebla. El apoyo que recibí fue mayúsculo en aquellos fondos que no contaban en ese momento con la infraestructura y los recursos necesarios para funcionar como tales, como el de la Sociedad Mexicana de Antropología (resguardado entonces en el IIA-UNAM), y aquellos otros que se encontraban en formación, como el Archivo Histórico Alfonso Caso-iia-unam, en el que la generosa ayuda de Alicia Reyes Sánchez y sus colaboradores fue fundamental. En particular, y como desde hace ya varios años, José Luis Ramírez del Archivo Técnico de Arqueología-inah fue un actor fundamental, no sólo por su generoso apoyo durante las consultas que realicé, sino y sobre todo, porque su celo sobre los documentos de nuestra arqueología ha hecho posible este trabajo.

    Finalmente, la lectura inteligente de los dictaminadores que revisaron esta versión para su publicación, sin duda, fue alentadora para volver una vez más sobre lo andado, y poder reflexionar, corregir y sintetizar lo antes escrito; mientras que la hermosa ilustración del maestro Iker Larrauri en la portada es, por mucho, un gran honor para la autora de estas letras.

    El camino de la escritura, no obstante y como la vida misma, se hace en soledad, por lo que las letras que siguen y sus yerros son de mi entera responsabilidad.

    Julio de 2018, Huipulco, Tlalpan


    ¹ Antonio Mediz Bolio, La tierra del faisán y del venado, México, Dante, 1996, p. 10.

    ² Aun en la actualidad, los libros de texto de educación básica la incluyen como el primer desarrollo cultural de importancia, luego de los grupos nómadas que poblaron el continente; sin embargo, no pretendo omitir que en la academia especilizada, lo olmeca es un punto de discusión y algunos especialistas sugieren que los restos del Golfo no constituyen un único origen para los desarrollos posteriores. No obstante, en general existe un consenso sobre el tema. Un ejemplo representativo del estado de la cuestión acerca del tema olmeca puede verse en María Teresa Uriarte y Rebeca González Lauck (eds.), Olmeca. Balance y perspectivas. Memoria de la Primera Mesa Redonda, 2 t., México, IIE-UNAM/Conaculta/INAH/Fundación Arqueológica del Nuevo Mundo-Universidad Grigham Young, 2008. Agradezco la gentileza de Rafael Guevara, quien me facilitó este material.

    ³ Mesoamérica (otro de los conceptos fundamentales para la arqueología), definida por el alemán Paul Kirchhoff (Mesoamérica. Sus límites geográficos, composición étnica y caracte­rísticas culturales, suplemento de la revista Tlatoani, México, ENAH, s. f.), se refiere a una su­perárea cultural cuyos límites geográficos se encuentran comprendidos entre el río Lerma y el Soconusco, que comparte cierto número de rasgos culturales. Su definición es ligeramente posterior a la de los olmecas (1943). Aunque Kirchhoff definió este concepto y sus límites para el siglo XVI, éste se ha extendido hacia el resto del espectro temporal e integrado firmemente en el discurso y práctica de la arqueología actual. Algunas reflexiones críticas al respecto se encuentran en Dimensión Antropológica, año 7, vol. 19, mayo-agosto de 2000.

    ⁴ Uso de manera indistinta los términos cultura madre, olmeca, cultura de La Venta y restos de la costa del Golfo, consciente de que cada uno de éstos tiene significados diferentes a lo largo de la historia, pero también de que no son relevantes para los fines de este Preámbulo. A reserva de hacer los acotamientos necesarios en el resto del texto, cabe aclarar aquí que tales conceptos se han (re)definido en numerosas ocasiones y que actualmente el llamado estilo de La Venta (definido en 1942) se ha asociado de manera directa con un grupo cultural y aún es el origen que explica y unifica la mayor parte de los desarrollos posteriores. Un panorama general de las posiciones más relevantes puede verse en Rebeca González Lauck, La zona del Golfo en el Preclásico: la etapa olmeca, en Linda Manzanilla y Leonardo López Luján, Historia antigua de México, vol. I: El México antiguo, sus áreas culturales, los orígenes y el horizonte preclásico, 2ª ed., México, INAH/Coordinación de Humanidades-UNAM/Porrúa, 2000, pp. 363-406. En el resto del escrito se hacen los acotamientos necesarios al respecto.

    ⁵ La categoría de descubrimiento es fundamental para explicar el cambio epistemológico en la propuesta de la historia de la ciencia que considera que el avance del conocimiento cientí­fico ocurre por medio de la acumulación de hechos objetivos y comprobados. No obstante, esta postura omite los procesos de construcción sociales, culturales, económicos, etc., del conocimiento y la complejidad de actores y circunstancias que intervienen en él.

    Por otro lado, en la historiografía Edmundo O’Gorman (La invención de América: investigación acerca de la estructura histórica del nuevo mundo y del sentido de su devenir, México, FCE [Lecturas Mexicanas, 63], 1984) constituye el autor clásico para reflexionar en los llamados descubrimientos en la historia. Véase también el trabajo de Peter Novick (Ese noble sueño. La objetividad y la historia profesional norteamericana, 2 t., México, Instituto Mora [Itinerarios], 1997) para el caso de la historia estadunidense y la construcción de sus parámetros de objetividad. Silencing the past. Power and the production of history, de Michel-Rolph Trouillot (Massachusetts, Bacon Press, 1995), también es una lectura sumamente interesante para la reflexión de la construcción de la historia.

    ⁶ El trabajo de Olaf Jaime Riverón (Análisis de las investigaciones arqueológicas en torno a los olmecas: sus posiciones teóricas, metodologías y técnicas desde una perspectiva externalista de la historia de la ciencia, tesis de licenciatura en arqueología, México, ENAH-INAH, 2000) es uno de los más prolijos acerca del surgimiento de este concepto y, aunque el autor pretende un abordaje externalista de la ciencia, su postura es internalista y sumamente laudatoria y acrítica hacia el éxito de lo que denomina la escuela mexicana de arqueología. Por su parte, Ignacio Bernal (Historia de la arqueología en México, México, Porrúa, 1992) es uno de los autores que más rescata la figura e importancia de Caso en la institucionalización de la práctica arqueológica. Armillas (Jorge Durand y Luis Vázquez, comps., Caminos de la antropología. Entrevistas a cinco antropólogos, México, Conaculta-Instituto Nacional Indigenista, 1990, p. 42) es, por el contrario, uno de los que critica fuertemente el autoritarismo de este personaje.

    ⁷ Existen numerosas reseñas acerca de Covarrubias; entre ellas, las realizadas fuera del ámbi­to arqueológico que relacionan su nombre con el llamado descubrimiento olmeca. Véase por ejemplo la extensa biografía realizada por Adriana Williams (Covarrubias, trad. de Julio Colón Gómez, México, FCE, 1999) o las entrevistas llevadas a cabo por Elena Poniatowska (Miguel Covarrubias. Vida y mundos, México, Era, 2004) a diversas personalidades que tuvieron una cercana convivencia con el pintor.

    ⁸ Principalmente el trabajo de Rosemary Durkin Lyon, (Re)discovering the Olmec: National Geographic Society-Smithsonian Institution arcaheological expeditions to Veracruz/Tabasco, 1939-1946, tesis para optar por el grado de máster de arte en antropología, Washington, American University, 1997.

    ⁹ En este sentido también están escritos la mayoría de los estudios sobre el área olmeca que presentan, a manera de antecedentes, un resumen de los trabajos previos hechos hasta la fecha.

    ¹⁰ En este contexto se hace referencia a la estratigrafía geológica, la cual ubica los materiales arqueológicos de acuerdo con su posición en los estratos de la tierra, en el entendido de que el estrato más profundo es el de mayor antigüedad, mientras que los más superficiales son más recientes.

    ¹¹ Ignacio Bernal, Historia de la arqueología…, p. 188.

    ¹² Ibid., cap. VIII. Como se verá en los capítulos II y III, los tres temas referidos por Bernal (lo arcaico, Monte Albán y lo olmeca) se encontraban vinculados profundamente al problema del origen de la civilización.

    ¹³ También se encontraba presente en las ciencias duras. Véase, por ejemplo, la obra realizada por José Joaquín Izquierdo poco tiempo atrás (1958): La primera casa de las ciencias en México, el Real Seminario de Minería (1792, 1811).

    ¹⁴ La historia de la ciencia tiene una función claramente pedagógica para la formación de cuadros disciplinares. Por medio de ésta se construyen la genealogía que ha de ser recordada como fundadora de la disciplina y las prácticas (métodos, teorías y metodologías, reglas de convivencia y jerarquía, etc.) que deberán seguirse para mantener la tradición. En este sentido, Bernal construye la genealogía con base en sus mentores y define la tradición de acuerdo con las prácticas que él considera válidas (científicamente hablando) para transmitir como mentor (mediante su libro) a las generaciones siguientes. Un breve análisis sobre la propuesta de Bernal en relación con la genealogía de la disciplina puede verse en Haydeé López Hernández, Los estudios histórico-arqueológicos de Enrique Juan Palacios, México, INAH, 2016. Asimismo, véase un breve ensayo acerca de la historia narrada por Juan Comas para la antropología en Rafael Guevara y Haydeé López, Historia y tradición artificial. La trayectoria de la antropología social aplicada en México, de Juan Comas, Con-temporánea, revista de la Subdirección de Historia Contemporánea-DEH-INAH, primera época, vol. 1, núm. 2, julio-diciembre de 2014. Consulta electrónica en: .

    Para el caso de la biología, véase Rafael Guevara Fefer, El uso de la historia en el quehacer científico: una mirada a las obras históricas del biólogo Beltrán y del fisiólogo Izquierdo, México, FFYL-Posgrado en Historia-UNAM, 2014.

    ¹⁵ Quizá uno de los primeros en sumarse a la propuesta de Bernal fue José Lameiras, La antropología en México: panorama de su desarrollo en lo que va del siglo, Ciencias sociales en México, México, El Colegio de México, 1979, pp. 109-180. De fecha más reciente, también pueden verse Rosa Brambila y Rebeca de Gortari, Los anales del Museo Nacional, en Mechthild Rutsch y Mette Wacher (coords.), Alarifes, amanuenses y evangelistas. Tradiciones, personajes, comunidades y narrativas de la ciencia en México, México, INAH (Científica, 467), 2004, pp. 243-274; Eduardo Matos, Las piedras negadas. De la Coatlicue al Templo Mayor, México, CNCA, 1998, y Arqueología del México antiguo, México, INAH-Conalculta/Jaca Book, 2010.

    ¹⁶ Navarrete (La historia y la antropología: tras las huellas de los hombres-dioses, en Evelia Trejo y Álvaro Matute [eds.], Escribir la historia en el siglo XX. Treinta lecturas, México, IIH-UNAM, 2005, pp. 403-418) parte de un breve análisis de la postura historiográfica de Alfredo López Austin y se suma en gran medida a ella, mientras que Pastrana (Un prólogo a la historia antigua de la Mixteca, en Evelia Trejo y Álvaro Matute [eds.], Escribir la historia..., op. cit., pp. 465-480) hace lo propio con los trabajos de Alfonso Caso y propone que éste impulsó el análisis objetivo de las fuentes. Los autores proponen una especie de genealogía de la historiografía de fuentes para el estudio del México prehispánico, pues Alfonso Caso definió la categorización histórica de esta forma de trabajo y ésta la retomó y reformuló años después López Austin.

    ¹⁷ La historia internalista propone que los elementos epistemológicos son el único factor válido para el desarrollo de la ciencia y, por lo tanto, de su análisis. Por otro lado, la postura externalista propone que, pese a sus elementos epistemológicos, la ciencia se define a partir de los factores sociales e históricos. Véanse al respecto José Llobera, Hacia una historia de las ciencias sociales. El caso del materialismo histórico, Barcelona, Anagrama, 1980, y Paolo Rossi, Las arañas y las hormigas. Una apología de la historia de la ciencia, Bacerlona, Crítica, 1990.

    ¹⁸ Sin embargo, Jaime Riverón (Análisis de las investigaciones arqueológicas...) se limita a enunciar las descalificaciones que, a su juicio, ha hecho indiscriminadamente la corriente de la Nueva Arqueología acerca de

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