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Historia de la ciencia en México (versión abreviada)
Historia de la ciencia en México (versión abreviada)
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Libro electrónico1039 páginas14 horas

Historia de la ciencia en México (versión abreviada)

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Este libro es un intento de rescatar una de las dimensiones del pasado de nuestro país: la que atañe a su desenvolvimiento científico y su desarrollo tecnológico de los siglos XVI al XIX. La tentativa de reconstruir este mundo está llena del sabor arqueológico, vetusto y añejo, que dan las pesquisas eruditas.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento7 abr 2017
ISBN9786071644046
Historia de la ciencia en México (versión abreviada)

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    Historia de la ciencia en México (versión abreviada) - Elías Trabulse

    ELÍAS TRABULSE

    (Ciudad de México, 1942) ha destacado como docente e investigador en los campos de la historia y de la ciencia. Estudió química en la UNAM y se doctoró como historiador por el Colegio de México. Es miembro de la Academia Mexicana de la Historia y de la Academia Mexicana de la Lengua. En el FCE ha publicado también El círculo roto (1984), Ciencia y tecnología en el Nuevo Mundo (1994), Los orígenes de la ciencia moderna en México (1630-1680) (1994) y La ciencia en el siglo XIX (2ª ed., 2006).

    SECCIÓN DE OBRAS DE CIENCIA Y TECNOLOGÍA


    HISTORIA DE LA CIENCIA EN MÉXICO

    ELÍAS TRABULSE

    HISTORIA DE LA CIENCIA

    EN MÉXICO

    (Versión abreviada)

    CONSEJO NACIONAL DE CIENCIA Y TECNOLOGÍA

    FONDO DE CULTURA ECONÓMICA

    Primera edición, 1994

       Tercera reimpresión, 2014

    Primera edición electrónica, 2017

    D. R. © 1994, Fondo de Cultura Económica

    Carretera Picacho-Ajusco, 227; 14738 Ciudad de México

    Comentarios:

    editorial@fondodeculturaeconomica.com

    Tel. (55) 5227-4672

    Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra, sea cual fuere el medio. Todos los contenidos que se incluyen tales como características tipográficas y de diagramación, textos, gráficos, logotipos, iconos, imágenes, etc., son propiedad exclusiva del Fondo de Cultura Económica y están protegidos por las leyes mexicanas e internacionales del copyright o derecho de autor.

    ISBN 978-607-16-4404-6 (ePub)

    Hecho en México - Made in Mexico

    ¡Qué gran tarea para el educador de mañana que, abandonando resueltamente influencias exóticas y que nunca se aclimataron muy bien en México; desoyendo toda esa pedagogía barata que hace cirujanos por correspondencia; salvando todo el caudal de ciencia que la gran reforma de Gabino Barreda trajo para siempre a nuestra cultura, rescate también los olvidados tesoros de una tradición con la que andan perdiendo algunas de las más preciosas especies del alma mexicana! Volver a lo propio, a lo castizo. ¡Hacer nuestro y derramar a todos ese secreto de Humanidades que hace tiempo se viene refugiando entre las clases derrotadas en la política! ¿Cuántos son los universitarios de México que conocen la historia de los esfuerzos científicos mexicanos, puesto que decir la ciencia mexicana sería una paradoja? ¿Cuántos los que están al tanto del gran desarrollo de los estudios latinos en México, que la expulsión de los jesuitas, en tiempos de Carlos III, vino a cortar? ¿Dónde se estudia, en México, la historia de la cultura mexicana? ¿Qué médico —salvo por afición personal de autodidacto— conoce los éxitos y empeños de la medicina mexicana, o ha estudiado en curso especial los secretos de la farmacopea indígena, que a veces nos vienen a enseñar los extraños, como acontece con el peyote? ¿Qué nos dicen por ejemplo, los nombres de Cristóbal de Ojeda, Cristóbal Méndez, Pedro López, médicos de la Nueva España a fines del siglo XVI, o fray Lucas de Almodóvar, que tenía el don de curar y a cuya muerte dice Mendieta que se vieron señales? ¿Qué ingeniero de minas se encontró nunca con un texto escolar consagrado a los antecedentes de nuestra minería y nuestra química? ¿Qué abogado nuestro se ha visto en la necesidad de saber quién fue Mariano Otero y de dónde sacó la idea del juicio de amparo? No digo que todo esto se ignore: afirmo que no se cultiva como obligación general, como parte del saber universitario. Sólo los maniáticos de erudición conocen los capítulos de Icazbalceta sobre los orígenes de nuestras ciencias e industrias. Andamos ya bien, en principio al menos, de escuelas rurales, rudimentales, populares y de oficios primos; pero falta fortalecer el núcleo, el corazón mismo de la enseñanza, que es el que ha de lanzar su sangre a los extremos del cuerpo. Y decir que todo esto no importa al pueblo es tan pueril como querer otra vez que la ciencia sea privilegio de una casta sacerdotal; como esperar que el pueblo aprenda sin tener maestros que lo enseñen; como pretender que el pueblo abandone las urgencias vitales para inventar por su cuenta la cultura; como soñar que las grandes orientaciones nacionales han de caer solas sobre la muchedumbre desde arriba de no sé qué fabuloso Sinaí, sin que haya investigadores que consagren a buscarlas y a interrogarlas sus estudios, sus vigilias, su vida toda.

    Discurso por Virgilio (fragmento), de Alfonso Reyes, Obras completas, FCE, tomo XI, 1960.

    PREFACIO

    Este libro es un intento de rescatar para la historia una de las dimensiones olvidadas del pasado de nuestro país: la que atañe a su desenvolvimiento científico y en buena medida también a su desarrollo tecnológico. La tentativa de reconstruir ese mundo fue una empresa fascinante no sólo por los nuevos horizontes que se nos abrieron a lo largo de la investigación, sino también por la experiencia que supuso dicha labor, tan llena de ese sabor arqueológico, vetusto y añejo, que dan las pesquisas eruditas realizadas en textos polvosos, en manuscritos olvidados y en los otros testigos mudos y fatigados de un pasado en no pocos aspectos luminoso.

    Para llevar a cabo esta empresa hubimos de enfrentarnos a varios obstáculos, el mayor de los cuales fue sin duda la indiferencia sistemática con que la mayoría de nuestros historiadores ha pasado por alto el desenvolvimiento científico de México, hecho que no dejó en un principio de desconcertarnos pues parecía indicar la total ausencia de una labor científica continua y valiosa. Esta actitud de los historiógrafos hubo de verse reforzada, durante los últimos cien años, por aquellos que prefirieron negar la existencia de una ciencia mexicana, antes que ponerse a investigar sobre ella. A todo ello vino también a sumarse el hecho de que han sido por lo general pocos los hombres de ciencia que sintieron la necesidad en un momento dado, de evaluar los logros de su disciplina haciendo un balance de su desarrollo histórico que les sirviera tanto para explicar la situación de la ciencia en ese momento, como para silenciar a los detractores de dicho pasado científico. Y es que la historia de una ciencia sólo puede ser hecha, so pena de caer en lugares comunes o en prolijas relaciones bibliográficas, por historiadores con preparación científica que proporcionen no sólo una interpretación adecuada de los hechos científicos sino también que los sepan ubicar dentro de su momento histórico. Incardinar la ciencia y la historia de un país en un todo coherente y continuo debe ser su meta, ésta no es fácil de alcanzar, sobre todo si su propósito se ve animado, como es nuestro caso, por el deseo de proporcionar a aquellos que no han tenido una educación científica, un panorama comprensible y atractivo de lo que fue la ciencia mexicana. Aquí, el método histórico resulta el vehículo más idóneo para transmitir las ideas científicas del pasado a aquellos que estén dispuestos a recibirlas para conocerlas y valorarlas.

    Ahora bien, si algo caracteriza a este pasado científico es el continuo deseo de sus protagonistas, es decir, de sus hombres de ciencia de darle a su país las luces de un conocimiento que ellos consideraban necesario y útil. La historia de la ciencia mexicana es en gran medida la historia de esa patética lucha, tantas veces fracasada e infructuosa, pero no por ello menos digna de ser aquilatada y apreciada. Si en muchos momentos del denso pasado histórico de México, los logros de sus científicos se vieron malogrados eso no quiere decir que dichos logros no hayan existido. Es interés del estudioso rescatarlos y conquistarlos para la historia de su país. Y éste ha sido nuestro propósito central.

    La versión original de esta obra se publicó en cinco volúmenes aparecidos entre 1983 y 1989. La abreviada que aquí presentamos recoge íntegra la Introducción general y 40 textos representativos de la ciencia mexicana. Esta versión abreviada pudo ser realizada gracias a la labor de un antiguo compañero de ruta en estos viajes editoriales, el infatigable y agudo Marco Antonio Pulido, así como por el interés que en ella puso María del Carmen Farías, empeñosa divulgadora de la ciencia mexicana. A ambos y al Fondo de Cultura Económica se debe la publicación de la obra original y de esta nueva versión abreviada, destinada, dirigida y dedicada a los jóvenes de nuestro país.

    ELÍAS TRABULSE

    Centro de Estudios Históricos

    El Colegio de México

    INTRODUCCIÓN

    México tiene también, como muchos otros países, una historia secreta.

    Esta historia ha sido pocas veces contada y yace en su mayor parte oculta y subterránea, aunque haya corrido paralela en el tiempo a los sucesos políticos, sociales, económicos y culturales que integran y constituyen el pasado de un pueblo. Esa historia secreta es su historia de la ciencia. Su desenvolvimiento en nuestro país ha tenido lugar en forma harto misteriosa, casi siempre en la oscuridad, al margen de los hechos y acontecimientos más relevantes y espectaculares de nuestro pasado; pero su integración a este pasado no secreto resulta obvia apenas lanzamos un rayo de luz al rico acervo de sus logros científicos que le dan una nueva dimensión a ese otro mundo de acontecimientos sociales y políticos de todos conocido.

    Los hombres de ciencia del pasado y sus logros científicos pertenecen a la historia cultural de la humanidad. Ellos han sido en multitud de casos un poderoso fermento motriz de la evolución histórica, ya que han marcado rutas y fijado pautas a seguir en la prosecución del conocimiento del mundo físico conducente a un mejor dominio y control de las fuerzas naturales, todo ello tendiente a hacer de la tierra una morada más habitable para los seres humanos. Ciertamente en muchos casos ese conocimiento ha llevado a desastrosos resultados de exterminio y destrucción, pero es obvio que esas fuerzas que así han desvirtuado los propósitos y el quehacer de la ciencia no sólo le son ajenas sino que en la mayoría de los casos resultan opuestas a sus fines.1

    Esta historia de la ciencia narra casi siempre las hazañas de unos pocos individuos o, a lo más, de reducidas comunidades de hombres de ciencia. Contrasta fuertemente con las historias que atienden a fuerzas sociales más complejas y plurales y que por ello resultan más difíciles de analizar críticamente. Aquel desarrollo resulta menos evidente no sólo a las ojos del hombre común sino también a los del historiador especializado; en cambio este segundo tipo de acaecer no sólo es más patente sino que compone la mayor porción de la amplia producción historiográfica de los últimos trescientos años. A la historia de la ciencia la caracteriza un ritmo sostenido y pausado ajeno a las convulsiones violentas y sonoras que constituyen buena parte del desarrollo político y social de un pueblo. Aquella historia secreta es cosmopolita, universal y carece de fronteras. Los científicos son ciudadanos del mundo y su labor, por mínima que sea, es patrimonio universal y pertenece a todos los humanos sin distinción de credo, nacionalidad o raza. En cambio la historia política está casi siempre, salvo en las conflagraciones mundiales, circunscrita geográficamente a una nación y a algunos de sus vecinos con los que tiene nexos o fronteras comunes. Mientras al hombre de ciencia lo caracteriza el secreto de una actividad creadora, fértil y generosa, al político lo define el afán de dominio y de supremacía. Los nombres de muchos científicos ni siquiera han pasado a nuestros registros históricos; de ellos no conocemos más que sus obras, su vida es un misterio. En contraste, la historia política es frecuentemente abundante en datos sobre sus protagonistas señeros o de segunda fila, aunque su labor no haya sido digna de encomio. Aquella historia revela una lucha constante por el conocimiento, a menudo logrado en condiciones de trabajo lamentables sobre todo en épocas en que la labor del hombre de ciencia era menospreciada cuando no prohibida y estigmatizada. El secreto y sigilo con el que realizaron su obra los enaltece ante los ojos de las generaciones posteriores. Sus descubrimientos muy pocas veces provocaron alguna conmoción inmediata, aunque a largo plazo muchos de ellos han transformado de raíz y como pocos fenómenos lo han hecho, la vida del ser humano. Frente a la inalterable trayectoria científica de la humanidad, hecha de innumerables acumulaciones de datos, de múltiples interpretaciones válidas en su momento y de las más diversas teorías, operantes o fallidas, las otras historias nos parecen estar constituidas por altibajos y choques, por convulsiones, rupturas y accidentes. A aquélla la determina su continuidad, a éstas su discontinuidad. En suma, bien pudiera ser que esa historia secreta sea, a los ojos de los historiadores de las épocas que han de venir, la historia esencial, aunque en gran medida invisible, de un pueblo, de una nación o de la humanidad toda; y la historia visible ahora no sea sino el escenario local, el fondo cambiante y caprichoso de esa historia oculta y ecuménica; uno de los legados espirituales más trascendentales que nos han dado las generaciones pasadas y que en su momento nos tocará transmitir a las generaciones futuras. Desde esta perspectiva, resulta obvio que, junto a las historias del arte, de la justicia y de los ideales religiosos, la historia secreta de la ciencia en México merezca ser estudiada y valorada como un todo sin rupturas ni soluciones de continuidad, un todo permanente que ha actuado siempre sobre el agitado fondo de nuestra historia social y política.

    Muchos son los ángulos de perspectiva propicios para acercarnos a tan atrayente y rica historia. Las interacciones entre las diversas ciencias enriquecen mucho los caminos de acceso al análisis histórico del desenvolvimiento de una disciplina científica que dé una visión integral del fenómeno. Las interrelaciones entre la evolución científica de un pueblo y los restantes fenómenos intelectuales, sociales, económicos o políticos también permiten añadir eslabones a la historia que aquí tratamos de esbozar. Nuestro intento es el de dar un cuadro de ese desenvolvimiento científico de nuestro país a efecto de incardinarlo al amplio movimiento del progreso científico universal. Desde el arribo de la ciencia europea a México en el siglo XVI, su desarrollo ha sido incesante y ha estado dotado de una vitalidad peculiar que le da suficientes créditos como para poderse incorporar a ese vasto movimiento ya que, si bien nunca tuvimos astros de magnitud mayor, eso no es óbice para descontar las aportaciones originales de nuestros científicos en campos como la botánica, la zoología o la farmacoterapia. Por otro lado, no debemos olvidar que las grandes figuras de la ciencia son verdaderas excepciones. La gran mayoría de los hombres de ciencia del pasado y del presente son figuras que aportaron su pequeño grano de arena al gran edificio de la ciencia universal. Entre estas figuras bien pueden tener cabida los científicos mexicanos de épocas pasadas. Si sus logros ahora nos parecen superados recordemos que el cambio continuo es privativo de la ciencia; pocas de sus verdades duran lo suficiente como para considerarse perennes. Los paradigmas científicos son, tarde o temprano, sustituidos por explicaciones más aceptables de la realidad física.2

    A lo largo del proceso de la ciencia mexicana es posible detectar el crecimiento, desenvolvimiento y mutaciones que ha sufrido en las centurias que aquí nos ocupan, así como las condiciones en que dichos fenómenos de cambio y avance se dieron. La visión global de todas las ciencias indudablemente ayuda a captar la amplitud y la riqueza de esa historia. A esto viene a sumarse que en muchos casos las interrelaciones entre las diversas disciplinas sean tan profundas que se hace imposible intentar un deslinde razonable, ya que hubieron de crecer juntas y se alimentaron recíprocamente. Ciencias como la botánica y la farmacoterapia están inextricablemente unidas en los siglos XVI al XVIII. La geografía, la náutica, la cronometría, la astronomía y las matemáticas unieron inútilmente y durante varios siglos, sus esfuerzos para determinar la longitud en alta mar. Sólo considerando en conjunto la historia de la ciencia en México puede evaluarse el nivel científico alcanzado. Así, la parcelación disciplinaria aplicada a la ciencia de los tres siglos coloniales minimiza y falsea en forma notoria el verdadero cuadro del avance científico integral de la Nueva España, lo que puede evitarse mostrando el espectro completo, no mutilado, de todas las ciencias entonces cultivadas. Lo mismo es perfectamente aplicable a la ciencia del periodo nacional. En resumen, a la historia secreta de México, a su historia de la ciencia, hay que estudiarla como un desenvolvimiento continuo e integral, cuya trama interna posee una coherencia lógica sorprendente que la distingue ciertamente de las demás historias, lo que no se opone a que esté indisolublemente unida a ellas. No incorporar a nuestra historia general la tenaz lucha de los hombres de ciencia mexicanos de épocas pasadas podrá ser en el futuro una omisión distorsionante.

    APROXIMACIONES HISTORIOGRÁFICAS

    En los tiempos recientes la historiografía de la ciencia clásica ha visto enriquecidas en forma notable sus perspectivas de investigación. Esta rama de la historia ha resultado beneficiada con las nuevas técnicas de análisis que han sido incorporadas a las otras especialidades historiográficas. Los nuevos aportes no sólo metodológicos sino también hermenéuticos han ampliado los horizontes de los historiadores de la ciencia hasta un grado tal que resultaba inimaginable hace apenas tres décadas.

    La historiografía positivista de la ciencia, que no tiene más de cien años de existencia, propugnaba básicamente por aplicar los bien conocidos métodos de la historia científica a los bien conocidos hechos de la ciencia.3 El género dio en su momento, y aún nos da, obras maestras de la historia de la ciencia,4 todas ellas elaboradas con un gran rigor descriptivo e interpretativo. Heredera de la tradición historiográfica ilustrada, ha querido siempre buscar la línea progresiva en el desenvolvimiento científico de la humanidad. Ha puesto de relieve las hazañas de los grandes de la ciencia del pasado, e incluso ha señalado la importancia de figuras secundarias en esa marcha acumulativa y ascendente del saber humano. El criterio selectivo estaba determinado por el éxito más o menos duradero de una interpretación valedera del grupo de fenómenos conocidos de una porción o de la totalidad del mundo físico. Para ella, los primeros descubrimientos científicos continuaban siendo una parte esencial de la ciencia contemporánea ya que esos tempranos logros, al ser fruto de la verificación, no podían ser descartados sino absorbidos por las nuevas teorías o paradigmas; y su significación no entraba en contradicción con los nuevos datos, sino que se ampliaba por la sucesión de revoluciones científicas que resultaban ser una serie de adelantos, de avances progresivos, en la interpretación de los hechos acumulados. Todas estas revoluciones tenían entonces, como sustrato, el denso cúmulo de observaciones de las épocas pasadas.5 La inoperatividad de un paradigma explicativo que no podía ampliar su esquema de interpretación de los datos conocidos provocaba una revolución científica.6 La sucesión de teorías descartadas mostraba el carácter esencialmente progresivo del saber científico formado de hechos.7 Para esta corriente historiográfica el acto fundamental de la creatividad científica radica en la interpretación de los datos y en la elaboración de leyes y de hipótesis y es función del historiador inquirir acerca de la gestación, nacimiento y desarrollo de ese proceso hermenéutico que se lleva a cabo en la mente del sabio. Para los físicos en particular o para todos los científicos del siglo XIX las teorías verdaderas explicaban satisfactoriamente los fenómenos, las falsas no lo podían hacer. Las relaciones causales descubiertas por ellos con base en el proceso dual inducción-deducción podían dar explicaciones veraces y satisfactorias de un gran número de fenómenos y era la labor del historiador no sólo dar la noticia del proceso creador sino también de las experiencias posteriores que ratificaban la teoría. Las hipótesis fallidas rara vez tenían cabida en los textos de historia de la ciencia salvo como meras curiosidades intrascendentes. Incluso se llegó al caso en que cuando existían dos teorías interpretativas contrarias que intentaban justificar sus postulados como los verdaderos, la historiografía científica daba precedencia a la que hubiese prevalecido y rara vez registraba con cierta amplitud las tesis de la contraria, aunque con el pasar del tiempo esta última hubiese sido aceptada como más adecuada para explicar los fenómenos. Muchas teorías han tenido que ser resucitadas historiográficamente después de haberlo sido en los laboratorios. Todo esto ha dado lugar a sensibles omisiones en los registros historiográficos de tema científico. La búsqueda de las teorías ciertas hubo de dejar de lado a las que en su momento fueron, justificadamente o no, consideradas como erróneas. Además, el notorio desprecio de muchos historiadores por los científicos poco exitosos y aun fallidos acentuó esa visión maniquea y dual, poco propicia para una evaluación justa y equilibrada. Al dividir el pasado en dos categorías, a saber, progresistas y retrógrados o reaccionarios, la historia de la ciencia clásica imponía una visión historiográfica ya superada que inevitablemente conducía a sostener que la finalidad del pasado era la de preparar los caminos del presente. La línea continua de ayer a hoy sigue una marcha racional y victoriosa, en la que los periodos oscuros son a lo más interregnos de conservación del legado de los antecesores. La línea ascendente que llega hasta nosotros está apuntalada por las figuras clave de los grandes inventores o descubridores.

    Es evidente que toda esta concepción histórica del pasado científico del mundo resulta actualmente un poco simplista. Su esquema formal es sencillo y fácil de captar en sus líneas generales. Su adopción, adaptación y manejo tampoco resultan complicados. Su estructura lógica es cautivadora para cualquier mente filosófica, lógica o científica, ya que nos es familiar en sus postulados y en sus conclusiones. Sin embargo, difícilmente resiste a la crítica cuando se ha analizado un periodo determinado de la historia de la ciencia o cuando se ha abordado el estudio de un tema cualquiera. La realidad del pasado científico de la humanidad parece ser más compleja por estar más sujeta a cierto tipo de variables hasta hace poco descartadas de los esquemas de la historiografía positivista. Aunque contemplemos en conjunto toda esa trayectoria científica del ser humano es obvio que los patrones positivistas se muestran inconsistentes al intentar definiciones generales a todos los periodos y a todos los lugares.8

    En estos últimos años dentro de las diversas corrientes de la historiografía de las ciencias han comenzado a percibirse otras tendencias que no consideran a la ciencia como un saber puramente acumulativo y a su historia como el relato de ese proceso de acumulación. Han comprendido que nada de lo que se ha realizado en este vasto campo de la labor intelectual humana resulta inútil o accesorio. Al lado de los hechos sobresalientes y principales, los sucesos menores pueden ocupar un lugar que en multitud de casos, por no decir siempre, dan significado a las grandes hazañas. Esto ha impulsado a los estudiosos a plantear la historia de la ciencia dentro de un contexto filosófico más amplio que no excluye de su visión ni siquiera las influencias de la ciencia en la poesía.9

    Alimentadas de un sano escepticismo historicista bien lejano del positivismo triunfalista, las nuevas corrientes han puntualizado la validez, en su momento, de teorías antiguas posteriormente consideradas equivocadas, han cuestionado el carácter objetivo de la observación científica, han revalorado las llamadas falsas observaciones, y en la medida en la que han puesto en duda la validez del razonamiento deductivo verdadero, han señalado los certeros atisbos del mal llamado falso razonamiento científico. En suma, han instalado por medio de una aguda crítica filosófica, el relativismo histórico en el seno mismo de la historiografía positivista. Agraciadamente su labor no ha sido sólo de demolición y duda. Su tentativa ha resultado fructífera pues ha permitido incorporar al acervo histórico algunas conjeturas que, falaces en otro tiempo, ahora resultan, bajo un nuevo ángulo óptico, valiosas aportaciones dignas de ser estudiadas. Las fugaces y efímeras figuras de hombres de ciencia de un pasado perdido han sido recobradas. El criterio de aceptabilidad de una teoría científica se ha visto modificado al cuestionar la rígida línea de demarcación entre una interpretación científica aceptable y otra también científica pero no aceptable.10 De hecho muchos historiadores de la ciencia están en la actualidad dedicados a buscar las influencias de esos factores, considerados hace apenas algunos años como no científicos o como no racionales, contenidos en las teorías de distinguidos hombres de ciencia.11

    Todo este activo movimiento se ha dirigido, por razones lógicas, a sectores poco explorados del desarrollo científico con el fin de revalorarlos. Los estudios sobre las influencias herméticas en figuras claves de la ciencia universal han abierto perspectivas interesantes y amplias que, a pesar de su novedad, no deben, sin embargo, ser sobrestimadas.12 Asimismo, han sido incorporadas y con excelentes resultados, interpretaciones socioeconómicas de las revoluciones científicas. Esta última vertiente ha producido una historiografía de tipo externo que ha revelado los cambios en los métodos educativos, los factores determinantes de la institucionalización de la ciencia y su difusión. Es indudable que sus esfuerzos deben mucho a las teorías marxistas clásicas acerca de la historia de la ciencia aunque cabe decir que su perspectiva parece más amplia y profunda y menos doctrinaria que la de sus predecesores.

    Dentro de este contexto renovador es evidente que los estudios de la historia de la ciencia han abierto el campo a figuras y a países antes excluidos; nos referimos, en concreto a la ciencia española13 y a la ciencia de las regiones que, en otro tiempo, fueron colonia de España como es el caso de México. Actualmente ya encuentran cabida obras, escuelas, personajes, comunidades o instituciones poco o nunca antes mencionados. La nueva historiografía ha incorporado las corrientes que acabamos de aludir al rico acervo de la tradición positivista. La simplificación esquemática de esta escuela se ha visto enriquecida con novedosos matices. La ineluctable línea progresiva de rígida secuencia cronológica14 ha requerido otro tipo de explicaciones, es decir, de líneas adyacentes o concurrentes que la enriquezcan. Los ejemplos son numerosos. Así, hemos presenciado una revaloración de los sistemas antiguos, particularmente de Aristóteles, Ptolomeo y Galeno. La ciencia de los países en otro tiempo lejanos y que la historiografía ilustrada envolvió en brumas mitológicas, como China, ha sido objeto de densos y profundos estudios sobre su desenvolvimiento técnico y científico.15 Figuras consideradas secundarias dentro del ámbito científico han ocupado el lugar que una sana crítica debió haberles asignado desde hace tiempo; los estudios biográficos y bibliográficos de estas últimas son innumerables. Las correspondencias epistolares de figuras representativas y aglutinantes como Oldenburg o Mersenne han sido publicadas. En fin, la labor de las sociedades científicas y de las comunidades que las originaron han sido objeto de penetrantes estudios.16 Toca ahora el turno a esos hombres de ciencia inscritos dentro de la corriente científica europea pero cuyas obras parecían estar en la periferia no sólo geográfica sino también ideológica del desenvolvimiento científico, como es el caso específico de España y de México. Desde hace mucho tiempo, sus producciones científicas han engrosado los estanteros de libros muertos de las bibliotecas, sea por las teorías que decían sustentar, y que resultaban erróneas a los ojos de los investigadores, sea por el fuerte contenido doctrinal y religioso que las caracteriza. La ciencia de los países católicos ha sido particularmente vulnerable a este proceso selectivo y discriminatorio de la historiografía clásica de la ciencia, que en su afán depurador, no se percató de que, aun concediendo que dichas obras fueran receptáculos irredentos de error, eran después de todo fiel reflejo de la cultura y de la mentalidad de un grupo humano determinado. Ciertamente, hasta ahora la historia positivista de la ciencia de los países católicos que permanecieron supuestamente al margen de las grandes corrientes científicas durante los últimos cinco siglos resultó un tour de force, ya que en un curioso afán de incorporar a esos países a la gran corriente del avance científico, los historiadores hurgaban, exprimían y torturaban los textos con el fin de encontrar algunos pasajes que revelasen que el autor que estudiaban era partícipe de la ciencia positiva imperante en su época. Huelga decir que menudearon las polémicas acerca del valor, por ejemplo, de la ciencia española,17 o las bibliografías y los estudios críticos generales de un autor o de un tema determinados, como el de la matemática española, que ilustraran acerca de los avances logrados.18 En suma, era vital intentar una reivindicación total de un pasado científico que, a los ojos del extranjero, parecía raquítico y pobre.19

    Pero Clío es una musa serena y actualmente ese criterio comparativo-valorativo ha sido superado. Las nuevas corrientes históricas han buscado ante todo la comprensión integral de un pasado y de un mundo que no pueden ser condenados de antemano por no haber gozado del éxito. Las obras de los hombres de ciencia del pasado han dejado de ser el embrollo de pueriles desatinos como los consideró la historia positivista. El marco se ha ampliado y la comprensión es su mejor arma exegética.

    Las varias veces mencionadas corrientes historiográficas actuales han clasificado, desde el punto de vista ideológico, las diversas tendencias científicas existentes en los orígenes de la ciencia moderna en varios grupos indiscutiblemente interrelacionados entre sí. Con un premeditado criterio simplificador diremos que son básicamente tres las tradiciones científicas que de una u otra forma coexistieron yuxtaponiéndose en los siglos iniciales del tema que aquí nos ocupa, es decir, el de la ciencia en México desde el siglo XVI a los albores del XX. El triunfo definitivo de una de ellas, la mecanicista, marcó la pauta del desenvolvimiento científico que corre de la Ilustración hasta nuestros días.20 El ritmo histórico de dichas tradiciones científicas no fue, lógicamente, privativo de nuestro país, sino que de una u otra manera afectó a todos los lugares, centrales o periféricos, que presenciaron el nacimiento de la ciencia moderna.21 Lo único que distingue a unas regiones de otras es el desfasamiento cronológico en lo referente al grado de rechazo o aceptación de una determinada teoría moderna e innovadora adscrita a alguna de las tradiciones científicas prevalecientes. Antes de internarnos en el vasto campo de la ciencia mexicana de ese periodo, conviene que hagamos un somero repaso de las características constitutivas de dichas tendencias del pensamiento científico.

    Los tres tipos de mentalidad científica denominados organicista, hermético y mecanicista representan evidentemente esquemas simplificados, ya que desde el siglo XVI hasta mediados del XVIII, la simple confrontación de unos con otros produjo múltiples variantes e interrelaciones, así como diversos subgrupos y distintas escuelas de pensamiento. En realidad, la división convencional en tres tradiciones exclusivamente sólo intenta señalar que la revolución científica se dio en el contexto no de una sino de varias estructuras de pensamiento. Cada una de éstas tuvo su peculiar método de experimentación así como su propio lenguaje. Estas dos características nos ponen de manifiesto los principios generales de que partían. Así, el método empírico, privativo de la ciencia moderna, fue desarrollado básicamente en el seno de dos tradiciones, la hermética y la mecanicista, a las cuales les debemos el rico cúmulo de inventos y aparatos que dieron el marcado tono cuantitativo a las ciencias modernas. En ellas el ritmo de los descubrimientos logró un gran impulso gracias al desarrollo de los nuevos instrumentos de medición. Por otra parte, el lenguaje específico de cada tradición nos permite determinar la o las inclinaciones de cada autor y las actitudes mentales asumidas. Las interrelaciones entre las diversas tradiciones se ponen de manifiesto claramente en el intercambio de términos privativos de cada una de ellas. Los lenguajes, así como los sistemas o tradiciones, entraron en mutua competencia. La tradición organicista abunda en conceptos metafísicos derivados de las concepciones aristotélicas acerca de la naturaleza del Universo. Términos como sustancia, accidente, materia, forma, esencia y existencia aparecen en las descripciones del mundo físico. Se consideraba que la argumentación formal (disputatio) era el instrumento adecuado para el estudio de la física apoyada en Aristóteles y en sus comentaristas escolásticos cuya influencia por lo demás no puede ser subestimada. En la tradición hermética priva el lenguaje esotérico propio de la alquimia, la astrología y la ciencia de los números. En ella percibimos una tentativa de ordenamiento de la pluralidad de la naturaleza haciendo caso omiso del lenguaje metafísico propio de la tradición organicista. La línea mecanicista de pensamiento utilizó un lenguaje claro y directo que es el que caracteriza a las ciencias de los siglos XVIII, XIX y XX. El recurrir a los conceptos matemáticos le ayudó no poco a esta su expresión diáfana, de ahí buena parte de su triunfo sobre las otras dos tradiciones.22 Cabe añadir que para el estudio y la comprensión de las experiencias y logros de cada tradición es necesario captar el sentido de su lenguaje propio y los alcances y connotaciones de su terminología. Muchas veces, sobre todo dentro de la corriente hermética, los términos utilizados parecen estar cargados de magia, superstición y fantasía, pero un análisis más detallado y circunspecto puede revelar toda una interpretación de la naturaleza no carente de precisión y objetividad.

    Es así como en el alba de la ciencia moderna hubo por lo menos tres modos de acercarse a la naturaleza que pueden caracterizarse como científicos, ya que todos ellos obtuvieron conquistas valiosas en el conocimiento del mundo físico.23 La primera de dichas tradiciones, la organicista, gozó de un inmenso prestigio durante la baja Edad Media y los siglos XV y XVI, época esta en que empieza a declinar. Era sustentada por la sólida autoridad de Aristóteles, Galeno y Ptolomeo, y sus principales hipótesis sobre el cosmos físico estaban incorporadas a la teología cristiana, en una vasta y monumental síntesis,24 ordenada y jerárquica. Como escribe un autor: Dios, el hombre, los ángeles, igual que los animales, los planetas y los elementos, todos tenían su lugar en un mundo cuyo centro eran el hombre y la tierra, y que tenían los cielos más allá de su circunferencia. Esta visión del universo era emocionalmente satisfactoria, religiosamente ortodoxa y poéticamente inspiradora.25 Las analogías biológicas de crecimiento y decadencia privan en la tradición organicista preocupada del constante cambio, y no del curso regular y uniforme de la Naturaleza.26 La masa de datos empíricos que obtuvo, por la acuciosa y perseverante observación de los fenómenos, fue muy grande, lo que, por un lado, era la garantía de la veracidad de las teorías biológicas, astronómicas o médicas que sustentaba, pero que, por otra parte, fue la causa de que sus seguidores escolásticos cayesen en teorizaciones excesivas. La corriente científica organicista estuvo unida al amplio sistema filosófico de la escolástica medieval, sólida y coherente construcción lógica que explicaba racionalmente el cosmos físico y el mundo moral. Por su mismo carácter dogmático y cerrado no permitió las disidencias doctrinales en el terreno científico, que le representaban las tradiciones hermética y mecanicista, aunque, con la primera de éstas logró, en repetidas ocasiones, concertar sus conceptos en una cómoda síntesis que un autor del siglo XVII denominó ciencia hermetoperipatética. La explicación organicista del mundo físico se mostró inoperante en el campo de la astronomía con el resurgimiento del heliocentrismo (Copérnico) y en el campo de la mecánica con los experimentos sobre el vacío (Torricelli, Pascal, Guericke), sobre la trayectoria de un proyectil (Tartaglia), y sobre la aceleración y la gravedad (Galileo). A partir de entonces todos los paradigmas organicistas fueron sujetos a numerosas revisiones y sustituidos por explicaciones más satisfactorias.

    La revalorización relativamente reciente de la segunda de las tradiciones que aquí nos ocupan, la denominada hermética o mágica, es una de las conquistas de la historia de la ciencia.27 Para el científico o filósofo hermético el cosmos era una obra de arte preñada de misterios que sólo al iniciado correspondía descubrir. En esta labor había que buscar los enlaces ocultos, las tramas invisibles de los fenómenos, las relaciones numéricas y matemáticas que explicaban la armonía del cosmos, ya que los secretos del universo habían sido escritos por Dios en lenguaje matemático y místico.28 Toda esta concepción del mundo físico tuvo imponderables consecuencias en el campo de las ciencias. Figuras como Copérnico, Tycho Brahe y Kepler, en astronomía; Paracelso, Glauber y Van Helmont, en química y medicina, y Gilbert en física, no son sino unos cuantos nombres de relieve dentro de la gran cantidad de científicos que se sintieron atraídos por esta corriente; la cual, a simple vista, parecía ser la menos racional y lógica de las tres, pero que a la luz de sus contribuciones a la revolución científica del siglo XVII, bien pudiera ser que comparta, junto con las doctrinas mecanicistas, un lugar preeminente.29 Todavía quedan por evaluar las aportaciones de lo que podríamos denominar corriente hermético-mecanicista a la eclosión científica de ese siglo.

    Lugar relevante en la historiografía positivista de la ciencia ha ocupado siempre la tradición mecanicista. La búsqueda de leyes que explicasen la regularidad y recurrencia de los fenómenos del mundo físico fue siempre la nota prevaleciente en las obras e investigaciones de los científicos mecanicistas, sobre todo a partir del siglo XVII. La posibilidad de captar matemáticamente el carácter inmutable y regular de la naturaleza permitía prever los fenómenos, ya que éstos quedaban sujetos a leyes invariables. El modelo mecánico del cosmos se impuso en todas las ramas de la ciencia, desde la astronomía hasta la biología. Sus explicaciones, que se oponían a los conceptos organicistas y en buena medida también a los herméticos, se abrieron camino lentamente en las mentes de los científicos. Sus demostraciones eran claras y matemáticamente impecables e inteligibles. A ella se adscribieron figuras como Galileo, Mersenne, Descartes y Newton, aunque cabe señalar que a veces en la obra de estos sabios apuntan destellos herméticos que resultan interesantes. El rigor y claridad de sus trabajos hizo que los paradigmas mecanicistas triunfaran definitivamente hacia mediados del siglo XVIII. Desde entonces las ciencias se rigen con base en sus hipótesis y teorías.

    Dentro de estos lineamientos se desenvolvió la ciencia mexicana desde la llegada de los europeos al Nuevo Mundo. Su desarrollo científico estuvo influido, a menudo más de lo que se cree, por las nuevas teorías surgidas de las tradiciones científicas que acabamos de describir en forma sumaria. Nuestro país se incorpora a la cultura occidental en un momento crucial de su desenvolvimiento científico y fue partícipe y beneficiario de él, justo en el momento en el que la eclosión se empezaba a hacer sentir alimentada por el monumental cúmulo de logros y datos de muchos siglos de observación y experimentación que América heredaría a través de sus conquistadores europeos.

    EN BUSCA DE LA CIENCIA MEXICANA

    Un pasado liquidado

    Acercarse a las obras científicas, sean mexicanas o de cualquier otro lugar, es aproximarse a lo, por definición, fugaz y perecedero, a lo que no puede considerarse como perenne, es decir a las producciones humanas que, como ningunas otras están marcadas por el signo de la caducidad. Las obras de ciencia, sin importar el valor que en algún momento hayan tenido, son transitorias, ya que siempre son superadas por otras que las corrigen, añaden o complementan. Las concepciones científicas, aun las de mayor alcance e influencia y que aparentan poseer un valor más permanente, son históricas ya que poseen siempre un aquí y un ahora.30 El carácter acumulativo del saber científico es la razón de ser de la transitoriedad de las teorías, que al caducar, sirven de escaño a las siguientes. La historicidad de la ciencia la da la sucesión de verdades relativas que se ha postulado en un momento del pasado; de ahí que el criterio de selección que deba seguir el historiador de la ciencia tenga que estar condicionado a ese carácter relativo de los textos. Sobra decir que en muchos casos, sobre todo cuando se estudia el desarrollo científico de países colonizados, el trabajo es, más que de selección, de rescate. Rescate de un pasado liquidado que tiene características de prehistoria y que parece que podría ser revivido sólo a título de mera curiosidad erudita, de puro ejercicio intelectual pero que, en realidad, lo es sólo como afán legítimo de comprender las dimensiones de un pasado olvidado. Acercarse a la historia secreta de México tiene entonces un doble significado, ya que el rescate se emprende no sólo porque las obras sean textos científicos que por serlo yacen olvidados, sino también porque dichos textos son mexicanos y pocas veces han provocado los desvelos de los historiadores. Se trata entonces de un doble olvido que explica en parte la actitud de la historiografía mexicana tradicional respecto del desenvolvimiento científico de nuestro país.

    Pero otros factores también han ayudado a esta condición marginal de la historia de la ciencia en México. Durante los tres siglos coloniales el desarrollo del saber científico se vio entorpecido por la superstición, la persecución, la censura y por el dominio eclesiástico de la educación. Ciertamente, a partir del siglo XVIII estos obstáculos se debilitan y nuevas corrientes de apertura relajan el hierro de la censura y permiten una mayor libertad de expresión, siempre dentro de la ortodoxia religiosa, lo que no quiere decir que la disidencia oculta, a veces lindante con la herejía, no se diera. Las corrientes científicas modernas que a menudo conducían a conclusiones lesivas al dogma penetraron en la Nueva España desde el primer tercio del siglo XVII. Esto nos ha llevado, lógicamente, a indagar acerca de la mayor o menor originalidad o modernidad científica de los hombres de ciencia que florecieron bajo la dominación española al mismo tiempo que nos ha permitido incorporar a México a la tradición científica europea. La búsqueda de los momentos en que nuestro país tomó posesión, abierta o solapadamente, de un descubrimiento determinado o de una teoría dada, de la forma en que los asimiló, utilizó o enriqueció, a veces con aportaciones originales desprendidas de su propia experiencia, es una tarea ardua pero apasionante. Una mejor comprensión de los matices de este proceso nos ha ampliado la perspectiva enormemente, al mismo tiempo que nos ha dado una mayor conciencia de la historicidad de nuestra ciencia. El presente ilumina siempre al pasado por medio de una hermenéutica adecuada.31

    La ciencia mexicana de los últimos cuatro siglos y medio ha estado sujeta a los esquemas explicativos, es decir a los paradigmas, de la ciencia occidental y se ha desarrollado dentro de sus presupuestos teóricos. Esto no quiere decir que la herencia prehispánica no haya tenido cabida dentro del desenvolvimiento de la ciencia posterior a la llegada de los españoles; pero para el estudio de la ciencia mexicana dentro del contexto universal es indudable que prevaleció la visión europea. Aun ramas del saber, como la botánica y la farmacoterapia, llevadas por las culturas primitivas a un alto grado de desarrollo, no tardaron en caer dentro de los esquemas europeos de clasificación y sistematización. No dudamos que muchas de estas civilizaciones lograran espectaculares avances en terrenos como la astronomía o las matemáticas, pero es indiscutible que dicho saber influyó poco en la ciencia europea y en el complejo sistema de paradigmas científicos que prevalecían en el siglo XVI.

    Nuestros científicos de los primeros decenios coloniales se alimentaron básicamente del saber clásico y de los comentaristas y glosadores de la época medieval. La difusión de la ciencia antigua durante el siglo XVI se dio a través de la impresión de los textos clásicos anotados y comentados. Ejemplo notable fueron las obras científicas de Aristóteles comentadas por Tomás de Aquino. En esta obra, que ilustra como pocas el saber científico novohispano del siglo XVI por el grado de difusión que alcanzó, se conjugaba gran parte de la sabiduría científica de la antigüedad con los comentarios de uno de los más grandes sistematizadores del dogma cristiano. También las ediciones de Arquímedes, Ptolomeo, Plinio y Galeno hallaron eco en el Nuevo Mundo. La imprenta probó ser en esta época, como las armas desarrolladas entonces, un invento de largo alcance.

    También se conocieron en fecha temprana las obras modernas de autores europeos. A pesar de las restricciones se difundió la matemática a través de las obras de Maurolico, Tartaglia y de los algebristas italianos del XVI; la astronomía, si bien no a través de Copérnico directamente,32 sí a través de sus impugnadores o comentadores como Mauro o Magini; la anatomía moderna llegó con el texto clásico de Vesalio; incluso los textos revolucionarios de Paracelso y su escuela encontraron eco en estas tierras. De hecho ninguna de las tres tradiciones científicas careció de difusión en los círculos científicos novohispanos. Ciertamente mucho de este saber resultaba novedoso y revolucionario y por ello peligroso a la ortodoxia religiosa, pero a pesar de todo logró seguidores. Ramas del saber científico tales como la matemática pura o aplicada contaron desde el siglo XVI con grupos de estudiosos. Cabría añadir que este desarrollo matemático, que va de Diego de Porres Osorio de mediados del siglo XVI a Agustín de la Rotea a fines del XVIII o José Antonio Rojas a principios del XIX, es uno de los elementos que iluminan el grado de avance científico alcanzado durante los siglos coloniales. Si bien ninguno de sus cultivadores fue un genio insigne, algunos alcanzan, a nuestros ojos, estatura no desdeñable.

    Como ya hemos dicho anteriormente, la ciencia mexicana no carece de continuidad y ha estado sujeta, desde la llegada de los españoles, a una constante aceleración, que si bien en ciertas etapas no es muy notoria, no por ello dejó de darse. Continuidad y aceleración quieren decir transmisión de una comunidad científica a otra posterior de los datos acumulados, de las experiencias logradas y de las teorías que las explican y que la comunidad receptora está en posibilidades de aceptar, reformar o rechazar. No encontramos en momento alguno una decadencia del interés por la investigación científica, lo único que percibimos es un cambio de objetivos, representado por el tipo de campos que se exploran. No hay silencios originados por la inactividad científica, no existe regresión, a lo sumo hay breves periodos de mínima aceleración, casi de estancamiento, provocados por condiciones políticas y sociales poco propicias al inquirir científico. En esos instantes, agraciadamente no muy largos, la ciencia espera; los logros anteriores sufren poco impulso hacia nuevas metas y, en comparación con otros países donde las condiciones sociales sí son favorables, la ciencia de nuestro país se retrasa. Así lo que parece detención sólo es espera. Incluso aspectos capitales, que influyen grandemente en el desarrollo del saber científico de México, tales como la enseñanza superior, a veces entraron en serias crisis provocadas por las convulsiones sociales, sin que ello quiera decir que el avance científico alcanzado haya sufrido merma, todo lo más que ha acontecido es un cierto compás de espera que ha provocado, sí, un retraso respecto del avance general de la ciencia.

    Continuidad y discontinuidad de la ciencia mexicana

    Varios son los periodos que, como cortes convencionales de una línea continua, podemos establecer para el estudio de la ciencia en México. Es indudable que se dificulta determinar los puntos de enlace cuando consideramos que ninguna época es homogénea,33 ya que sin detenernos a ponderar cuál sea la nota dominante con la que podemos calificar a un determinado periodo, siempre es posible que aparezcan hombres que, en mayor o menor medida y a pesar de pertenecer a una época dada, produzcan obras que parecen ser discordantes y aun antagónicas del tono de su época. El siglo XVIII mexicano es un ejemplo que abunda en dichos contrastes. Por otra parte, es evidente que no se deben hacer periodizaciones arbitrarias de la historia de la ciencia de un país empleando únicamente cierto tipo de cortes cronológicos o utilizando como puntos de inflexión hechos o sucesos políticos o sociales, es decir factores extracientíficos. Todo intento de dividir en etapas el desenvolvimiento científico de un país debe estar determinado ante todo por el tipo de creencias científicas, de paradigmas adoptados y aceptados por una comunidad científica cualquiera. Sólo así resulta congruente un intento valedero de periodización en el campo de la historia de la ciencia. Sin el análisis y comprensión de ese tipo de creencias y de la tradición científica a la que pertenecen, se corre el riesgo de adoptar acotaciones artificiales que resultan de poca significación para nuestro tema.

    Podemos considerar el periodo 1521-1580 como el lapso de aclimatación de la ciencia europea en México. Se caracteriza por los estudios botánicos, zoológicos, geográficos, médicos, etnográficos y metalúrgicos. Las sistematizaciones que se intentan en estos campos caen plenamente dentro de los esquemas taxonómicos de la tradición organicista y aristotélica. Desde 1580 hasta aproximadamente 1630 cambia levemente la tónica con la aparición de textos que apuntan teorías astrológicas y alquimistas de marcado corte hermético, así como de obras elaboradas de acuerdo con las teorías mecanicistas del siglo XVI. Ninguna de estas corrientes logró, sin embargo, sobrepasar en número e importancia a los textos de influencia aristotélico-galénica. Desde 1630 a 1680 observamos un cambio sustancial en los intereses que coincide con una mayor difusión de las teorías herméticas y, en menor grado, de las mecanicistas, ambas estimuladas por un interés en los estudios matemáticos y astronómicos. Surgen notables figuras que dan un impulso definitivo a la ciencia mexicana. Desde 1680 a 1750 percibimos un aumento sensible en el ritmo científico de la Nueva España. El mecanicismo toma carta de naturalización en competencia con las teorías herméticas y frente a una marcada decadencia de la tradición organicista y escolástica. Se gesta el profundo impulso que llevará al triunfo de las tesis mecanicistas en el lapso subsiguiente, el que corre de 1750 a 1810, época de gran auge científico, en la cual se perfilan figuras de relieve y donde paradójicamente, sobreviven restos fosilizados de paradigmas tiempo ha descartados. Los estudios científicos amplían enormemente sus perspectivas. Una nueva taxonomía se adopta en los terrenos de la botánica y de la zoología. Se adoptan las concepciones newtonianas al aceptarse como indubitable la extensión cósmica de la gravitación. En los terrenos de la química, la metalurgia, la geología, la medicina, la estadística y la geografía, la Nueva España logró avances notables. La violenta crisis de 1810-1821 frenó transitoriamente el ritmo de la labor científica aunque no logró extinguirla. De 1821 a 1850 la ciencia mexicana vivió en buena medida del vigoroso empuje ilustrado y siempre sujeta a los avatares de la inestabilidad política y social. Sin embargo, desde 1850 en adelante el impulso positivista abrirá a la ciencia mexicana una nueva época de gran riqueza y productividad que ha llegado, con los altibajos provocados por las violentas crisis sociales de principios de siglo, hasta nuestros días.

    Como derivación lógica de la adopción de ciertos paradigmas, a cada una de las épocas que aquí hemos delimitado la caracteriza un lenguaje peculiar indisolublemente unido a las creencias científicas de una comunidad determinada de hombres de ciencia. El lenguaje resulta en estos casos el termómetro del tradicionalismo y de los prejuicios, así como también del avance y de la modernidad de nuestros científicos. Sin embargo, los mismos términos en dos épocas diferentes a menudo tienen un significado distinto. Los símbolos cambian de contenido aunque sean los mismos en uno y otro momento.34 Los diferentes tipos de mentalidad científica prevalecientes en los periodos que acabamos de acotar se detectan en el lenguaje utilizado y, sin temor a exagerar, aun en el tipo de escritura.

    Poco podemos comprender el carácter intrínseco de esos periodos que hemos delimitado para estudiar el desenvolvimiento científico de México, si omitimos el análisis de los grupos de hombres de ciencia que forman la secuela de comunidades científicas que se suceden, de una época a otra, dentro de una sociedad determinada. Ésta es la otra variable que debe tenerse en consideración en todo intento de periodización de la ciencia mexicana.

    Si hemos de atenernos a la definición de que una comunidad científica es aquella que está compuesta por personas que comparten un paradigma científico,35 es obvio que en México se dio este fenómeno desde fecha temprana entre los diversos grupos de hombres de ciencia que practicaban una o varias ramas del saber científico. Estas comunidades son el elemento cohesivo que le da continuidad a los diversos periodos acotados arriba y aunque los intereses particulares de cada una hayan sido diferentes es evidente que sus miembros poseían, y compartían, un conjunto de creencias comunes. No existe obra de ciencia, que surgida de cualquier comunidad científica pueda desconectarse del conjunto de ideas que prevalecían en ese momento en el ámbito intelectual local, aunque sí se da el caso de que un científico destacado lograra llegar más adelante en sus investigaciones que los miembros de su círculo. Tal es el caso por ejemplo de fray Diego Rodríguez, distinguido matemático y astrónomo que vivió a mediados del siglo XVII.

    Este fenómeno de las comunidades científicas no se dio exclusivamente en la Ciudad de México, en su calidad de cabecera del país y de foco centralizador de la labor intelectual. En las ciudades de Puebla, Oaxaca, Morelia (Valladolid), Querétaro, San Luis, Campeche, Guadalajara, Zacatecas, Guanajuato y Mérida, se originaron en estos cuatro siglos que estudiamos comunidades científicas más o menos numerosas. Algunas de ellas, como por ejemplo la poblana, tuvieron destacados hombres de ciencia desde fecha temprana. Muchas veces al iluminar una de estas personalidades relevantes nos percatamos que pertenecía a un núcleo científico y social más amplio en el que aparecen otras figuras señeras hasta entonces ignoradas.

    La labor de las comunidades científicas del periodo virreinal se evidencia en las obras impresas o manuscritas que nos legaron, en su labor pedagógica o proselitista, en las polémicas que de vez en cuando se levantaron entre sus miembros, en las reuniones esporádicas que celebraban en forma de tertulias científicas, o en sus contribuciones a la difusión y vulgarización del saber científico. En la época nacional las comunidades lograron fundar instituciones de gran valía y revistas que en algunos casos podemos alinear con las mejores que en su momento se publicaban en Europa, como La Naturaleza o los Anales de Fomento, o el Boletín de la Sociedad Mexicana de Geografía y Estadística.

    Desde mediados del siglo XVI, y en coincidencia patente con la fundación de la Real y Pontificia Universidad de México, vemos aparecer los primeros núcleos científicos de importancia. Ahí aparecen figuras como la de fray Alonso de la Veracruz, Agustín Farfán, Alonso López de Hinojosos, Francisco Bravo, José de Acosta, Diego García de Palacio, Juan de Cárdenas, fray Alejo de García, Juan Díez, Francisco Hernández, Tomás López Medel, por no mencionar sino a algunos. Todos ellos florecieron en la segunda mitad del siglo y nos han legado obras médicas, botánicas, zoológicas o matemáticas que reflejan los intereses de la época. A esta comunidad la sucedió en el primer tercio del siglo XVII otra que contaba entre sus miembros a Juan de Barrios, fray Francisco Jiménez, Pedro de Paz, Juan Gallo de Miranda, Enrico Martínez y los técnicos del desagüe del Valle de México. Al mediar el siglo XVII surge uno de los núcleos científicos más relevantes del virreinato, con marcadas inclinaciones a la astronomía y a las matemáticas. Fray Diego Rodríguez, fray Felipe de Castro, Gabriel López de Bonilla, Juan Ruiz, Nicolás de Matta, Melchor Pérez de Soto y Luis Becerra Tanco son algunos de sus miembros. Al mismo tiempo se daba en Puebla un fenómeno similar y tan rico como el de la capital con las personalidades reunidas en torno al matemático Alejandro Fabián. Ambas comunidades tuvieron secuela. La capitalina en el nutrido grupo de Carlos de Sigüenza y Góngora, Juan de Saucedo, Feliciano Ruiz, Joseph de Escobar Salmerón, Eusebio Francisco Kino (que, aunque austriaco, podemos integrarlo a esta comunidad en virtud de su sonada polémica con Sigüenza), Antonio Sebastián de Aguilar Cantó, Gaspar Juan Evelino, Juan de Avilés Ramírez, José Campos, Mario Antonio de Gamboa y Riaño y Diego de Osorio y Peralta. Esta comunidad prolonga su existencia hasta clausurar el siglo. La continuidad de la poblana nos lleva a los albores del siglo XVIII con las figuras de Juan de Oñate, Cristóbal de Guadalajara y Juan Antonio de Mendoza y González. En este lapso floreció en Campeche el olvidado astrónomo Martín de la Torre.

    La primera mitad del siglo ilustrado nos pone de manifiesto, por lo numeroso de las comunidades y sus varias producciones, la continuidad que puede establecerse entre el núcleo de los eminentes científicos de las postrimerías del siglo XVII y los grupos ilustrados de la segunda mitad del XVIII. Registremos los nombres de Miguel Mussientes y Aragón, Marcos José Salgado, Buenaventura Francisco de Ossorio, José Saénz de Escobar, José Antonio de Villada, Martel Núñez de Villavicencio, Pedro de Alarcón, Pedro de Ribera, José Antonio de Villaseñor y Sánchez, Domingo Laso de la Vega, Miguel Espinosa de los Monteros, Cristóbal Antonio Salvatierra, Félix Prósperi, Francisco Javier Alejo de Orrio, José Antonio García de la Vega, fray Manuel Domínguez de Lavandera y José Francisco de Cuevas Aguirre y Espinosa. La mayoría de ellos inclinados a las matemáticas puras o aplicadas y a la astronomía, tal como sus predecesores, aunque también hubo médicos destacados como Francisco Capello, José Antonio de Pérez Cabeza de Fierro y José Francisco de Malpica Diosdado, o botánicos como Juan de Esteyneffer. Mientras en Zacatecas florecía Joseph de Rivera Bernáldez, en Puebla surgía un brillante grupo de científicos como Juan Antonio de Revilla y Barrientos, José Mariano de Medina, Teodomiro Díaz de la Vega, Francisco Reyes del Carmen, Antonio Gamboa, Narciso Macop, Miguel Francisco Ilarregui y Antonio de Alcalá. En su seno se dieron algunas polémicas científicas de tono modernista-tradicional, como la de Medina con Macop o la de Reyes del Carmen con Díaz de la Vega. De una u otra manera todos estos grupos de esta primera mitad del siglo XVIII se inclinan hacia alguna de las ricas vertientes del saber científico. La geografía, la astronomía, la medicina, la metalurgia, la botánica son las disciplinas más socorridas.

    La segunda mitad del siglo vio la aparición de una de las comunidades científicas más brillantes de toda nuestra historia cuya labor se puso de manifiesto en la gran cantidad y variedad temática de las obras de ciencia que produjo, en el alto nivel de muchas de ellas, y en la amplia difusión que sus miembros dieron a los avances científicos alcanzados en Europa a través principalmente, de las instituciones que fundaron y que resultan ser una de las más evidentes pruebas del vigor de la polifacética familia intelectual de estos decenios. Así, en 1768 se crea la Real Escuela de Cirugía gracias a las gestiones de Antonio Velázquez y de Domingo Rusi; en 1781 se fundó la Real Academia de las Nobles artes de San Carlos, en 1787 el Jardín Botánico, y en 1792 el Real Seminario de Minería. Además, se multiplican las expediciones científicas de todo tipo que aportaron valiosos datos a la geografía y a la historia natural de México.

    La nómina de esta amplia comunidad ilustrada es rica en figuras de primera fila. Algunas personalidades científicas de los años anteriores y que pertenecen a las comunidades antes mencionadas, como Ilarregui o García de la Vega, se sitúan como enlace de ambos núcleos de científicos de las dos mitades del siglo. Así, de este periodo, 1750-1810, mencionaremos a Felipe de Zúñiga y Ontiveros, Ignacio Coromina, Juan Benito Díaz de Gamarra, José Rafael Campoy, Agustín de la Rotea, Francisco Javier Alegre, Francisco Javier Clavijero, Mariano de Zúñiga y Ontiveros, Francisco Javier Gamboa, Diego de Guadalajara, Antonio de León y Gama, José Antonio Alzate, Francisco Javier de Sarria, Joaquín Velázquez de León, José Ignacio Bartolache, fray José de Soria y José Echevarría. A ellos vienen a sumarse las figuras de la última etapa ilustrada de la Colonia, aquella que recibe, a partir de los años ochenta, el impulso de la Corona española y que cuenta en su haber a científicos como Andrés del Río, Fausto de Elhuyar, Federico Sonneschmidt, José Garcés y Eguía, Francisco Bataller, Luis Lidner, Alejandro de Humboldt, José Mariano Mociño, Martín Sessé, José Longinos Martínez, Vicente Cervantes, Diego del Castillo, Daniel O’Sullivan, José Luis Montaña, fray Juan Navarro, Anacleto Rodríguez Argüelles, José Antonio Rojas, Wenceslao Barquera y Francisco Javier Balmis por no mencionar sino a unos cuantos. La supervivencia de la ilustración científica mexicana se pone de manifiesto en las comunidades que surgen en algunas regiones del país en el alba de la era nacional y que, como ya dijimos, recogen buena parte del legado dieciochesco. Entre las figuras que pasan a la nueva

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