El infinito juego de la ciencia: Cómo el pensamiento científico puede cambiar el mundo
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El infinito juego de la ciencia - Edoardo Boncinelli
BREVIARIOS
del
FONDO DE CULTURA ECONÓMICA
618
Edoardo Boncinelli
Antonio Ereditato
El infinito juego
de la ciencia
Cómo el pensamiento científico
puede cambiar el mundo
Traducción de
TOMÁS SERRANO CORONADO
Fondo de Cultura EconómicaFONDO DE CULTURA ECONÓMICA
Primera edición en italiano, 2020
Primera edición en español, 2022
[Primera edición en libro electrónico, 2023]
Distribución mundial
© 2020, il Saggiatore S.r.l., Milán
Publicado bajo convenio especial con The Ella Sher Literary Agency
www.ellasher.com
Título original: L’infinito gioco della scienza. Come il pensiero scientifico
può cambiare il mondo
D. R. © 2022, Fondo de Cultura Económica
Carretera Picacho-Ajusco, 227; 14110 Ciudad de México
Comentarios: editorial@fondodeculturaeconomica.com
Tel. 55-5227-4672
www.fondodeculturaeconomica.comDiseño de portada: Laura Esponda Aguilar
Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra, sea cual fuere
el medio, sin la anuencia por escrito del titular de los derechos.
ISBN 978-607-16-7763-1 (rústico)
ISBN 978-607-16-7796-9 (ePub)
Impreso en México • Printed in Mexico
El infinito juego de la ciencia
a Angela y Paola,
nuestros descubrimientos más importantes
ÍNDICE
Prefacio
Agradecimientos
1. No sólo observar
2. El hombre se apropia del mundo
3. ¿Observar o modificar?
4. Nosotros y la ciencia que cambia y nos cambia
5. El futuro y lo desconocido dentro y fuera del hombre
PREFACIO
No podemos prescindir en absoluto de conocer, es decir, de entender, de explicar y quizá de prever y enseguida atesorar lo aprendido llevándolo a la práctica. Poseemos los instrumentos para hacerlo, nos gusta hacerlo y probablemente tampoco podríamos renunciar a hacerlo. La razón y la necesidad de ello deben buscarse en el objetivo, común a todos los demás seres vivos, de sobrevivir lo suficiente para dejar una descendencia consistente, aun cuando legítimamente la cuestión con el tiempo no se haya limitado a esa necesidad primaria. Haciendo eco de la enseñanza socrática, somos conscientes de no saberlo todo, pero también estamos convencidos de que algo podremos finalmente aprender si trabajamos de manera inteligente en ello. Indagar e investigar, nunca satisfechos de sondear el mundo que nos rodea para tratar de comprender sus razones y sus mecanismos, para entender la estructura de las cosas que observamos e incluso la de aquellas que no podemos ver directamente. Intentamos hacer lo mismo con aquello que viaja por nuestra mente, fortalecidos con ese río de sensaciones que se suceden más o menos veloces en nuestra cabeza y que llamamos conciencia. Excavamos en la profundidad de la materia, viajamos con la fantasía en el vacío del cosmos y en la inmensidad del tiempo y, curiosos, tocamos y enseguida violamos el límite sutil entre la naturaleza inanimada y la vida biológica. Es más fuerte que nosotros: el animal probablemente más curioso de la Tierra observa y estudia con atención su ambiente y, en esta acción suya, lo modifica inexorablemente. Y comportándose de esta manera, se cambia incluso a sí mismo, en un proceso circular implacable que se inició cuando bajamos de los árboles y terminará sólo cuando ya no existamos. La fuerza del hombre radica precisamente aquí, un poder que se funda en una gran dote que le ha proporcionado la evolución. Una combinación de curiosidad, de habilidad para construir instrumentos, para evocar el universo hasta hacerlo bajar al interior de nuestra mente, para luego transformar, cambiar, crear —probablemente destruyendo hipótesis y convicciones y, en consecuencia, creando nuevas—. Conocer y saber, gracias a la ciencia.
Todos imaginamos en qué consiste este investigar, por lo menos teóricamente. Se observan los fenómenos que nos interesan, tratando de formarse una primera idea somera de cómo están las cosas. Cuando los conceptos iniciales toman forma y pueden ser verbalizados se formula una hipótesis, es decir, una propuesta lo más clara posible acerca de la naturaleza de los eventos que estamos observando. Tal propuesta será objeto a su vez de una profunda reflexión y de discusión entre la comunidad científica, hasta en tanto no asuma una apariencia tan aceptable que no contenga contradicciones internas y no contraste demasiado con todo aquello que se conozca en el momento. Llegados a ese punto, el marco explicativo propuesto toma el nombre de teoría
. El hombre observador-investigador-científico ha inventado una infinidad de procedimientos y artificios dirigidos a alcanzar sus objetivos cognoscitivos y que conciernen tanto a la lógica como a las matemáticas. Sin embargo, mientras estas disciplinas pueden vivir y desarrollarse sin necesidad de algo más que no sea nuestra inteligencia, la edificación de las ciencias naturales, que tienen como propósito la comprensión de todo cuanto nos rodea, incluidos nosotros mismos, requiere aún algo más. En efecto, hasta el siglo XVII este procedimiento parecía suficiente incluso para las ciencias de la naturaleza, pero a partir de entonces se llegó a la conclusión de que las cosas no estaban precisamente así. Razonando rigurosamente acerca de las propuestas de nuestra imaginación se pueden obtener teorías admirables, que parecen verdaderas —a veces más verdaderas que la verdad—, pero no necesariamente lo son. Para poder estar razonablemente seguros de su credibilidad, y por tanto de su confiabilidad, es necesario ponerlas a prueba, a la prueba de los hechos. De esta manera entra en escena la experimentación o, dicho de otro modo, esa secuencia de observaciones capaces de destruir una teoría incluso muy bella, o bien sólo capaces de cuestionarla o, en ocasiones, corroborarla y hacerla creíble. Se antojaría decir confirmarla
, pero de sobra sabemos que cualquier confirmación será necesariamente provisional, nunca definitiva, siempre verdadera hasta una futura prueba contraria. Las ciencias naturales de hoy son ciencias experimentales. No obstante, si una teoría no se confirma o, incluso, ha demostrado estar equivocada, entonces se vuelve a empezar. Se modifica, se planean y se llevan a cabo otros experimentos y se llega a nuevas conclusiones, repitiendo el procedimiento hasta converger hacia una solución aceptable. Y de esta manera, casi hasta el infinito, por lo menos hipotéticamente. El juego de la ciencia, puesto que de un juego se trata, intelectual y material, es por ello potencialmente infinito y, por supuesto, infinitamente atractivo.
En la escala de la existencia del Homo sapiens, hace muy poco tiempo que hemos definido las reglas del juego de la comprensión del mundo, un juego tan serio que a los espectadores les parece un trabajo. No así a los científicos. Las reglas son necesariamente estrictas, puesto que no se puede ganar haciendo trampas con los demás jugadores y con el árbitro: la naturaleza. La diversión, empero, está garantizada y el premio llega finalmente, si bien suele sobrevenir a costa de grandes sacrificios. Una nueva pieza revelada, un indicio, probablemente una prueba, el pretexto para una ronda más, hasta el final del partido. Jaque mate. Como en un juego de roles que se vuelve cada vez más serio y comprometedor a medida que se va desenvolviendo, un juego que cambia todo lo que nos rodea e incluso a nosotros mismos, pero no las reglas: éstas no cambian desde hace cientos de años. El poder de esta partida es inmenso: transformar la realidad, el mundo, deseablemente para mejorar, para hacerlo cada vez más adecuado a nuestras exigencias, para conocerlo en toda su profundidad y modificarlo una y otra vez, incluso tal vez por el simple placer de hacerlo.
A menudo este juego no es del todo desinteresado: tiene el propósito de obtener, en la medida de lo posible, resultados prácticos concretos, es decir, aplicaciones tangibles de todo aquello que hemos aprendido. Muchos miran con suficiencia el universo de las aplicaciones prácticas, como si la única cosa importante fuera entender y desvelar, pero se equivocan, en la práctica y también en la teoría. En la práctica es hasta demasiado obvio: nuestra vida actual es casi en su totalidad hija de las innumerables aplicaciones de la ciencia. Pero se trata de un error también en el plano teórico y cultural. En efecto, en última instancia es únicamente el complejo de las aplicaciones en función que descienden de una determinada teoría lo que representa la confirmación más creíble de ésta. Y es éste probablemente el aspecto más interesante del juego infinito de la ciencia: una aplicación tras otra, y, si nada sale mal, la teoría se vuelve poco a poco más digna de atención. Paulatinamente estas aplicaciones cambian nuestro mundo, el mundo que nos rodea y en el que vivimos, e incluso nuestro modo de interactuar con él. Las aplicaciones científicas modifican el mundo, por poco o mucho que sea, pero es también el acto mismo de investigar lo que lo cambia, introduciendo en él novedades y transformaciones de todo tipo.
Lamentablemente, la historia no acaba aquí. Se observan enormes resistencias al modo de proceder de la ciencia y una mal disimulada desconfianza hacia sus métodos y conclusiones. Esto resulta verdaderamente una paradoja, porque nunca como ahora la investigación científica ha sido fuerte y confiable. En todo el mundo. El motivo tal vez son las grandes discrepancias entre lo que la ciencia ha adquirido y la comprensión difundida en la sociedad. Y no sólo por ignorancia, porque también el miedo y la rabia entran en la formación de esta insana atmósfera cultural. Pareciera que el pacto no escrito con la sociedad, que les deja a los científicos el peso y la satisfacción de hacer progresar ciencia y conocimiento, comienza a resquebrajarse bajo múltiples ataques concéntricos. Estamos viviendo la Edad del Elogio de la Ignorancia, que se alimenta de superficialidad, pero también de presunción, de complots, de fake news y arrogancia y, a menudo, de emociones viscerales y odio. Parecemos estar al borde de la caída del Imperio, demasiado saciados y aburridos, esclavos de automatismos sociales y comportamentales, listos para la barbarie de la ignorancia y el declinar de la cultura, evocados como purificadores de todos los males, en busca de una catarsis general y decisiva que nos conduzca hacia atrás, hacia una Edad de Oro que, en efecto, nunca existió. A duras penas se acepta la tecnología. Por supuesto, sólo faltaba que renunciáramos a teléfonos celulares y a internet, ¡pero a la ciencia sí! La ciencia nos ha traído el plástico en los océanos, el calentamiento global, organismos genéticamente modificados, enfermedades misteriosas y cánceres incurables, bomba atómica y contaminación, radiaciones de Fukushima y sustancias químicas que día tras día nos vuelven más dependientes de las multinacionales del fármaco, estas últimas igualmente responsables de la difusión del coronavirus, de la cual obtendrán enormes ganancias. Y la ciencia ha ofrecido también instrumentos al poder para controlarnos y condicionarnos —incluso a través de estelas químicas y chips subcutáneos—, para hacernos creer que los estadunidenses han estado en la Luna, que las vacunas sirven para protegernos de las epidemias y que la Tierra no es plana. Por si fuera poco, la ética de paz de los científicos está muerta y sepultada desde que algunos de ellos llevaron a cabo experimentos científicos en los campos de exterminio nazis —¿o tal vez no, dado que probablemente ni siquiera existieron, y se trata sólo de un complot urdido por los rusos y los estadunidenses por el control del mundo?—. ¿Y la pedantería y arrogancia de los científicos? Hombres de todas las certidumbres, carentes de humanidad y de fantasía, áridos y alejados del mundo, distantes años luz de las verdaderas necesidades de los ciudadanos, pagados por sus vanos, si no dañinos, experimentos.
¿Qué hacer, entonces, ante todo esto? El desfase entre conocimiento científico medio y de punta ha aumentado de manera siniestra en los últimos lustros, dejando presagiar, para un futuro lamentablemente cercano, a científicos-monjes encerrados en las torres de marfil de sus laboratorios para llevar a cabo investigaciones inútiles. ¿O acaso la solución podrá llegar, por reducción al absurdo, precisamente gracias a la ciencia y la cultura? ¿En virtud del placer del descubrimiento y de la curiosidad de conocer la naturaleza? Ciertamente será necesario invertir en los jóvenes, actuar con inteligencia, de manera capilar, caso por caso, pecho a tierra y trabajar. Entender y hacer entender que información o hiperinformación no son necesariamente sinónimos de conocimiento, y mucho menos de cultura, y que en cambio es necesario empeñarse en el estudio y la investigación, incluso a costa de sudar y agotarse. Y luego, una vez más, volver a reflexionar en lugar de reaccionar instintivamente, volver a leer en lugar de mirar, a tener dudas antes que certidumbres, a ejercer tolerancia en vez de integrismo.
Aquí les proponemos una reflexión serena —pero también despiadada y por momentos irreverente— sobre la ciencia y sus métodos, sobre los científicos, la sociedad y, en el fondo, sobre el hombre de hoy: una mirada hacia el pasado, el inventario del presente y la proyección hacia un futuro próximo y probable. No: el gran viaje de conocimiento emprendido hace miles de años no podrá interrumpirse y no se detendrá, estamos plenamente convencidos. Un viaje que ha sido y sigue siendo todavía demasiado bello para que concluya; nos lo debemos a nosotros mismos y a nuestros hijos, y a los hijos de nuestros hijos. El partido es realmente demasiado emocionante para arrojar el balón hacia la tribuna… Seguimos en la cancha para continuar el juego, el fantástico e infinito juego de la ciencia.
AGRADECIMIENTOS
Los autores agradecen a Andrea Morstabilini, Andrea Palermitano, Paola Sala y Damiano Scaramella del Saggiatore por su siempre eficaz colaboración, y a Paola Scampoli por su puntual trabajo de corrección y sus esclarecedoras sugerencias.
1. NO SÓLO OBSERVAR
ESTAMOS acostumbrados a pensar que la realidad existe en alguna parte en sí y por sí y que nosotros la podemos percibir y estudiar de una manera que hoy nos parece simple y natural, aunque demandante. Es éste, por supuesto, un punto de vista correcto para la vida de todos los días y además compartido por la mayor parte de las personas, incluidos muchos de quienes indagan la realidad como un oficio, como los científicos. No obstante, si reflexionamos un instante surge de manera espontánea la pregunta: ¿De qué realidad hablamos? ¿Y qué es la realidad? ¿Y cómo hacemos para saber que la realidad es precisamente la que percibimos?
Como ya habían observado los filósofos griegos, todo lo que podemos saber acerca de la realidad proviene de nuestros sentidos. Y no sólo de éstos, en verdad, puesto que hoy en día los sentidos biológicos se complementan con mecanismos visuales, auditivos, electrónicos y muchos otros que elaboran y amplían el concepto burdo de percepción sensorial. Si incluso consideramos sólo la vista, por ejemplo, nos hemos valido de los anteojos, del telescopio, hasta del Hubble, el telescopio espacial que orbita en el cosmos, una especie de ojo apartado
que expande la realidad
hasta la profundidad del cosmos. Y en la dirección opuesta, primero el microscopio óptico, enseguida el electrónico y luego los experimentos de física con los aceleradores de partículas que nos permiten ver
en las infinitésimas inmensidades del microcosmos, gracias al hecho de que cuanto mayor es la energía de las colisiones entre partículas, tanto menores son las dimensiones sondeadas.
Muchas religiones han extendido a lo largo de los siglos el dominio de la realidad, digamos objetiva
, introduciendo otros elementos, por definición no perceptibles, de la misma manera que la realidad manifiesta o manifestable: Dios, el alma, el paraíso, el infierno. Las divinidades omniscientes entonces nos sugieren una realidad más profunda, inspirándose en nuestros sentidos, pero naturalmente no limitándose a ellos, antes bien, en algunos casos incluso excediéndolos. Cuando un filósofo quiere discutir acerca del mundo "como