Francisco Zarco y la libertad de expresión
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Francisco Zarco y la libertad de expresión - Miguel Ángel Granados Chapa
Bibliografía
PALABRAS PRELIMINARES
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VICENTE LEÑERO
Miguel Ángel Granados Chapa era originario de Pachuca, hijo de un umbroso ejidatario, parece que cabrón, y de una maestra milagrosa que lo cuidó a cabalidad: doña Florinda. Mucho tardé en saber los avatares que tuvo que vivir para llegar a ser quien era cuando lo conocí. Nunca hablábamos de eso. No era tema de plática de un hombre misterioso de por sí.
Ya andaba de barbón cuando llegó de pronto a la oficina donde yo trabajaba: una pelambre espesa que le cubría los pómulos. Alguna vez después —dicho sea entre paréntesis— Jesús Reyes Heroles, don Jesús, le preguntó en una comida: ¿Sabe a quién me recuerda usted con esa barba?
Y respondió el propio don Jesús con risa socarrona: A Guiza y Azevedo
. No sé quién recuerda ahora a Jesús Guiza y Azevedo, que en el año 56 ocupaba la primera silla de la Academia Mexicana de la Lengua y que se había ganado fama de escritor derechoso. Por eso Miguel Ángel entendió la pulla como ofensa. Me llamó derechoso
, se quejó conmigo cuando abandonábamos el restorán. Te lo dijo nada más por la barba
, le repliqué para calmarlo. Me llamó derechoso, conservador
, insistió con vehemencia y no escuchó razones para cambiar de idea, terco y susceptible como era.
También Julio Scherer lo instaba a rasurarse: La barba lo envejece, no crea que lo embellece, licenciado
, le decía a cada rato. Pero Miguel Ángel —contreras—, la conservó por siempre: negra y poblada, sin filing, hasta que se le fue encaneciendo como la de un santaclós prematuro. La volvió imprescindible, imagen significativa de su personalidad.
De igual modo lo distinguía ese andar siempre de traje y de corbata, fuera cual fuera la ocasión: correcto y elegante, limpísimo el calzado. Me gustaría verte alguna vez de chamarra, ¡carajo!
, lo fustigaba yo. No puedo darme ese lujo —respondía— no soy como tú
, zaparrastroso, quiso decir tal vez.
La gestualidad era otro sello peculiar: ese ademán de poner el pulgar en escuadra con el índice enmarcando su rostro, como si le pesara, o el índice picando de continuo el puente de sus lentes en algo semejante a lo que podría ser un tic.
Para sus fieles radioescuchas su voz, rumiada y espesa, con pausas demasiado prolongadas de quien piensa y duda mientras habla, lo hacían localizable de inmediato al sintonizar Radiounam.
Poco reía Miguel Ángel, jamás a carcajadas; poco sí, en esos viejos tiempos cuando iba a comer y a beber tragos con Hero Rodríguez Toro, con Ricardo Garibay, con Miguel López Azuara o Samuel del Villar.
Era un lector fanático de Garibay, solamente Julio y él soportaban a Ricardo de tan chocante y repelón que era, y aprendió de Ricardo a ejercer la ironía y el sarcasmo feroz contra propios y extraños, otro rasgo febril de Miguel Ángel.
Le gustaba la música. Se sabía de memoria baladas y boleros. Los Diamantes, Los Panchos, María Greever. No era en el fondo-fondo tan solemne como todos creíamos y en lo oscuro vibraba con latidos de llanto un corazón de niño castigado.
Su dotada memoria, de saberse los nombres con sus dos apellidos, de recordar las fechas, de ubicar los sucesos, lo que hizo este o aquel en el pasado —ya lo han escrito todos sus amigos— sólo era comparable, para mí, a la de Juan José Arreola, el taumaturgo.
A veces, en Proceso, Miguel Ángel dictaba sus artículos a la añorada secretaria Elena Guerra con puntos y con comas —eso debe ir con altas
— sin distraerse un