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Ciencia y Filosofía: Aspectos ontológicos y epistemológicos de la ciencia contemporánea
Ciencia y Filosofía: Aspectos ontológicos y epistemológicos de la ciencia contemporánea
Ciencia y Filosofía: Aspectos ontológicos y epistemológicos de la ciencia contemporánea
Libro electrónico1042 páginas13 horas

Ciencia y Filosofía: Aspectos ontológicos y epistemológicos de la ciencia contemporánea

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La ciencia contemporánea revoluciona el pensamiento humano.

Ciencia y Filosofía nos propone un viaje fascinante por las sorprendentes implicaciones filosóficas de la ciencia contemporánea. La última gran revolución en las ciencias físicas ha situado al pensamiento humano ante el reto más grande que jamás se le ha presentado, y el autor del presente libro se esmera en proporcionar al lector las claves necesarias para comprender su alcance y para poder afrontarlo.

Ciencia y Filosofía es un concienzudo y documentado estudio capaz de cautivar tanto a filósofos y científicos, como a cualquiera que, sin una especial formación técnica y matemática, se halle interesado por los últimos progresos teóricos de la ciencia y por las conclusiones filosóficas de la revolución científica que provocaron las dos grandes teorías físicas del siglo XX: la teoría de la relatividad y la mecánica cuántica. Además de exponer el carácter esencial de ambas teorías, el libro discute algunas de las interpretaciones que se han hecho de las mismas y repasa algunos de los debates y controversias que su aparición ha suscitado en los últimos cien años (tanto entre los propios científicos, como entre los filósofos).

Por lo demás, Ciencia y Filosofía es un libro que podría y nos atreveríamos a decir que debería interesar a cualquiera que sienta una pasión por la ciencia como la que el propio autor trata de contagiar desde la primera página.

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento15 ene 2018
ISBN9788417382629
Ciencia y Filosofía: Aspectos ontológicos y epistemológicos de la ciencia contemporánea
Autor

Pedro Fernández Liria

Pedro Fernández Liria es Doctor en Filosofía y Letras por la UAM y profesor de Filosofía de Enseñanza Secundaria en la Comunidad de Madrid. Ha sido investigador del Instituto de Filosofía del Consejo Superior de Investigaciones Científicas. Entre sus escritos, destacan: «La conciencia desdichada». Aproximación a la fenomenología de la conciencia cristiana (1996), Hegel y el judaísmo (2000), «Regreso al "Campo de batalla"». «En torno al pensamiento del último Althusser» (2002), «Psicoanálisis y materialismo histórico en Louis Althusser» (2005) y ¿Qué es filosofía?: Prólogo a veintiséis siglos de historia (2010). Ha publicado numerosos artículos en diversas revistas especializadas y es coautor del ensayo Educación para la ciudadanía. Capitalismo, Democracia y Estado de Derecho (2008, 3ª edic.) y del libro de texto Educación ético-cívica. 4º ESO (2008). Ha trabajado, además, como guionista en varios programas de televisión. Y en los últimos diez años, se ha dedicado por entero al estudio de las implicaciones filosóficas de la ciencia contemporánea.

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    Ciencia y Filosofía - Pedro Fernández Liria

    Ciencia-y-Filosofacubierta-v13.pdf_1400.jpg

    Ciencia y Filosofía

    Aspectos ontológicos y epistemológicos de la ciencia contemporánea

    Primera edición: enero 2018

    ISBN: 9788417234904

    ISBN eBook: 9788417382629

    © del texto:

    Pedro Fernández Liria

    © de esta edición:

    , 2018

    www.caligramaeditorial.com

    info@caligramaeditorial.com

    Impreso en España – Printed in Spain

    Quedan prohibidos, dentro de los límites establecidos en la ley y bajo los apercibimientos legalmente previstos, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, ya sea electrónico o mecánico, el tratamiento informático, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a info@caligramaeditorial.com si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

    A mi padre, in memoriam,

    y a mis hijos,

    a los que he robado el tiempo

    que he empleado en escribir este libro.

    Prólogo

    A diferencia de lo que ha ocurrido en cualquier otro período de la historia, en la actualidad, los «filósofos» parecen haber dejado de sentirse en la obligación de conocer a fondo los hallazgos de la investigación científica. Hasta hace no más de doscientos años, los «filósofos» no sólo poseían un elevado conocimiento de las teorías producidas por los científicos de su tiempo, sino que, en muchos casos, ellos mismos contribuían directamente a formularlas, a mejorarlas o a probarlas. De hecho, hasta el siglo XIX, el filósofo y el científico resultaban, en realidad, indiscernibles. El científico era, como no podía ser de otro modo, philósophos, «amante de la sabiduría» y del conocimiento; y la palabra philosophía se refería justamente a lo que hace el científico en cuanto tal. Como hemos mostrado ampliamente en otro lugar, la filosofía no es sino la actitud, la disposición o tipo de inquietud propias del investigador y del científico; e, inversamente, la ciencia (el conocimiento) no es sino el objetivo perseguido naturalmente por el filósofo.

    Sin embargo, por razones que sería preciso analizar a parte, una suerte de reflexión separada de las ciencias, y definida, incluso, por oposición a éstas, pasaría a ser incoherentemente identificada con la filosofía misma, dando lugar a un sinfín de malentendidos que el ámbito académico aún no ha logrado deshacer completamente.

    El presente libro quiere reivindicar para la filosofía su natural y original preocupación por la ciencia, la inquietud por el conocimiento que dio lugar a su nacimiento en el siglo VI a.C. La obra está escrita desde el convencimiento de que, precisamente en cuanto filósofos, no podemos permitirnos ignorar los conocimientos alcanzados por las ciencias contemporáneas. Sólo contradictoriamente puede el filósofo dejar de interesarse por el acervo de problemas, resueltos y por resolver, que plantean el conjunto de las ciencias de su época.

    Firmemente instalado en esta certeza, el presente estudio aborda los más importantes problemas ontológicos y epistemológicos que los recientes progresos de las ciencias físicas han ido suscitando y poniendo de manifiesto. Como es sabido, la formulación, a principios del siglo pasado, de la teoría de la relatividad y la mecánica cuántica supuso una revolución sin precedentes, no sólo en nuestra comprensión del mundo físico y en nuestra noción de lo real, sino también en nuestra forma de concebir el propio conocimiento científico. Dichas teorías y sus desarrollos posteriores abrieron un abismo aparentemente insalvable entre la experiencia común y el conocimiento científico, sometieron la imaginación a suplicio, trastocaron nuestra forma de entender el papel de las matemáticas en el conocimiento del mundo físico y condujeron al pensamiento de la naturaleza a niveles de abstracción nunca antes conocidos.

    Las páginas que siguen tratan de arrojar algo de luz sobre estos resultados inesperados de la reciente investigación científica, pero, sobre todo, tratan de formularlos de la manera más clara posible, para servírselos como objeto de reflexión a los que, de un modo u otro, se vienen ocupando de la «filosofía». Uno de los objetivos del libro es, justamente, despertar, en el autocomplaciente mundo académico filosófico actual, la inquietud por la ciencia y por algunos de los más relevantes problemas planteados por la investigación científica reciente.

    Su compromiso con esta empresa explica, en parte, el peculiar modo en que el texto se halla escrito. El libro recoge un elevado número de testimonios de muchos destacados y reconocidos especialistas en los difíciles problemas que en él se abordan. El objetivo es que sirvan de base a una ulterior evaluación crítica de las opiniones que los científicos tienen sobre la actividad que ellos mismos desarrollan.

    En todo caso, nos daríamos por satisfechos si lográsemos contribuir en alguna medida, por pequeña que ésta fuera, a convencer al inquieto hombre actual, tan alejado de la ciencia en estos tiempos «posmodernos» que corren, de la importancia de conocer y de pensar los hallazgos teóricos de las ciencias de su época.

    Capítulo 1

    La revolución en la física contemporánea y los nuevos problemas epistemológicos

    1. La «ruptura epistemológica» entre el conocimiento científico y el conocimiento común

    La época contemporánea ha consumado la ruptura entre conocimiento común y conocimiento científico, entre experiencia común y experimentación científica. En su desarrollo contemporáneo, las ciencias físicas y químicas pueden ser caracterizadas como dominios del pensamiento que rompen abiertamente con el conocimiento ordinario. Entre éste y aquellas hay una discontinuidad epistemológica.

    GASTON BACHELARD,

    Le rationalisme appliqué, 1949

    El siglo XX –el «siglo de la ciencia», como lo ha llamado, entre otros, J.M. Sánchez Ron¹– ha sido el escenario de dos grandes revoluciones científicas, ambas acontecidas en el campo de la física. La primera, producida por la aparición de la Teoría de la Relatividad especial y general; la segunda, por la formulación de la Mecánica Cuántica. El trabajo y el genio inconmensurable de físicos como Albert Einstein, Max Planck, Louis de Broglie, Niels Bohr, Werner Heisenberg, Pascual Jordan, Paul Dirac, Wolfgang Pauli, Erwin Schrödinger, Max Born o John von Neumann, por mencionar sólo a los principales responsables de la citada doble revolución, nos han devuelto un mundo muy distinto a aquél en el que, desde el siglo XVII, nos habíamos ido acostumbrando a vivir.

    Es sabido que cada avance significativo en el desarrollo de una ciencia acostumbra a ir acompañado de un distanciamiento del conocimiento científico respecto de la experiencia común y el conocimiento ordinario. En todas las ciencias que han alcanzado cierto grado de madurez, se ha producido un alejamiento, mayor o menor, según los casos, entre una y otra forma de conocimiento. Así ha ocurrido en la Astronomía, en la Química, en algunas ramas de la Biología, en la Economía o en la Psicología. Pero ha sido, sin duda, el desarrollo de la Física contemporánea la que ha consumado la más profunda ruptura entre la verdad científica y el conocimiento común. En el presente capítulo, nos referiremos con insistencia a la evolución de la Física durante el siglo pasado como ejemplo paradigmático de escenario teórico en el que se ha producido un claro cisma entre ambas formas de conocimiento, aunque, como decimos, la misma escisión sería igualmente constatable en la evolución de otras disciplinas científicas tan distintas de la Física como la Economía.

    Por lo demás, la existencia de la mencionada ruptura entre el conocimiento científico y el basado en la experiencia común ha sido ampliamente reconocida y señalada, y tanto su significado como sus consecuencias han sido abundantemente estudiados por numerosos autores vinculados a las más diversas disciplinas. Pero en estos primeros compases nos parece particularmente útil recordar lo que decía el filósofo británico Bertrand Russell a propósito de la misma.

    El mundo ordinario en que creemos vivir –escribe Rusell– es una construcción en parte científica y en parte pre­científica. Percibimos las mesas como circulares o rectangulares, pero cuando un pintor intenta repro­ducir su apariencia ha de pintar elipses o cuadriláteros no rectangulares. Vemos a una persona apro­ximadamente del mismo tamaño tanto si se halla a medio metro de nosotros como si está a cuatro. Hay un largo camino desde el niño que dibuja los ojos en un perfil hasta el Físico que habla de electrones y protones, pero a lo largo de ese viaje hay una afinidad constante: eliminar la subjetividad de la experiencia sensible y sustituirla por una especie de conocimiento que pueda ser el mismo para todos los que lo perci­ban. Gradualmente va aumentando la diferencia entre lo que percibimos sensiblemente y lo que creemos «objetivo». El perfil con dos ojos dibujado por el niño es aún muy semejante a lo que ve, pero los electrones y protones tienen un remoto parecido de estructura lógica. No obstante, electrones y protones tienen el mérito de que pueden ser lo que realmente existe donde no hay órganos de los sentidos, mientras que nuestros datos visuales inmediatos, debido a su subjetivismo, casi seguro que no son lo que ocurre en los objetos que se dice que «vemos»².

    La investigación científica desarrollada durante el siglo pasado ha removido nuestra concepción familiar de la realidad hasta convertirla en poco menos que una alucinación. «El hombre corriente –decía el propio Russell a este respecto– supone que la materia es sólida [compacta]; pero el físico afirma que es una onda de probabilidad que ondula en la nada. La materia en un lugar determinado es definida [por el físico] como la probabilidad de ver en ese lugar un fantasma»: el «fantasma» que vemos cotidianamente por medio de los sentidos³.

    En general, nuestros juicios sobre el mundo que nos rodea son tributarios de un «realismo ingenuo» que la investigación científica acaba tarde o temprano por desmentir. Suponemos que las cosas son simplemente lo que parecen.

    Suponemos que la hierba es verde, que las piedras son duras y que la nieve es fría. Pero la Física nos enseña que el verde de la hierba, la dureza de las piedras y la frialdad de la nieva no son el verde, la dureza y la frialdad que conocemos por nuestra propia experiencia, sino algo muy diferente. Cuando un observador cree estar observando una piedra, observa, en realidad, si queremos dar crédito a la Física, los efectos que produce la piedra sobre él mismo [sobre sus órganos sensoriales]. Así, la ciencia parece estar en guerra contra él. Cuanto más objetivo quiere ser, más se hunde en la subjetividad. El realismo ingenuo conduce a la Física, y la Física, por su parte, muestra que este realismo ingenuo, en tanto que es consecuente, resulta falso⁴.

    Así, por ejemplo, hablamos con naturalidad acerca de los colores como si fueran propiedades objetivas de las cosas que vemos. Sin embargo, lo que la investigación científica pone de manifiesto es que los colores no son sino sensaciones. Son la vivencia del efecto producido por una realidad «invisible» en nuestros órganos sensoriales. A propósito de esta realidad, el físico habla de longitudes de ondas y de frecuencias de la radiación de la luz. Si prescindimos de la percepción humana, eso es todo cuanto de los colores queda en las cosas. Es famoso el modo en que Newton se refiere a ello en su Óptica:

    A la luz homogénea y a las radiaciones que parecen rojas, o, mejor, que hacen que los objetos parezcan rojos, las llamo excitantes del rojo; a los rayos de luz que hacen que los objetos aparezcan amarillos, verdes, azules o violeta, excitantes del amarillo, verde, azul, violeta, etc. Y si alguna vez hablo de rayos luminosos de color o coloreados, no hay que entenderlo científicamente y en un sentido estricto, sino como expresión corriente, popular, correspondiente a la representación que se formaría el pueblo común a la vista de estos intentos. Pues considerados estrictamente, los rayos no tienen color; en ellos no hay más que una cierta fuerza y capacidad para excitar las sensaciones de este o aquel color. […] Así los colores de los objetos no son más que la capacidad de reflejar estos o aquellos rayos más abundantemente que los otros, y en las radiaciones no hay otra cosa que la capacidad de extender este movimiento hasta nuestro órgano sensorial, en último término la sensación de estos mo­vimientos en forma de colores⁵.

    Así, pues, la ciencia nos descubre un mundo sustancialmente distinto al que «conocemos» y parece consagrada a la impertinente tarea de señalar como mera «apariencia» lo que, «ingenuamente» –esto es, basándonos en nuestra experiencia común– tenemos por «real» o por propio de las cosas en sí mismas.

    Como ha mostrado solventemente Alexandre Koyré, la fractura entre el «mundo de la vida» o de la experiencia común y el mundo «real» desvelado por la ciencia tiene su origen en la «revolución científica» que dio nacimiento a la «ciencia moderna», por lo que se puede decir que es tan vieja como la ciencia misma tal y como hoy día la (re)conocemos. Según el prestigioso historiador de la ciencia francés, uno de los resultados ineludibles de la madurez a la que fue conducida la ciencia por obra de Galileo y Newton es «la división de nuestro mundo en dos». «La ciencia moderna desmanteló las barreras que separaban el Cielo y la Tierra, unifica y unificó el Universo; esto es cierto. Pero también es cierto que lo hizo al precio de sustituir nuestro mundo de cualidades y percepciones sensibles, mundo en el cual vivimos, ama­mos y morimos, por otro mundo: el mundo de la cantidad, de la geo­metría verificada, un mundo en el que hay sitio para todo menos para el hombre. Así, el mundo de la ciencia –el mundo real– se alejó y separó por completo del mundo de la vida», al que convirtió en una «apariencia subjetiva». Es verdad que «estos dos mundos se presentan todos los días –y cada vez más– unidos por la praxis. Pero, para la teoría, dichos mundos están separados por un abismo». Es el precio a pagar por haber resuelto «el enigma del Universo»⁶. «Antes del advenimiento de la ciencia galileana, aceptábamos con más o menos acomodación e interpretación, sin duda, el mundo que se ofrece a nuestros sentidos como el mundo real. Con Galileo y después de Galileo, tenemos, por el contrario, una ruptura extremadamente profunda entre el mundo que se ofrece a los sentidos y el mundo real», que es el que la ciencia nos revela como tal. El mundo que ahora aceptamos como real es «matemática hecha cuerpo», «matemática realizada»⁷; un mundo abstracto que se aleja más y más del mundo familiar de nuestra experiencia común.

    Al comienzo de su célebre libro The nature of the physical world, publicado en 1928, el astrónomo, físico y matemático británico Arthur S. Eddington se refiere de forma tan plástica e ilustrativa a esta «ruptura epistemológica» que queremos dejar de recordar aquí parte de sus palabras.

    Me he puesto a la tarea de redactar estas conferencias y, al hacerlo así, he acercado mis sillas a mis dos mesas. ¡Dos mesas! Así es: todos los objetos que se encuentran a mi alrede­dor parecen tener su duplicado... dos mesas, dos sillas, dos plumas. […]

    Estoy familiarizado con una de ellas desde mi más tierna infancia. Es un objeto común dentro de ese ambiente que llamo mundo: ¿cómo voy a describirla?; tiene extensión: es, hasta cierto punto, permanente; noto que su superficie está pintada pero que, ante todo, es sustancial. Cuando digo «sustancial», no sólo quiero significar que no se viene abajo cuando me apoyo en ella, sino que está constituida por «sustancia», y en virtud de esa palabra intento transmitir a usted cierto concepto de su naturaleza intrínseca. Es una cosa. […] La característica, distintiva de una «cosa» consiste precisamente en estar cons­tituida por «sustancia», y no veo mejor manera de describir la sustancia, en este caso, que tomar como ejemplo ese-trozo de naturaleza representado por una mesa ordinaria. […]

    La mesa número 2 es mi mesa científica. Mi conocimien­to de ella es más reciente que el de la otra y por eso no me es tan familiar. No pertenece al mundo antes mencionado, a ese mundo que aparece espontáneamente a mi alrededor cuando abro los ojos, aun antes de entrar a considerar lo que en él es objetivo o subjetivo. Forma parte de un mundo que, de una manera indirecta, se ha impuesto a mi atención. Mi mesa científica es casi toda un vacío. Desparramadas en ese vacío hay numerosas cargas eléctricas moviéndose a gran velocidad, pero su volumen conjunto no alcanza siquiera a una trillonésima parte del volumen de la mesa. […]

    Mi segunda mesa está exenta de «sustancia». Casi toda ella es espacio; un espacio poblado por campos de fuerza, pero éstos deben ser designados bajo la categoría de «in­fluencias» y no de «cosas». Ni siquiera podemos conferir la conocida noción de «sustancia» a aquella minúscula parte que no está vacía. Al reducir la materia a cargas eléctricas nos alejamos considerablemente de la imagen que dio lugar al concepto de «sustancia», y el significado de este concepto –si es que alguna vez tuvo alguno– se ha perdido en el camino. Todas las ideas científicas modernas tienden a eli­minar las categorías estancas de «cosas», «influencias», «for­mas», etcétera, sustituyéndoles un fondo o fundamento co­mún basado en toda la experiencia. Cuando entramos a considerar un objeto material, un campo magnético, una figura geométrica o una duración de tiempo, nuestra infor­mación científica se resuelve en medidas. […] Las mediciones mis­mas no permiten establecer una clasificación por categorías. Nos damos cuenta que es necesario concederles un fondo de perspectiva común; algo así como un mundo exterior. Pero los atributos de ese mundo, excepto aquellos que se reflejan en las medidas, quedan fuera de toda investigación científica. La ciencia por fin se rebela contra la tendencia a unir el conocimiento exacto, contenido en esas medicio­nes, al conjunto de representaciones tradicionales; éstas no aportan información alguna auténtica sobre el fondo de perspectiva común y las cosas no rebeladas in­cluidas a la fuerza en el plano del conocimiento.

    No insistiré más, de momento, en la insustancialidad de los electrones. […] Pueden ustedes representarse los electrones tan sustanciales como lo deseen, pero siempre comprobarán que existe gran diferencia entre mi mesa científica, con su «sustancia» (si es que la tiene) te­nuemente disgregada en una región casi toda vacía, y mi mesa cotidiana que consideramos como tipo de realidad só­lida, lo cual, entre paréntesis, implica una protesta contra el subjetivismo berkeliano. […]

    Huelga decir que la física moderna, gracias a delicados experimentos y a una rigurosa lógica, asegura que mi mesa científica es la única que en realidad está ahí... Sea lo que fuere aquello que «ahí» pueda haber. Por otra parte, cabe insistir en que la física moderna jamás conseguirá exorcizar la primera mesa –compuesto extraño de naturaleza exter­na, imágenes mentales y prejuicios heredados– que veo con mis ojos y puedo asir con la mano. […] «¿No se trata en realidad de dos aspectos o dos interpretaciones de un solo y único mundo?». Sin duda. Pero el proceso gracias al cual el mundo externo de la física se convierte en un mundo de relaciones familiares para la conciencia humana cae fuera del marco de la física.

    El mundo que la física estudia con métodos propios queda separado del mundo familiar de nues­tra conciencia, hasta que el físico ha terminado en él su tarea. Por lo tanto, provisionalmente, consideramos la mesa, que es el sujeto de nuestra investigación física, como algo fundamentalmente distinto de la mesa familiar, sin prejuz­gar el problema de su identificación ulterior. Cierto es que todas las encuestas científicas arrancan del mundo familiar y que a la postre deben volver a ese mundo; pero el viaje, que es lo que está a cargo del físico, se realiza en territorio extranjero.

    Hasta hace poco no existía separación tan radical; el físico acostumbraba a extraer del mundo familiar la materia prima que necesitaba para su propio mundo, pero ahora ya no sucede así. Su materia prima comprende éter, electrones, cuantos, potenciales, funciones hamiltonianas, etcétera, y actualmente cuida mucho de conservar estos ingredientes libres de toda contaminación de conceptos procedentes del mundo familiar. Hay una mesa familiar paralela a la mesa científica, pero no existen electrones, cuantos o potenciales familiares correspondientes a los electrones, cuantos o potenciales científicos; ni siquiera intentamos imaginamos un equivalente familiar de esas cosas. […] Sólo después que el físico ha completado la construcción de su mundo se le permite iden­tificar a éste con el mundo familiar; pero las tentativas prematuras para unir ambos mundos sólo han dado resul­tados negativos.

    Del mundo de la experiencia rutinaria la ciencia tiende a construir un mundo simbólico [matemático].

    No es de manera alguna necesario que cada símbolo, to­mado por separado, represente algo dentro de la experiencia común, ni siquiera algo explicable en términos de esa misma experiencia. […]

    Así, pues, el mundo exterior a la física se ha transfor­mado en un mundo de sombras. Al despojamos de nuestras ilusiones hemos suprimido la «sustancia», pues comproba­mos que era ésta una de nuestras más grandes ilusiones. […] En el mundo de la física asistimos al drama de la experiencia familiar como a una representación de sombras chinescas. La sombra de mi codo descansa sobre la sombra de la mesa, así como la sombra de la tinta se extiende sobre la sombra del papel. […]

    Desde el punto de vista de la física, no se trata de renunciar a nada, sino de reivindicar una entera libertad de ac­ción para asegurar la autonomía de la expansión científica. […]

    Resulta harto difícil adaptarse a una disciplina que nos obliga a considerar el mundo físico como un símbolo puro. Siempre mezclamos los símbolos con nociones tomadas del mundo de la conciencia [habitual]. […] De encerrarnos totalmente dentro del simbolismo matemático resulta difícil evitar que nuestros símbolos se envuelvan en un ropaje engañoso.

    Cuando pienso en un electrón, aparece [espontáneamente] en mi mente una diminuta bolilla roja y dura; en cuanto al protón, lo veo gris neutro. Desde luego, lo del color es cosa absurda –aunque probablemente no lo sea más que el resto de la imagen–, pero soy incorregible.

    Comprendo muy bien que mentes más jóvenes que la mía encuentren estas imágenes demasiado pedestres y es­tén tratando de construir un mundo a base de funciones hamiltonianas y otros símbolos tan libres de prejuicios humanos, que ni siquiera obedecen a las leyes de la aritmé­tica ortodoxa. En cuanto a mí, encuentro alguna dificultad para elevarme hasta ese plano del pensamiento; pero estoy convencido de que es necesario llegar a él.

    [En todo caso] tenemos que representarnos el universo mate­rial de manera muy distinta a la que prevalecía a fines del siglo pasado. […] Pero no sería leal con la ciencia si no insistiera en que ella constituye un fin de sí mismo. El sendero de la ciencia debe ser recorrido, para provecho de la ciencia, sin dejar que la andadura por el mismo se vea dirigida por intereses distintos de la profundización en la verdad⁸.

    En este magnífico texto, Eddington nos habla de una ruptura entre el conocimiento científico y nuestra experiencia familiar del mundo físico. Pero sería un error creer que la física contemporánea se limita a romper con la experiencia común de los fenómenos naturales. El progreso de la física durante los últimos cien años cuestiona seriamente el concepto que los científicos tenían de su propia actividad, las nociones «clásicas» de realidad y de objetividad, y algunos de los supuestos (de orden ontológico y epistemológico) en los que se venía basando el desarrollo de la ciencia desde los tiempos de Galileo⁹.

    2. La revolución en la física contemporánea y en nuestra concepción científica de la realidad física

    Aunque podríamos observarlo igualmente en el desarrollo de otras disciplinas científicas, lo cierto es que la física contemporánea constituye un terreno privilegiado para contemplar la potencia del impulso filosófico¹⁰. La física cuántica, en particular, constituye uno de las más portentosas exhibiciones del ejercicio de la libertad del pensamiento y de la autonomía de la razón en la búsqueda del conocimiento y de la verdad¹¹. Pero constituye también, como veremos en seguida, el terreno en el que más fehacientemente se ha constatado que, en el vuelo de la razón hacia la intelección de lo que hay, a penas puede servirnos de nada el conocimiento adquirido sobre la base de la experiencia ordinaria y el sentido común. Al contrario, como vamos a ver, es frecuente que las «evidencias» acumuladas por la experiencia y el sentido común operen en nuestras cabezas como auténticos «obstáculos» para el progreso de nuestra intelección de lo que ocurre en el mundo natural¹². Es más, durante el siglo pasado, cada avance significativo en el terreno de la física se ha producido casi indefectiblemente contra alguno de los lugares comunes de la «concepción del mundo» a la que había dado lugar la investigación científica anterior. La física cuántica en particular supone más una ruptura con la física desarrollada antes de la formulación de la hipótesis cuántica por Max Planck que una prolongación o ampliación de la misma.

    El desarrollo de la ciencia durante el siglo pasado, ha puesto de manifiesto que la naturaleza es más «rara» de lo que creíamos que era. Pero no es simplemente que la investigación nos haya acercado a una realidad anteriormente desconocida; es que ha puesto en cuestión lo que hasta hace un siglo considerábamos que eran las «condiciones de posibilidad» mismas de lo real, los principios a los que toda realidad, fuera ésta la que fuese, parecía tener que someterse necesariamente.

    Las investigaciones desarrollas durante los últimos cien años nos han puesto en contacto con un universo de objetos al que resulta problemático seguir denominando «real» en el sentido usual de la palabra¹³. Se ha dicho incluso que los objetos cuánticos no pueden ser considerados «objetos» en el mismo sentido en que lo son los objetos «clásicos», los objetos con los que la física tradicional estaba acostumbrada a tratar. Nuestros supuestos sobre cómo había de ser, de forma general, cualquier realidad existente parecen, ahora, fallar. Lo que creíamos que podíamos suponer a priori respecto de toda realidad existente parece no ser del todo aplicable a la realidad desvelada por la física atómica contemporánea.

    Esto no sólo supone una fractura –ya parece que definitivamente infranqueable– entre la experiencia común y el conocimiento científico, sino también un distanciamiento irremontable entre el lenguaje que veníamos empleando para referirnos a la realidad física y el complejo lenguaje matemático empleado por las nuevas teorías físicas. Un lenguaje que, en ocasiones, ha sido necesario crear exprofeso para «describir» adecuadamente la realidad que poco a poco iba poniendo al descubierto la experimentación¹⁴.

    Como ha observado el estadounidense Richard P. Feynman (Premio Nobel de Física de 1965), después de Maxwell, la realidad física ya no es algo que pueda representarse la imaginación ni que pueda expresarse satisfactoriamente mediante el lenguaje ordinario. Mientras que Voltaire podía explicar la física de Newton a la paciente marquesa de Châtelet, ningún filósofo, por elocuente que sea, podría explicar el sentido físico de las ecuaciones de Maxwell o de las ecuaciones de Heisenberg a una mente profana.

    En una charla ante los estudiantes del Instituto de Tecnología de California, explicaba en este mismo sentido Feynman:

    Como el comportamiento atómico es tan diferente de la experiencia ordinaria, es muy difícil acostumbrarse a él y a todo el mundo le parece peculiar y misterioso, tanto a los físicos novatos como a los más experimentados. Ni siquiera los expertos lo comprenden tanto como desearían y es totalmente razonable que sea así, pues la experiencia directa y la intuición humana se aplican tan sólo a objetos grandes. Sabemos cómo se comportan los objetos grandes, pero, a una escala muy pequeña [como es la ecala subatómica], las cosas no se comportan de igual modo. Tenemos, por tanto, que intentar comprenderlas de una forma abstracta e inventiva, y no en conexión con nuestra experiencia humana directa¹⁵.

    Muchos años antes, uno de los jóvenes artífices de la revolución en la física contemporánea, el británico Paul Dirac, había escrito en el prefacio a un celebrado trabajo sobre los principios de la mecánica cuántica publicado en 1930: «Las nuevas teorías están formadas por conceptos físicos que no pueden explicarse en términos de cosas previamente conocidas por el estudiante, que ni siquiera pueden ser explicadas adecuadamente con palabras. Como ocurre con los conceptos fundamentales (proximidad, identidad, etc.) que todos deben aprender al llegar al mundo, los conceptos más nuevos de la física únicamente se pueden dominar a través de una larga familiaridad con sus propiedades y sus usos». En el mismo texto, Dirac sostiene además que, de acuerdo con las «nuevas teorías» físicas, las leyes de la naturaleza no gobiernan el mundo que experimentamos y que nos representamos mentalmente, sino un nivel profundo de la realidad del que no podemos formarnos representación intuitiva o una imagen mental alguna¹⁶.

    El hecho es que las leyes de la física se han vuelto incomprensibles a la vista de la inteligencia ordinaria y parecen particularmente empeñadas en desmentir nuestros más asentados supuestos «filosóficos»¹⁷. Los principios de la física cuántica se resisten obstinadamente a cualquier «vulgarización» y, paradójicamente, cuando mayor precisión alcanza el conocimiento más opaco se vuelve. Es como si la exactitud del conocimiento y su contrastabilidad se hubiese logrado a costa de su capacidad de «ver», a costa de la intuición. Entender se vuelve algo muy distinto de ver. Comprender algo cada vez tiene menos que ver con ser capaz de hacerse una imagen de ello. Como decía el epistemólogo francés Gaston Bachelard, con la física atómica «la imaginación va al suplicio»¹⁸. Nuestra representación espontánea del mundo naufraga y el «sentido común» se muestra impotente ante una «extraña primacía de lo abstracto y de lo formal, que se encuentra presente en el corazón mismo de la realidad»¹⁹. Muchos de nuestros conceptos más queridos (algunos de ellos tan imprescindibles para nuestra vida cotidiana como los conceptos de espacio y de tiempo) se vuelven problemáticos. La fiabilidad de principios filosóficos que creíamos incuestionables como la continuidad, la localidad, la causalidad, la identidad y la discernibilidad se vuelve muy relativa²⁰. Y, mientras tanto, las matemáticas se revelan como las únicas capaces de proporcionar inteligibilidad a ese extraño universo descubierto por la investigación. Las matemáticas parecen haberse convertido en los únicos ojos con los que nos está dado «ver» la realidad. Ellas nos proporcionan la única descripción no metafórica de lo real. En palabras de Bachelard: «es sólo la matemática quien nos permite pensar el fenómeno»²¹.

    Según el físico y matemático francés Roland Omnès, la ruptura producida por la investigación científica en el ámbito de las matemáticas, la física y la química a comienzos del siglo XX «se sitúa en el hecho de que las [nuevas] leyes [encontradas] son, a la vista de la inteligencia ordinaria o de la filosofía clásica²², totalmente incomprensibles. Cuanto más se sabe, menos se parece comprender. Frecuentemente se escuchan los lamentos legítimos de quienes no pueden comprender los principios de la física o de las matemáticas contemporáneas, que ninguna vulgarización consigue transmitir. Hay más de lo que aparece a primera vista, más que un exceso de especialización y más que un gusto desmedido por lo abstracto: [para la inteligencia ordinaria] hay una verdadera opacidad del conocimiento. Se trata de algo más, de una verdadera ruptura de las bases tradicionales de la filosofía bajo la presión de la ciencia. [...] Digamos, si se quiere, que se trata de la pérdida de la representación espontánea del mundo en donde se iniciaba todo pensamiento, del menoscabo del sentido común [...], y de una extraña primacía de lo abstracto y de lo formal, que se encuentra presente hasta en el corazón de la realidad»²³.

    En relación con esta primacía de lo abstracto en la Física contemporánea, escribía en parecidos términos el epistemólogo francés Robert Blanche:

    La elección, que durante mucho tiempo dividió a los físicos, entre las teorías abstractas, reducidas a sis­temas de ecuaciones completamente desnudas, y las teorías explicativas, sostenidas por representaciones imaginadas, parece que en adelante no será ya libre. La extensión de la física a órdenes totalmente des­proporcionados a los medios de nuestros órganos sen­soriales y a una facultad imaginativa que se regula por ellos, parece dar la razón a quienes profesan que una sana teoría física es nada más una arquitectura de relaciones matemáticas. En efecto, sólo el lenguaje matemático, que es la inteligencia pura, permite aquí una expresión exacta. Si el lenguaje usual no con­viene, es precisamente porque es el de un ser profun­damente comprometido en lo concreto, sujeto a todas formas de servidumbre de orden biológico, psicoló­gico, social, que sólo pueden estorbar la investigación desinteresada de la verdad. En principio, pues, hay que rechazar las teorías con imágenes²⁴.

    Las matemáticas «soltaban las últimas amarras» que las ataban a la realidad física para convertirse en autónomas, «puro juego de relaciones, lógos renovado donde las formas ya no son formas de nada tangible»²⁵, aunque quedaran, no obstante, disponibles para otros usos. Pero «fue en la física donde tuvieron lugar los mayores seísmos. La mecánica cuántica, [concretamente,] nos advirtió de los límites del sentido común y de la falibilidad de ciertos principios [metafísicos y epistemológicos] [hasta entonces considerados] esenciales, como la localidad, la causalidad, la identidad y la discernibilidad. Las mismas palabras llegaron entonces a faltarnos; éstas no encerraban más que la apariencia más engañosa de las cosas, y se enfrentaban unas con otras en múltiples contradicciones». En esta situación, según Omnès, «las matemáticas fueron las únicas con bastante firmeza como para contener los conceptos de la física; no se contentaron sólo con precisarlos, como habían hecho con los conceptos de las ciencias en otro tiempo, sino que los expresaron sin que nada pudiera reemplazarlas» en esa tarea²⁶.

    En este sentido, decía Max Planck en 1937 que los nuevos descubrimientos sobre el comportamiento de la realidad cuántica, debían persuadirnos de «la necesidad de renunciar a las hipótesis intuitivas de la física clásica». «No tenemos otro camino para la investigación teórica –añadía Planck– que recurrir a conceptos abstractos de nuevo tipo»²⁷.

    Su compatriota Werner Heisenberg, el más destacado de los «fundadores» de la física cuántica, diría aproximadamente en el mismo sentido:

    Las leyes matemáticas formuladas de la teoría cuántica muestran claramente que nuestros conceptos intuitivos ordinarios no pueden ser aplicados sin ambigüedad a las partículas elementales. Todas las palabras o conceptos que usamos para describir los objetos físicos ordinarios, tales como posición, velocidad, color, tamaño, etc., resultan indefinidos y problemáticos cuando tratamos de aplicárselos a las partículas elementales. No puedo entrar aquí en los detalles de esta problemática, que ha sido abordada frecuentemente en los últimos años. Pero es importante darse cuenta de que, mientras que el comportamiento de las partícu­las elementales no puede ser descrito sin ambigüedad en el lenguaje ordinario, el lenguaje matemático, en cambio, se presta muy adecuadamente para dar cuenta de lo que sucede, de un modo muy preciso. […]

    En el campo de la ciencia, cualquier resultado fiable sólo puede venir garantizado por afirmaciones exentas de ambigüedad: aquí no es posible prescindir de la precisión y claridad propias del lenguaje matemático abstracto.

    La necesidad de combinar constantemente ambos lenguajes se convierte por desgracia en una fuente crónica de malentendidos, ya que en muchos casos se emplean las mismas palabras en ambos. La dificultad es inevitable. Pero puede servir de alguna ayuda el tener siempre presente que la ciencia moderna se ve obligada a hacer uso de ambos lenguajes, que la misma palabra puede tener significados muy diferentes en cada uno de ellos, y que juegan con criterios diferentes de verdad, por lo que no deberíamos apresuramos a hablar de contradicciones entre ellos²⁸.

    La nueva forma de relación con las matemáticas, por un lado, y con la representación intuitiva y la imaginación, por otro, marca la evolución de la física durante este período decisivo. Como cuenta Omnès, «a finales del siglo XIX, la física clásica desembocó, con Maxwell, en un profundo cambio de su naturaleza. Se vio como se borraba el papel primordial de los antiguos conceptos visuales, como los de posición, velocidad o fuerza, cuya expresión matemática no parecía que hubiese aportado hasta entonces más que precisión, sin revisar su sentido intuitivo primero. Esta clara visión había tenido que ceder su plaza, en parte, a conceptos incomparablemente más abstractos, como el campo eléctrico o magnético, cuya expresión matemática ya no era simplemente una traducción de la intuición, sino la única forma perfectamente explicita que se les podía aplicar²⁹.

    Las leyes de esta nueva física se convertían, por el mismo motivo, en relaciones matemáticas entre esas cantidades, algunas enlazándose unas con otras y otras expresando su dinamismo. Así como el pensamiento del físico continuaba salvaguardando lo más posible lo que restaba de intuición, había entrado, en el presente, en una nueva fase, la de una concepción donde la forma matemática de las nociones físicas y de las leyes prima sobre cualquier otra forma de comprender. En lo sucesivo toda la física descansa sobre bases más formales todavía, las cuales escapan a menudo a toda intuición, cuando no chocan de frente con el sentido común o lo que se cree que es tal». Pero «resultaría erróneo creer que la física, en esta inmersión hacia lo abstracto hubiese roto sus puentes con la realidad para vestirse con atavíos matemáticos más espesos». Por el contrario, «se profundiza en la comprensión detallada de la realidad concreta y las aplicaciones técnicas se multiplicaban sin medida»³⁰.

    Con la teoría especial de la relatividad formulada por Einstein en 1905, el espacio y el tiempo pierden el carácter absoluto que hasta entonces se les había atribuido. La longitud y el discurrir del tiempo dependen del movimiento de quien los mide. Con la teoría general de la relatividad, formulada por el propio Einstein diez años más tarde, se daba respuesta al problema de la «naturaleza» de la fuerza gravitoria, que el gran Newton había dejado abierto. «Pero este gran triunfo resultó ser también una inmensa fuente de perplejidad, ya que no solamente el tiempo y el espacio se conjugan íntimamente bajo el efecto del movimiento, sino que los dos juntos forman una entidad nueva el espacio-tiempo totalmente inaccesible a la intuición, que resulta, además, ser curvo» –o «alabeado», como prefiere decir Brian Greene³¹. «Las matemáticas son las únicas que pueden ofrecer de ello una descripción; descripción, ante la cual, el sentido común enmudece y se descubre preso de la estupidez»³². El espíritu científico ya no puede confiar en el sentido común (de éste decía Einstein que «no es más que la colección de prejuicios acumulados al cumplir dieciocho años»).

    En todo caso, la teoría de la relatividad no hizo sino acentuar la mencionada deriva de la ciencia hacia lo abstracto. Como señala Russell en su meritorio intento de divulgación de la teoría, después de Einstein, «lo que sabemos del mundo físico es mucho más abstracto» que lo que antes sabíamos de él³³. El conocimiento del mundo físico proporcionado por la nueva teoría física ha resultado ser casi puramente geométrico, con el agravante de que la geometría que la teoría considera adecuada para describir dicho mundo está muy lejos de la que nuestra imaginación utiliza cotidianamente para representárselo.

    El propio Einstein se pronunció en numerosas ocasiones expresamente acerca de esta notoria inclinación a la abstracción matemática de la ciencia contemporánea, a la que el padre de la relatividad consideraba un rasgo esencial del desarrollo de las ciencias naturales que, a su juicio, quedaba perfectamente ilustado por su propia teoría física.

    La teoría de la relatividad –declaraba Eisntein en 1934– constituye un excelente ejemplo del carácter fundamental del desarrollo moderno de la ciencia teórica. Las hipótesis iniciales se van haciendo cada vez más abstractas y más alejadas de la experiencia. […] En su búsqueda de una teoría, el científico teórico se ve compelido a guiarse, en grado creciente por consideraciones puramente matemáticas, formales, porque la experiencia física del experimentador no puede conducirle hasta las más elevadas regiones de la abstracción³⁴.

    La teoría de la relatividad

    El éxito de la mecánica introducida por Newton, sobre todo en los problemas astronómicos, fue tan completo, que se tuvo el convencimiento de haber llegado a la formulación de una verdadera «Ley de la Naturaleza». Las medidas astronómicas, cada vez más precisas, no hacían sino confirmar la vigencia de esta mecánica en el Universo. No parecía posible realizar una experiencia física a la que no se le pudiese encontrar una explicación dentro de las teorías de la mecánica establecida por Newton. Los fenómenos eléctricos y magnéticos, aunque, naturalmente no estaban en la mente de este físico, se consideraron incluidos en el campo de validez de su mecánica, mediante la introducción de fuerzas especiales, producidas por los campos eléctrico y magnético al actuar sobre las cargas correspondientes. El estudio de estos campos quedó firmemente establecido por los estudios de James Clerk Maxwell, que estableció las «ecuaciones del electromagnetismo» que llevan su nombre y que explicó la naturaleza de la luz como una onda del campo electromagnético que se propaga según lo previsto en esas ecuaciones, extendiendo además esa interpretación a otros tipos de radiación, como la infrarroja, la ultravioleta, los rayos X, los Gamma y las de «radio» generalizadas después. Las ecuaciones de Maxwell pasaron a constituir, junto con las de la mecánica de Newton, las «Leyes de la Naturaleza» aceptadas por todos los científicos como aplicables a todo el Universo. Pasó desapercibida una sutil contradicción existente entre las formulaciones de una y otra, hasta el establecimiento de la teoría de la Relatividad.

    Fue Albert Einstein, en 1905, el que expuso su «teoría de la relatividad» en la forma que después fue llamada «especial» o «restringida», para distinguirla de la «general» dada a conocer por el mismo autor once años después. Ya la primera constituyó una verdadera revolución que conmovió los fundamentos más sólidamente aceptados para la Física. Simplemente aceptó que la velocidad de la luz era la misma, medida en sistemas de referencia cualesquiera, con independencia del movimiento (uniforme) relativo que uno tenga respecto a los otros, en contra de lo que cabía esperar de las leyes de la composición de movimientos utilizadas en la mecánica de Newton, que a partir de entonces comenzó a recibir el nombre de «clásica». Esta hipótesis, que por otra parte fue contrastada con el experimento de Michelson-Morley, obligaba a aceptar consecuencias extraordinariamente importantes que suponían una revisión de los propios fundamentos de las leyes naturales aceptadas hasta entonces.

    No se trataba de una modificación o perfeccionamiento de las leyes aceptadas desde Newton, sino que el cambio afectaba al mismo planteamiento de éstas, que se basaban en un espacio absoluto y un tiempo universal. La medida de las longitudes y de los intervalos temporales dependía del sistema de referencia, si éste estaba en movimiento respecto a otros. Debía revisarse incluso el concepto de simultaneidad: Dos acontecimientos en puntos distintos que eran simultáneos para un observador, podían no serlo para otro en movimiento respecto a él. Debía abandonarse el concepto de «éter», que se había supuesto que era un fluido omnipresente, ligado al espacio absoluto, en el cual se propagaban las ondas electromagnéticas, como la luz. La velocidad de éstas constituía un límite para la velocidad de cualquier objeto producida por medios físicos. La fuerza necesaria para acelerar esos objetos aumentaba con la velocidad hasta el punto de crecer indefinidamente cuando esa velocidad se iba aproximando a la de la luz.

    Muchas de las consecuencias de esa «Teoría de la Relatividad» chocaban con lo que indicaba la intuición o el sentido común, por lo que costó gran esfuerzo conseguir su aceptación generalizada y se hicieron muchas tentativas de encontrar teorías alternativas que condujesen a resultados análogos sin requerir una revolución tan acusada en los principios fundamentales. No tuvieron éxito.

    Las fórmulas que regían la mecánica relativista se convertían prácticamente en las de la mecánica clásica para velocidades pequeñas en comparación con la de la luz, lo que explicaba que los éxitos de esa mecánica, por ejemplo en las predicciones astronómicas, no fueran falsaciones de la nueva mecánica relativista. A parte del mencionado experimento de Michelson-Morley, no fue fácil encontrar situaciones en las que los resultados experimentales constituyesen una falsación de una u otra de las mecánicas enfrentadas, porque en las condiciones experimentales ordinarias de entonces, las velocidades que se solían manejar eran insignificantes respecto a la de la luz. No obstante, en los pocos casos en que fue posible encontrar diferencias de resultados, estos eran favorables a la mecánica relativista. Hoy día, en cambio, los resultados experimentales que sólo pueden explicarse con las teorías relativistas, son muy numerosos.

    Otra consecuencia muy importante de la teoría de la relatividad era la equivalencia entre la energía y la masa,  es decir, la posibilidad de que una energía E se transformara en un masa m, y viceversa, según la famosa ecuación E = mc², en la que c es la velocidad de la luz. Esta conclusión explicaba por qué la masa de un núcleo atómico no es exactamente la suma de las masas de las partículas que lo componen, ya que también tiene masa la energía desprendida o absorbida en su unión. Es bien sabido que en ello se basa tanto la producción de energía en las centrales nucleares como la posibilidad de detonar bombas atómicas.

    No obstante, lo más satisfactorio de la teoría de la relatividad especial no fue su confirmación experimental, sino el haber puesto de manifiesto la falta de base que presentaba el pensamiento clásico para establecer el concepto de espacio y tiempo absolutos e incluso el haber eliminado la necesidad del éter o de un sistema de referencia privilegiado para formular de manera coherente las ecuaciones de Maxwell (ya que éstas, con la mecánica de Newton, cambian al pasar de un sistema de referencia a otro, mientras que permanecen inalteradas en la mecánica relativista).¹

    La teoría general de la relatividad extiende el estudio de los sistemas de referencia a los que tienen movimientos relativos mutuos uniformemente acelerados o a los que están en presencia de un campo gravitatorio. A diferencia de la teoría especial a que nos hemos referido antes, el aparato matemático que emplea para su desarrollo es complicado, utilizando la geometría diferencial sobre variedades. Además, estas variedades son espacios no euclidianos de cuatro dimensiones, una de las cuales es el tiempo. La incorporación del tiempo a la geometría no es un simple recurso descriptivo en pro de la elegancia, sino imprescindible para la teoría, ya que ésta maneja «intervalos de universo», con componentes espaciales y temporales que se combinan al pasar de un sistema de referencia a otro en movimiento respecto a él.

    Ni qué decir tiene que la teoría de la relatividad alejó de forma irreparable la intuición y la imaginación de la posibilidad de proporcionar una descripción adecuada del mundo físico. Como dice Roland Omnès, con las teorías relativistas, «no solamente el tiempo y el espacio se conjugan íntimamente bajo el efecto del movimiento sino que los dos juntos forman una entidad nueva el espacio-tiempo totalmente inaccesible a la intuición y que resulta además ser curvo. Las matemáticas son las únicas que pueden ofrecer de ello una descripción, ante la cual el sentido común de alguna manera enmudece y se descubre preso de la estupidez».

    El caso es que esa teoría general de la relatividad constituyó una sólida fundamentación de la Física que incluía una teoría general de la gravitación y a la vez proporcionaba el marco para describir un universo posiblemente finito (aunque sin límites) y en expansión, como requerían las teorías cosmológicas que vienen desarrollándose hasta nuestros días. Nuevamente fue difícil encontrar situaciones experimentales que permitiesen una falsación de la teoría de la gravitación newtoniana a favor de la relativista, pero la predicción de esta última de que la propagación de la luz debía sufrir el efecto de un campo gravitatorio, que curvaría su trayectoria se comprobó en una memorable observación efectuada durante un eclipse solar.

    Hoy día, la explicación de la comprobada «expansión del universo», la hipótesis del «Big Bang», las teorías de los agujeros negros y las observaciones de sus efectos, requieren imprescindiblemente la teoría de la relatividad general.

    La complicación de su formulación matemática y la dificultad del uso de cuatro dimensiones, se han visto empequeñecidas por la aparición de teorías modernas, como las de las «cuerdas», con una expresión matemática mucho más sofisticada y el uso de once dimensiones u otro número elevado de ellas.

    1. Estrictamente, las ecuaciones de Maxwell no presentaban contradicción con la mecánica newtoniana, como a veces se ha dicho; no, al menos, si se considera que la onda electromagnética se produce en un cierto substrato (el éter). Es la combinación de las Ecuaciones de Maxwell con la propagación en el vacío, lo que sí da lugar a una contradicción, que, no obstante, la teoría de la relatividad resuelve.

    Pero «nada resultaría más árido ni más formal que los principios de la mecánica cuántica. Los conceptos y las leyes revisten en ella una forma matemática abrupta, inevitable, en la que no queda casi nada de intuitivo, nada sobre la evidencia de las cosas que se ven. Sin embargo, quién negaría que esta teoría penetra en lo profundo de la realidad, más lejos que lo que nuestros sentidos pueden hacerlo. Sus leyes son universales y son las que ordenan el mundo de los objetos familiares. Nosotros mismos, que estamos cogidos dentro de este mundo y que no somos exteriores a él, no podemos hacer prevalecer nuestra visión sobre estas leyes altivas. Sus conceptos se nos imponen como si fueran de un orden más elevado que lo que nos inspira lo que podemos tocar, ver y decir con nuestras palabras corrientes».

    Como enseguida tendremos ocasión de comprobar, «no existe ninguna duda de que los principios de la mecánica cuántica y el sentido común chocan entre sí. Vale más reconocerlo de entrada que no buscar a cualquier precio una conciliación engañosa. [...] El sentido común no es capaz de incluir en su lógica lo que ocurre en el plano de los átomos. La física que reina a esta escala es muy diferente de la que podemos ver, y también es bastante más general y más vasta. De hecho, es universal, y la física clásica familiar a nuestra intuición no es más que una forma límite que toma la física cuántica al pasar a nuestra escala»³⁵.

    Así, por ejemplo, la Electrodinámica Cuántica, la teoría cuántica del campo electromagnético (que describe la interacción entre materia y radiación electromagnética o los procesos básicos entre fotones y electrones), es probablemente la teoría física de mayor éxito de cuantas han existido. Capaz de hacer predicciones de ciertas magnitudes físicas con hasta veinte cifras decimales de precisión, está considerada la teoría física más exacta y más ampliamente confirmada. Y, sin embargo, como advierte Richard Feynman, «la teoría de la electrodinámica cuántica presenta la naturaleza como algo absurdo desde el punto de vista del sentido común». Ahora bien, puesto que «la teoría se halla completamente confirmada por los experimentos», resuelve Feynman, debemos «ser capaces de aceptar la naturaleza tan absurda como es» para el sentido común³⁶. En cierta ocasión, llegó a decir el propio Feynman: «Creo que sería justo decir que nadie comprende la mecánica cuántica. No siga diciéndose a sí mismo, si puede evitarlo, ¿Pero cómo puede ser así?, porque, si lo hace, se meterá usted hasta el fondo en un callejón sin salida del que nadie ha escapado. Nadie sabe cómo puede ser eso» de la mecánica cuántica³⁷. Y, sin embargo, nadie pone en duda su exactitud. El físico estadounidense Michio Kaku se ha referido expresivamente a esta paradoja: «De todas las teoría propuestas en este siglo, la más absurda es la teoría cuántica. La única cosa que la teoría cuántica tiene a su favor es que es indudablemente correcta»³⁸.

    Desde los primeros momentos, la mecánica cuántica se presentó como una teoría profundamente revolucionaria cuya aceptación exigía romper con la forma tradicional de entender los fenómenos físicos, hecho que no pasaría inadvertido a ninguno sus precursores. Uno de los padres de la nueva teoría, el austriaco Erwin Schrödinger, diría significativamente a este respecto que «el vuelco del pensamiento científico que [la mecánica cuántica] nos exige es más violento que cualquiera que se haya registrado hasta la fecha en la historia de la ciencia»³⁹. Conviene, por tanto, que empecemos por hacernos cargo del alcance de la ruptura entre la concepción «clásica» y la concepción cuántica del universo en el que vivimos.

    El «universo clásico», el universo del que dan cuenta la mecánica clásica, la termodinámica y el electromagnetismo, se caracteriza por estar sujeto a un número reducido de principios fundamentales que no varían en función del tamaño de los objetos de los que, en cada caso, se trata⁴⁰.

    En primer lugar, todo objeto de ese universo posee una existencia permanente en el tiempo y no sólo durante el tiempo en que es observado. Es lo que Schrödinger denomina el «ideal de descripción continua de la física clásica». Según éste, la observación es discontinua, pero el objeto de la misma no lo es.

    En segundo lugar, la naturaleza opera también de forma continua y no a saltos (natura non facit saltus). Todo cambio de estado se produce pasando por los estados infinitesimales intermedios. Es lo que podríamos denominar «principio de continuidad» del acontecer físico⁴¹.

    En tercer lugar, a todo objeto se le supone un conjunto de atributos y cualidades dotadas de un valor perfectamente definido y determinado (sea éste o no conocido por el observador).

    En cuarto lugar, la evolución de los «sistemas físicos» en el espacio y en el tiempo es independiente de los eventuales procesos de observación y medida de dichos sistemas. Tanto la física clásica como el sentido común suponen que los elementos de los distintos sistemas, tienen antes de ser observados, las propiedades que revela su observación.

    En quinto lugar, todo «sistema» individual se halla, en cada instante, en un «estado» único. Lo cual implica que a cada objeto particular no se le puede atribuir simultáneamente valores de posición o de movimiento distintos (en relación con un mismo sistema de referencia).

    En sexto lugar, nada acontece sin una causa. El comportamiento de los objetos y los sistemas físicos se halla determinado (aunque las causas o variables que lo determinan permanezcan a menudo ocultas a nuestro conocimiento). Es el llamado «principio de causalidad»⁴².

    En séptimo lugar, el comportamiento de los objetos físicos es, de iure, susceptible de ser descrito espacio-temporalmente. A todo objeto físico se le supone una localización precisa en el espacio y en el tiempo, y sólo una.

    En octavo lugar, la evolución de cada sistema físico es independiente de otros sistemas físicos que se hallen muy alejados. Este principio, al que se conoce como «principio de separabilidad» o «de localidad», implica que un sistema no puede actuar sobre otro que se encuentra a gran distancia de él (en el cono de sombra de la medida, en términos relativistas). Para que la modificación de un sistema terrestre provocara la modificación de otro sistema situado en otro sistema solar sería preciso que la acción se trasmitiera de forma instantánea de un sistema a otro. Lo cual, además de chocar con el sentido común, choca con el principio relativista según el cual ninguna señal puede trasmitirse a una velocidad superior a la de la luz.

    Así, pues, son características de los objetos con los que nos pone en contacto tanto la ciencia «clásica» como la experiencia común la permanencia en el tiempo, la continuidad, la causalidad, la localización espacio-temporal y la separabilidad. Como apunta la profesora Ana Rioja Nieto –con cuyas importantes aportaciones a la historia y la filosofía de la ciencia nos encontramos en deuda–, «aun cuando algunas de estas características hayan sido contestadas por diversos filósofos, especialmente desde la Edad Moderna, ninguna de ellas se opone al conocimiento precientífico, ni a lo que de modo muy genérico cabría llamar el sentido común. Muy al contrario, podría decirse que la física clásica se presenta como una forma de conocimiento más rigurosa y, por ello, más restrictiva, pero de ningún modo incompatible con el conocimiento ordinario. […] Podrá criticarse a la física clásica por su excesivo reduccionismo, pero no por haber creado un abismo infranqueable entre la experiencia ordinaria y la experiencia científica. Aquí no es necesario construir un puente que conduzca de una a otra, porque no hay barrera u obstáculo que salvar»⁴³. El mundo de los objetos familiares, como las mesas, las piedras o las tormentas, se rige por los mismos principios que los átomos o las estrellas. Lo que nos permite acceder al conocimiento del comportamiento de estos últimos objetos sin violentar en exceso nuestra sabiduría pedestre y nuestro sentido común.

    Pero algo muy distinto ocurre cuando nos acercamos, de la mano de la física atómica contemporánea, al universo de los quanta (electrones, protones, neutrones, mesones, quarks, etc.). Hasta tal punto cuestiona o problematiza el comportamiento de estos huidizos objetos los principios que acabamos de repasar que hemos de preguntarnos si los objetos con los que la ciencia clásica había logrado familiarizarnos son «objetos» en el mismo sentido que lo son los quanta.

    Se puede decir –con Antonio Fernández-Rañada– que «la física cuántica nace en Berlín, el 14 de diciembre de 1899, cuando Max Planck (1858-1947) presenta en la Academia de Ciencias de Prusia su famosa memoria sobre cómo intercambian energía la materia y la luz»⁴⁴. Para perplejidad de la comunidad científica, Planck descubrió que dicho intercambio se produce de forma discontinua (y no continua, como hasta entonces se había creído). La energía se emite discretamente en «paquetes de energía» cuyo valor es igual al producto hv, donde v es la frecuencia de la luz o de la radiación electromagnética (el número de vibraciones por segundo) y h es una cantidad constante conocida como «cuanto de acción» o «constante de Planck»; una cantidad tan pequeña que resulta imperceptible en el mundo macroscópico. Conviene advertir que se denomina «acción» a la magnitud resultante del producto de la energía (medida en ergios o en julios) por el tiempo (medido en segundos) y que el valor del «cuanto de acción» (h) es igual a 6,62 x 10-64 joule-segundo.

    Poco después de que Planck diera a conocer su trabajo sobre la radiación, la investigación científica pondría de manifiesto la relación entre el «cuanto elemental de acción» y la cantidad discreta de energía ganada o perdida por un electrón al efectuar una transición cuántica (salto de un nivel energético a otro) en el interior de un átomo, cantidad denominada «cuanto de energía». El «cuanto de energía» (habitualmente simbolizado por E) es igual a nhv, donde n es un número entero, h el «cuanto de acción» o la «constante de Planck» y v la frecuencia de la luz emitida o absorbida. Lo que esta ecuación pone de manifiesto es que las variaciones del valor de E tienen lugar en forma discreta (y no continua, como cabía suponer). Este descubrimiento que, junto al del «cuanto de acción», revolucionaría la física en sus cimientos mismos, constituye el punto de arranque de la física atómica contemporánea⁴⁵.

    El cuanto de acción marca la fractura entre la física clásica y la contemporánea. Es la magnitud dominante en el acontecer físico a escala subatómica. La irrelevancia del cuanto de acción (h) en el mundo macroscópico, así como en la física clásica, resulta comprensible si reparamos en su valor y en el del cuanto de energía (E) a él asociado. En los fenómenos macroscópicos, como son, por ejemplo, las ondas de radio, interviene un número elevadísimo de cuantos de energía, lo que nos permite ignorar las pequeñas escalas de energía condicionadas por el cuanto de acción y obrar, conforme a las teorías físicas «clásicas», como si los cambios de energía para ondas y cuerpos fueran continuos. Pero en el interior de un átomo, las escalas de energía condicionadas por el cuanto de acción son decisivas; en primer lugar, porque entran en juego frecuencias elevadas y, en segundo lugar, porque aquí ya no nos las habemos con la interacción de un ingente número de partículas. Si nos obstinásemos en trasladar a los procesos que tienen lugar a nivel subatómico, el «principio de continuidad» que, de acuerdo con la física clásica, afecta al acontecer físico en general, tropezaríamos con dificultades insalvables.

    Las investigaciones que,

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