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Pitágoras: En la infancia de la filosofía
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Pitágoras: En la infancia de la filosofía
Libro electrónico181 páginas2 horas

Pitágoras: En la infancia de la filosofía

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Pitágoras es una figura legendaria, de quien se dice que fue un gran matemático al que se atribuyen audaces hipótesis en astronomía o en música. Pero, además, Pitágoras habría sido, según Cicerón, el primero en haber usado el calificativo de filósofo, que se aplicó precisamente a sí mismo. ¿Qué significa esto?, ¿qué añade al científico Pitágoras la condición de filósofo?

Para encontrar una respuesta, el prestigioso filósofo Víctor Gómez Pin nos guía en un fascinante viaje a las florecientes ciudades marinas de Jonia (Mileto, Samos, Éfeso), donde seis siglos antes de nuestra era se asentaron las bases sobre las que se erigió la filosofía. En este libro asistimos, así, a la infancia de esta disciplina, una infancia afortunada en la que se generaron interrogantes que siguen plenamente vigentes en nuestros días.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento4 mar 2019
ISBN9788417822606
Pitágoras: En la infancia de la filosofía

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    Pitágoras - Víctor Gómez Pin

    universo.

    Cíclico retorno a Jonia

    Recordemos las opiniones de aquellos que antes de nosotros han efectuado una inspección sobre los entes y han filosofado sobre la verdad, pues es obvio que discurrieron sobre ciertos principios y ciertas causas. Esta revisión será un buen preliminar para la indagación en la que andamos.

    aristóteles, Metafísica, I, 983b1-5¹

    Ciudades de marinos

    Entre las formas de organización de las sociedades humanas, destacan las hoy llamadas ciudades-estado. En nuestros días algunas de ellas tienen un peso en el sistema económico mundial y, como es bien sabido, en Italia fueron matriz de ese esplendor científico, filosófico, técnico y artístico que evoca paradigmáticamente el nombre de Florencia. Una ciudad-estado puede, como Venecia, ser el centro de un poder militar y político, en cuyo caso, de alguna manera, es capital de un imperio, pero puede simplemente hallarse libre de sumisión a poder ajeno alguno, vinculándose comercial y culturalmente con otras ciudades, e incluso con poderes imperiales más o menos alejados. La proximidad al mar obviamente facilita este tipo de lazos más o menos libres.

    La región actualmente turca de Anatolia (Anatole en griego) ha sido a lo largo de la historia lugar no solo de acogida de múltiples comunidades (árabes, judíos, turcos, armenios...) sino también de ocupación militar por parte de imperios, desde el de Troya hasta el otomano, pasando por el bizantino. Pero en el siglo vi a. C. las orillas e islas de ese brazo del Mediterráneo que es el mar Egeo estaban salpicadas de pequeñas ciudades que constituían poderes autónomos, configurados sea de forma republicana sea de forma tiránica, a veces coaligadas entre sí. Mercaderes y marinos eran grupos sociales predominantes, y la colaboración de ambos hacía que la región fuera núcleo de un rico comercio con Grecia, la Italia meridional o las poblaciones sureñas de lo que sería Francia, mas también con Egipto y Fenicia. La parte central de la costa, junto a las islas adyacentes, era designada como Jonia, en razón de que, desde finales de la Edad de Bronce, allí se habían instalado las tribus jónicas (aqueos expulsados de Acaya, en el centro del Peloponeso), las cuales hablaban una variedad dialectal del griego.

    Una de las doce ciudades que llegaron a coaligarse forjando la llamada Liga Jónica era Mileto, en la desembocadura del río Meandro, vecina a Éfeso, en su norte, y con la isla de Samos equidistante entre ambas. Las ciudades se fueron constituyendo en la llamada época arcaica a partir de pequeñas poblaciones en un proceso llamado synoikismos, es decir, comunidad de casa, oikos en Griego. La liga es a su vez un proceso comunitario denominado koinon, mismo término (como veremos) que el usado por Heráclito para designar el discurrir cabal, es decir, conforme a lo que él llama «razón común».

    En el siglo

    vi

    a. C., las orillas e islas de ese brazo del Mediterráneo que es el mar Egeo estaban salpicadas de pequeñas ciudades que constituían poderes autónomos y convertían a la región en el núcleo del rico comercio con Grecia, la Italia meridional y el sur de Francia. El mapa muestra algunas de las principales ciudades de Jonia, en el Asia Menor.

    Los tres nombres que acabo de mencionar están llenos de resonancias: Éfeso es la ciudad natal de Heráclito; en Samos nació Pitágoras; y en Mileto, Tales. Varias veces destruida y reconstruida al capricho de los intereses de los diversos imperios, Éfeso tenía un importante puerto llamado Panormo, pero sufrió un proceso de sedimentación que la retiró de la línea de la costa. Hoy, como en tantos lugares que un día tuvieron vida, Éfeso sirve de coartada cultural para los cruceristas con parada programada en la marina turística de Kusadasi, a 19 kilómetros.

    La superficie de la isla de Samos no alcanza los 500 kilómetros cuadrados y en la actualidad cuenta con unos treinta mil habitantes. Samos fue una de las doce ciudades que formó parte de la Liga Jónica (junto con Quíos, Clazómenas, Colofón, Eritras, Lébedos, Miunte, Focea, Priene y Teos, además de Mileto y Éfeso). En el siglo de Pitágoras, Samos mantenía un esplendor que procedía de la época arcaica, con un puerto fortificado, próspero en razón no solo de su fuerza militar y comercial, sino en ocasiones por ser un centro de piratería. Los restos de dicho puerto han sido rebautizados con el significativo nombre de Pithagoreion.

    Los historiadores indican que Mileto tuvo una floreciente industria y llegó a disponer de cuatro puertos. Legendariamente Mileto debería su nombre a un héroe cretense que se había resistido a convertirse en erómano del rey Minos y finalmente había huido de la isla. A principios del siglo v a. C. Mileto fue asediada por los persas, vencida e incendiada en 494, y sus habitantes fueron deportados, lo que causó una gran conmoción en toda Grecia, y además dio argumento a una tragedia representada en Atenas. Mileto sería más tarde liberada de la ocupación persa, pero su tiempo de esplendor no volvería, y Atenas la sustituyó en poder económico, comercial y cultural. Sin embargo, fue sede arzobispal en la época bizantina y, tras la ocupación otomana en el siglo xii, el puerto revivió, manteniendo un intercambio sobre todo con Venecia. Pero la sedimentación del puerto supuso la ruina y la ciudad fue abandonada. Hoy el mar está a diez kilómetros, y de Mileto solo perduran piedras. Aunque refiriéndose a otra ciudad, Gabriel Álvarez de Toledo escribía a principios del siglo xvii: «Ni gastar puede el tiempo tu memoria / ni tu ruina caber en el olvido».

    Pensar a la manera de los griegos

    El físico Erwin Schrödinger cita y glosa ampliamente un radical (y sin duda problemático) texto del historiador del pensamiento Theodor Gomperz para dar, por así decirlo, base erudita a su propia convicción de que el retorno a esa Jonia en la que el pensamiento griego tiene cuna constituye una exigencia ineludible tanto para los científicos como para los filósofos (véase recuadro «La aplastante influencia griega»). Un retorno a Jonia que permitiría quizás recuperar la unidad de las capacidades y proyectos del espíritu humano, cuya parcialización le parece empobrecedora. Schrödinger es un científico singular, un físico que se pregunta por las condiciones que han posibilitado el que haya en la historia de la cultura humana, precisamente, una disciplina como la física, y que para intentar responder decide sumergirse en los arcanos del pensamiento griego, llegando a interrumpir su docencia científica para dar unas lecciones recogidas en forma de libro.²

    Y a los argumentos de Gomperz, Schrödinger añade alguno de sus propias alforjas, enfatizando el hecho de que entender qué pasó en Jonia es la primera condición para aquel que se interroga sobre el origen y la esencia de la actitud científica. A mayor abundamiento, avanzo ya por mi cuenta, para aquel a quien preocupa dónde está la diferencia entre ciencia y filosofía. Schrödinger coincide asimismo con Burnet,³ otro gran historiador del pensamiento antiguo, en que

    Constituye una adecuada descripción de la ciencia el decir que en ella se trata de pensar sobre el mundo a la manera de los griegos y, en consecuencia, la ciencia no ha existido excepto entre los pueblos que vivieron bajo la influencia griega.

    Obviamente, Schrödinger no ignora que esplendorosas civilizaciones, ajenas a Jonia en el espacio y en el tiempo, han desarrollado prodigiosas técnicas que posibilitaron un sorprendente control del entorno. No ignora que, antes de Tales de Mileto, en China y en Egipto se había alcanzado un elevado conocimiento astronómico y matemático, y podrían multiplicarse los ejemplos. ¿Qué nos quiere, pues, señalar el gran físico cuando asume tan radical tesis? ¿Por qué se considera que Tales, Anaximandro, Anaxímenes, así como otros nombres quizás menos importantes, representan el verdadero nacimiento tanto de la ciencia como de esa singular disciplina que se designa con el nombre de filosofía? Obviamente, decir que dos cosas están involucradas supone asumir que son cosas diferentes, por lo cual la anterior pregunta remite a esta otra: ¿en qué no se confunde la filosofía con la ciencia, aunque esté íntimamente vinculada con ella?

    La aplastante influencia griega

    Prácticamente toda nuestra educación intelectual tiene su origen en los griegos. Un conocimiento escrupuloso de estos orígenes es pues requisito indispensable para liberarnos de su aplastante influencia. Ignorar el pasado es aquí, no solo indeseable, sino simplemente imposible. Uno no necesita haber oído sus nombres para estar bajo el hechizo de su autoridad. Su influencia no solo se ha dejado sentir sobre quienes aprendieron de ellos en la Antigüedad y en los tiempos modernos; todo nuestro pensamiento, las categorías lógicas en las que este se mueve, los esquemas lingüísticos que utiliza (y que por consiguiente lo dominan), es en cierto modo una elaboración y, en lo fundamental, el producto de los grandes pensadores de la Antigüedad. Debemos investigar, pues, este devenir con toda meticulosidad a fin de no tomar por primitivo lo que es resultado de un proceso de crecimiento y desarrollo, y por natural lo que es, de facto

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