¿En qué espacio vivimos?
Por Javier Bracho
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¿En qué espacio vivimos? - Javier Bracho
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1. ¿EN QUÉ ESPACIO VIVIMOS?
(Donde el autor se hace una pregunta)
LA PREGUNTA ¿en qué espacio vivimos?, (con sus relativas: ¿qué forma tiene el mundo? o ¿de los posibles universos, cuál es el nuestro?) no encuentra respuesta en este libro, ni en ningún otro, aunque se trate en muchos. Es una pregunta profunda, humana y vigente desde el origen de la historia. Preguntárnosla, con cualquiera de sus posibles matices o acepciones y en alguno de sus niveles de generalidad, sin duda nos ayudó a abandonar la prehistoria. Y desde entonces, mucho se ha trabajado sobre ella con los enfoques y los resultados más diversos: harto se ha dicho. Con la atención suficiente, siempre es posible escuchar en las raíces de las culturas que hablan algún esbozo de esta misma pregunta; aunque venga en tono de respuesta.
Al preguntarnos ¿en qué espacio vivimos? se incluyen ¿de dónde venimos? y ¿hacia dónde vamos? tras la reciente amalgama einsteiniana del espacio y el tiempo; cabe, incluso ¿qué somos? al dirigir la mirada a nuestro espacio orgánico, cognoscitivo, sensitivo, íntimo.
Pero en vez de pasmarnos al ampliar el espectro, o al rastrear en la cultura la fuerza motriz de esta inocua pregunta, enfrentémosla.
¿En qué espacio vivimos?
Si como buen lector, o como simple autor, le entramos al torito, se antoja de volón husmear en el morral de nuestra cultura personal a ver si aparece por ahí alguna latita que destapar, algún rollito prefabricado que soltar. Es grande la tentación de compendiar lo que sabemos sobre el tema. Pero sería, en cierta forma, evadir la pregunta, sepultarla bajo erudición al dejar que otros hablen por nosotros. No. Como simples seres humanos, transcurriendo cotidianamente en este universo, ¿qué podemos decir sobre él? Tenemos la asombrosa capacidad de conmovernos y hasta de angustiarnos u obsesionarnos con nuestra inmensa ignorancia sobre nuestro entorno: usémosla. Dudemos de todo lo que sabemos, pues gran parte de ello es un acto de fe; y si no lo fuera, sólo se afianzaría con el embate del cuestionamiento. Podemos enfrentarnos sin más herramientas que nuestra experiencia cotidiana y nuestra razón al problema de describir nuestro espacio. Intentémoslo.
Recordemos que son innumerables los modelos de universo que han sido fielmente creídos y apasionadamente defendidos por algún ser humano en alguna época. ¿Qué nos hace suponer que el nuestro, explícito o no, es mejor? ¿Qué es lo que hace a alguno de estos modelos más realista
que otro? La mejor opción no tiene nada que ver con quienes sostienen el modelo en cuestión, o dónde, o cuándo lo sostienen (podemos suponer que somos nosotros), es simplemente la que resiste mejor el ataque crudo y descarnado del razonamiento, del sentido común, que, a su vez, varía conforme al tiempo y en relación directa con el uso que de él hagan las culturas: el destilado que va produciendo este proceso milenario es quizá lo que llamamos ciencia.
Pero recordemos también que en nuestros primeros meses de vida aprendimos a percibir nuestro espacio y que en los años subsecuentes empezamos a desplazarnos en él, a dominar, en pequeña escala y con torpezas, su materia, a convivir con sus imposiciones ineludibles: los cuerpos caen y duele, el día y la noche, las estaciones—de perdis: las vacaciones—, la Luna, el Sol y las estrellas. Aprendimos también a pensar. Los años se han ido acumulando. Algo debemos saber o suponer sobre el espacio en que transcurre nuestra vida. Qué podemos decir sobre ¿cómo es?
¿En qué espacio vivimos?
Esta es la pregunta que se plantea el autor en esta obra; abordándola en diversos tiempos, a través de variados personajes, con distintos enfoques, y con resultados parciales independientes. El formato es el de un libro de cuentos. Todos ellos giran en torno al mismo tema, la pregunta que los compendia, con el único afán de aproximarse a la geometría del Universo; es decir, de transmitirle al lector que empieza a hojearlos alguna idea, aunque sea vaga, de hacia dónde nos lleva, desde la humilde perspectiva de uno de sus trabajadores, la geometría de este siglo.
2. EL CUENTO DE ESTE LIBRO
PARA un matemático, la pregunta ¿qué haces?
es difícil de responder con más precisión que un vago matemáticas
, álgebra
o, en mi caso, topología
. Para el común de los mortales estos vocablos tienen muy poco contenido concreto, o bien, si llegan a tenerlo, con frecuencia dista mucho de lo que en realidad son los objetos de nuestro estudio o los motivos de nuestros desvelos y frecuentes divagaciones.
Hace ya algunos años enfrenté la pregunta ¿qué haces?
con un poco más de gallardía: estudio espacios diversos
, contesté, mordiéndome la lengua en el topológicos
para no cortar de tajo la conversación. ¿Cómo?
—arremetió mi interlocutor—¿qué no es éste el único espacio que hay?
… Bueno, sí: es el espacio físico. Pero aún no sabemos cuál es él, dentro de las posibilidades matemáticas que hay. Es más, ni siquiera conocemos con precisión la lista de estas posibilidades.
Para mis adentros pensaba en el gran problema de clasificar las variedades de dimensión tres. La sonrisa de escéptico reconocimiento que recibí me hizo sentir en buen camino. Con este enfoque, que me hacía aparecer como un científico con preocupaciones de gran envergadura y arraigo histórico, me aventuré a dar algunas pláticas de divulgación; a la estimulante respuesta que tuve de aquel público —ya de por sí ligado a la divulgación de la ciencia, para mi fortuna— se debe este libro. Aunque había algo de teatral en presentarme como alguien preocupado profesionalmente en la pregunta ¿en qué espacio vivimos?
, daba con esto pie para hablar de bandas de Moëbius, Toros (donas), geometrías no euclidianas y espacios de múltiples o de infinitas dimensiones, en un contexto que los situaba más acá que meros, extravagantes o intrascendentes divertimentos matemáticos
. Me aproximaba al tema que trabajaba en aquella época, la noción de variedad y de sus estructuras, a la vez que rozaba un área que a lo largo de este siglo en agonía ha sido fundamental: la topología de dimensiones bajas; y le tiraba a este par de pájaros con uno de sus posibles subproductos para siglos venideros: a los matemáticos nos gustaría
—decía yo—entregarles a los físicos y a los astrónomos una lista completa, clara y racional de las posibles formas del Universo; al confrontarla con sus observaciones, quizás puedan decidir cuál es la buena
. Y lo teatral, debo aclarar, derivaba del hecho de que ningún matemático piensa en esto cuando hace matemáticas. Nuestros móviles son mucho más concretos y mundanos, la belleza intrínseca de los entes que tratamos, la obsesión por entender lo que no entendemos, por afianzar lo efímero, o bien, la simple gloria
. Sin embargo, me convencí de que para la divulgación este enfoque era fértil.
Inclusive, me senté a escribir un articulillo. En él me lanzaba al ruedo contra el siguiente torito: A ver: como simple matemático, es decir, sin necesidad de salir de este cuarto y con base en razonamientos precisos que parten de un mínimo de hipótesis —que, como parte del problema, también hay que establecer—, ¿puedes demostrar que la Tierra es redonda?
Ejercicio nada sencillo del que pretendía derivar la necesidad de formalizar la definición de variedad, en particular la de superficie y, ya entrados en gastos, dar su clasificación (uno de los teoremas más bellos y redondos de la topología, al que se asocian grandes nombres como Euler, Riemann y Poincaré); proyecto demasiado ambicioso que nunca pasó de un borrador inconcluso, inédito y perdedizo.
Pasaron los años, y un día un amigo irrumpió en mi cubículo: Te invito a escribir un libro de divulgación, la serie ya está armada, pero todavía no hay nada de matemáticas, tú dices, ¿le entras?
—¡Sale!
A la vuelta de la esquina tuvo título y un primer índice. Empezaría con lo que ya tenía, era cosa de desempolvar lo que llegó a ser conocido como el de Colón
, y trabajar lo que le faltaba (toda la parte técnica); seguiría con las bases matemáticas mínimas para poder introducir al lector a las 3-variedades y sus estructuras geométricas: con esto concluiría. Y para romper el miedo a doblar
la tercera dimensión y a trabajar con dimensiones más altas, ¡qué mejor que Flatland! Reseñaría en el capítulo 5 el libro de Edwin Abott, clásico en la línea trazada casi contemporáneamente por Lewis Carroll (sí: el de Alicia en el país de las maravillas). Definitivamente tenía algo qué decir sobre Flatland; antes que nada, traducirlo Planotitlán
en vez de Planilandia
. Con este índice como de diez capítulos firmé el contrato con el Fondo, para su serie La Ciencia desde México
.
Pasaron los meses, tuve que negociar un nuevo plazo de entrega, pues la parte técnica—la que faltaba—no lograba atarme a la máquina. Además, el de Colón
y el rápido borrador de Planotitlán
no tenían continuidad, o bien, necesitaban de un contrapeso literario más hacia el final del libro. Así, maduró la idea de hacerlo como libro de cuentos que trenzaran una malla, una