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Cien años en la vida de la luz
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Libro electrónico195 páginas3 horas

Cien años en la vida de la luz

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Amena narración que recorre los derroteros de la física, desde el descubrimiento de la radiación infrarroja en 1800 por William Herschel, hasta el nacimiento de la física cuántica con Max Planck en 1900. Son cien años en los que las aportaciones de grandes físicos como Thomas Young, Augustin Fresnel, François Arago o James C. Maxwell se suman a las de los científicos más famosos de todos los tiempos: Isaac Newton y Albert Einstein.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento5 sept 2011
ISBN9786071603425
Cien años en la vida de la luz

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    Cien años en la vida de la luz - Luis de la Peña

    intelectual.

    I. Todos sabemos qué es la luz, pero… ¿Qué son cien años en la vida de la luz?

    Fijemos o no nuestra atención en la luz, la usamos al caminar, al alimentarnos, al leer, al hablar, al escuchar música e incluso al pensar. Aunque está tan a la mano, pese a verla o sentirla todos los días, a usarla a cada momento, a estar tan cercanos a ella, hace apenas unas cuantas décadas que podemos decir que empezamos a conocerla verdaderamente, a saber qué es la luz, de qué está hecha, por qué nos calienta y no sólo nos ilumina. Sus secretos son seguramente aún muchos y tardaremos en acabar por develarlos.

    Hoy sabemos que la luz es el fenómeno físico que se propaga más rápido, a una velocidad fantástica que le permite arribar a la Luna desde nuestro planeta en tan solo unos segundos, y alcanzarnos desde el Sol en apenas ocho minutos. Pero ¿cómo?; ¿la luz sale del Sol sin quemarse ni salir ardiendo?, ¿sin perderse en el camino? ¿Qué milagros son estos?

    Sí, la luz parece rodeada de milagros. Estamos hechos para utilizarla de mil maneras y podemos afirmar, sin exageración alguna, que el Sol es a la vez la fuente de toda la luz que vemos (exceptuando la poquita que nos llega de las estrellas) y de toda la vida en nuestro planeta. Sin la energía que nos llega del Sol, simplemente no habría vida sobre la Tierra. Tanto es así que los astrónomos que buscan vida fuera de nuestro sistema solar, lo hacen en planetas atrapados por alguna estrella, es decir, por su sol.

    Conocer de cerca qué es la luz es algo importante, y a esta tarea se han dado un sinnúmero de pensadores y científicos, profesionales o aficionados, desde tiempos remotos. Pero el cometido ha resultado complejo y es sólo a partir de hace unos cuantos siglos que hemos empezado a tener una idea más o menos coherente, aunque fuera en ocasiones más producto de la imaginación que del conocimiento real, de la naturaleza íntima de la luz.

    De lo que sucedió con la luz en el siglo XIX, durante el cual la ciencia pudo adentrarse en el misterio profundo de su naturaleza, es de lo que pretendemos hablar en este libro. Más en concreto, partiremos del año 1800 para recorrer el siglo entero, durante el cual, como tendremos oportunidad de ver con detalle, nuestro conocimiento de la luz cambió de manera radical. Tanto así que bien podemos decir que fueron los años en que aprendimos qué es la luz. Más aún, fue un siglo de sorprendentes hallazgos sobre ésta y otras materias —se trata de hecho de un siglo espléndido para la ciencia—, de manera que no resistiremos la tentación de prolongar un poquito nuestro plazo, para decir algo de lo más importante que sucediera con la luz en 1905. Son cien años que para los conocimientos sobre la luz resultan centrales, al menos por lo que hoy alcanzamos a ver.

    Al decir esto se nos ocurre una pregunta: ¿cuánto habrá viajado la luz durante ese siglo? Bueno, pues cien años-luz, así de simple. Pero, ¿cuánto es un año-luz? Otra vez simple: la distancia que la luz recorre en un año, y que podemos calcular recordando que viaja 300 millones de metros cada segundo en el vacío. Esto lo multiplicamos por el número de segundos que tiene un año, 60 × 60 × 24 × 365 = 31 536 000 y obtenemos un poquito más de 9.5 billones de kilómetros por año. Esto es entonces lo que significa un año-luz, casi 10 billones (millones de millones) de kilómetros. A nosotros nos puede parecer una cifra inimaginable, pero insertada en el universo resulta insignificante. En efecto, la vida del universo se estima en alrededor de 13 mil millones de años, así que un año es tan sólo una parte en 13 mil millones. ¡Imagínese lo que ha viajado la luz que se formó en los primeros momentos del nacimiento del universo! Pues eso es lo que mide el universo visible, minutos más, minutos menos (debido a nuestras aproximaciones).

    Cien años, pues, no son nada para la luz,[2] que ha tenido una vida tan larga y aún le queda mucho por delante. Pero para nosotros son cien años de un interés muy especial, durante los cuales pasamos de saber y entender muy poco a tener una imagen aún muy incompleta y borrosa (como veremos en el último capítulo), pero que descifra ya la naturaleza y explica mucho del comportamiento básico de la luz.

    En el curso del año 1800 el astrónomo germano-inglés Wilhelm (William) Herschel descubrió que, además de la luz que nuestros ojos ven, existe una luz invisible para nosotros, pero que sentimos, pues nos calienta. Ésta es la luz que hoy llamamos infrarroja. Lo más importante de este descubrimiento, de por sí de gran importancia física y astronómica, como tendremos oportunidad de ver, es que abre una enorme compuerta: el espectro de la radiación (más adelante se explican estos términos) se extiende mucho más allá de las fronteras de lo visible. De hecho, ya veremos que la parte visible de la luz cubre apenas un tramito del espectro completo, que es, en principio, infinito. Aun limitándonos a toda la radiación que hoy día conocemos o manejamos de alguna forma, la visible sigue ocupando un trecho muy pequeño. ¡De verdad que tenemos mucho que ver!

    ¿Y por qué pensamos en detenernos en el año de 1900? No, no es cuestión de calendario ni de andar redondeando cifras. La fecha la señala, por lo contrario, un hecho muy significativo. A finales de ese año el físico alemán Max Planck realizó otro de los grandes descubrimientos sobre la luz, de esos que cimbran el mundo de la física, que hacen que la física ya no sea lo que era antes. En efecto, lo que Planck descubrió fue que en ciertas condiciones, por cierto muy frecuentes, la luz se presenta en paquetitos con energía muy bien definida, paquetitos que él llamó quanta de energía (lo que castellanizamos como cuantos de energía para evitar el latinismo, que puede sonar pedante). Éste es el nacimiento, ni más ni menos, de la teoría cuántica, que vino a revolucionar la física e incluso la tecnología y, con ella, en buena medida, nuestra manera de vivir. Como de esto hablaremos con detalle, vemos que lo que tenemos por delante cada vez se extiende más y se hace más interesante… como en una novela de suspenso .

    Pero más allá o más acá del suspenso, debemos decir que el siglo comprendido entre estas dos fechas estuvo plagado de grandes momentos para nuestro conocimiento de la luz. Por decirlo en breve, fueron los años en que se descubrió la naturaleza de la luz, en que se dio, finalmente, respuesta a la vieja pregunta sobre la sustancia de que está hecha. Y la respuesta fue magnífica, no sólo porque respondió a una milenaria pregunta, sino porque fue en sí misma profunda y dio otra sacudida intensa a los cimientos de la física de su época. En las breves páginas de este libro transitaremos, pues, de revolución en revolución, durante el estrecho margen de un siglo.

    Si de tan importantes temas habremos de tratar, resulta obvio que hablaremos también de grandes personajes. Muchos de ellos, pese a ser figuras de primera línea, resultan poco conocidos para el gran público. Esto es claramente injusto, pues la humanidad debe mucho más a Herschel (por mencionar a alguno) que al futbolista o la estrella de cine favoritos del momento, pero mientras que de éstos todos saben y todos hablan, el silencio es monumento de aquél. El futbolista es multimillonario, el científico reduce sus gastos al mínimo para con lo ahorrado comprar o fabricarse un instrumento nuevo que le permita obtener el resultado perseguido. En nuestras páginas habrán de desfilar verdaderas luminarias, orgullo de la humanidad, como Michael Faraday, James Clerk Maxwell, Max Planck, Albert Einstein, etcétera.

    Ninguno de los nombres que habrán de aparecer es mexicano; ni siquiera latinoamericano o hispanoamericano. No hay chovinismo alguno en esto; es simplemente reflejo del estado en que se ha encontrado la ciencia en nuestros países durante siglos. Es sólo ya muy avanzado el siglo XX cuando se ha hecho algún esfuerzo por incorporar la ciencia a nuestra cultura. Y se trata todavía de un esfuerzo menor, pleno de altibajos, que no ha permitido aún la existencia de una tradición para el quehacer científico. Comparemos esto con la situación típica de un país de gran tradición científica. El Reino Unido, por ejemplo, cuenta con una historia ininterrumpida de dedicación a la ciencia, de interés sostenido por la investigación científica durante siglos. El resultado está a la vista: en su historia aparecen figuras como (en orden más o menos cronológico) Roger Bacon, Francis Bacon, Isaac Newton, James Watt, Sir William Herschel, George Boole, Thomas Young, Michael Faraday, James Maxwell, Charles Darwin, Lord Rayleigh, Ernest Rutherford, Bertrand Russell, Sir Alexander Fleming, Sir John Ambrose Fleming, Joseph Thomson y su hijo Sir John Thomson, Sir William Bragg y su hijo Sir William Lawrence, Paul Dirac, Max Perutz (que nació en Austria, pero se formó y realizó el trabajo que introdujo la biología molecular en Cambridge), Dorothy Hodgkin, Francis Crick, William Shockley, etc., hasta completar (si ello fuera posible) una amplísima lista. Vemos que el repertorio se extiende sin pérdida de continuidad desde el siglo XIII hasta nuestros días y abarca prácticamente todos los campos del saber científico. Algo similar ocurriría, mutatis mutandi, si nos refiriéramos a otros países de gran tradición científica, como Francia o Alemania. Cuando la ciencia se alimenta con tales nutrientes, no puede sino generar grandes figuras, como las aquí enlistadas y con ello, grandes resultados para el conocimiento, su país y la humanidad. La historia que aquí se cuenta, involuntariamente narra también lo que no sucede en nuestros países.

    Por cierto, varias de las figuras de la relación recién traída a colación aparecerán más adelante como héroes de nuestro relato.

    Algunos detalles introductorios sobre la luz

    En lo que sigue no podremos evitar el uso de algunos términos técnicos relacionados con la luz, como longitud de onda, espectro, etc. Aunque algunos de ellos son muy conocidos, es posible que convenga aclararlos para que los lectores más jóvenes o aquellos que no han tenido oportunidad de familiarizarse con tales conceptos no tengan dificultades más adelante. Prometemos, sin embargo, mantenernos en un nivel claramente introductorio, similar al que emplearía una enciclopedia dirigida al público general. El leedor conocedor de estos temas puede saltarse esta sección sin pérdida alguna en la continuidad del relato.[3]

    La luz es un fenómeno ondulatorio, como se va a exponer en detalle en el capítulo III. La luz solar, o luz blanca, está en realidad compuesta de una superposición de luces de diferentes colores, es decir, de ondas que nuestra vista percibe de manera diferente, asignándole a cada una un color. Lo que diferencia físicamente a ondas que corresponden a diferentes colores es su longitud de onda. Ésta, la longitud de onda, es la distancia entre dos máximos sucesivos de la amplitud de la onda, como se muestra en la figura 1. En un haz o rayo luminoso la onda se repite una y otra vez, formando lo que constituye un tren de ondas. Por ser una distancia, la longitud de onda se puede expresar en centímetros, pero como es muy reducida en el caso de la luz, se acostumbra medirla con unidades más pequeñas, como son la micra, el nanómetro o el angstrom.

    Figura 1. Se muestra el significado geométrico de longitud de onda, como la distancia entre dos máximos (o dos mínimos, o dos nodos) sucesivos de una onda de frecuencia definida

    La micra (que se acostumbra abreviar con la letra griega μ, correspondiente a nuestra m, y se lee miú) es la milésima parte de un milímetro, o sea la millonésima parte de un metro:

    1 μ = 1 micra = 0.001 mm = 0.000 001 m = 10–6 m.

    Un nanómetro o milimicra (que se abrevia nm o mμ) es la milésima parte de una micra, por lo que corresponde a la millonésima parte de un milímetro:

    1 nm = 0.001 μ = 0.000 000 001 m = 10–9 m.

    Por su parte, el angstrom —llamado así en honor del físico sueco Anders Ångström (1814-1874), a quien se le considera inventor de la espectroscopía— se abrevia Å y corresponde a la diezmilésima parte de una micra, es decir,

    1 Å = 0.000 1 μ = 0.1 nm = 10–10 m.

    En lo anterior hemos utilizado la llamada notación científica, que proporciona una manera condensada, cómoda y transparente de escribir cantidades muy grandes o muy pequeñas; por ejemplo, el milímetro, que es la milésima parte de un metro, lo escribimos como 1 mm = 0.001 m = 10–3 m (o bien 1 × 10–3 m, si se desea ser más explícito). Esto último quiere decir que el 1 debe ocupar el tercer lugar decimal, lo que da 0.001, que es precisamente lo que se desea. Si el signo del exponente es positivo, entonces hay que agregarle a la unidad tantos ceros, ahora a la derecha, como indica el exponente. Por ejemplo,

    1 km = 1 000 m = 10³ m.

    Las longitudes de onda de la luz visible son del orden de una micra o menores, lo que equivale a algunos miles de angstroms o algunos

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