Sucedió en Florencia, una ciudad que como un fentanilo estético parece dada a las sobredosis de belleza (es uno de los enclaves con mayor concentración de obras de arte y, seguramente por ello, con más ángeles y demonios invocados en los sueños y pesadillas de sus visitantes). La médico, jefa de psiquiatría del hospital de Santa Maria Nuova —el ospedale más antiguo de la ciudad— se dio cuenta de que ciertos turistas tenían que ser ingresados durante varios días bajo su cuidado. Era como si la obra de Cellini, la cabeza de la terrible Medusa decapitada, que levanta la estatua de bronce de Perseo en la Piazza della Signoria, los hubiera maldecido (¡nunca hay que mirar de frente a la Medusa!).
Podían sufrir alucinaciones, escuchar el canto de los ángeles sobre el río. Podían sentirse omnipotentes, cual dioses desvistiéndose del traje humano. O verse perseguidos y señalados entre risotadas siniestras en los puentes de mármol. Podían terminar encerrados en la habitación del hotel, delirando, mudos y retraídos, tras haber visitado las pinturas de Fra Angelico en el Museo de San Marcos.
Padecían un síndrome extraño, nuevo, no descrito al menos en los manuales, pero sí en la vieja literatura. Algo que, según intuyó la médico, tenía que ver con el viaje, la soledad, la ciudad monumental y las obras de arte. Algo que tendría relación también con la fragilidad de cada individuo y con el percutor de la belleza. Por suerte, estos pacientes solían recuperarse tras unos días de descanso (cobijados del arte y su potencia).
No es de extrañar que la escena le recordara a épocas pasadas. Le vinieron a la memoria aquellos hombres y mujeres que estuvieron dispuestos a perder la cabeza por un ideal estético en el siglo XIX; los románticos que viajaron
