Parásito
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Rubén Martínez Navarro
Nacido en Santa Coloma de Gramenet ( Barcelona) en el año 1993, fui en un pasado locutor de radio, reportero, guionista de cortometrajes y acomodador en un cine multisala. Después de varios proyectos audiovisuales frustrados , ahora ejerzo como escritor.
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Parásito - Rubén Martínez Navarro
Parásito
Parásito
Rubén Martínez Navarro
Esta obra ha sido publicada por su autor a través del servicio de autopublicación de EDITORIAL PLANETA, S.A.U. para su distribución y puesta a disposición del público bajo la marca editorial Universo de Letras por lo que el autor asume toda la responsabilidad por los contenidos incluidos en la misma.
No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio, sea éste electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito del autor. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (Art. 270 y siguientes del Código Penal).
© Rubén Martínez Navarro, 2018
Diseño de la cubierta: Equipo de diseño de Universo de Letras
Imagen de cubierta: ©Shutterstock.com
www.universodeletras.com
Primera edición: 2018
ISBN: 9788417569099
ISBN eBook: 9788417570248
Dedicada a Jorge,
por darle un rostro y nombre
a mi verdadero enemigo.
Capítulo 1
Monachopsis
1
La maldad es como un parásito, te infecta el corazón y la mente sin que seas consciente, y cuando te percatas, ya es demasiado tarde, te has convertido en una persona muy distinta de la que una vez fuiste.
La boca de mi escopeta apunta directamente al pecho de la chica. Ella, mientras, gimotea y llora desesperada. Desea con toda su alma que no apriete el gatillo. La ráfaga del disparo de un arma como la que sostengo ahora entre las manos, no provocaría más que cientos de agujeros sanguinolentos en su tórax. Nada de dramas, nada de escenas grotescas. Ella no se merece una muerte así. Ha pasado media vida entre cámaras y desfiles. Es una chica preciosa, modelo de profesión. No creo que le haga ninguna gracia dejar un cadáver con el rostro desfigurado, por muy poético que eso pueda parecer.
Soy cruel. Soy un monstruo. Soy lo que se podría llamar un auténtico hijo de puta, pero no quiero ser excesivamente cruel con ella. No de esta forma. Tengo respeto por mis enemigos, por las víctimas de mi infectada alma, pero con ella no. No seré tan cabrón como para dispararla en la cabeza. Un disparo de escopeta directo al cráneo causa un destrozo descomunal.
Y aquí estamos los tres, sí, los tres, ella, la hija predilecta de la ciudad, yo, un gordo seboso sin vida social, y el tipo que llora y pega berridos es el amigo del alma de la chica. ¿Su nombre? No lo recuerdo ahora mismo... Ambos están amordazados de pies y manos de la misma forma, con sus rodillas clavadas en el corrupto suelo.
Nos encontramos en una fábrica de porcelana abandonada de la mano de Dios, en lo alto de una montaña, deben de ser las tres o cuatro de la madrugada de un viernes. Dicha localización se encuentra alejada de cualquier pueblo, de cualquier ciudad. Alejados del ruido de la gente y sus miserias. Alejados de la civilización. El lugar perfecto para completar mi noche de venganza.
—Por favor, suéltanos. No hemos hecho nada —dice la chica entre lágrimas.
La chica es hermosa. Posiblemente, la chica más guapa a la que me acercado y me acercaré en mi vida. Es como las típicas modelos que podemos ver posando en ropa interior en los distintos escaparates publicitarios repartidos por toda la ciudad o en paradas de autobús. La última adquisición a la moda de H&M y Intimissimi. El símbolo del culto al cuerpo femenino ahora llorando ante mí, suplicando por su vida. La tía más buena que podáis imaginar. Y ahora esa misma persona es toda mía. Cabellos morenos y sedosos ahora hechos una maraña de enredos. Abrigo de cuero, a doscientos euros en el mercado, manchado por el blanquecino polvo del suelo.
—Suéltanos. Juro que no se lo contaré a nadie —insiste ella.
—Lo siento, pero no puedo —le respondo.
—Déjalo. No nos va a escuchar —dice el chico de su derecha—. ¡Esto es una puta mierda!
Ah, el pijo de turno. El que habla ahora es un burgués hijo de una familia de privilegiados, de la alta sociedad catalana, que nunca se han tenido que preocupar de nada.
—¡Esto es una mierda! —sigue diciendo el niñato—. Ojalá no estuviéramos aquí.
Por el momento, yo simplemente me limito a observar, como un espectador más, aunque siga teniendo las llaves del argumento. Sentado sobre una silla de madera que parece que vaya romperse en cualquier momento por culpa de mi peso, les apunto con la escopeta de un solo cañón, cortesía de mi padre, en absoluto silencio, paciente. No hay prisa, no hay nervios. El pulso, tranquilo. La marioneta de mi vida controla el hilo de mis extremidades. Por mucho que griten nadie los va a oír. No hay nadie en veinte kilómetros a la redonda. Estamos solos. Como he dicho antes, es el lugar perfecto para una matanza.
—Escucha, tío —me dice ahora el tipo—. Mi padre es una persona con mucha pasta. ¿Lo pillas? Si es dinero lo que quieres, podemos arreglarlo. Pídeme lo que sea y seguro que lo tendrás.
Este tío ha visto demasiadas películas si se piensa que hago esto por dinero. Le devuelvo la mirada, y través del débil y sucio cristal de mis gafas, me fijo en su sudoroso rostro. No le contesto ni una sola palabra u onomatopeya. Solo le miro. Simplemente eso. Me encanta ver cómo su peinado, al más puro estilo de los noventa, cae por su frente desordenado y grasiento.
—En serio. Puedo conseguirte cualquier cosa —me dice.
Muevo lento la escopeta y le apunto a él. Algo que le pone de golpe excesivamente nervioso. Comienza a gritar como un loco:
—¡Hijo de la gran puta! ¡Cuando se enteré mi padre de esto te vas a enterar, mamón! Tú no sabes quién es mi padre. ¡Estás acabado, gordo asqueroso!
—¡Cállate! —le grita la chica al otro—. Me estás poniendo de los nervios. ¿No ves que de aquí no salimos vivos?
—O sea, que piensas eso, ¿no? —le pregunta nervioso el chico—. Pues que sepas que, si no fuera por ti, esto no habría pasado. ¡Ahora mismo estaríamos en la fiesta! ¡Si no fueras tan putón!
—¿De qué coño hablas? —pregunta enfadada ella—. Yo no tengo nada que ver con todo esto. ¿Eres gilipollas o qué?
—Si no fueras por ahí follándote a todo lo que me mueve, nada de esto hubiera pasado.
—¡Serás cabrón! —responde ella—. Eres un mierda que no le importa nada.
—¿Qué me has dicho? ¡Guarra!
De repente, comenzaron a soltarse todo tipo de insultos y gritos uno al otro. Aquello se convirtió en un gallinero. Esos alaridos me estaban poniendo de los nervios. Cerré los ojos intentando ignorarlos, pero fue imposible. Me puse en pie, y ambos se callaron. La silla crujió provocando un eco en todo el pabellón. Los chicos me miraron, sabían que la habían cagado.
—Eh, tío. Lo siento mucho —me dice él—. La hemos cagado. Siento haberme puesto así con tu chica.
Me acerco al chico que no se calla y le apunto con el arma. Recargo la escopeta justo delante de sus ojos. El chico suplica como no lo ha hecho en toda la noche. La chica insiste en que le deje en paz. Ahora mismo termina todo. La locura está llegando a su fin. He tenido que adelantar los acontecimientos, pero no importa. Ha llegado la hora.
—La hora cero —le digo al chico.
—¡Dios, no! ¡Por favor, no lo hagas! Joder…
Ahora la miro, ella me devuelve la mirada entre lágrimas de compasión. Quiero que sea testigo de este momento. Quiero que no se pierda ni un solo detalle de lo que está a punto de ocurrir.
—Quiero que estés bien atenta —le sugiero a la chica.
—Por favor, no lo hagas, es mi amigo… —me dice ella—. No lo hagas, Víctor. ¿Qué ha dicho? La chica menciona un nombre que parece ya olvidado. Al oír ese nombre, mi corazón comienza a latir con mucha velocidad. No puedo evitar preguntarle:
—¿Cómo has dicho?
No soy capaz de oír la respuesta. Los oídos se me taponan como si estuviera debajo del agua. Convulsiones. Mareos. Siento como si mi cuerpo se moviera solo. Espasmos variados. Nervios. Algo me ocurre y no sé lo que es. Algo está cambiando dentro de mí. No sé qué exactamente. Es entonces cuando soy consciente de todo cuanto me rodea. La fábrica de porcelana abandonada, los dos chicos maniatados, la escopeta, la chica... Comienzo a recordar, como si me hubiese despertado de una larga amnesia, en cómo hemos llegado a este momento.
Algo ha crecido en mí, en mi interior. Algo peligroso; No soy él que fue una vez. Ahora soy alguien distinto. Diferente. Soy otra persona. Más oscura, más siniestra. Hace largo tiempo que no reconozco mi reflejo en el espejo. No recordaba mi nombre, ni mi pasado. Era demasiado doloroso. Entonces me percato de cómo he llegado hasta aquí y empiezo a recordar todo el daño que he causado. Mi historia está llena de momentos desagradables y grotescos... Soy un monstruo. Pero no siempre fui así. Yo, antes, era una persona normal. Con el paso del tiempo mi rumbo en la vida fue cambiando drásticamente. No solo cambié de aspecto físico, sino también de mentalidad. Para entender los acontecimientos que nos llevan a este terrible punto, hay que retroceder dos años antes, cuando aún no había perdido la cabeza. Esta es mi historia. Me llamo...
2
—¿Víctor Salazar? —llamaba por mi nombre la enfermera.
Nos encontramos en un ambulatorio de la ciudad de Barcelona. Uno cualquiera, como al que usted pueda ir en algún momento de su vida. Odiaba, y creo que sigo odiando, los hospitales. Para mí son lugares terribles. En un hospital, cualquier mala noticia, hasta la más simple, puede condicionar para siempre tu vida.
En aquellos días era gordo y feo. Pero no gordo en plan grasa, sino que tenía la panza hinchada, similar a una barriga cervecera o a la de una mujer embarazada. Había gente que hacía bromas diciéndome que estaba preñado, como en aquella lamentable película de Arnold Schwarzenegger. Mis brazos eran contradictoriamente delgados —o normales— y mis piernas, sí que es cierto, tenían algo de grosor. En cualquier caso, sentía hinchazones constantes, me costaba ir de vientre y, además, vivía bajo la permanente sensación de que mi barriga podía explotar en cualquier momento. A veces me preguntaba si realmente estaba embarazado.
El cabello de mi cabeza fue cayendo a un ritmo alarmante. Mis dientes eran de color amarillo y tenía una papada similar a la Jabba el Hutt. Era un cliché andante. Gordo y seboso, un ser repugnante. Siempre sudoroso y apestando. Para colmo, llevaba puestas unas gafas pequeñas con unas varillas tan delgadas que podían romperse con los dedos más fácilmente que un cigarrillo.
Pero lo que, en un principio, más me preocupaba de mi aspecto físico era, efectivamente, mi panza, que parecía echarse hacia delante sin impedimento alguno. En poco tiempo, ni recuerdo cómo, me creció tanto que me asusté. Yo antes era delgado, tenía un buen tipo, ahora era una bola con dos patas. Tenía apenas veinticinco años cuando comencé a engordar de manera sistemática, en apenas unos meses alcancé los ciento diez kilos. Eso tenía preocupado a mi médico de cabecera:
—Ponte encima de la báscula, Víctor. Quítate la camiseta y las bambas, por favor —me dijo aquella mañana de noviembre.
Y así yo lo hacía. Mi médico de cabecera era precisamente todo lo que yo no era. Era alto y guapo, como una mezcla entre Tom Cruise y Pierce Brosnan en sus mejores tiempos. Siempre llevaba su cabellera negra como la noche, engominada hacia atrás con cientos de litros de laca puestos encima. Además, olía de coña. No tenía ni idea de qué colonia usaba, pero era espectacular. Mientras me medía el peso y tomaba apuntes en unas hojas, no podía evitar preguntarme a cuántas tías se habría tirado esa misma semana. Era el clásico doctor sexy que vuelve a todas las demás enfermeras locas de pasión. ¿Se habrá follado alguna en este mismo despacho en el que ahora mismo estamos?
—¿Qué clase de dieta llevas, Víctor? Estás engordado a ritmos preocupantes —me dijo ya sentado tras su escritorio.
—La que me dijo usted —le contesté.
—Está bien, te creo —siguió—. En cualquier caso, será mejor que te apliques una rutina de buena alimentación. No es normal que hayas engordado así de rápido. La última vez que nos vimos pesabas cerca de treinta kilos menos.
—Lo entiendo —dije con voz monótona.
—Haz ejercicio, sal más de casa. Aliméntate con más ensaladas y fruta. Y evita las comidas altas en grasa. Deja todo lo que sea frito. Te sientes hinchado porque no estás bien alimentado y sales poco. De ahí que estés siempre agotado, e incluso, deprimido.
—¿No hay pastillas que puedan ayudarme? —pregunté desesperado.
—Olvídate de eso —me dijo socarronamente—. Lo que tienes que hacer es tener una vida más sana. Se acabaron las hamburguesas y las patatas fritas, Víctor.
—Está bien… —contesté.
Pese a todas las advertencias del doctor, siempre que salía de un hospital, me encontraba tan nervioso, que lo primero que hacía era entrar en un restaurante de comida rápida y zamparme una buena y grasienta hamburguesa. Ese mismo día lo hice, cómo no.
Barcelona. La tercera ciudad del mundo en turismo mundial después de París y Nueva York. Ciudad famosa por su gastronomía, la arquitectura modernista de Gaudí, su conexión playa montaña, la sangría, las discotecas, el fútbol club Barcelona, Leo Messi y, por supuesto… la noche.
En aquellos días vivía solo en un pequeño apartamento cerca del centro. El interior de aquel piso era un completo desastre. Una auténtica pocilga. Basura sin tirar, cartones y bolsas de plástico por el suelo... cajas y cajas haciendo pilas; ropa regada por todas partes. Las ventanas estaban tapadas con pósteres de películas o periódicos para impedir el paso de luz del sol. Sí, sé lo que estáis pensando. Mi piso no era precisamente un nidito de amor. Ni siquiera el de un soltero. Era un basurero. Los platos, la cocina sin lavar, la mesa llena de porquería de la comida anterior, por no hablar del baño y la habitación, que parecían el vertedero público. La habitación olía a humanidad. Mi dormitorio estaba completamente desordenado, hacía meses, o incluso años, que no hacía la cama. La ropa sucia por el suelo se amontonaba en montañas apestosas. El mantenimiento era nulo, la bañera, por ejemplo, tenía telarañas en el techo, nunca supe cómo ni por dónde entraría una araña… Pero no siempre fue así.
La primera vez que vi el piso era un bonito espacio, perfecto para un chico soltero que quería independizarse de sus padres. Aquello fue hace unos seis meses atrás. Fui a visitar por primera vez el piso junto a mi madre. El aire era fresco y limpio. Era pulcro y sobrio. Daba gusto estar allí. Aún en ese tiempo seguía siendo delgado. Veía aquel piso como una nueva oportunidad, un nuevo comienzo. Piso nuevo, vida nueva.
—¿Te gusta? —me preguntó mi madre.
—Ya lo creo que sí. Es perfecto.
Mi madre sonreía orgullosa. Pero lo que fue en un principio un pisito pequeño, pero perfecto para mí, se fue convirtiendo en un antro infumable. Pero era un perfecto reflejo de mi situación personal y de los momentos de mi vida. Mientras yo me iba denigrando, también lo hacía el piso. Contra más decadente era yo, más lo era la vivienda. Tenía discos de Clarence Carter que dejé tirados en un rincón y olvidé escuchar.
Me encantaba la canción Back Door Santa, la primera canción que me puse cuando me mudé por primera vez al llegar. Luego dejé de limpiar, ordenar y mantener. Dejé que se pudriera todo. Me pasaba largas horas sentado en el sofá cultivando mi barriga, cada día más enorme. Iba del comedor a la habitación. Pasaba largas horas conectado a diversas redes sociales sin hacer especialmente nada, solo me dedicaba a mirar fotos de otros, en especial, de chicas. Todos parecían tener una vida tan puñeteramente feliz…
Pero hablemos primero de los meses iniciales, cuando yo estaba empezando a engordar a causa de la comida basura. En un principio, creía que el simple hecho de vivir solo me haría encontrar novia, o como mínimo, vivir una vida plena; todo lo contrario.
3
Era adicto a la comida basura. A todas horas, no importaba en qué momento del día; cualquier excusa era válida para comprar y devorar toneladas de comida chatarra. Una mala mirada hacia mi persona, un disgusto, un mal despertar, incluso un simple tropiezo caminando por la calle, ya era motivo para sufrir un hambre atroz y tener la necesidad de ir corriendo hasta el local o restaurante de comida rápida más próximo.
A veces