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El Palacio del Porno
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Libro electrónico522 páginas9 horas

El Palacio del Porno

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En medio de la decadencia posindustrial de Quinsigamond brilla una fabulosa joya: el Palacio Erótico Herzog, el cine porno más lujoso de Estados Unidos y centro de blanqueo de dinero del hampa. Pero sobre todo, Herzog es el lugar donde acuden los soñadores y donde las pesadillas más seductoras se plasman en deslumbrante realidad. El obseso autor grunge, el abatido rey del crimen, el telepredicador apocalíptico y la joven empeñada en captar un pasado nebuloso y un futuro abrumador con el objetivo de una cámara, descubrirán todos los secretos en el "Palacio del Porno", en un guión repleto de peligros y frenéticas transformaciones.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento11 oct 2010
ISBN9788446039310
El Palacio del Porno
Autor

Jack O'Connell

Jack O’Connell (b. 1959) is the author of five critically acclaimed, New York Times bestselling crime novels. Born in Worcester, Massachusetts, O’Connell’s earliest reading was the dime novel paperbacks and pulp fiction sold in his corner drug store, whose hard-boiled attitude he carried over to his own writing. He has cited his hometown’s bleak, crumbling infrastructure as an influence on Quinsigamond, the fictional city where his first four novels were set, and whose decaying industrial landscape served as a backdrop for strange thrillers which earned O’Connell the nickname of a “cyberpunk Dashiell Hammett.” O’Connell’s most recent novel was The Resurrectionist (2008). A former student at Worcester’s College of the Holy Cross, he now teaches there, not far from where he and his family live just outside of his hometown.

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    Vista previa del libro

    El Palacio del Porno - Jack O'Connell

    Akal / Básica de bolsillo / 192 / Serie negra

    Jack O’Connell

    El palacio del porno

    Traducción: Raquel Vázquez Ramil

    Diseño de portada

    Sergio Ramírez

    Reservados todos los derechos. De acuerdo a lo dispuesto en el art. 270 del Código Penal, podrán ser castigados con penas de multa y privación de libertad quienes sin la preceptiva autorización reproduzcan, plagien, distribuyan o comuniquen públicamente, en todo o en parte, una obra literaria, artística o científica, fijada en cualquier tipo de soporte.

    Nota a la edición digital:

    Es posible que, por la propia naturaleza de la red, algunos de los vínculos a páginas web contenidos en el libro ya no sean accesibles en el momento de su consulta. No obstante, se mantienen las referencias por fidelidad a la edición original.

    Título original

    The Skin Palace

    © 1995 by Jack O’Connell

    © de la edición de bolsillo para lengua española

    Ediciones Akal, S. A., 2010

    Sector Foresta, 1

    28760 Tres Cantos

    Madrid - España

    Tel.: 918 061 996

    Fax: 918 044 028

    www.akal.com

    ISBN: 978-84-460-3931-0

    Para Nance & Claire & James

    ROLLO UNO

    Era una bailarina competente. Soy buena actriz.

    Tengo intensidad. Poseo talento. Pero no les importa.

    Lo único que quieren es la imagen.

    –Rita Hayworth, 1973

    Toma de situación

    Cine Ballard. De noche.

    Entra el chico. Tiene quince años. Es inmigrante. Lleva sólo una semana en la ciudad. A veces le cuesta respirar. Va vestido formalmente, con un traje oscuro y pasado de moda que la tormenta ha mojado. Apenas entiende la lengua nativa. No importa, ya que la película que ha ido a ver es muda: la primera versión de El fantasma de la ópera, protagonizada por Lon Chaney, Sr.

    Entra la joven. Veintidós años. Se queda en la entrada del cine y se quita el impermeable amarillo. Sacude la cabeza y se retira los cabellos pegoteados de la cara. Avanza por el pasillo central y se sienta varias filas delante del chico.

    Son los únicos espectadores. Tal vez porque está lloviendo. O porque a casi nadie le interesa ver una película muda en esta época.

    Pasan unos minutos. De vez en cuando el resuello de los pulmones del muchacho quiebra el silencio de la sala.

    Por fin, el telón se abre, se oye el maravilloso chisporroteo del proyector, y un rayo de luz blanco azulado barre las cabezas de ambos y choca contra la pantalla.

    El chico y la joven ven la película cada uno a su manera, con diferentes expectativas y objetivos.

    El chico desea desmenuzar cada imagen en minúsculos componentes. Quiere analizar la técnica, comprender la mecánica del espectáculo.

    La mujer quiere absorber la experiencia entera de la película, todo el paquete, la sensación global de otro mundo que le permiten espiar por el precio de una entrada.

    Pero eso es imposible porque la joven no puede dejar de pensar en el martes anterior, cuando a su madre le diagnosticaron una enfermedad terminal. Los anzuelos de la boca de Lon Chaney no pueden competir con la imagen de la consulta del médico, la blancura de la bata del especialista, el vago tono grisáceo de las láminas de rayos X suspendidas ante un fondo iluminado.

    Y poco después la mujer llora de nuevo, tratando de dominarse, encogida en la butaca de terciopelo del Ballard, con el cuerpo ladeado y las rodillas contra el pecho.

    El chico está más desconcertado que molesto. Su vista se reparte entre las acciones de la pantalla y la silueta de la mujer sentada a tres metros de distancia, de la que ve sólo la coronilla sobre la butaca, cuyos sollozos constituyen la nueva banda sonora de la película, dándole un significado que antes no tenía.

    Al chico le habría gustado acercarse a la joven, preguntarle si necesitaba ayuda, si quería que llamase a alguien, si podía hacer algo por ella. Pero permanece en su butaca, fascinado y conmovido a la vez.

    Nunca había visto que una película afectase tanto a una persona.

    TRES AÑOS DESPUÉS

    1

    En la pantalla aparece el rostro de una mujer. El rostro es grande como una casa, tan grande como uno de los edificios de tres pisos de la ciudad. Debido a las dimensiones, las arrugas y los pliegues de la piel se convierten en lechos fluviales secos, en simas de incalculable profundidad. La mujer tiene los ojos enrojecidos y hundidos, como si se hubiese pasado la vida llorando. Tras unos instantes, abre la boca, mira más allá del aparcamiento de gravilla y dice con la voz más lastimera que cabe imaginar:

    El uno de octubre mi hija, Jennifer Ellis, desapareció cuando volvía a casa, al salir de la escuela elemental Ste. Jeanne d’Arc, en Duffault Avenue. Jennifer tiene diez años. Mide uno cuarenta. Vestía el uniforme escolar, un pichi de tela escocesa verde y camisa blanca. Les ruego que si tienen alguna información de lo que le ha ocurrido a mi pequeña, por favor llamen al número de la pantalla. Por favor, ayúdenme a encontrar a mi hija. Se lo suplico.

    —Dios mío –dice Perry–, ojalá dejasen de pasar ese anuncio. Sale todas las noches en televisión. Oigo su voz en la radio todas las mañanas cuando voy en el coche al trabajo.

    Sylvia bebe un sorbo de vino y pregunta:

    —¿Crees que la encontrarán?

    —Tienen que encontrarla –responde Perry. Respira a fondo, incómodo con la conversación, mira el aparcamiento y añade–: ¿Crees que habrá mucha cola en la cafetería?

    —Nada de comida de restaurante para coches –responde Sylvia–. Lo lamentaremos por la mañana.

    Perry sonríe, hace un gesto afirmativo y reclina la cabeza en el asiento.

    A Sylvia le encantaría fotografiar la cara de Perry en aquella actitud. Enmarcarla con aquella luz, con aquella expresión. Pero está escarmentada. Perry se pone nervioso cuando saca la cámara en momentos así. Sonríe, pero hay que oír su tono de voz cuando dice: «¿Es necesario grabarlo todo?».

    La respuesta es no, claro que no. La mayor parte de la vida resulta insignificante. Pero el argumento de Sylvia, su defensa, es que lo que ella hace con la cámara no tiene nada que ver con grabar. No pretende retener la imagen a modo de documentación. No le interesan ese tipo de historias ni ve las cosas de ese modo. Y Perry debería saberlo a esas alturas.

    Además, Sylvia no quiere discutir esta noche; así que deja la cámara en el maletero del coche, pero cargada con un rollo Fuji nuevo. Por si acaso.

    Perry la llamó desde la oficina a eso de las tres. Sylvia estaba en el sótano, revelando fotos del día anterior de la Zona del Canal. Estaba trabajando en una foto de Mojo Bettman, el tipo sin piernas que, encaramado en un monopatín, se pasa el día vendiendo periódicos y revistas. Sylvia subió los tres tramos de escaleras y cogió el teléfono, tomando aliento. Perry dijo: «En el Cansino. A las ocho. Buenas noticias».

    Y colgó. Odia el teléfono. Y sabía que si no colgaba, Sylvia empezaría a preguntar detalles.

    Sylvia no entiende por qué Perry es tan teatral. Los dos llevan meses esperando la buena noticia. Perry se muere por ella. Y Sylvia la ha estado temiendo. No le gusta reconocerlo. Se siente rencorosa y un poco mimada, incluso mezquina. La noticia es lo que quiere Perry. Le ha dedicado todo su tiempo. Tras colgar el auricular, Sylvia trató de imaginar a Perry mientras se enteraba de la novedad. Seguro que Ratzinger lo había invitado a comer. Probablemente en el último piso del edificio del banco, donde estaba el restaurante al que suele ir. La empresa tiene cuenta allí. Según Perry, Ratzinger come allí todos los días.

    Se los imaginó con sándwiches club en la mano. Hojitas de lechuga morada sobresalían por las esquinas del pan tostado. Ratzinger se limpiaba la mayonesa de los labios con una servilleta rosa.

    Imaginó a Perry asintiendo, con la cabeza levemente ladeada en un gesto humilde, mientras Ratzinger oía las cosas que le gustaban: aplicación, amabilidad con los clientes, capacidad de trabajo en equipo.

    Vio a Perry apretando los dientes, doblando los dedos en sus zapatos Oxford mientras esperaba el momento en que Ratzinger pronunciase la palabra, la dejase caer de sus labios después de que el camarero retirase la tazas de café: socio.

    Están en el asiento trasero del Buick, con la capota bajada. Es el mismo coche que conducía Perry el día que se conocieron: un modelo Skylark marrón del sesenta y cinco que traga gasolina. El año anterior gastaron un buen fajo de billetes en la reparación del suelo. Con la buena noticia de Perry, Sylvia está segura de que es sólo cuestión de tiempo que se le antoje un Saab o un Volvo. Tal vez Ratzinger lo haya sugerido.

    —Ésta es la parte que más me gusta –dice Perry. Hay al menos una docena de partes que son las que más le gustan.

    —Bajamos en el ascensor –continúa–, y Ratzinger espera a un servidor para ir al garaje, ¿me sigues? Luego, se vuelve hacia mí, me da una palmada en la espalda y en ningún momento me mira a los ojos. No aparta la vista de los números de los pisos. Cuando llegamos al nivel de la calle, antes de que la puerta se abra, dice: «Por cierto, a partir de ahora habrá un pequeño extra los viernes».

    Perry se muerde el labio inferior y golpea el asiento del conductor.

    —Un aumento de sueldo –precisa Sylvia.

    Perry asiente.

    —Así trabajan esos tipos. Nunca mencionan una cifra. Sólo un pequeño extra. Para obligarme a hacer conjeturas. Me hace esperar hasta el viernes para ver las cifras.

    —Te mereces hasta el último centavo –dice Sylvia.

    El autocine Cansino es uno de los últimos que quedan en el país. Cuando Sylvia estaba en el instituto, iba a menudo en un coche lleno hasta los topes de amigos olvidados. Desde entonces el lugar se ha deteriorado mucho. El Buick está en la última fila del aparcamiento, donde el asfalto deja paso a una zona de tierra con maleza que se pierde en el bosque. En el aparcamiento abundan los adolescentes. Montones de furgonetas con las ruedas pinchadas y chicas flacas con cabellos rubios que les llegan hasta el trasero. Los chicos se sientan en los remolques de las furgonetas junto a neveras portátiles llenas de cerveza. Fuman cigarrillos y hacen constantes visitas a la cafetería.

    La banda sonora de la película les llega a través de la radio. Aquellos bonitos altavoces de bordes plateados que se acercaban a las ventanillas desaparecieron hace tiempo, pero los postes blancos de los que colgaban permanecen, y entre las bases de cemento de los postes en forma de lágrima surgen círculos de hierbajos.

    Están viendo, sin prestar demasiada atención, algo titulado La iniciación de Alice. Se trata de un trabajo alimenticio de porno blando bastante aceptable de Meyer Dodgson. Montones de desnudos femeninos y de escenas playeras, pero nada demasiado explícito. En la pantalla, una estudiante en toples admira su propio reflejo en un recargado espejo de tamaño natural.

    —He hablado con Candice, y le soltaron el mismo rollo –dice Perry–, aunque en su caso fue Ford. Sabía que Candice sería la otra elegida.

    —Lo recuerdo. Me hablaste de Candice.

    —Ambos suponemos que nos tendrán calentando motores un año, tal vez menos. Y luego, nos darán el título.

    —De socios.

    —Un gran día, Sylvia. Quiero recordar este día.

    —Te harán falta trajes nuevos.

    Perry se reclina con los hombros un poco encorvados.

    —Me apetece comprarte algo, Sylvia.

    —De acuerdo, la próxima película la pagas tú.

    Perry baja la voz, se acerca a Sylvia y le coge la mano.

    —Hablo en serio. Algo bonito.

    —Una película me parece bonita. No necesito…

    Perry descarta la sugerencia con un gesto.

    —Ya sé que no necesitas –subraya la palabra–. No se trata de necesidades. ¿Hay algo que te guste?

    Sylvia niega con la cabeza, le pasa la botella de vino a Perry y coge una barra de regaliz de la bolsa.

    —Venga, quiero celebrar esta ocasión. Si no me ayudas, escogeré algo por mi cuenta.

    —Perry…

    —Una horrorosa joya que guardarás en un cajón del tocador…

    Sylvia asiente, lo mira con los ojos entrecerrados y muerde el extremo del regaliz. Perry se refiere a la enorme pulsera de plata que le regaló las Navidades anteriores y que hace que su brazo parezca escayolado. Pero sabe que costó una fortuna y se siente culpable cada vez que abre el cajón para coger un jersey.

    —Creí que íbamos a empezar a ahorrar –comenta Sylvia.

    —Y lo vamos a hacer, créeme. El segundo cheque será para el fondo de la cuota inicial.

    Perry está loco por comprar una casa ese año, pero a Sylvia le encanta la casa en la que viven.

    —Venga, dame una idea. Si no, iré a ciegas y te compraré unos pendientes. Será un horror. No me obligues a hacerlo.

    Aún consigue hacerla reír. Y casi siempre se sale con la suya cuando se pone gracioso.

    —De acuerdo, hay algo…

    Perry está entusiasmado. Simula un redoble de tambor con los dedos sobre las rodillas y exclama:

    —¡Bingo!

    —Estuve en la Zona la semana pasada…

    Ya ha pronunciado la palabra maldita. Perry odia la Zona del Canal.

    —Sí –dice, arrastrando la s como si quisiese prepararse para algo.

    —Había un anuncio. En el tablón de anuncios del Rib Room…

    —Dios –exclama, obligándose a sonreír y tratando de convertir su desagrado en una broma desganada–. No me gusta nada que comas allí. No me parece un sitio sano.

    Sylvia ladea la cabeza y frunce los labios levemente.

    —Lo siento –dice Perry, enfadado consigo mismo por dar la nota–. Continúa. Un anuncio.

    —El precio era bueno. He mirado catálogos. Y me dijeron que estaba impecable.

    —El precio de…

    Sylvia toma aliento y lo suelta:

    —Una Aquinas.

    —Una Aquinas –repite Perry.

    Sylvia asiente, sin saber si ponerse a la defensiva o reírse de sí misma, pues es la Sylvia de siempre y algunas cosas nunca cambian.

    —¿Otra cámara? –pregunta él.

    —Es una Aquinas, Perry…

    —¿Y cuál sería? La cuarta, ¿no? ¿Cuatro cámaras?

    —¿Cuatro?

    —Sí, cuatro. La Canon, la Yashica, y la Polaroid.

    Sylvia lo mira con la boca torcida porque Perry ha estado sarcástico, pero sin perder la gracia. Tras unos instantes la expresión de Perry no cambia, y Sylvia se da cuenta de que habla en serio.

    —¿La Polaroid? Por Dios, Perry, es una cámara de veinte dólares. Sólo la uso para pruebas. La utilizo para tomar nota de algo que haré posteriormente.

    —¿Una Polaroid no es una cámara? ¿De repente una Polaroid no cuenta como cámara?

    —De acuerdo, olvídalo –dice Sylvia, mirando la pantalla en la que la joven que está frente al espejo se aplica crema solar en un hombro–. Fue idea tuya. Dijiste que querías comprarme algo.

    Perry le coge la mano otra vez.

    —Me refería a algo como unos pendientes de diamantes o una cosa parecida, me refería a…

    Sylvia le estrecha la mano y la suelta.

    —¿Unos pendientes de diamantes, Perry? ¿Y cuándo me pongo yo unos pendientes de diamantes? No pegan con la decoración de la Cabaña de las Instantáneas.

    Perry había empezado a odiar el trabajo de Sylvia. Trabaja en una de esas minúsculas cabinas de fotografía que hay junto a todos los aparcamientos de Estados Unidos. Hasta cierto punto, Sylvia entiende los sentimientos de Perry. Esas cabañitas apenas miden medio metro cuadrado. Casi no hay sitio para moverse. La gente sufre ataques de claustrofobia sólo con verlas. Y la de Sylvia es aún peor. Se construyó como una enorme réplica a escala de una antigua cámara Brownie. Pero a ella le gusta el trabajo. En ese momento es lo que quiere hacer. Tal vez sea esa visible falta de ambición, esa carencia de una carrera profesional lo que fastidia a Perry. Tal vez no pueda soportar la idea de decirle a Ratzinger después de comer: «¿Sylvia? Vende películas dentro de una gran cámara…».

    —Podrás llevarlos a muchos sitios –dice Perry–. Créeme.

    —Ya te dije que lo olvidases.

    Perry entrecierra los ojos y se mueve para sentarse más cerca de ella. No quiere que la noche se estropee.

    —De acuerdo –dice, sonriendo con aire indulgente–. Háblame de la…

    —Aquinas –concluye Sylvia.

    —No suena a japonesa –comenta Perry, con asombro.

    —Es italiana –explica ella.

    —¿Es buena?

    —De lo mejor que hay.

    —¿Por qué comprar una usada? –pregunta Perry–. ¿No es lo mismo que con los coches usados? Estás comprando el problema de alguien.

    Sylvia le sonríe. Perry lo intenta. Se esfuerza por demostrar interés en las cámaras. Ella sabe que preferiría hablar de buscar una casa nueva. O tal vez hacer planes de boda.

    —¿Tienes idea de lo que cuesta una Aquinas nueva?

    —Ni la más remota.

    Sylvia respira a fondo.

    —Sobre diez mil, más o menos.

    Eso sí que le sorprende.

    —Me tomas el pelo.

    Sylvia dice no con la cabeza.

    Perry se inclina hacia delante y dice:

    —La casa en la que me crié, ¿sabes? Mis padres la compraron por diez mil dólares.

    —Sí –admite Sylvia–, pero a la Aquinas no se le inunda el sótano.

    —¿Cuánto quieren por la cámara usada?

    Sylvia sonríe y vuelve a decir que no con la cabeza, pero responde:

    —Según el anuncio, mil quinientos.

    Perry la mira fijamente, hace un gesto de asentimiento y procura reprimir una sonrisa. No lo consigue, la sonrisa surge mientras centra la atención en la pantalla, en la que Alice corretea por una playa supuestamente desierta.

    De pronto, la mira y dice:

    —De acuerdo, comprémosla.

    Sylvia pretende discutir con él.

    —Perry… –dice con esa especie de falso lloriqueo que se le escapa a veces y que no soporta.

    Perry alza una mano y dice:

    —Escucha, Sylvia, quiero regalarte algo. De verdad. Y eso es lo que deseas.

    Sylvia se encoge de hombros.

    —Tendría que verla. Me refiero a que tengo que ver la antigüedad y el estado de conservación. Y si incluye objetivo, estuche, etcétera.

    —Pues échale un vistazo. Y si te parece bien, si es lo que quieres, extiende el cheque.

    Sylvia mira el perfil de Perry, más emocionada que avergonzada.

    —¿En serio? ¿De verdad puedo comprarla?

    Le da la impresión de que está hablando como una adolescente, como cuando su madre le decía que podía utilizar el coche el sábado por la noche. Pero Perry parece encantado de sí mismo. La mira, se acerca a ella y la abraza.

    —Si te gusta, cómprala –repite.

    —¿Estás seguro?

    Perry la besa en el cuello unas cuantas veces. Luego, aproxima la boca a la oreja de Sylvia y susurra:

    —Pero también me apetece comprarte unos pendientes de diamantes.

    Cinco minutos después Sylvia se ha quitado los vaqueros, Perry se ha bajado los pantalones hasta los tobillos, y ella está sentada a horcajadas sobre él, cabalgando, con las rodillas clavadas en el asiento trasero del Buick mientras Perry contempla las hazañas de la muñeca surfista en la enorme y sucia pantalla del Cansino.

    Cuando la respiración de Perry se altera, y Sylvia nota que los músculos de sus muslos vibran, se ponen tensos, se relajan y vuelven a ponerse tensos, y que Perry emite una especie de gemido entrecortado por la nariz, piensa en la cámara Aquinas. Piensa en el momento en que se la acercará a los ojos y enfocará algo.

    Piensa en la emoción que sentirá cuando apriete el disparador, abra el objetivo y plasme un instante perfecto, una rebanada de vida. Una imagen elegida por instinto y absolutamente perfecta.

    Se pregunta qué será.

    2

    Hasta hace poco el hotel St.Vitus era el convento de una secta de monjas del este de Europa llamadas Hermanas del Tormento y la Agonía Perpetuos, una orden de clausura sobre la que corrían rumores de estar al borde de la eliminación papal debido a sus palabras y obras heréticas. La práctica catequista de las monjas mezclaba un catolicismo tradicional con una vaga línea de enseñanzas ocultistas. En Bangkok Park nadie sabe con exactitud a qué se dedicaban las monjas, pero se habla de ritos nocturnos en el equinoccio, de una especie de madre-tierra, de oraciones y cantos salpicados de matices druídicos.

    Las hermanas alentaban los turbios rumores, pues nunca salían del convento, salvo para hacer la compra semanal en el mercado español abierto toda la noche. E incluso entonces permanecían enclaustradas en una nube de silencio, con los cuerpos envueltos de la cabeza a los pies en hábitos de lana negra y los rostros tapados por velos de encaje negro. Compraban ingentes cantidades de morcillas, vino tinto dulce y velas.

    En público el obispo Flaherty toleraba la orden y pedía comprensión para la aventura profundamente espiritual a la que aquellas mujeres dedicaban su vida, pero durante las comidas privadas con sus amigos banqueros en el comedor del obispado Flaherty las llamaba viejas brujas espantosas y fanáticas del vudú. Y en la soledad de su habitación, tras las oraciones nocturnas, el obispo veía Bangkok Park desde la ventana y se preguntaba de corazón si las arpías le habían echado mal de ojo.

    Oficialmente el Departamento de Policía de Quinsigamond no sabía qué había sido de las hermanas. Las monjas ya no vivían en el antiguo convento. Una semana después de su desaparición, el obispado emitió un comunicado diciendo que habían regresado al este de Europa, donde sus servicios hacían muchísima falta. El comunicado no mencionaba el rumor que sostenía que las paredes de la capilla del convento abandonado habían aparecido cubiertas por una mezcla de sangre humana y animal. Uno de los periodicuchos más histéricos de la Zona del Canal apuntaba la posibilidad de que las hermanas hubiesen sido masacradas y de que el FBI pretendía tapar el asunto. Un semanario afirmaba que no había asesinatos en masa, sino que las monjas se habían apartado de la Iglesia para convertirse en terroristas de tipo pagano-feminista y que se hallaban en una región montañosa de América del Sur no revelada entrenándose y reclutando adeptas. El Spy no se molestó en cubrir la historia, limitándose a publicar un aviso destacado en los anuncios de la sección inmobiliaria, informando de que la diócesis de Quinsigamond vendía el convento a un precio muy razonable.

    Hermann Kinsky se hizo con el edificio casi de balde y lo rebautizó con el nombre de hotel St. Vitus. Hace más de un año que tiene la escritura de propiedad, pero aún no ha recibido ni un solo cliente. Tal vez se deba a la situación –en Belvedere Steet, al oeste de Bangkok Park– y a que Hermann no se ha molestado en reformar el lugar. El St. Vitus sigue siendo un sombrío convento atestado de iconos, con pasillos de madera maciza en los que abundan los cuadros de santos grotescamente martirizados, camastros pequeños y sin colchones en habitaciones con aspecto de celdas, y una cocina cuya única concesión al progreso actual es el agua corriente.

    Pero a Hermann no le importa fracasar como hotelero. Necesita una profesión para cubrir los impresos de Hacienda y la de posadero es tan buena como cualquier otra. Además, se muestra inmune al ambiente espartano y deprimente del St. Vitus, y al aire embrujado y gótico que surge de cada una de las grietas del ruinoso edificio. Le recuerda su ciudad natal de Maisel, en la antigua Bohemia, la milenaria ciudad de los golems y los alquimistas de la que huyó tres años antes con su único hijo, Jakob, su sobrino Felix, y su mejor amigo y fiel colaborador, Gustav Weltsch.

    En su antiguo país se daba por sentado que Hermann no llegaría a nada, que su voluntad y su inteligencia, su sentido común y su tenacidad nada podrían hacer frente a su nacimiento en el gueto y frente al embrutecedor y desesperante lastre de décadas de regímenes títere comunistas. Pero en Estados Unidos, en el Nuevo Mundo, las posibilidades eran infinitas. Casi había que espantarlas cuando llamaban a la puerta, día y noche, diciendo: «He aquí una nueva idea, una empresa innovadora, otra oportunidad de mejorar, de invertir, de progresar, de alcanzar el éxito».

    En Maisel, Hermann trabajaba de día al frente de Corbatas Kinsky, un pequeño puesto de ropa de caballeros al aire libre situado en Old Loew Square, pero era su trabajo nocturno en los callejones del mercado gris el que le permitió comprar su salida –el dinero que tuvo que pagar a un quejumbroso subsecretario de Emigración– para viajar con las tres personas a su cargo hasta Quinsigamond. Vendió gasolina, cigarrillos y carne de caballo de contrabando. Organizó loterías y juegos de dados. Promovió un creciente negocio de préstamos ilegales, rompió todo un récord de rótulas recalcitrantes. Y por último, con un estilo que se convirtió en su marca y dio un significado adicional y más oscuro a la expresión tragarse la música, asfixió a un batallón de tipos desesperados y sin futuro con cuerdas de piano Schonborn. «Sólo uso Schonborn –decía a la congestionada víctima–; nunca se rompe.»

    Su mujer murió al dar a luz a Jakob, y la mayor pena de Hermann fue que no llegase a ver el producto de tantas horas nocturnas, muchas veces sangrientas, merodeando por el Boulevard Kaprova con mitones. A veces, por las noches, cuando los chicos y Weltsch duermen, Hermann Kinsky se sienta ante su mesa, un antiguo altar, en la que en otra época fue la capilla de San Vito, una estancia sombría con una enorme vidriera en la que se representa a una llorosa mujer crucificada con la cabeza hacia abajo, coge su fina cartera, saca de ella una borrosa fotografía de su único amor y susurra: «Julia, lo hice todo por ti».

    Hermann no capta la ironía de que la cualidad que más amaba en su difunta esposa es la que más le molesta de su hijo. El aire soñador, esa especie de ausencia vaga, perdida, de otro mundo, como si el chico viviese en un plano diferente de la realidad, como si Jakob creyese que, negándose a reconocer las cosas feas de la vida, pudiera evitarlas. Lo heredó de su madre. Tenía la misma mirada, la misma expresión velada, sin centrar la vista. En realidad, los dos se parecen mucho: el físico delgado, casi quebradizo, los huesos pequeños, los ojos húmedos, los labios finos y las orejas salientes. Ambos comparten las manchas en el pulmón y los problemas respiratorios. Nada que ver con Hermann o con su sobrino Felix, corpulentos y fornidos.

    A Julia le encantaban las películas, como al chico, con el mismo entusiasmo, como si la película fuese una especie de religión, algo que había que tomar en serio. Fue el único modo de que aceptase salir con Hermann cuando se conocieron. «Por una noche en el cine Kierling –bromeaba ella a veces–, sería capaz de ir del brazo del tonto del pueblo.»

    Los genes de Julia transmitieron a su hijo el amor al cine, y la verdulera, la niñera de quince años que Hermann contrató en el gueto Schiller, fue la que acabó de envenenar al pequeño Jakob. Meter a aquella chica en casa había sido un error garrafal. Llevaba a Jakob al cine todos los días, incluso cuando ya era mayor y debía ir a la escuela. Felix se mostró inmune desde el principio a la influencia de la niñera, pues nació sin el menor interés por lo imaginario. Pero para Jakob fue la perdición desde el momento en que pisó el Kierling. Y Hermann maldice el día en que algún genio idiota inventó las películas.

    Porque una cosa es que una mujer pierda el tiempo con esas fruslerías y otra muy distinta que lo pierda un muchacho. Y se convierte en un verdadero desastre cuando el muchacho es el heredero de la dinastía criminal más próspera de la ciudad. Hermann ha probado todo tipo de trucos para conseguir que el chico se interese por el negocio. Lo ha hecho por las malas y por las buenas. Lo ha insultado, engatusado, le ha pedido de rodillas y lo ha amenazado. Incluso probó con el soborno, comprándole a su hijo una cámara de cine, una Seitz de dieciséis milímetros robada y pasada de contrabando en el maletero de un nervioso taxista. «Acuérdese –dijo el taxista al cerrar el trato– de decirle que perteneció al propio Uher, fue su primera cámara.»

    Hermann le pidió a Weltsch que hablase con el chico, pensando que tal vez era un problema familiar, de estar demasiado unidos, de que el padre era un modelo demasiado complicado para que el hijo lo comprendiese. Weltsch, con su certificado de contable público y su reciente licenciatura en Derecho, con su sentido de la lógica totalmente desapasionado y casi matemático que convertía los números en un dogma personal, volvió sacudiendo la cabeza, incapaz de penetrar en aquella nube de fantasía que rodeaba permanentemente el cráneo de Jakob. «Se empeñó en hablar de cine negro, sea lo que sea eso», dijo Weltsch con la voz tan alterada como si hubiese descubierto una nueva ley tributaria que no lograba descifrar, y tan aturdido que Hermann vio errores en los ingresos del día cuando los revisó por la noche.

    Curiosamente Felix, el sobrino, el hijo de su hermano, de diecinueve años, sólo un año mayor que Jakob, tiene todas las cualidades que le faltan a Jakob. Felix posee talento para los números, instinto para aprovecharse de un posible perdedor, valor para apuntar con un arma a la sien del enemigo, apretar el gatillo e irse a cenar sin mirar atrás. Y sobre todo, Felix quiere. Quiere ser el príncipe. Quiere imitar a su tío Hermann en todo. Desea ocupar el lugar de Jakob con el mismo afán que sus pulmones se aferraron al aire el día que nació: un niño inusitadamente grande, que según decía siempre la comadrona gritaba como si quisiese despertar a todos los muertos del cementerio de Strasnice Road. Felix está tan molesto con su lugar de segundón que, por desgracia, Hermann se ha dado cuenta de que tiene celos de su antes adorado primo. Weltsch no entiende el talante soñador y ajeno a los negocios de Jakob, pero Felix lo desprecia.

    Sin embargo, aún queda esperanza; hay en perspectiva algo que podría unir a Jakob a la Familia y, de paso, arrojar un buen beneficio. Aunque antes es necesario aplicar un poco de disciplina desagradable. «Esos asiáticos de poca monta, ¿por qué me tomo tantas molestias?», piensa Hermann.

    Jakob Kinsky considera su habitación en el último piso del hotel St. Vitus como el estudio más pequeño de la historia del cine. Pero le gusta. De momento todo se reduce a la obra de una sola persona y la habitación le llega. Un año antes, al trasladarse, decidió pasar casi todo el tiempo en aquella minúscula celda, meditando acerca de sus principios estéticos. Y por eso, todo es negro, blanco y sombrío. Su cama es un catre de armazón metálico que parece robado del correccional de Spooner. La luz procede de una bombilla desnuda que pende de un corto cable eléctrico. Su ropa –tres trajes negros y tres camisas blancas de algodón– está colgada en un perchero metálico, en un rincón.

    Para Jakob, su habitación no es un abierto rechazo al empeño de su padre de progresar en el Nuevo Mundo. Simplemente mantiene la teoría de que, viviendo día y noche en aquel inhóspito y desnudo territorio, comprenderá la imaginación llena de fantasías que ha estado buscando desde el día en que su niñera, Felice Fabri, lo llevó al cine Kierling en Maisel, y ambos vieron una película sin subtítulos, Día sin fin.

    Jakob, tenía sólo seis años. Y antes de salir al sol cegador y molesto de la Loew Square supo que tenía que hacer películas. Con los años y las incontables visitas al Kierling se convenció de que tenía que hacer extrañas películas de crímenes, impactantes, en blanco y negro. Tenía que convertirse en el más negro de todos los directores de cine negro. A saber, tenía que rebasar los límites de la dirección para ser un verdadero autor: idear, escribir, repartir papeles, editar, expresar su visión total del mundo en celuloide.

    Habían pasado doce años desde aquella primera película, pero el sueño de Jakob nunca se debilitó. La habitación, el estudio, la sede casera de su imaginada empresa –Amerikan Pictures– es un altar a su persistencia frente a la incredulidad paterna. Las paredes están forradas de carteles de antiguas películas: La dalia azul, La sombra de una duda, Noche trágica. Cubren la cama docenas de sobados guiones: Mercado de ladrones, El misterioso tatuaje, Miedo súbito. El suelo parece la maqueta hecha por un arquitecto demente de una ciudad de plástico negro con torres de cintas de vídeo amontonadas por todas partes: Agente especial, Yo creo en ti, La mujer serpiente.

    Aparte de eso, en la habitación sólo hay un televisor en blanco y negro conectado a un reproductor de vídeo que en ese momento proyecta Contratado para matar con el sonido apagado, un vaporizador Hubbard 2000, una estantería de hierro forjado llena de libros de cinematografía, una máquina de escribir portátil Clark Nova, y, lo que más valora Jakob, la cosa con la que duerme, su apéndice más querido, una cámara de cine Seitz de dieciséis milímetros.

    Jakob sabe que la Seitz fue un intento de soborno de su padre. Pero es su pasaporte para alcanzar su sueño y, aunque a veces se siente un poco culpable por haber aceptado el regalo, no puede separarse de él. Y menos en ese momento, cuando está a punto de rodar su primera película, de iniciar el trabajo que marcará su entrada en el mundo del cine, una obra maestra que ha titulado La niñita perdida.

    Comenzó a escribir La niñita perdida cuando la Familia llegó a Quinsigamond. Le parece que el guión necesita una revisión más antes de salir al mundo con la Seitz. Escribe siempre que puede, permaneciendo despierto hasta muy tarde en su minúsculo estudio, copiando sin cesar nuevas versiones con la Clark Nova, garabateando notas, hojas de cálculo y posibles localizaciones en su cuaderno de espiral. A pesar de todas las horas que le ha dedicado, no se cree que el guión esté a punto de finalizar.

    Lo coge, se trata de un borrador en papel amarillo, lo sostiene delicadamente en la mano y contempla la página del título:

    16 mm: B y N «Lumière sin contraste»

    Revisión 9

    Una producción de Amerikan Pictures/H.A.G.

    Maisel/Quinsigamond

    La niñita perdida

    Guión de

    Jakob Kinsky

    dedicado a la memoria de Felice Fabri

    amante del cine.

    «La imagen debe ser pura hasta el punto del horror.»

    Pasa la página hasta llegar a la primera escena y la lee de nuevo:

    FUNDIDO A NEGRO

    ENCUADRE CORTO – EL CONDENADO

    LLENA LA PANTALLA. LA CÁMARA estudia su rostro aterrorizado y empapado de sudor, oculto en parte por una sombra. Los ojos parpadean y giran de derecha a izquierda sin parar. La nuez de Adán se mueve cuando toma aliento. La cámara retrocede a

    PLANO MEDIO – EXTERIOR DE UNA ESTACIÓN DE TREN – DE NOCHE – LLUEVE

    El condenado intenta esconderse detrás de una gran viga de acero. Pega la espalda a la viga y lanza miradas rápidas y furtivas en todas las direcciones de la estación. Lleva el cuello del abrigo subido para protegerse del viento y la lluvia. A lo lejos se oye un coro de perros que ladran; el sonido, una vez detectado, se intensifica progresivamente.

    PRIMER PLANO – LOS OJOS DEL CONDENADO PARPADEAN RÁPIDAMENTE

    PLANO MEDIO – HAY UN VAGÓN DE TREN EN LA ESTACIÓN, FRENTE AL CONDENADO

    El condenado se echa a correr por la estación torpemente, tropezando y hundiendo los pies en charcos profundos y fangosos hasta que al fin llega al viejo vagón de carga sin ruedas y se sube a él. Se sienta en el suelo, acurrucado, ahueca las manos y sopla y, luego, mira con horror las ventanillas rotas del tren. Por último, saca del interior del abrigo una arrugada página de periódico.

    PUNTO DE VISTA DE LA CÁMARA/CONDENADO

    La cámara se centra en el periódico. Los titulares dicen:

    HALLADO EL CADÁVER DE LA NIÑA DESAPARECIDA

    Los buceadores recuperan los restos de Felice Fontaine.

    La foto que acompaña la noticia muestra a una niña de diez años de expresión dulce.

    ENCUADRE CORTO – ROSTRO DEL CONDENADO

    leyendo el periódico. La cara se disuelve en un horror acongojado. Estruja el periódico entre las manos, lo acerca a la cara como si fuese un pañuelo y llora sobre él.

    Alguien carraspea detrás de Jakob, que se sobresalta y guarda en guión en su pecho. Su primo Felix está en la puerta, sonriendo con cara de fastidio.

    Felix sacude la cabeza y dice:

    —Estamos listos para la reunión.

    Hermann Kinsky está sentado a la cabecera del altar. Weltsch ha puesto ante él el libro de contabilidad mensual, pero Kinsky no se ha molestado en abrirlo. Hermann no necesita ver una hoja de balances para saber si lo han traicionado. Siente a los Judas en el estómago, nota las transgresiones al viejo estilo, en la sangre y en el bazo.

    Felix se sienta a su izquierda, y el tío Hermann sabe que su sobrino está deseando contar las hazañas semanales del elemento activo de la familia Kinsky, una banda en plena expansión conocida con el nombre las Cucarachas Grises. Hermann no sabe por qué Felix les ha puesto ese nombre, pero le gusta. Sin embargo, le molesta que las Cucarachas reciban órdenes de Felix y no de Jakob. Es una mala señal si trasciende, un gesto que podría malinterpretarse. Y por eso se niega a prestar demasiada atención a los asuntos de la banda y deja que Weltsch lleve cuenta del producto de las extorsiones del grupo y de sus chanchullos farmacéuticos.

    Jakob se sienta a la derecha de su padre, vestido como siempre con su traje negro del Bar Mitzvá, aunque le queda demasiado pequeño. No hay más que ver al chico. Es como si se sintiese incómodo en su propia presencia, como si cada momento de su corta vida hubiese vivido sobre la trampilla de la horca. ¿Por qué no tiene un poco de la confianza y el valor de su primo? ¿Cómo es posible que dos muchachos, criados juntos desde que Felix quedó huérfano tras las matanzas de julio, sean tan distintos? «La sangre de los Kinsky corre por las venas de los dos –piensa Hermann, mirando el perfil de su hijo–, pero son como el día y la noche.»

    Hermann no se da cuenta de que, a través de la puerta abierta de la capilla, Jakob ve su propia habitación, más allá del vestíbulo, y el improvisado estudio en el que ha dejado el televisor encendido y el vídeo de Contratado para matar en funcionamiento. Ha quitado el volumen y, mientras Alan Ladd desgrana el diálogo, Jakob escucha cada palabra mentalmente.

    A Jakob le encantaría ser Alan Ladd o, más bien, el personaje de Ladd en la pantalla: Raven, el despiadado asesino a sueldo, el mercenario que transita por un mundo blanco y negro de taciturna belleza en 1942, con su gabardina, dominado por una legión de demonios interiores. Cuando Laird Cregar le pregunta a Raven cómo se siente al matar a alguien, Jakob se hace eco de la respuesta: «De maravilla».

    Weltsch entra en la capilla con Johnny Yew, uno de los nuevos administradores de nivel medio de Hermann que trabaja en la Pequeña Asia. Johnny dirige la cooperativa del sexo de Alton Road que los Kinsky adquirieron en una operación muy hostil el pasado mes de mayo. Hermann recurrió a un contratista búlgaro para la operación e hizo desaparecer a Yun-fat, fundador de la cooperativa y anterior jefe de Johnny. Normalmente, semejante desfachatez habría provocado represalias en muchos frentes, pero desde la eliminación de Doc Cheng el año anterior, la Pequeña Asia

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