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Libro electrónico125 páginas2 horas

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Información de este libro electrónico

Desde funerales ajetreados, reuniones con colegas en cantinas, memorias de estudiante, encuentros fortuitos y amistades largas, Gerardo de la Torre nos comparte en esta obra fragmentos de sus recuerdos con el fin de conmemorar la vida de las personas que hicieron mella en su propia existencia. Entretenido, a ratos conmovedor y a ratos revelador, Instantes es un relato íntimo e introspectivo que reflexiona sobre la forma no tan evidente en que la muerte puede llegar a enriquecer y exaltar a la vida.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento9 mar 2023
ISBN9786071677952
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    Instantes - Gerardo de la Torre

    Portada

    COLECCIÓN POPULAR

    881

    INSTANTES

    GERARDO DE LA TORRE

    INSTANTES

    Fondo de Cultura Económica

    FONDO DE CULTURA ECONÓMICA

    Primera edición, 2022

    [Primera edición en libro electrónico, 2023]

    Distribución mundial

    D. R. © 2022, Fondo de Cultura Económica

    Carretera Picacho Ajusco, 227; 14110 Ciudad de México

    www.fondodeculturaeconomica.com

    Comentarios: editorial@fondodeculturaeconomica.com

    Tel.: 55-5227-4672

    Diseño de portada: Teresa Guzmán Romero

    Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra, sea cual fuere

    el medio, sin la anuencia por escrito del titular de los derechos.

    ISBN 978-607-16-7765-5 (rústico)

    ISBN 978-607-16-7795-2 (epub)

    Impreso en México • Printed in Mexico

    ÍNDICE

    Entierro de Pepe Revueltas y acto de contrición

    La íntima tristeza de Jesús Luis

    Las oportunidades de Juan Manuel Torres

    Claudio Obregón era el tío Vania

    Nuestro Parménides

    El marcapasos del compa Mayén

    El tono de Juan Tovar

    Las entrevistas de Manuel Blanco

    Aventuras con Fantomas

    La sabiduría de don Joaquín

    El temible Carlos Monsiváis

    Tres nobles españoles

    La beca de Carlos Isla

    Redobles por el Rayo

    Tres del cine nacional

    El gran Petróvich

    El pato de Marco Julio Linares

    ¿Por qué Salambó, José Emilio?

    Con Carlos Fuentes y el Gabo

    El cuento según Valadés

    José de la Colina, anarquista

    Se nos fue, dijo el maestro Arreola

    Felipe Cazals, inexpugnable

    Las historias de Leñero

    Yolanda

    A mis hijos Yolanda y José

    A Fedra

    El autor agradece el apoyo del Sistema Nacional de Creadores de Arte

    ENTIERRO DE PEPE REVUELTAS

    Y ACTO DE CONTRICIÓN

    1. ENTIERRO

    Era el mes de abril de 1976. Pepe Revueltas había muerto pesando poco más de cuarenta kilos y era velado en la Agencia Gayosso de Félix Cuevas. A Pepe se le había ocurrido morirse el mismo día que asesinaron a Sarita Ornelas —lideresa de vendedores de billetes de lotería y candidata a diputada por el PRI—, a quien velaban en la misma funeraria.

    Pardeando la tarde, el candidato presidencial José López Portillo acudió a ofrecer sus condolencias a la familia de Sarita y ya estando en Gayosso le informaron que en otra sala se hallaba el cuerpo de Revueltas. Una larga comitiva acompañó al candidato en el trayecto hacia la capilla del escritor. López Portillo al frente, serio, solemne. Y mucho más serio y solemne se vio, desconcertado, estupefacto, al caer en cuenta de que en la capilla no estaban ni Pepe Revueltas ni el ataúd.

    —Se lo llevaron los muchachos para hacerle un homenaje en Ciudad Universitaria —informó un empleado.

    ¡Pues ah qué pinches muchachos!

    Candidato y comitiva dieron media vuelta y abandonaron la agencia funeraria silenciosos, con aire digno.

    El entierro del escritor se había acordado para la tarde del día siguiente. Al filo de las dos los empleados metieron la caja a la carroza. En cuanto cerraron las puertas del vehículo, un grupo de estudiantes se dirigió a Emma, la esposa de Pepe.

    —Queremos llevarlo en hombros. El panteón no está lejos. Podemos.

    Emma, mirándolos con cierta desconfianza, lo pensó un buen rato y al fin dio su consentimiento. Seis de los muchachos comenzaron a tirar del féretro, y cuando todo el peso estuvo en sus manos, se les vino abajo. Inclinados, ayudándose con muslos y rodillas, lograron apenas evitar la caída.

    Ya veíamos los espectadores el ataúd golpeando el piso, abriéndose y dejando salir el cuerpo afiladito que rodaba y rodaba por el concreto del estacionamiento. Quedó el asunto en visión imaginativa, porque los muchachos lograron soportar la caja y devolverla a la carroza.

    —Muy mal, muchachos —dijo Emma—. Mejor que el coche se vaya despacito y con las puertas abiertas. Y nos vamos caminando detrás, acompañando a Pepe.

    En esa circunstancia nadie mandaba más que Emma, de modo que el coche funerario, seguida por el cortejo mudo y doloroso, avanzó lentamente por Gabriel Mancera, torció en Obrero Mundial, luego en Monterrey, más tarde en Bajío y al fin cruzó la avenida Cuauhtémoc para desembocar en el Panteón Francés de La Piedad.

    En el cementerio el ataúd fue montado sobre las correas que más tarde lo depositarían con suavidad en el fondo de la sepultura. La gente, en medio de un magnífico silencio, rodeó la fosa. En el borde, el secretario de Educación Pública, Víctor Bravo Ahuja, echó mano a ciertas cuartillas y comenzó a leer un discurso que evocaba al hijo aquel de Durango que en unos llanos polvorientos inició el duro aprendizaje de una vida que…

    —¡Que se calle! —clamó una voz anónima.

    En el primer momento se oyeron sonidos sibilantes que pedían silencio a quien interrumpió el discurso. Luego, otras voces se sumaron a la que empezó la interrupción.

    —¡Sí, que se calle!… ¡Que se calle!

    Cundió el desconcierto porque sólo quienes se hallaban en los círculos cercanos a la fosa habían identificado al hombre del discurso, de modo que se levantó una barahúnda en la que destacaban los que se calle, hasta que alguien, desde lo alto del montículo de tierra destinada a cubrir el ataúd, explicó que el orador era quien era y por tanto no podía permitírsele continuar.

    Entonces el grueso de la multitud se inclinó por el sólido que se calle. Porque cómo era posible que el funcionario de un gobierno sucesor y cómplice de otros gobiernos que en diversos momentos encarcelaron a Pepe (en 1928, 1932, 1934, 1968) viniera a hacer el elogio de quien antes fue ferozmente condenado.

    Rosaura Revueltas alzó la voz enérgica, mientras a su lado don Víctor, gacha la cabeza, se veía intimidado.

    —¡Pepe es mi hermano y voy a permitirle hablar a quien se me pegue la gana!

    —¡Pero también es nuestro camarada! —replicaron airadas voces.

    Marginado de la violenta discusión que siguió, don Víctor, con movimientos suaves, a socapa, se guardó las cuartillas, y hasta el final, con su traje color ceniza cada vez más ceniciento, permaneció ante la fosa con la cabeza baja.

    Martín Dozal, preso político del 68 y compañero de celda de Pepe en Lecumberri, trepó la cruz de cemento de una tumba contigua y en equilibrio tenso, precario, comenzó a lanzar andanadas verbales contra esos que ahora sí, modositos, acudimos a despedir a José Revueltas, pero jamás lo visitamos, desgraciados, cabrones, en Lecumberri.

    Tronaba Martín. Y los demás, como el secretario de Educación, inclinamos la testa. Entonces allá, en los confines de la multitud, alguien comenzó a entonar La Internacional.

    Martín descendió de la cruz. Se reanimó aquella masa que, por su inconsciencia o su inconstancia, había sufrido la reprimenda. Más y más voces se unieron a la de quien había iniciado el canto revolucionario. Pero era aquello una maldita mescolanza, porque cada quien cantaba la versión que se sabía. ¿Había que decir arriba pobres de la tierra o arriba los pobres del mundo?

    —¿Pero qué clase de Internacional cantas tú, desdichado? Si no me equivoco entonas la versión troskista.

    —¡Y yo qué culpa tengo de que seas un maldito comunista ortodoxo!

    El poeta Efraín Huerta, que hacía poco había salido de una terrible operación, andaba por allí como perdido. El cuentista Juan de la Cabada, meneando la algodonosa cabeza, trepó al montículo de tierra y pedruscos amarillos que cubrirían el féretro.

    Dos músicos, violín y cello, desenvainaron los instrumentos, colocaron las partituras en sus atriles y, ajenos al bullicio, se sentaron a afinar. Y la multitud continuaba cantando La Internacional, cada quien por su lado y a todo pecho, despidiendo con la tosca melodía y las apasionadas palabras a Pepe Revueltas el escritor, el combatiente, el camarada.

    Los músicos, imperturbables, seguían afinando y al fin comenzaron a tocar un oratorio fúnebre apenas audible. Porque si bien el secretario de Educación permanecía en silencio, mucha gente exigía a gritos que se fuera y no faltaban las respuestas altisonantes, iracundas.

    La encolerizada Rosaura no se apartaba del secretario de Educación. Don Víctor, inmóvil, no tenía ojos sino para contemplar el fondo de esa fosa en la que pronto reposaría el sujeto de su inacabado discurso.

    Qué algarabía. Qué gritos.

    —¡Esto es un verdadero desmadre! —exclamó Juan de la Cabada. Y desde la altura de su integridad, trepado en el montículo de la tierra que cubriría el ataúd, alzó los brazos y demandó:

    —¡Un aplauso para Pepe Revueltas!

    Comenzó el mismo Juan a aplaudir y se desató el aplauso colectivo y se apagaron las voces de los camorristas. Luego, entre la masa sobrevino un denso silencio. Y entonces pudieron escucharse nítidas las notas del oratorio fúnebre.

    Rosaura hizo una seña a los enterradores y el féretro inició su descenso. Pronto las paletadas de tierra comenzaron a cubrirlo.

    Fuera del panteón se habían congregado Manuel Aguilar Mora y otros militantes del Partido Revolucionario de los Trabajadores. En eso salió en su au-

    to Manuel Marcué Pardiñas, veterano

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