Crónicas cotidianas e insólitas
Por Alberto Cabredo
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Crónicas cotidianas e insólitas - Alberto Cabredo
Valderas
El relato original
Se propuso escribir una obra cuyo tema fuese totalmente original, y anunció que requería la más absoluta privacidad. Luego, se encerró en un pequeño cuarto que llamaba su aposento creativo
y reiteró que nadie lo interrumpiera hasta no terminar la obra. El primer día se planteó la estrategia que usaría para encontrar el tema y decidió, sin mucho meditarlo, que recurriría a la escritura automática. Utilizaría una frase aleatoria y a continuación iría construyendo el relato. Tomada la decisión, inició el proceso creativo escribiendo: Desde aquella ventana miraba la luna confundirse entre las nubes
. Aquella frase le gustó. Sin embargo, a mitad de la narración se percató de que aquel relato se parecía mucho a uno que ya había leído y, sin dudarlo ni un instante, rompió el escrito y lo arrojó al piso para volver a empezar. Entonces redactó: Escuchó aquellas palabras cuando entraba a la estancia, pero prefirió disimular
. Y, siguiendo aquella frase, se adentró en un relato policiaco, imaginó una trama encomiable, realmente avanzaba con buen pie cuando entendió que narraba eventos ya tratados desde otros ángulos por varios autores. Se molestó consigo mismo y, a pesar de haber escrito un número considerable de páginas (que cualquier otro hubiese considerado un digno ejercicio literario), las rompió sin ningún remordimiento y las echó al piso. Su lucha por escribir un relato nunca antes leído continuaba sin límite ni tregua.
Desde que se sentó a escribir, no abandonó su intento, el suelo de la habitación mostraba ya el fragor de la batalla y las continuas derrotas, era una mar de papeles estrujados o rotos que aumentaba en progresión geométrica a medida que pasaban las horas (inspiración esquiva, ángel escurridizo y coqueto, coqueto y escurridizo). Sólo se detenía para pedir más resmas de papel, y así fueron pasando horas y días sin pausa, y el piso se iba llenando de narraciones, meritorias o no, que eran desechadas sin ningún miramiento. Cuando iba al baño, el cúmulo de papeles que abarrotaban el suelo le impedía moverse a gusto por la habitación, pero él persistía en su empeño. Escribía, escribía y escribía, y rompía, rompía y rompía.
Una tarde se le ocurrió preguntarse cuántos días llevaba en aquel intento, y fue en aquel instante cuando observó que los escritos desechados le llegaban hasta el pecho. Entonces, luego de reírse de sí mismo por un rato, concluyó que la tan anhelada originalidad no importaba tanto como la forma de abordar el tema, desarrollar la trama y desatar su nudo, y en ese instante inició un nuevo relato que empezaba diciendo: Había roto y estrujado tantos papeles en el intento inútil de crear un relato nunca antes narrado, que le resultaba físicamente imposible salir del cuarto
.
No lo he visto más
Porque en todos los caminos encuentren las juventudes la estrella de su destino
Rafael Alberti
Lo miraba tomar el café de las mañanas en sorbitos pequeños, acompasados y ruidosos. Lo acompañaba con dos rebanadas de pan tostado sin mantequilla que yo le servía. Era quisquilloso con eso, con lo de la mantequilla, digo. Debía vivir por aquí, eso era seguro. Bañadito y en mangas de camisa, su diario matutino en la mano, desayunaba en este cafetín donde permanecía una hora u hora y medía. De saludo parco, sin duda un pensionado y, como tal, enemigo de dar propinas.
Aquel día, lo recuerdo bien, le comenté el titular del diario que él abría siempre al aire (como alas de cometa). Le dije que ya no soportaba tantas noticias amargas. Debo advertir que en aquella época sentía aguados los veranos y me ardían las suelas de zapato.
Creo que se notaba.
ooo
Desayuno en este cafetín desde hace tres semanas; un pasillo largo y ancho de paredes blancas con su barra a un lado y unas siete u ocho mesitas pegadas a las ventanas. Sólo atiende esta mesera de mediana edad y aire interiorano, imagino que en alguna parte hay un cocinero.
Su comentario espontáneo y amistoso rompió el silencio de aquel lugar sin clientes y me orilló a responder: —Mire joven, la almohada, el pan y la sal de la que hablaba el poeta, y yo agrego, las miradas, las caricias, los sueños y ambiciones, la solidaridad y la mano desconocida que se tiende sin esperar nada a cambio, le dan sustancia a la sopa de la vida; todo lo demás, no es sino una marquesina secundaria que sostiene como nicho lo que resulta esencial. Que no te enreden, tú futuro, el de todos, siempre está por nacer. Procura tener los ojos bien abiertos, porque los desheredados de la tierra no lo están del todo, aunque así lo crean.
Noté una perplejidad rotunda en sus gestos —era claro que mi respuesta la tomó desprevenida—, así que agregué:
—Allá, el rey está solo, siempre solo, rodeado de todos y sospechando de todo. Caminando con un puñado de buenas o malas ideas en la mano y luchando por llevarlas a término, de las que logre culminar no siempre dependerá nuestra buena o mala ventura. Así que no te compliques, ni dejes que te enreden los diarios, la televisión, los anuncios, ni los sabelotodo, ni los mesías de bolsillo. Y menos, te sientas triste porque el jardín de enfrente se manchita, porque las nubes ahora son grises y anuncian lluvia, porque el oculista no atina a darte los lentes adecuados para que veas mejor, porque el tiempo agrieta tu piel de porcelana y quieran, complotados, quitarte la poesía… No te angusties, lo que vale en tu vida está en la luna llena con que sueñas y tu futuro aún está por escribirse.
ooo
Dibujó cada palabra con un gesto, parecía escribir en el aire. Fascinada, le pregunté a qué se había dedicado en su vida: —Eso no importa, acaso fui alfarero.
Tras pagar lo consumido, se esfumó por la esquina mientras el día empezaba a subir la cuesta. No lo he visto más.
Fiesta de traje
El abuelo estaba solo. Siempre me tocaba llevarle los macarrones del domingo y darle lata con mi charla. Se notaba su separación y nuestra ausencia, pero se negaba sin tregua a dejar la casa donde vivió gran parte de su vida.
Aquel día, caía un palo de agua, el techo de mi carro retumbaba y la lluvia —con ese desorden tan suyo— saltaba en la acera, el césped y la gente que corría a guarecerse. Parecía una enorme y translúcida cortina que lo envolvía todo. Así que se salvó el abuelo, tendría que quedarme buen rato en su casa. Le pedí el teléfono y anuncié que demoraría un poco.
Mientras servía el almuerzo, me preguntó qué pensaba hacer, le contesté que iba a una fiesta de cumpleaños en una discoteca. Le pareció muy impersonal y se preguntó en voz alta, qué se habían hecho las fiestas de