Descubre millones de libros electrónicos, audiolibros y mucho más con una prueba gratuita

Solo $11.99/mes después de la prueba. Puedes cancelar en cualquier momento.

Ésos fueron los días
Ésos fueron los días
Ésos fueron los días
Libro electrónico345 páginas5 horas

Ésos fueron los días

Calificación: 0 de 5 estrellas

()

Leer la vista previa

Información de este libro electrónico

Crónica y recuento de sensaciones y sentimientos que toman la forma de cuentos, cartas, párrafos y novelas. Retratos muy humanos de personajes que se empeñan en vivir frente a las opresivas circunstancias que los rodean.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento21 sept 2014
ISBN9786071622570
Ésos fueron los días

Relacionado con Ésos fueron los días

Libros electrónicos relacionados

Relatos cortos para usted

Ver más

Artículos relacionados

Comentarios para Ésos fueron los días

Calificación: 0 de 5 estrellas
0 calificaciones

0 clasificaciones0 comentarios

¿Qué te pareció?

Toca para calificar

Los comentarios deben tener al menos 10 palabras

    Vista previa del libro

    Ésos fueron los días - Marco Antonio Campos

    sentido.

    ZARATUSTRA

    A Bernardo Ruiz

    I

    CUANDO LA BARCA DE ZARATUSTRA llegó a la isla ya se había cerrado el cielo. Zaratustra bajó. Llevando una maleta en la mano izquierda y una lámpara en la derecha, caminó por la playa, volviendo de vez en cuando a ver ese mar de aguas transparentes donde la luna apenas dibujaba una fina hoz, y a su derecha, allá lejos, unas cuantas luces que empezaban a iluminar el pueblo. Se adentró en el bosque. Llevado por ciertas referencias que le servían de brújula (señas en los árboles, dos árboles más separados que otros, una hondonada), caminó hacia la cabaña adonde había estado cinco años atrás, en su última gran crisis. Se sentía triste, con esa profunda tristeza que sólo había sentido en aquellas noches de un otoño lejano a las orillas del Sena, cuando la vida le parecía un puente casi insalvable.

    Entró a la cabaña y de su maleta sacó una lámpara de aceite y la puso sobre la cornisa de la ventana. Se frotó los ojos para acostumbrar un poco la vista y, después, trató de reconocer el sitio. Se puso a arreglar el empolvado mobiliario y, al terminar, sacó unas latas para cenar. Mientras tomaba la leche, buscaba verse en el espejo semirroto que estaba debajo de la ventana. Entre la oscuridad, y como si quisiera forzar un estado ya de por sí negativo, se notó envejecido, casi acabado. Antes de que los recuerdos se le empezaran a acumular y la tristeza se volviera angustia, decidió salir.

    En el cielo había unas cuantas estrellas que apenas alumbraban. Recargado en un árbol, se detuvo durante varios minutos a contemplarlo y pensó para sí: "Ya no amo tanto las imágenes. Ya no veo bien. Empezó a caminar. Su paso era cuidadoso, suave, como queriendo sentir en los pies los pedruscos, los tallos sueltos, la tierra áspera y seca. Después de caminar algunos minutos, llegó otra vez a la playa. Hundía los pies hasta donde le alcanzaban en la arena y medía las meditaciones con sus pasos y el ruido tranquilo del mar. La playa estaba desierta como él lo deseaba: sin gente, sin barcos, nada. No tenía ganas de ver a nadie. Quería estar solo, aun físicamente. Su boca alcanzó a murmurar: Angélica". Sintió correr las olas en sus pies adelgazándose y luego irse y regresar, obstinadamente. Vio el mar azul y negro, y allá, en los límites del horizonte, imaginó las manos de Dios grandes y negras.

    II

    Al otro día Zaratustra despertó muy temprano y al asomarse por la ventana sintió las uñas del viento y del sol. Había dormido bien y se sentía descansado, con ganas de caminar. Se desperezó un poco alzando los brazos y tomando aire largamente, colgándose casi del armario. Mientras desayunaba decidió ir a nadar a una laguna que estaba cerca de la cabaña. Recordaba su forma rectangular, los pinos rodeándola, el agua azul y dorada. Ojalá y siga así todavía —pensó. Se cambió el pijama por un pantalón de pana y una playera con el nombre de una universidad estadunidense. Salió de la cabaña y caminó hacia la laguna sintiendo el cálido sol sobre la cara y los brazos, y la tierra fría, seca, en las plantas de los pies. Llegó a la laguna y permaneció largo rato con las manos hundidas en el bolsillo, como si quisiera encontrar en el fondo de las aguas el nido de sus sensaciones y de sus recuerdos. Se desnudó lentamente y después, aún más lentamente, entró a la laguna. El sol estaba fuerte, pero no demasiado. Después de unos minutos, con los nervios ya relajados, sonriente, tuvo deseos de gritar por la sola felicidad del contacto suave que se dormía a lo largo de su cuerpo. Se sintió liberado y alegre, casi feliz. Se le vino rápidamente la imagen de Angélica a los ojos y la dibujó desnuda en el lienzo azul del cielo. Mientras nadaba y sentía cómo los rayos del sol se le hundían al tomar aire, pensó en las cosas a las que se había dedicado con abnegación y talento. Había amado profundamente la música y su oído recordaba en varios ecos la música de Bach y de Vivaldi, de Mozart y Berlioz y, sobre todo, las de Beethoven y su admirado Wagner. Había escrito una novela y un libro de narraciones cortas en los que trataba de mostrar la idea encarnada del gran hombre, y otro libro sin género (lúcido, caótico) que lo había hecho famoso y donde se encontraba su modo particular de ver la filosofía. Una de las angustias que roían a Zaratustra era recordar su vida antes de tomar la conciencia de sí, y verse de nuevo en ese mundo del hombre mediano, perdiendo un tiempo que ahora veía como una hoja en el viento. Por eso, y cuando encontraba en la calle o en el café o en las reuniones a esas gentes que dilapidaban su tiempo como si quisieran apresurar su muerte, sentía un íntimo horror al imaginarse en su condición y en su cuerpo.

    Zaratustra salió del agua y se tendió en la arena a tomar el sol. Sentía cómo la arena y los guijarros se le encajaban a lo largo del cuerpo y cómo el sol comenzaba a volverse más y más intenso. Cierto, a él poco le importaba si Dios había hecho esto o no: lo importante es que allí estaba todo. Él era creyente pero no pensaba demasiado en Dios, aunque le gustaba imaginarlo como un Ser fuerte y generoso. No sabía ni podía imaginar su Forma, aun menos la vida eterna. Es más, le angustiaba pensar que la otra vida no era sino una eternidad de contemplación. El hombre, después de todo, merecía algo mejor; después de todo, muchos infiernos se viven en la tierra para que sea uno nuevo el Paraíso. Definitivamente, si Dios existiese, debería ser otra su conducta y el espacio divino.

    Era cierto que él había sido educado en un medio católico, pero si hubiera sido protestante, mahometano o budista, tal vez hubiera llegado a la misma conclusión y al mismo género de vida. Al principio de su adolescencia había dejado de ser católico; al final de ella, cristiano. A lo primero fue llevado por el estudio somero de la historia y de la teología; a lo segundo, por su incapacidad de fe y de imaginación. Inobjetablemente él admiraba las artes mágicas de Jesús el Nazareno, su vida clara y ascética, su palabra de agua, pero no lo podía concebir como Hijo de Dios. Si Dios hubiera escogido esa época y ese espacio —pensaba— hubiera elegido como Hijo un hijo del pueblo fuerte: Roma.

    III

    Como a las dos de la tarde, bajo un sol calcinante, Zaratustra volvió a la cabaña. Puso leña a arder y coció un pescado. Durmió una siesta de más de una hora, y al despertar, frente a la ventana y viendo el paisaje, leyó unos poemas de Heine. Zaratustra se sintió triste al recordar a Angélica. En un momento sintió que el viaje y la soledad habían sido inútiles y que aun se sentía peor que antes. Se quedó mirando el espejo del bosque y oyó subir entre los árboles el canto de los pájaros hasta petrificarse. Zaratustra sabía que todo eso se iría con la muerte. Que los libros que escribió y escribiría, las conversaciones lúcidas trabadas con amigos, las palabras más dulces o tristes dichas a la mujer amada, los momentos de tranquilidad interior y los de gran fuerza —la furia de la acción— todo, todo se iría con la muerte. Ignoraba e ignoraría si hay otra vida después de esta vida; la evidencia muestra que no, pero la esperanza es a veces más grande que la evidencia.

    Zaratustra regresó a la playa para ver la caída del crepúsculo desde el acantilado. Vio en el cielo un cinturón de gaviotas y, detrás, el horizonte profundo y azul. Zaratustra se empezó a sentir débil. Sí, era claro: la fortaleza de la juventud estaba atrás. A los treinta y seis años no se tenía la misma fuerza que ocho o diez años antes. Sus dientes no respondían igual y tenía que cuidárselos sobremanera; la miopía seguía avanzando y el cabello caía rápidamente.

    Zaratustra caminó más allá del acantilado y después de un arco de palmeras descubrió como en una visión una caverna adonde llegaba un río de aguas transparentes. Sintió en ese momento el golpe de la belleza, y pensó que estaba allí hablándole. Deseó en ese momento compartir esta emoción con Angélica, y sintió el golpe repentino del amor, y su incapacidad o falta de valor para superar sus abismos.

    IV

    Zaratustra se levantó al otro día con una angustia que le roía todo el cuerpo. Era un manojo de nervios, y se movía de un lado al otro de la pieza buscando tranquilizarse, inútilmente. Creyó que estallaría. Para calmarse, se fue a nadar a la laguna. El ejercicio arduo le exprimió los nervios hasta agotarle, y después se tendió en la arena a tomar el sol. Ya más tranquilo, volvió a la cabaña, y al abrir la puerta, asombrado, miró a Angélica esperándolo. Él, petrificado en la puerta, no dejaba de mirarla.

    Angélica se levantó; Zaratustra sintió inmediatamente correr el deseo sobre su cuerpo al contemplarla: ese rostro blanco y oval apenas tocado por una cabellera larga y rubia; sus pechos duros y redondos insinuándose a través de la camisa abierta; sus piernas largas y hábiles que se abrían —recordaba— como una cuchilla al aire.

    Después de unos segundos de silencio en los que ambos se veían sin decirse nada, Angélica rompió el hielo:

    —¿Has conseguido lo que buscabas?

    Zaratustra bajó la mirada y empezó a morderse los labios. Mientras la angustia le crecía hasta volverse insoportable, dijo cortando las frases como espadas:

    —No, no. Todo ha sido inútil. Estoy peor que antes, más enfermo que antes. No hallo salidas. (Esto último ya lo gritaba.)

    En el colmo de la angustia salió de la cabaña y caminó (casi corrió) hacia la playa y no se detuvo, a pesar del cansancio, hasta llegar a la caverna. Allí, en la arena, revolcándose, gritó, tragó la arena y no se detuvo hasta sentirse liberado de todo el horror y la soledad que sentía. Estaba solo, definitivamente solo, a pesar del mar y de Angélica, de sus amigos y de Dios, del mucho o poco poder que tuvo. Si eso era la marca de los elegidos, era una marca despreciable. No la quería.

    Cuando abrió de nuevo los ojos, Zaratustra vio las primeras manchas del crepúsculo. Vio la caverna y, tras de la caverna, el mar azul y un cielo con las alas rojas que rozaban las olas y el viento. No podía arrancarse esas imágenes —la de ayer, la de ahora— haciéndolas infinitas. Se hincó para ver mejor la caverna, pero, súbitamente, sintió la dolorosa realidad. Se agarró la cara con las manos.

    Oyó de repente un murmullo —¿de arena, de viento?— detrás de él. Se volvió y vio a Angélica. Sonrió con tristeza. Sí —se dijo comprendiendo todo—, ella está aquí, está dispuesta a seguirme, no todo ha acabado y aun en el caos es posible volver a empezar.

    En ese momento, la imagen de Angélica y de la caverna se confundieron en la vista fatigada de Zaratustra.

    1974

    EL PARISIENSE

    A Augusto Monterroso

    EN OCASIÓN DE HABER RECIBIDO TU CARTA, estimado Marco, me apresuro a contestarte. Me preguntas qué tal me ha ido en París, que te cuente sobre mi estadía, pues seguramente —crees— debe ser toda una experiencia. Quizá sí lo sea, pero depende del punto de vista que lo juzgues. Experiencias, de algún modo, las hallamos cada día. Lo de toda es nada más la exageración, la tajancia.

    Llevo, como sabes, más de un año en la ciudad. Sigo estudiando relaciones internacionales y dentro de un año —no más— quiero volver a México. He pensado hacerlo antes, pero sería un grave error desperdiciar esta oportunidad; sería un antecedente negativo, sobre todo con las gentes que tuvieron confianza en mí. Pero el doctorado no me interesa. Incluso me estoy dedicando más a la investigación personal sobre filosofía de la historia, y ya he comprado varios libros en alemán y francés. Cierto, ignoro el alemán y mi francés sufre con los parisienses, pero eso se puede solucionar con estudios posteriores.

    Como sabes, estoy viviendo en la Cité Universitaire, en la casa de México. Mientras no hay envidias, chismes o resquemores, las cosas marchan más o menos bien; no muy bien, claro, eso sería pedirnos demasiado. Pero en unas elecciones recientes —donde no hubo trampas— fui nombrado algo así como representante cultural. Ignoro lo que se pueda hacer en un ambiente tan restringido como éste, pero de todas formas intentaré hacer algo: música, exposiciones, conferencias, recitales: en fin, lo de siempre. Hace poco llegó por aquí un amigo tuyo. Se me hizo el clásico mexicano que por el solo hecho de ser compatriota cree merecerlo todo. Traté de ayudarlo en la medida de mis posibilidades —le presté mi credencial de estudiante, le conseguí alojamiento barato, aun le presenté amigos—, pero no sé qué más podía haber hecho por él. Tu amigo me regaló unos zapatos para el invierno y me invitó al teatro, adonde fui porque no tenía otra cosa que hacer, y no porque me fuera muy agradable su compañía.

    Los estudios aquí no son mejores —y tal vez peores— que en México, y lo único válido, quizá, es mencionar que el posgrado lo hiciste en París, y eso es todo. Pero entre los estudios y los compañeros, no sé cuáles sean peores. Tal vez los compañeros. Como sabes, hay aquí un racismo no declarado de los parisienses, protegido, claro, por su liberté, egalité, fraternité. Pero si les discutes a los franceses, te afirman lo contrario, mira: restoranes, estudios, autobuses, comercio... Pero basta ver este tipo de cosas, las conversaciones truncadas a la mitad, la manera tolerante de tratarte en las administraciones, el tono ridículamente paternalista de algunos maestros, para tocarlo, para sentirlo.

    Respecto a las amistades que he hecho son mínimas, y casi siempre tratando de evitar a los latinoamericanos, y especialmente a los mexicanos. Si no me la voy a pasar bien, quiero pasármela tranquilo. Sin duda quisiera estar en México, entre los amigos y la familia, y no en este rincón del mundo donde lo único que encuentras es el frío, la soledad y el desprecio. No soy muy nostálgico, no, pero si vas a otra parte es para conocer nuevas cosas y tratar de gozar lo más posible, y no a hundirte más y más en un desierto sin salida.

    Aquí los mexicanos no se divierten mucho, salvo si traen dinero o conocen el francés. Los otros —los más—, su única tarea es la de reunirse en grupos, tratar de ganar alguna posición en las escuelas, aprovecharse de ti hasta donde pueden, cantar en la noche —guitarra en mano— canciones mexicanas, echar pestes de París y de los parisienses, buscar mujeres de tercera y cuarta clase —y hablar de ellas como si fueran modelos o casi actrices—, irse un week-end a Bruselas o a Amsterdam o a Copenhague, adonde van sólo a semipasear por la ciudad, irse en grupo a una discotheque y comprar tres o cuatro revistas pornográficas: en fin, una vida que de lejos puede parecer dinámica, pero que en el fondo es sólo una forma provisional —una fuga— para combatir el hastío, la soledad.

    Es noviembre. El frío cala hasta los huesos, y este otoño es el más duro que ha habido en París desde hace años. Los mismos parisienses dicen que se adelantó febrero. Tengo tan mala suerte —sólo hasta ahora me doy cuenta— que quizá este otoño se dio porque estoy aquí. El colmo: el suéter peruano que me regalaste me lo robó hace quince días un tunecino en uno de los restoranes de la Cité.

    Allá en México —¿recuerdas?— tenía tiempo para todo, pero aquí la mañana se te parte de repente para comer, y tienes que hacerlo forzosamente porque a las dos ya todo está cerrado, y no puedo, con una beca de 1 500 francos mensuales, darme el lujo de comer siquiera dos veces por semana en un restorán decente. No estoy acostumbrado a los excesos, pero tampoco a semejantes restricciones. Es más, no me he sabido organizar ni siquiera para mis estudios. A veces pienso que en vez de ganar en experiencias estoy perdiéndolas. Dirás que soy pesimista; más bien soy objetivo. A la mayoría de los mexicanos le pasa lo mismo, pero no lo reconocen. Eso sí, cuando están a punto de volver, dicen: Pero cómo voy a regresar a México, qué voy a hacer, no podré adaptarme, aunque sea fregando platos pero me quedo, voy a ver si arreglo que me prolonguen la beca, etcétera, etcétera... Para qué extenderme: son los mexicanos en París y los europeos en México. No le veo el caso, en verdad, a vivir en un mal cuarto, morirse de hambre, padecer el mal humor de los parisienses, sobrevivir, en fin, para andar con una cajera o una perfumista, que como una cajera o una perfumista mexicana tienen la misma mentalidad. Mi carta podrá parecer la de un amargado o la de un resentido; de veras, no. Yo también durante mi estancia he andado con mujeres y no precisamente unas actrices: una mexicana que vive en la casa de Bélgica, una australiana de casi dos metros y una francesa que se sentó a mi lado en la Cinemateca: ninguna relación memorable. Va a ser desilusionante para mis amigos el regreso, porque voy a tener que mentirles sobre el número y la calidad, ya que lo primero que te preguntan es eso. Pero las relaciones con las francesas, sobre todo al principio, son difíciles: necesitas dinero o contactos o un buen conocimiento del idioma o dedicarte a esto, o algunas juntas. No creas que vivo en la melancolía y el sufrimiento. No. Ya hace tiempo que me he hecho a la idea de que es otra etapa más de mi vida a la que, como a tantas otras, he llegado a acostumbrarme. Ya vendrán días mejores o peores, no lo sé; hay en mí cierto apego a la fatalidad y a la costumbre.

    En estos momentos llueve en la ciudad. Las mujeres caminan en la calle, y allá lejos veo a un amigo que me saluda gritando. Son las cinco y cuarto de la tarde y el cielo está totalmente cerrado. Aborrezco la falta de luz y estos grises y verdes de la ciudad me dan una profunda tristeza. En las próximas vacaciones quiero irme a Italia o a Grecia, de las que tanto me has hablado: el sol, el mar, el carácter mediterráneo, otra clase de mujeres. Lejos, lejos de esta ciudad difícil que alguien o algunos en un día jovial bautizaron como la Ciudad Luz. La lluvia sigue cayendo y aún con más intensidad. Estos días me hunden anímicamente y tengo que salir y meterme a un cine o buscar amigos para desahogarme o, de plano, con la tristeza en el suelo, desear que se acabe lo más pronto este día, y pensar ilusionado que tal vez mañana el sol vuelva a salir para mí: inútilmente.

    1975

    La desaparición de Fabricio Montesco

    A Alejandro González Durán

    FABRICIO MONTESCO Y PAULINA TOLEDO se casaron una tarde de octubre de 1970. Habían durado algunos años de novios, y cuando él anunció el matrimonio, todo el mundo ya lo esperábamos. Al principio (y para esto hablo de finales de 1966) la relación había sido complicada y los padres de ella no lo aceptaban, por el pleito generacional y ridículo que había entre las familias, y que había surgido entre la bisabuela paterna de Paulina con la bisabuela materna de Fabricio, por el favor y la amistad de doña Carmelita Romero, rencor que había pasado de los bisabuelos a los abuelos y de los abuelos a los padres, rencor que se había agravado —previsiblemente— con los éxitos tanto de uno como de otro lado.

    El señor Toledo era un comerciante de pocas luces, calvo y regordete, que sólo sabía del precio mundial de la lana y de los adornos de los caballos, y su esposa, Renata, era una bella y lúcida mujer que tuvo que soportar un matrimonio impuesto y que, a falta de incentivos sexuales o de carrera, se había refugiado en los hijos y en cierta vida de sociedad. El padre de Fabricio era un esmerado y honesto abogado que había hecho una fortuna más o menos regular, memorioso, obsesivo, incapaz de dejar contento ni siquiera a sus propios clientes. Sus pleitos forenses los trasladaba a las amistades y a la familia, de modo que cuando se casó Fabricio sólo tenía dos amigos y la defensa más o menos discreta de sus hijos: Fabricio y Susana. Su madre —como la madre de Paulina— se desarrollaba dentro de una brillante intuición. Ella fue la que inició y desarrolló el gusto por la música y la lectura en Fabricio, de quien, desde pequeño, fue una suerte de guía y de mecenas. Fue ella quien le enseñó las raíces de la ambición y el orgullo, esas dos condiciones que movieron esencialmente la vida de Fabricio. (No hemos vuelto a saber nada de él.)

    Fabricio, hasta la edad en que se casó (los veintisiete años), escribió algunas obras notables que le valieron el aplauso y el desprecio de la crítica, pero nunca su indiferencia. Si bien la opinión de los gacetilleros y noteros lo tenía poco menos que preocupado, le interesaba que lo tomaran en cuenta, para que así supieran que él era y sería el mejor. Y así fue toda la vida de Fabricio Montesco: un afán claro y desmedido por ser el mejor. Y no sólo —a pesar de su corta edad— llegó a componer buena música, sino aun, en literatura, era un conocedor de los clásicos y dos o tres veces puso en escena piezas de Sófocles y Esquilo. Era un apasionado de la historia griega, y uno de sus sueños más grandes era hacer una interpretación de las leyendas homéricas y unas biografías imaginarias de los caudillos aqueos.

    A fines del 1966, Fabricio conoció a Paulina en una reunión del escritor Javier Lagos Yarza, y desde ese día, según lo confesó, se sintió atraído por dos cosas de ella: su delicada belleza y el océano de fragilidades que representaba. Esa noche, aunque sólo conversó con Paulina una hora y media, nos comentó que sentía unos deseos imperiosos de estar con ella, a pesar de que eran mínimos los nexos de la charla entre uno y otro. A los pocos días, Fabricio decidió que con el tiempo Paulina sería su esposa y así se lo comunicó, mitad en serio mitad en broma, a Lagos Yarza, quien le dijo que se fijara dónde se metía, no por ella, cierto, sino por las tensiones familiares. Sin embargo, Lagos Yarza me comentó después que en un principio no creyó que Fabricio lo hubiera pensado demasiado en serio, hasta que analizando más a fondo la situación, se dio cuenta del porqué de la elección: Paulina era una mujer bella, de una frágil ternura, fiel, educada, intrascendente y con una inteligencia explotable, pero no demasiado. Recuerdo que en el curso de algunas charlas fuimos atando nuevos cabos que nos hicieron comprender lo que en un principio concebíamos como inexplicable. Había, y eso me consta, un modelo de mujer más atractivo para Fabricio y era el de la mujer déspota e indiferente, pero esta clase de mujeres le dieron siempre un sinnúmero de angustias, preocupaciones y esperas, en fin, un ajedrez interminable que Fabricio gustaba, pero que en el fondo era pura literatura.

    Aun hoy, cuando han pasado ya casi dos años de su desaparición, recuerdo los días cuando Fabricio y yo éramos tan amigos. Fue una amistad sincera y limpia y tratada siempre con el respeto y la consideración recíprocas. Él, e ignoro la causa, había comenzado a cambiar desde antes de la muerte de Paulina, y radicalmente a su muerte, al grado de que, según supe, sus facultades variaban de una gran lucidez a los absurdos más divertidos, de la solemnidad al desparpajo, de la euforia a profundas depresiones.

    Para nuestra mala suerte, el Diario de Fabricio sólo tiene las últimas páginas del cuaderno, porque más de las dos terceras partes, cuando lo encontré, estaban quemadas, perdiéndose así páginas importantes para nosotros —sus amigos— y aun para los futuros estudiosos de su arte y su figura. Ignoro si él mismo quemó el Diario el día de la Nochebuena o fue el ama de llaves (quien lo negó) o fue un mero accidente. A pesar de eso, y por los testimonios orales de la misma ama de llaves y de un ingeniero encargado por ese tiempo de asuntos telegráficos en el pueblo, pude reconstruir en esos primeros días del 1974 lo que había sido la vida de mi amigo Fabricio antes de su desaparición.

    Me he enfrentado con opiniones encontradas, pero he juzgado de interés la publicación de estas páginas, por ser el único testimonio de mano del autor que dejó sobre su propia vida. De otra manera, estoy seguro, este Diario nunca hubiera salido del círculo familiar o del de las amistades.

    13 de diciembre

    ¿Por qué me rehúye Paulina? ¿Por qué? Ella ha cambiado mucho desde el día que nos mudamos a esta casa. Cuando vivíamos en la ciudad ella era otra. Tenía cuidado de lo que me pasaba y pasaba, pero ahora sólo piensa en ella misma. No, no es la antigua Paulina: no es la mujer dulce e inteligente en la que yo pensaba a todas horas y que buscaba protegerse detrás de los muros de mi seguridad. Ésa que me hizo concebir los más delicados conciertos y que modificó con mucho mi visión del mundo. Ésa que me hizo conocer lugares ignorados o perdidos de la felicidad y por la que pensé un día construir el castillo de la grandeza. No, ahora es otra. Hoy la vi sólo un momento: cuando ella, sepultada en su cuarto, veía desde la ventana el crepúsculo que caía sobre el verde amarillo de los árboles. Y yo la miraba: miraba su larga cabellera rubia, sus ojos claros como la tarde, y sentía la nostalgia de los días perdidos, de los días que no

    ¿Disfrutas la vista previa?
    Página 1 de 1