Descubre millones de libros electrónicos, audiolibros y mucho más con una prueba gratuita

Solo $11.99/mes después de la prueba. Puedes cancelar en cualquier momento.

Tocar el fuego
Tocar el fuego
Tocar el fuego
Libro electrónico250 páginas3 horas

Tocar el fuego

Calificación: 0 de 5 estrellas

()

Leer la vista previa

Información de este libro electrónico

En los turbulentos años de la Guerra de Reforma, el joven Ezequiel Urbina ingresa en el ejército liberal para vengar la muerte de su padre. Al frente de un grupo de coterráneos, Ezequiel vive los altibajos de la guerra y de la vida, con el sureste mexicano como escenario. Este libro es la segunda entrega de una tetralogía narrativa que el autor se propuso escribir sobre su natal estado, Chiapas: la aventura de retratar más de un siglo de historia en tramas que entrelazan la complejidad social, el clima, los paisajes; relatos inspirados en sucesos reales, recuerdos de familia y una profunda investigación, contados con la imaginación y habilidad de un escritor que se ha destacado como uno de los narradores más importantes de nuestro tiempo.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento19 jul 2012
ISBN9786071610904
Tocar el fuego

Lee más de Eraclio Zepeda

Relacionado con Tocar el fuego

Libros electrónicos relacionados

Fantasía para usted

Ver más

Artículos relacionados

Comentarios para Tocar el fuego

Calificación: 0 de 5 estrellas
0 calificaciones

0 clasificaciones0 comentarios

¿Qué te pareció?

Toca para calificar

Los comentarios deben tener al menos 10 palabras

    Vista previa del libro

    Tocar el fuego - Eraclio Zepeda

    I

    —¡MATARON a don Mariano!

    A galope tendido, reventando el caballo a punta de chicote y espuelas, el jinete entró a la plaza de la casa grande con la noticia.

    —¡Ama! ¡El señor presbítero está muerto en la orilla del río!

    Juana tejía un mantel en la sala cuando escuchó los gritos. Abrió la puerta para enfrentar la desgracia y su labor se derramó en el piso como un reguero de espuma. Nadie notó su angustia. Parecía serena, dispuesta a conocer la cuchillada. Apretó los puños, respiró profundo y ordenó con voz disminuida:

    —Andá rápido al potrero de la ceiba y avisale al niño Ezequiel.

    Se dirigió al oratorio, llegó hasta el crucifijo venerado por Mariano, se persignó y pudo reconstruir, hincada, oraciones que creyó perdidas en su memoria. En su noche interior pasaban escenas ocurridas desde el día en que ella y el presbítero fundaron esta finca Santa Fe La Zacualpa hacía más de veinte años.

    Abrió los ojos y se vio rodeada por sus hijos, que también hincados oraban. Luz y Margarita a sus costados, Enrique y Gabriel en los extremos. Ezequiel, el hijo mayor, entró con el sombrero en la mano arrastrando las espuelas y sus escasos dieciocho años.

    —Cheque —le dijo usando el nombre de cariño—, andá a recoger a tu padre. Yo me quedo aquí con tus hermanitos para preparar lo necesario.

    Sin averiguar mayores informes, con los ojos húmedos, dio media vuelta en busca de su caballo.

    —Llevate a Xun. Es gente útil, como bien sabés.

    Al salir de la casa, Ezequiel se encontró con el viejo Xun, que traía dos caballos de las bridas, el de Ezequiel y el suyo. Venían aperados con sable y carabina en las monturas. Ezequiel montó en su tordillo y con el brazo ordenó avanzar. Además de Xun iban seis peones; al frente, el que trajo la noticia.

    Vadearon el Robajícaras, arroyo de corriente rápida donde a menudo las lavanderas perdían sus calabazos. Avanzaron en silencio por la vereda que corre al margen del potrero. El joven temblaba. Su padre era omnipotente. Padre porque de él había nacido y padre por la Santa Iglesia, según oficiaba en la parroquia de Ixtacomitán. Poderoso en el trato de los hombres y reconocido por los santos a quienes invocaba en sus oraciones.

    Llegaron al río de la sierra. El agua rebotaba en las piedras, hacía rugir la corriente con la fuerza despeñada a saltos desde los cerros. Siguieron el camino por la orilla izquierda. En el recodo que trazaba el río se asentaba el vado.

    Ezequiel sintió que se le hundía el pecho. Su garganta cerrada lo ahogaba. Los ojos secos, justo ahora cuando quería llorar. Frente a él Mariano, sentado en una piedra con el pecho ensangrentado. Los asesinos respetaron su rostro, donde no lo ofendió ningún disparo aunque después de muerto profanaron su boca con un tabaco de los que fumaba.

    El muchacho desmontó con lentitud. El viejo indio puso pie a tierra de un salto. Se acercaron al mismo tiempo. Xun cortó la cuerda que sujetaba el cuerpo a los arbustos. Ezequiel sintió la frialdad de la muerte en el rostro de su padre. Con los dedos cerró sus párpados; extendió el cadáver sobre la arena; aún no estaba rígido.

    —Lo fusilaron, Xun. Mira, se abrió la ropa, les mostró el rumbo del corazón para que apuntaran —dijo en voz baja como si estuviera hablando para sí mismo.

    Lavó las heridas. Lo vistió con su chaqueta. Cruzó las manos de su padre sobre el pecho, dobló la camisa ensangrentada y la guardó en las árguenas de la silla de montar.

    Buscó huellas de hombres o bestias. Mostró a Xun señales de caballo de un casco muy ancho, herrado en forma distinta al uso de la región. Recogieron cartuchos percutidos de un calibre no común. Los peones armaron una camilla y colocaron el cuerpo para llevarlo a la casa grande. Ezequiel no quiso ir montado; se sumó a los peones para cargar en sus hombros la camilla. Xun hizo lo mismo.

    Juana había dispuesto la sala para recibir el cuerpo. Una mesa enmarcada por cuatro cirios ocupaba el centro. La habitación repleta de flores silvestres y algunas de jardín, las velas encendidas y el piso cubierto de juncia de los pinos, exacerbaban los aromas de esa capilla ardiente improvisada. Sus hijos vieron entrar al hermano mayor cargando al padre muerto. Juana ordenó que llevaran la camilla a su recámara. Los peones colocaron a Mariano sobre el lecho encima de una vaqueta, badana de cuero curtido, y se retiraron. Enrique, Gabriel, Luz y Margarita entraron a la habitación.

    Las hijas eligieron la ropa que Mariano habría de vestir en su camino a la eternidad. Un traje negro confeccionado por un sastre de Ciudad Real, la mejor camisa blanca, el lazo negro para el cuello, los zapatos nuevos y los calcetines altos con que controlaba sus várices, la ropa interior sin estrenar que ellas habían cortado y cosido. Las hijas trajeron un cubo de agua y una jofaina, Juana les indicó que esperaran en la sala. Desnudó a Mariano, recorrió su cuerpo con esponjas del Caribe, secó líquidos y aplicó lienzos en las heridas.

    —En la espalda también, mama… —dijo Cheque y volteó el cuerpo.

    El nudo del corbatín lo hizo Ezequiel sobre su propio cuello siguiendo las enseñanzas de Mariano. Sacó el lazo por encima de su cabeza y lo colocó en el cuello de su padre. En la misma camilla lo llevaron hasta la mesa dispuesta. La madre y las hijas de luto riguroso, los hijos con lazos negros en el brazo izquierdo. Xun pidió que le anudaran un listón de duelo.

    De las fincas vecinas llegaron familias amigas con peones cargados de flores. De Ixhuatán vino Amadito, el primer amigo que Juana y Mariano tuvieron en ese pueblo que es la puerta de la selva; viudo reciente, apareció apoyado en un bastón.

    Los amigos más cercanos de Mariano, Margarito Salvatierra, Felipe de Jesús Pastrana y Manuel Meza, quienes gozaron de su confianza y fueron depositarios de sus confidencias, fueron de los primeros en llegar. De la finca vecina, La Punta, llegó don Florencio López acompañado de su hija y su bella nieta, Amanda, viuda reciente a quien una banda de asesinos le mató al marido.

    Conforme arribaban las familias criollas y mestizas, los indios desalojaban la sala y se instalaban en los corredores. De un lado los zoques y del otro los murciélagos. Allí permanecieron. Mientras los alabados en latín y en castellano venían de la sala, ellos alternaban oraciones en sus lenguas. Las cocineras y sus ayudantes trajinaban preparando las viandas. Se sacrificaron una novillona, tres cerdos, guajolotes y gallinas para atender a los acompañantes del duelo.

    Como un rayo sobre La Zacualpa sintió Juana la muerte de Mariano Mejía, su compañero, su marido durante más de veinte años. Cura del pueblo de Ixtacomitán, comunidad de zoques, contribuyó de manera principal a la fundación y desarrollo de la finca sin abandonar sus funciones en el curato. Seis hijos nacieron de la pareja. Uno de ellos, Pedrito, apenas empezaba a caminar cuando un borrego semental lo embistió estallándole las vísceras. Los cinco restantes crecieron en La Zacualpa sabiendo que eran hijos del cura. Los respetaban y querían aunque llevaran el apellido de la madre. En el pueblo, las fincas y las riberas de la región conocían la situación de Juana. Era la mujer de Mariano. Para muchos el aprecio a ellos no sufrió mengua en todos estos años. Matrona reconocida por su generosidad e inteligencia, la ahora viuda por segunda vez logró construir su finca en el corazón de la selva, en el despoblado del norte de Chiapas. La casa de Mariano era, no el curato, sino La Zacualpa, llamada también Dolores Zacualpa o Santa Fe La Zacualpa. Ahí había reunido sus libros, el reloj familiar que recibió de su padre muerto en Cádiz, su ropa de civil, sus sueños. En el curato quedaban las sotanas, la ropa ceremonial, los textos eclesiásticos, con excepción de la Biblia, que siempre traía consigo. Cada dos años, en el mes de febrero, el día de la Candelaria, cuando las luces cambian, Juana le hacía llegar una sotana y una estola nuevas. Un mozo las llevaba a la parroquia y no se volvía a hablar del asunto.

    Fue inolvidable el día que Mariano trajo el reloj de mesa. En la familia se conocía la historia de aquellas columnas de alabastro donde descansa la carátula en bronce con adornos de racimos de uvas y hojas de vid. Detrás los engranes, los tornillos, el áncora viva que ordena la sonería de su campana para anunciar la vida o callar ante la muerte.

    Esa tarde tan triste la niña Luz volvió la cabeza para ver la hora y advirtió que el tiempo estaba fijo. Informó a su madre y sus hermanos. Mariano contaba que el reloj marcaba los duelos de la familia cancelando su marcha cada vez que moría algún miembro de la casa. Era la primera vez que ocurría en la finca. Cuando murió Pedrito, el niño topeteado por el borrego semental, Mariano comentó a su mujer que la maquinaria se detuvo. El reloj estaba en la parroquia de Ixtacomitán.

    Margarito Salvatierra hizo una señal a Felipe de Jesús Pastrana para salir del salón. Manuel Meza, sentado en una butaca, advirtió el ademán, lo tomó como propio y se levantó para alcanzarlos. Lo mismo quiso hacer Amadito pero no se atrevió a reunirse con aquellos señores tan importantes en la selva.

    Manuel Meza, al pasar al lado de Ezequiel, le tocó un hombro y le indicó que lo acompañara. El muchacho lo siguió. Los tres patriarcas y el joven caminaron al centro de la plaza, hacia la pila que Mariano construyó alimentada por un manantial en lo alto del cerro, junto al reloj de sol tallado en cantera con los números romanos resaltados con pintura negra.

    Ahí, lejos de todos, Margarito Salvatierra dijo con serenidad:

    —Ezequiel, Cheque tan querido, los amigos de tu padre estamos indignados. Un crimen cobarde nos lo ha arrebatado y no podemos permitir que esta ofensa quede impune. Cuenta con nuestro apoyo para vengar su muerte.

    —Son también mis palabras —corroboró en voz baja Felipe de Jesús Pastrana.

    —Lo mismo pienso yo —dijo Manuel Meza.

    —Mi padre los quiso como hermanos, les agradezco su apoyo, queridos tíos, voy a necesitarlo.

    —¿Sospechas de alguien? —preguntó Pastrana.

    —La política está encendida. Mi padre celebró el surgimiento del gobierno que encabeza don Ángel Albino Corzo. Entusiasmado con las Leyes de Reforma del presidente Juárez, aplaudió a sus fuerzas armadas y señaló a los conservadores como un lastre para el país. En Pichucalco está el cuartel general de los conservadores de esta región; para mí éstos son los principales sospechosos. En el lugar del crimen encontré huellas y cartuchos quemados. Los casquillos son de un calibre que no conocemos. Aquí traigo uno, mírenlo. Y las huellas son de una bestia muy grande con herraduras diferentes a las que usamos.

    —Cheque, los cartuchos son calibre treinta. Yo compré unos la semana pasada con un comerciante de armas que vino de Tabasco. La gente de Pichucalco puede tenerlos y la huella grande del caballo ha de ser de la montura de Dionisio Contreras. Acaba de comprar uno de gran alzada, percherón le dicen, para que mejor soporte su gran barriga. Está muy gordo el cabrón —dijo Manuel Meza.

    —Nunca aprobó don Dionisio que mi padre hubiera formado un hogar. Mandaré a Xun a confirmar si son las huellas del caballo de Contreras.

    Juana salió en busca de los caballeros para invitarlos a tomar sus alimentos. Antes de volver a la sala se dirigió a ellos:

    —Señores, ustedes fueron los mejores amigos de Mariano. Sean testigos de la encomienda que hago a mi hijo: que el brazo de la justicia caiga sobre los asesinos. Ésa es mi petición.

    —Será cumplida, mama.

    A caballo o jineteando mulas llegaron matrimonios de Ixtacomitán, donde Mariano había oficiado misas por más de veinte años. Llegaron también de fincas vecinas de Solosuchiapa, Tapilula, Ixhuatán, Pichucalco y Teapa.

    Durante el día se sirvieron vasos de refrescos de frutas y de pozol, la bebida hecha de maíz. Al atardecer las criadas ofrecieron la comida. Traían puchero de gallina o cocido de res acompañado de verduras. Y como novedad culinaria, un mole de guajolote recién llegado de Puebla. Servían las comidas en borcelanas, los tazones que vendían los comerciantes árabes de Manila. Venían de Andalucía o de China y eran usadas en las casas ricas de estas tierras.

    Cuando la noche cerró en La Zacualpa, la plaza de la casa grande se salpicó de luciérnagas. Juana ordenó que ofrecieran aguardiente de caña de la finca y luego tamales con chocolate y atol agrio.

    —Calculá que la gente beba a gusto para pelear con el frío de la madrugada. Pero no quiero bolos que peleen entre ellos —ordenó a Xun.

    Juana había conservado el viejo idioma de Ciudad Real, con el uso del vos, del vení, del andá. Su marido, gaditano como era, no lo adoptó y los hijos nacidos lejos de Ciudad Real y crecidos cerca de Tabasco nunca lo hablaron.

    Recordó el velorio que presidió tantos años atrás en Ciudad Real, la capital de Las Chiapas. El muerto era otro Mariano, Montes de Oca, su esposo en aquellas nupcias concertadas por la ambición de su padre y nunca consumadas con el anciano ex gobernador de la provincia. Recordaba el frío de aquella noche de invierno y la presencia de gente ajena pretendiendo relegarla de la ceremonia. Aunque muy joven, casi una niña, la viuda Juana Urbina asumió la autoridad esa noche. Recordó también otra muerte, la de Manuel Galindo, el teniente cuyo cadáver jamás recuperó. No pudo otorgarle la paz de una sepultura, ni el adiós de un velorio. Únicamente convocó a sus amigos en una de las tertulias de los miércoles en su casa de Ciudad Real. El teniente Manuel Galindo, su primer amor. Con él conoció la pasión y la celebración de los cuerpos y luego el asesinato y el desgarramiento cuando supo que su padre era el autor del crimen.

    Ahora las exequias eran modestas. Estaban los amos, dueños de las fincas alrededor de La Zacualpa, y los señores visibles de los pueblos cercanos. No estaba el peso del Estado y la Iglesia como ocurrió en el velorio de su primer marido y volvió a reaparecer en el duelo sin velorio del teniente Galindo, que reunió a autoridades centralistas y del ejército mexicano aunque no cumplieron su obligación de investigar el crimen. Ahora en La Zacualpa velaba en medio de la selva donde sólo algunos eran sus iguales. Autoridad indiscutible de la finca en vida de Mariano, ahora la ejercía con mayor razón. Desde esa noche el jefe de la casa sería su hijo mayor, Cheque, como gustaba decirle desde niño.

    Ezequiel atendía a las familias, las conducía a la capilla ardiente. Después del pésame llevaba a los señores a una habitación espaciosa que llamaban el despacho o la biblioteca, con la escribanía de don Mariano, los libros que Juana había traído de su antigua casa de Ciudad Real y las lecturas que el presbítero había conseguido con los años. Enrique y Gabrielito estaban pendientes de mantener encendidos los cirios y las veladoras. Luz y Margarita se hacían cargo de las flores.

    Leonardo Solórzano, carpintero de la finca, se acercó a Ezequiel; el ataúd estaba listo. Hombre nacido en el pueblo de Bochil y avecindado en La Zacualpa desde los inicios de la finca, tenía papeles de acomodo pero Juana lo consideraba un trabajador libre en homenaje a su oficio.

    —Procurá que las visitas pasen la noche lo mejor posible —le recomendó a su hijo—. Han venido desde lejos a acompañarnos.

    Ezequiel indicó a Marcos Palomo, el caporal chamula, que colgara hamacas en los corredores para descanso de los caballeros. Juana invitó a las señoras a descansar en las habitaciones familiares. Del corredor llegaron los acordes de una guitarra y las voces de un grupo. Enrique repartió barajas españolas y se armaron los juegos de conquián; el aguardiente se siguió ofreciendo en procura de que su consumo fuera discreto. Era más de media noche. En la sala sólo unas señoras dormitaban. Juana permaneció sentada en una butaca de cuero frente al cuerpo.

    Veinte años habían transcurrido desde que llegaron a estas tierras con el propósito de que Juana fundara una finca en la selva, lejos del mundo que tanto la había lastimado y del cruel padre que ella repudió por sus ofensas y crímenes: el asesinato del teniente Galindo, padre de su primer hijo; la reclusión de castigo en la huerta donde la hizo vivir en la miseria durante su embarazo, y el secuestro del niño el mismo día de su nacimiento para enviarlo a Guatemala, lejos de su madre.

    Frente al féretro Juana volvió al diluvio de la primera noche en la selva cuando Mariano y ella buscaron refugio en una gruta. Aquel amanecer con un sol nuevo que la alumbró como la mujer del joven presbítero. Los rumores del mundo que renacía llegaban a la cueva. Era el primer día. Los pájaros se adueñaron del aire recién lavado por la tempestad de la noche anterior. Sus voces llenaron la penumbra de la caverna. La luz creció. Escucharon abrazados las señales que marcaban su nacimiento como pareja. Con los rostros muy cercanos sonrieron con timidez hablando en secreto, al oído, susurros en aquella soledad donde nadie podía escuchar. La plenitud los llevó a la risa, a las carcajadas. Todo fue motivo de festejo, el tálamo de piedra, la cobija que cubría sus cuerpos desnudos, las torpezas con que se ayudaron a vestirse.

    Las únicas criaturas que permanecían con ellos eran caballos y mulas. Lamentaron la partida de tantos animales que durante la tormenta buscaron seguridad en la caverna que bautizaron como Cueva del Arca. Abrazados de la cintura caminaron hasta la gran boca que daba entrada al refugio. El viento cargado de humedad, las aguas habían corrido durante la noche y estaban nuevamente ajustadas al trazo del río. La tierra ayer cubierta por la corriente, puesta a pique por el diluvio, estaba recién lavada. Pájaros surcaban los aires en silencio, en vuelos solitarios o en parvadas se posaban en un árbol y construían el escándalo.

    Los murciélagos regresaron sin orden. Revoloteaban bajo la cúpula del gran salón y escogían un sitio para colgarse cabeza abajo, aferrados a la roca. La selva intensificó sus colores, había árboles amarillos, rojos, azules, morados.

    Mariano volvió cargando la madera

    ¿Disfrutas la vista previa?
    Página 1 de 1