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Sobre esta tierra
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Sobre esta tierra

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La Zacualpa es una localidad ubicada en Chiapas en la que habitan Los Urbina, propietarios de una finca con el mismo nombre; Sobre esta tierra es la historia de ésta familia en sus distintas generaciones y enmarcada en las cambiantes situaciones políticas que atravesaba el país (guerra de reforma, porfirismo y revolución). Se trata, pues, de la historia de una familia que ve llegar la gloria y el prestigio a su suelo y de igual manera lo ve irse más rápido de cómo llegó.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento19 jul 2012
ISBN9786071610898
Sobre esta tierra

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    Sobre esta tierra - Eraclio Zepeda

    Zacualpa

    I

    Muy temprano salió al corredor. Contempló el mundo. Regresó a su alcoba, tendió la cama y se acostó a morir.

    Nadie en la finca advirtió síntomas que indicaran deterioro en la salud de la anciana patrona. Juana Urbina atendió hasta el último día las tareas en el cuidado de su finca La Zacualpa: el mantenimiento de la casa o mejoras que involucraban albañiles, pintores o carpinteros, y la contabilidad que ella personalmente llevaba para apoyar a su hijo Ezequiel, responsable de la administración. Una vez terminadas las tareas de los habitantes de la casa grande, a la hora de la cena conversaban los asuntos del día con destellos de humor. Esperaba a que sus hijas y sus hijos, entre ellos el joven César Contreras, que creció en la casa huérfano por un enfrentamiento entre familias, y Amado, el hijo mayor que creció en Guatemala secuestrado por su propio abuelo, se levantaran del comedor, para que ella y Ezequiel, su hijo segundo, ampliaran comentarios sobre las tareas en el campo.

    Solamente Luz, la hija casada, en esos días de visita en la casa materna, había advertido la pérdida de fuerza en los pasos de su madre y en las búsquedas de reposo en la cama durante la tarde. Entró a la recámara para darle los buenos días. Sobre el lecho tendido reposaba de costado. Al besarla advirtió la desgracia. Descansa en paz, mamita. La acomodó al centro de su cama, le cruzó las manos sobre el pecho y salió a dar la triste nueva a la familia.

    Nació Juana en Ciudad Real junto con el triunfo de la Independencia en 1821 y falleció el tres de octubre de 1887 en La Zacualpa. Su vida transcurrió en medio del muy difícil acomodo de Chiapas a la República Mexicana. Con la victoria de la ley al mando de Benito Juárez y el partido liberal, las condiciones para la convivencia mejoraron. A la muerte del presidente Juárez en Palacio Nacional, Porfirio Díaz reunió sus fuerzas para llegar al gobierno de la República al que no pudo acceder mientras vivió su paisano, el indio victorioso. Al inicio de su poder declaró: Si cesan las ambiciones de los gobernantes, nunca volverá a existir una dictadura en México. Permaneció treinta años en la presidencia del país.

    Luz, la hermana casada de los Urbina, recibió una carta de Macuspana escrita por su prima Ángela Santana de Urbina en la que expresaba el dolor que la muerte de Juana había sembrado en la familia y las amistades. Luz respondió con otra fechada en La Zacualpa el 16 de octubre de 1887.

    Amable y querida prima Angelita,

    Es en mi poder tu gratísima de fecha 13 de octubre, en la que veo con satisfacción tus finos sentimientos hacia nosotros, lo que te agradezco con toda mi alma, y sobre todo la parte que tú y tus amables niñas toman en el pesar que nos ocupa por la irreparable pérdida de nuestra adorada madre. ¡Cuánto siento que no la hayas conocido! Era el principal ornato de esta pobre familia. Murió anciana y sin embargo era la animación, la inteligencia y la vida de todos nosotros. Lo que voy a decirte no lo atribuyas a vanidad ni a un amor filial desmesurado, es verdad. Y si me tomo la libertad de hacer el elogio de mi amada madre es porque me dirijo a la familia, a la que juzgo con deseos de conocer a una persona tan allegada aun cuando ya no exista.

    Era de mediana estatura, bastante hermosa, blanca y de un color rosado muy bello en su juventud; dotada de una inteligencia clara, de imaginación muy viva y de genio travieso. Nunca estaba triste. Tenía una gracia especial para imitar los gestos, la voz y el accionado de las personas, sobre todo de aquellas que tenían alguna rareza. Ponía nombres tan acordes a la fisonomía y figura de algunas personas, tan graciosos, que era imposible dejar de celebrarlos. Siempre tenía a la mano algún comentario ingenioso, aun en los momentos de incomodidad o de pena; apenas pasaba el conflicto, ya la tenías refiriendo una graciosa escena sacada de los mismos acontecimientos, porque su inventiva era prodigiosa.

    Buena y caritativa como pocas, nadie acudía a ella en vano; para todos era providencia, no sólo de la familia, sino de sus vecinos y de los viajeros y de cuantos tenían necesidad alguna. Muy inteligente en medicina, era la médica de todos y en particular de los niños.

    Como ama de casa era aseada y cuidadosa hasta el extremo, económica y previsora, pendiente de las necesidades de todos los que dependían de ella, no se olvidaba ni del último criado. La casa estaba en un orden total. Infatigable en el trabajo, no descansó sino breves días antes de abandonar este valle de lágrimas, porque a pesar de sus años y enfermedades, conservó hasta su último suspiro una energía privilegiada. Murió sin haber perdido un ápice de su inteligencia y casi nada de su fuerza física. No dejó de hacer todas las operaciones de la vida, necesitó muy poco de nuestra ayuda; tanto que Gabriel se fue el día que murió, porque creyó tener tiempo de viajar y volver a verla. ¡Pobre madre de mi alma!: dejó su cama tan limpia y arreglada como si se hubiera acostado en plena salud.

    Era muy aficionada a la música y al canto, tenía muy buena voz, todavía cantaba cuando le suplicábamos y enseñaba a las muchachas a no desentonarse.

    No perdió estas cualidades a pesar de la fatalidad que la perseguía desde la cuna. Su vida fue una cadena de adversidades y desdichas. Niños aún, ella y sus hermanos perdieron a la madre. La infancia de estas criaturas fue confiada a gente de buen corazón, pero luego siguieron una senda muy escabrosa.

    Tal era mi madre; mucho más quisiera decirte pero he abusado de tu indulgencia y espero me perdonarás en gracia del sentimiento que me inspira.

    Me despido suplicándote disimules esta larga carta, bien sabes que es un gran consuelo para los desgraciados hablar de sus penas a quienes pueden comprenderlos y compadecerlos. Recibe, pues, de tu triste prima, muchos abrazos y besos con el más tierno cariño de

    Luz Urbina de Casanova

    Margarita y Luz se ocuparon de la preparación del cuerpo. Ezequiel llegó del potrero, un llanto no disimulado le hacía temblar la mandíbula y encarnaba sus ojos. Gabriel estaba fuera de la finca en busca de mercado para el azúcar y el aguardiente. Enrique llegó sereno y reservado como siempre, era imposible saber qué pensaba. El viejo Xun nunca creyó que su ama Juana podría morir. Venía de otra pena que le había lacerado el alma. Damiana, su mujer, había fallecido semanas atrás por fiebres malignas. No tuvieron hijos, la soledad del viudo era irremediable. Buscó un rincón, lloró a solas y en ocasiones declaró el dolor en su lengua de murciélago, en voz alta y sin pudor alguno. Enrique, con ayuda de Marcos Paloma, mandó propios a caballo y a pie, a las casas y fincas de los amigos avisando sobre la pena. Y luego, personalmente, salió en busca del cura de Ixtacomitán.

    Ezequiel confió en Julia, una joven muchacha zoque ayudante de Juana en las tareas domésticas, los preparativos que un funeral en la finca requería, peones, cocineras y ayudantes en los preparativos de comidas y vajillas.

    —Crisanto Cacho, ya extrañaba que no estuvieras de guardia. Prepara tus campanas para que doblen a duelo y no te pierdas de vista.

    El zoque Sebastián, a cargo del panteón, antes de recibir órdenes ya cavaba la tumba para el ama Juana al lado de su marido el sacerdote Mariano Mejía. Ezequiel tocó la puerta de la recámara de Juana y Margarita le franqueó la entrada. Vio a su madre vestida con su mejor ropa, peinada con esmero y con un leve rubor en sus mejillas y labios, logrado por Margarita al frotar papel de china rojo sobre la piel sin vida. Hasta la habitación llegó el ahora anciano carpintero Leonardo Solórzano: —Estoy en la preparación del ataúd donde reposará para siempre el ama Juana, escogí unas tablas de caoba —dijo sin que nadie le preguntara.

    A medio día se escuchó el galope de un caballo y después el golpear de sus cascos sobre las lajas. De la montura saltó Gabriel, se había enterado en una finca cercana. Entró desencajado, llevando en la mano la gorra de casimir gris con visera. Era el único en la región que no montaba con sombrero. En la habitación de la madre se arrodilló junto al lecho, rezó largamente, inclinada la calva prematura. Más tarde dispuso lo necesario para el descanso de las amistades que empezaban a llegar y para el acomodo de los animales de transporte. Con un lápiz tinta apuntó las tareas que asignó a cada uno en una libretita que llevaba en la bolsa de su camisa. A cada nuevo párrafo humedecía con la lengua la punta del lápiz. Voy a poner todo en orden, se dijo y calzó la gorra. Ezequiel encontró a Amado en la escribanía redactando una lista de familias lejanas a las que debían comunicar la infausta noticia. Vos me dirás después otros nombres para enviarles la correspondencia. Ezequiel Urbina acarició la cabeza de su hermano mayor.

    El joven César Contreras, quién llegó huérfano tan niño a La Zacualpa, era ya un atleta de poco más de veinticinco años. Había construido una galera de paredes de carrizo y techo de palma donde instaló un gimnasio, como él lo llamaba. Barras de hierro con remates de latas repletas de mortero fraguado que usaba diariamente en una rígida disciplina para fortalecer sus bíceps; argollas para ejercitar los pectorales, tríceps, dorsales y todo lo demás, como alegremente comentaba, y un andamiaje para sostener su peso sobre las paralelas en las que efectuaba movimientos que le hacían volar con elegante precisión. Desde que Ezequiel le comentó que cuando don Porfirio Díaz era muchacho montó un taller de ejercicios, él hizo el suyo. Los hermanos Urbina no acudían al gimnasio. En ese día de luto César, a la cabeza de sus peones, subió a la montaña a cortar juncia.

    Luz era reservada de carácter, buscaba la soledad. Su matrimonio con Gustavo Casanova le había dado una presencia que no tenía en la casa materna. Ahora era la señora de su hogar, no la hija bajo el dominio de la madre cuya autoridad se advertía en cada movimiento de la casa. La otra hija, Margarita, vivía ansiosa. Cualquier gesto la mostraba sensible en extremo. Ella fue la que advirtió angustiada que el reloj familiar de bronce y alabastro se había detenido a las cinco cuarenta y cinco de la mañana.

    —Nada va a ser igual sin mi ama —comentó Xun a Ezequiel—. La casa se cayó. Hasta en la guerra nos cuidaba sin que nos diéramos cuenta. Cuando junto con otros indios de la finca peleamos contra el francés y los mexicanos enemigos del indio don Benito, la tuve en mi pensamiento, hasta cuando fui a San Juan Chamula para ver si el tal Galindo era nuestro teniente Galindo, que tanto la quiso. Pero no fue. Me encontré con que aquellos compañeros de las luchas en Puebla ahora ya eran mataindios. Hasta de nombre los conocía yo. Cómo no iba a recordar sus apellidos si se leían las listas en la ceremonia de las seis de la tarde, cada tarde, en medio de los combates. Los hubieras visto, Cheque, con qué satisfacción fusilaron al indio Cuzcat y a su mujer junto con el nuevo Galindo, ellos fueron los meros principales de esa alzada. No quería morir de viejo en mi cama. Deseaba estar en un último combate. Por eso fui a San Juan Chamula buscando a mi teniente Galindo. Quería encontrarlo y disparar mis últimos tiritos. ¡Pero no se pudo!

    Ezequiel siguió con la vista el penoso caminar de Xun. Se alejaba apoyado en el bastón que talló a machete con una rama de tres gajos podados, un trípode para afianzar su paso.

    Amigos cercanos a la familia que acompañaron el duelo del presbítero Mariano Mejía habían fallecido. Los tres tíos, Margarito Salvatierra, Felipe de Jesús Pastrana y Manuel Meza, solidarios siempre, faltaban ahora. Amadito, discreto, modesto, nunca se repuso de la ausencia de su esposa y una tarde de grandes lluvias buscó su cama de viudo. Allí lo encontraron muerto sus hijos y nietos. Fermín López, dueño de la finca La Punta, abuelo de Amanda, perdió la vida atropellado por un toro en el corral de su finca. Y así muchos más. La gente no se va sola, pensó Ezequiel, mientras cuatro muchachas zoques tocaban la marimba traída por los negros Gog y Magog en su visita a La Zacualpa. Sentadas en una banca, interpretaban melodías que acentuaban el tono melancólico del instrumento.

    II

    Después de la muerte del presbítero, su marido, Juana tomó la responsabilidad de la finca hasta que su hijo Ezequiel Urbina volvió de la guerra. Constaba en un acta que Mariano Mejía compró a Margarito Salvatierra la finca Dolores Zacualpa en el año de 1856. Por esos tiempos Juana y Mariano cumplían más de quince años establecidos en la selva en terrenos sin dueño llamados nacionales, alrededor de la Cueva del Arca elegida la noche del diluvio cuando se unieron como pareja. Allí plantaron la semilla de la hacienda, construyeron las primeras casas, los poblados iniciales para los mozos. Pasaron los años fundadores y fue necesario acrecentar la finca. Colindaba con ellos un terreno extenso con manantiales y el gran Río de la Sierra, lomas y montañas, llanos y tierras planas propias para la siembra y el pastoreo. Pertenecía a Margarito Salvatierra, campesino de Pichucalco. El presbítero lo buscó en el pueblo, hubo una corriente mutua de simpatía desde las palabras iniciales. Margarito invitó a Mariano a comer a su casa, conoció a la esposa y a los hijos. Antes de sentarse a la mesa cataron un buen comiteco, aguardiente de muchos años de madurez. En la sobremesa el presbítero hizo saber a Margarito el interés por sus terrenos, vecinos a los que Juana y él habían cultivado. La tierra provenía de terrenos nacionales solicitados al gobierno por su padre del mismo nombre. La finca fue llamada Dolores Zacualpa y se tasó en cuatro mil pesos. Se entregaron a la firma de la escritura mil doscientos pesos y el resto sería pagado a plazos anuales de trescientos pesos a partir del siguiente año de 1857. El trato incluía ganado vacuno y de cerda, las casas, útiles y aperos de trabajo. El terreno Dolores Zacualpa se hallaba a tres leguas de Ixhuatán y a cuatro de Ixtacomitán. En documento posterior, Mariano Mejía declaraba que la legítima propietaria era Juana Urbina, un año después del triunfo del partido liberal y la promulgación de la nueva Ley de México que establecía el carácter laico del gobierno, la separación de la Iglesia y el Estado y la recuperación de los bienes en manos de la Iglesia y otras propiedades llamadas de manos muertas.

    Teniendo que ausentarme de esta villa, otorgo el presente a la señora doña Juana Urbina, ante los señores don Felipe de Jesús Pastrana, don Margarito Salvatierra y don Manuel Meza, en descargo de mi conciencia, porque soy mortal, y en cumplimiento de uno de los más sagrados deberes que la humanidad me impone como cristiano y como hombre honrado, declaro que la hacienda Dolores Zacualpa que compré a mi compadre don Margarito Salvatierra, en cuya escritura de venta aparece ser yo el comprador, es legítima propiedad de la referida señora doña Juana Urbina porque esta compra la hice con dinero de esta señora por encargo especial, únicamente por deferencia a mi persona o porque ella creyera que así convenía mejor a sus intereses. Y no teniendo yo derecho alguno sobre la tal finca creo de mi deber y de justicia hacer

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