Descubre millones de libros electrónicos, audiolibros y mucho más con una prueba gratuita

Solo $11.99/mes después de la prueba. Puedes cancelar en cualquier momento.

Viento del siglo
Viento del siglo
Viento del siglo
Libro electrónico222 páginas3 horas

Viento del siglo

Calificación: 0 de 5 estrellas

()

Leer la vista previa

Información de este libro electrónico

Con esta cuarta entrega de la tetralogía de los elementos de Eraclio Zepeda llega a su fin una de las más comentadas, leídas y analizadas secuencias de novelas mexicanas. Zepeda, miembro número de la Academia Mexicana de la Lengua, ha logrado en estas historias intercaladas que los personajes cobren vida en el entorno chiapaneco histórico y contemporáneo.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento11 abr 2014
ISBN9786071619419
Viento del siglo

Lee más de Eraclio Zepeda

Relacionado con Viento del siglo

Libros electrónicos relacionados

Ficción general para usted

Ver más

Artículos relacionados

Comentarios para Viento del siglo

Calificación: 0 de 5 estrellas
0 calificaciones

0 clasificaciones0 comentarios

¿Qué te pareció?

Toca para calificar

Los comentarios deben tener al menos 10 palabras

    Vista previa del libro

    Viento del siglo - Eraclio Zepeda

    historia

    I

    SOBRE su cama, en Tuxtla Gutiérrez, el viejo coronel Ezequiel Urbina reposaba su cuerpo envejecido. Tres años atrás viajó de Pichucalco para residir en la capital de Chiapas invitado por el general Carlos Vidal, gobernador del estado. Llegó con su familia, como se movió toda su vida, a caballo. Le acompañaron su esposa Lola y sus dos hijas, Luchi y Juana María, a quien en la casa apodaban de cariño la Chata, a pesar de tener la nariz más prominente de la familia. Los hijos varones anticiparon su viaje en fechas diferentes para prestar servicios en el gobierno. En la cabalgata venían, como si fueran parte de su familia, la nana Julia, su hija Pila y Crisanto Cacho, su más antiguo colaborador en campañas de guerra y de trabajo. El viaje fue lento. Con frecuentes escalas para recuperar las fuerzas. Ezequiel sufría la pertinaz fatiga de los ancianos. En una acémila que transportaba las cosas de valor o más apreciadas, protegida por su estuche de cuero, venía la guitarra que el coronel hacía sonar en las noches acompañando su voz todavía concertada. Ahora el instrumento colgaba de un clavo afianzado en la pared, a un lado de su cabecera. En las noches pedía a sus hijas que se la acercaran para pulsarla. La familia rodeaba la cama del viejo con sillas del comedor para escucharlo, hasta que un día ya no tuvo fuerzas para pedir el instrumento.

    La noche del veintisiete de julio de 1927, a los ochenta y cuatro años de edad, el anciano, héroe de tantas batallas, se apagó tranquilamente. Nunca imaginó morir en su casa con la cabeza en la almohada. Su viuda y sus hijos, en medio del dolor, permanecieron en silencio. Únicamente la nana Julia llenó de alaridos y rezos la cocina. Crisanto Cacho, el viejo corneta, con los ojos in­yectados, hacía guardia en el corredor para lo que se ofreciera.

    El sepelio se realizó al día siguiente, a las cuatro de la tarde. Sus hijos varones, el Güero Manuel y Ezequiel hijo, Cheque, se ocuparon de ordenar el ataúd, resolver el papeleo legal y las gestiones en el panteón. Sus hijas y doña Lola dispusieron la sala donde acompañarían al padre por última vez. Las flo­res se conseguían en los jardines de familias conocidas: no había florerías establecidas. En la tarde empezaron a llegar coronas de papel y ofrendas naturales de parte de las amistades y los funcionarios de gobierno. Las sillas de tijera alquiladas, siempre disponibles para fiestas y velorios, pegadas contra los muros de la sala y de los corredores, en sus respaldos tenían marcadas en pirograbado las iniciales del dueño del negocio: E. C. El primero que acudió para acompañar el duelo fue el general César Lara, presidente municipal de Tuxtla, muy afectado por la muerte de su maestro, tío y padrino. En representación del gobernador del estado llegó al velorio su hermano, el general Luis Vidal, en esos días designado por el congreso gobernador interino, en ausencia del gobernador constitucional, el general Carlos Vidal. Éste se encontraba acompañando al general Francisco Serrano, ex secretario de Guerra y ex jefe del Estado Mayor, quien había decidido lanzarse como candidato a la presidencia de la República, para evitar que Álvaro Obregón pisoteara la Constitución al reelegirse presidente. Los tres hermanos Vidal eran parte del grupo de jóvenes que años atrás visitaban la finca del coronel Ezequiel Urbina, La Zacualpa, en busca de su sabiduría, de sus consejos y del placer de oír sus conversaciones plenas de humor. Frecuentaba aquellas reuniones también el mayor de los Vidal, el ingeniero Amilcar, quien en 1917 había sido diputado en la legislatura que aprobó la nueva Constitución. Ahora Amilcar era diputado local. Junto con él se presentaron otros diputados a despedir a Ezequiel Urbina, dos veces representante al Congreso de Chiapas y combatiente en Puebla contra la invasión francesa. Entre ellos se destacaba Arturo Lara, hermano de César, ambos sobrinos del coronel por parte de su esposa Dolores Lara, también asiduos a las ahora lejanas tertulias de La Zacualpa. Arturo pasó la noche sentado al lado de su prima Juana María, la Chata, por la que sentía especial simpatía. Presentó también sus pésames a la familia el joven teniente coronel Victórico Grajales. El cortejo fúnebre sería recordado muchos años después por los habitantes de Tuxtla.

    Ricardo Alfonso Paniagua, dirigente del Sindicato Central de Obreros y Campesinos del Estado, diputado local y coordinador del congreso, con ropa de ceremonia hizo la oración fúnebre. La viuda Dolores y sus hijas lloraban discretamente; Manuel, el Güero, se secó la frente con el pañuelo y aprovechó la ocasión de pasarlo sobre sus ojos. A Ezequiel hijo, quien nunca volvería a escuchar el apodo de Camarlengo con que lo llamaba su padre desde niño, le temblaba la barba. Lo rodeaban sus compañeros de redacción de Alba Roja, periódico de la Junta Local Campesina que él dirigía. En el sepelio, Crisanto Cacho, el viejo corneta, para despedir a su jefe dio un impecable y prolongado toque de silencio. Luis Vidal preguntó quién era el corneta y apuntó su nombre.

    En esa noche de orfandad, el reloj de alabastro del presbítero Mariano Mejía, padre del coronel y tronco fundador de la familia, detuvo una vez más su marcha. Luego las cuerdas de la guitarra del coronel sonaron insistentemente. El sonido estaba ahí, revolviendo angustias y esperanzas. Nadie comentaba nada pero todos pensaban lo mismo. La guitarra siguió sonando aunque no podía reconocerse melodía alguna. La Chata se levantó del comedor y se dirigió a la recámara donde había muerto su padre la noche anterior. Deseaba con toda su fuerza encontrarlo, hablarle más acá de la muerte. Abrió la puerta, entró en la oscuridad de la habitación vacía. La guitarra seguía sonando.

    —¿Papá? —preguntó con voz apagada; una vez acostumbrados sus ojos a la falta de luz, pudo dirigirse a la guitarra que pendía del clavo—. ¿Papá? —repitió con la ilusión de encontrarlo.

    Alcanzó la guitarra, la bajó y entre las cuerdas del instrumento encontró una pequeña rana enredada. Juana liberó al animalito y lo soltó en la puerta que comunicaba con el patio. Lloró y se rio a solas antes de volver al comedor. No comentó nada.

    El coronel Ezequiel Urbina abandonó Pichucalco después de una visita del general Carlos Vidal. Lo había buscado, como varias veces antes, en la modesta casa que alquilaba después del derrumbe de su finca La Zacualpa. En esa visita Carlos Vidal le informó que sería el próximo gobernador de Chiapas y lo necesitaba en Tuxtla como su asesor y consejero.

    —Sus muchachos, Manuelito y Ezequiel, como usted lo sabe, ya están trabajando conmigo. Pero me falta lo principal: la experiencia, los consejos y las opiniones de usted.

    Ezequiel agradeció la invitación y fijó una fecha para su traslado a la capital. Satisfecho con la aceptación del coronel, Carlos Vidal se puso a conversar, como de costumbre, sobre acontecimientos interesantes para ellos, que se habían forjado en la guerra.

    —¿Se acuerda, padrino, del general norteamericano Pershing, John Joseph Pershing, que con permiso de Carranza entró con sus tropas buscando a Pancho Villa?

    —¡Claro que sí!, me lo contaste en una larga carta en la que me avisabas que habías participado en un combate en El Carrizal contra aquella unidad gringa que traspasó los límites que México les había señalado para sus ope­raciones.

    —Quiero informarle que Pershing, después de fracasar en su asedio y búsqueda del general Villa, regresó a Estados Unidos y su gobierno lo mandó a Europa con rango de general, comandante en jefe de las fuerzas norteamericanas que pelearon en la gran Guerra Mundial.

    —Menudo jefazo nos habían mandado —comentó Ezequiel.

    Prendió uno de los puros de Simojovel que su ahijado le había traído de regalo, ordenó a la nana Julia que pusiera la mesa y despidió a su ahijado con un sencillo almuerzo porque todo traslado en esos rumbos, pensó él, era lejano y fatigoso.

    La vida en Pichucalco había sido difícil para la familia. Los ingleses que explotaban la mina de La Zacualpa le entregaron al coronel un finiquito en oro. Ezequiel no quiso aceptar papel moneda del gobierno en esa época tan insegura por las distintas y constantes emisiones de billetes. El monto entregado no cubrió sus expectativas pero la familia recuperó la posesión de las minas, ahora abandonadas. Con ese poco de oro sobrevivieron modestamente.

    Juana María, como sus hermanos, fue educada por un profesor cubano contratado por su padre para instruir a sus hijos y a los niños en la finca. Nunca asistieron a una escuela; no sabían lo que era estudiar en grupo, en una aula. Y por lo mismo, aceptó gustosa y emocionada la invitación que le hicieron para ser profesora de la escuela municipal de Pichucalco. Ahí enseñó a leer a varios sobrinos de César Contreras, aquel muchacho huérfano de guerra que Ezequiel recogió del campo de combate y lo llevó a vivir a La Zacualpa bajo el cuidado de su madre, Juana Urbina. Entre ellos se destacaban dos por razones opuestas: Gregorio Pastrana, inquieto y nervioso, quien gozaba maltratando a los animales, y Julio César, su hermano, niño estudioso que tenía un gran interés por la naturaleza y amor por los animales. Juana María, a su vez, tomaba clases de mecanografía por las tardes con una de sus colegas.

    Luchi, consecuente con sus intereses, se convirtió en consejera de modas para señoras y señoritas ricas a quienes diseñaba vestidos y confeccionaba trajes para fiestas y bailes. Tenía un pequeño taller con cuatro costureras. Ejemplares de El Correo de Ultramar, revista que leía en La Zacualpa y ahora pedía por correo, eran los figurines consultados. Un buen día apareció en la casa el primo sastre, Benito García Urbina, acompañado de sus hijos que crecieron en la finca. Ya eran oficiales de su oficio, la sastrería. Luchi se alió con ellos para acrecentar su taller de modas que ahora ofrecía la confección de pantalones y trajes para caballeros. Luchi no podía contenerse de hablar con sus clientes y clientas de las abundancias de La Zacualpa, sus minas de oro, sus campos donde manaba el chapopote y todas las riquezas de su fantasía. A sus espaldas le habían colocado un apodo que ella nunca escuchó, la Petrolera. Manuel el Güero y Ezequiel hijo compraron mulas y organizaron un negocio de arriería al servicio de los comerciantes de Pichucalco hasta que el general Carlos Vidal los invitó a trabajar con él en la capital del estado. Manuel fue contratado en las oficinas administrativas en tareas de contabilidad y Ezequiel se dio de alta en el Ejército Constitucionalista. Después de diversos combates ascendió a capitán. En sus actividades militares Cheque tuvo el apoyo de los hermanos Vidal como combatiente. El general César Lara completó su instrucción militar. Compartía con César el gusto por la práctica de tiro sobre siluetas o animales vivos a gran distancia. Cheque había aprendido el uso de armas con su padre. En los concursos de tiro de precisión con fusil Ezequiel no quedaba lejos de César en la puntuación y a veces lo igualaba. Los jóvenes primos disfrutaban la ceremonia de calcular la distancia del blanco, ajustar el alza de la mira con la corredera para que al momento del disparo el proyectil describiera un viaje ascendente para después bajar al punto exacto donde esperaba el objetivo. César, si andaba de civil, vestía de blanco. En los salones de fiesta bailaba con elegancia; las muchachas disfrutaban si eran elegidas como sus parejas de baile. Se hacía acom­pañar por Cheque, quien pronto alcanzó también fama como bailador. César tocaba la guitarra y tenía voz de tenor. Componía canciones dedicadas a una novia, una ciudad, una región. Llegó con los años a componer una geografía musical con sus canciones, lirismos que le confirieron años después, cuando fue gobernador del estado, el calificativo de letra y espada de Chiapas. Ezequiel, en cambio, no heredó la voz ni el gusto musical de su padre; tampoco sus hermanos.

    Cuando Manuel y Ezequiel hijo dejaron Pichucalco, César Pastrana y su familia estaban pendientes del viejo Ezequiel, su esposa y sus hijas. Los invitaban a comer o se presentaban con sus criados llevando viandas y buenos vinos para la mesa del coronel. Si notaba alguna penuria la resolvía con discreción. Durante una visita César Pastrana se dio cuenta de que el coronel estaba escribiendo una suerte de memorias en una libreta con forros de cuero, con su elegante y cuidadosa caligrafía en tinta sepia. Días después se presentó con un regalo, una máquina de escribir Smith Premier fabricada en Estados Unidos con grafía propia del idioma español. Tenía dos teclados, uno para mayúsculas y otro para minúsculas. El papel se surtía por el carro. Para consultar lo escrito era menester darle una vuelta hacia arriba. César le enseñó a usar la máquina y Ezequiel quedó encantado. Cuando Juana María volvió de la escuela y se encontró con el regalo de César Contreras, feliz, tomó asiento frente a la máquina y la hizo funcionar con habilidad. En las noches ayudaba a su papá pasando en limpio sus escritos. Ezequiel y su familia en compañía de la nana Julia y Crisanto Cacho paseaban los domingos por la tarde en el tranvía de un solo carro que circulaba por la calle principal del pueblo sobre rieles tirado por mulitas. La diversión se prolongaba recorriendo la ruta varias veces. El propietario del transporte, un tal don Ponciano, cuando se dio cuenta de que los usuarios lo tomaban por placer y no por la necesidad de transportarse, decidió subir el costo de los boletos los domingos.

    A Ezequiel le molestaba la excesiva avidez de ganancias de los comerciantes de Pichucalco. Él, acostumbrado a la vida de holgura en La Zacualpa, odiaba tener que acudir en días de crisis a las tiendas en busca de crédito que liquidaba puntualmente. Le parecían despreciables las caras de suficiencia y poderío que mostraban en su avaricia desbordada. Una tarde, particularmente molesto escribió unas rimas que multiplicó en copias mecanográficas realizadas por él mismo, sin que Juanita, la Chata, se enterara. En la oscuridad de la noche, a solas, con engrudo pegó sus versos en las esquinas más frecuentadas del pueblo. Al día siguiente se comentaban, entre carcajadas, los retratos rimados que describían el poder detrás del mostrador. Algunos copiaron a mano los textos fijados en las paredes, los reprodujeron en manuscritos, los repartieron de casa en casa deslizándolos por debajo de las puertas. Otros se atrevían a mostrar la burla a los comerciantes que inspiraron los versos y éstos reaccionaban de maneras diversas: celebraban la nominación de otros, disimulaban la suya o rompían los versos con rabia. El escrito tenía un largo título.

    REPARTO PARA LOS COMERCIANTES DE PICHUCALCO

    De aceite tomé un purgante

    por tener indigestión,

    y ya dispuesto a cagón,

    me cago en todo cabrón

    del oficio comerciante.

    Me cago en don Catarino,

    que es un coleto infeliz.

    Me cago en Roberto Ortiz

    y en el maestro Florentino.

    Me cago en todos los Bris,

    con Soler sigo el avance.

    Luego me cago en Constandse

    y en el chaparro Solís.

    Me cago en Jesús García,

    que abrió su tienda el pendejo;

    también me cago en Montejo

    y en Vicens y Compañía.

    Con mucha prudencia y celo,

    que es lo que tengo de bienes,

    me cago en Pedro Jiménez

    y en don Higinio Ravelo.

    Me cago en todo cabrón

    que robe a la pobre gente,

    en los hermanos Clemente

    y en Juan Ramos el Pelón.

    Me cago con mucho esmero

    en los hermanos Galán;

    después sobre los Quintero

    y en Mincho que vende pan.

    En Damián Brindis me cago

    por ser de la gente guapa,

    quiero decir que es de Teapa

    pero a mí me limpia el nabo.

    Y ya que me encuentro en guerra

    contra los estrafalarios

    me cago en los boticarios

    Lara, Jiménez y Serra.

    Me cago en las compañías

    donde exista algún tirano,

    y me cago en don Ponciano,

    que explota con sus tranvías.

    Al que proteste lo chingo,

    me cago en Santo Domingo

    y en todo pichucalqueño

    que me ponga duro el ceño.

                   Firma

    Santiago Pujar

    Al día siguiente el viejo coronel, muy serio, recorrió los comercios mencionados en las rimas. Había furor en las caras de los propietarios afectados.

    —¿Qué le parece esta grosería, coronel Urbina? —le preguntaban.

    —La gente, de pronto, suele ser artera —respondía consternado.

    En la calle un joven le dio una copia de su propio escrito.

    —Para que se ría, don Ezequiel.

    II

    EL CORONEL URBINA recibió las noticias de la toma de posesión del gobernador Carlos Vidal y se dispuso a preparar su viaje. Con ayuda de su hermano Amado Everardo, César Contreras y sus sobrinos, se reunió una tropilla de caballos y mulas para el

    ¿Disfrutas la vista previa?
    Página 1 de 1