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El gran solitario de Palacio
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Libro electrónico227 páginas6 horas

El gran solitario de Palacio

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El humor se convierte en el arma que se defiende de la opresión, la injusticia, la violencia.
El gran solitario de Palacio es una obra sobre México, y sin embargo tiene algo del efecto globalizador que caracterizó al Boom latinoamericano: escrita en México, París y Madrid, se publicó por primera vez en 1971 en Argentina; y de alguna manera represen
IdiomaEspañol
EditorialEditorial Ink
Fecha de lanzamiento14 feb 2019
El gran solitario de Palacio
Autor

René Avilés Fabila

Sobre sí mismo, René Avilés dijo alguna vez: “nada me hubiera gustado más que ser quarterback en Estados Unidos, cowboy o guitarrista de rock. El fútbol americano lo jugué hasta que el alcohol se impuso entre nosotros, jamás he tenido una guitarra y no me gusta montar caballos; me encanta, eso sí, acariciarlos, lo que significa que no tenía más remedio que ser escritor”. Avilés fue becario del Centro Mexicano de Escritores. A pesar de que ha escrito novelas, señala que su idea original siempre fue crear cuentos. En cada uno de sus libros desarrolla un tema sobre el cual ha reflexionado bastante: “La literatura sigue teniendo un lugar muy importante no sólo dentro de las artes, sino dentro del conocimiento humano”. Ha recibido varios reconocimientos literarios y periodísticos, entre los que destacan el Premio Nacional de Periodismo en la rama cultural y en 1997 el Premio Colima al mejor libro de narrativa publicado por su obra Los animales prodigiosos.

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    El gran solitario de Palacio - René Avilés Fabila

    Prólogo

    Releer una novela que remueve nuestros recuerdos

    Ricardo A. Yocelevzky R.

    *

    1968 fue un año excepcional para el mundo occidental, al menos. Hoy se repite como un lugar común que sólo es comparable a 1848, otro año excepcional, al menos para Europa. También existe hoy el temor, en unos, y la esperanza, en otros, de que, alguno de estos años que estamos viviendo llegue a compartir las características de excepcionalidad que se le reconoce a los otros dos años mencionados.

    Definir las características que hicieron cabeza de época a esos años es, en el mismo movimiento, ofrecer una explicación de lo que ocurrió, es decir, aventurar una teoría, de cualquier tipo acerca de las causas y consecuencias de los acontecimientos que marcaron a esos años. El problema consiste en ligar movimientos que sólo parecen coincidir en la fecha, dado que sus protagonistas y sus demandas son locales y particulares. Por eso se han propuesto explicaciones que van de lo astrológico hasta lo conspirativo.

    Los relatos, crónicas, denuncias y análisis de los movimientos de esos años componen ya bibliotecas. Baste recordar cómo los que intentan definir posiciones hoy respecto de los procesos políticos nacionales ubican con frecuencia un hito, cuando no un punto de partida, en los movimientos de 1968.

    El 68 mexicano se destacó entre sus coetáneos por su crudeza y su crueldad, que desenmascararon a una dictadura que obtenía certificados de democrática por su anticomunismo y la realización de renovaciones periódicas del personal en el gobierno a través de elecciones. Sin embargo, para el resto de América Latina lo peor todavía estaba por venir.

    La década de los sesenta terminaba con derrotas considerables para los movimientos populares, como la muerte del Che y el aplastamiento del movimiento estudiantil en México, además de un golpe militar en Argentina que incluyó la invasión de la universidad. En cambio, en Perú y Bolivia aparecían militares nacionalistas que hacían tener esperanzas de que las cosas pudieran cambiar. En Argentina, los primeros años setenta significaron cambios que culminaron con el retorno de Perón y Chile emprendió la aventura de la segunda vía al socialismo en el continente.

    El ensimismamiento nacionalista hizo que cada quien mirara el presente y el futuro según los estaba viviendo en su casa, lo cual es lo más natural de un mundo organizado en estados nacionales. La coincidencia en el tiempo generó tanto fantasías de internacionalismo positivo como descalificaciones de los estudiantes como imitadores carentes de imaginación. Esta última, la imaginación fue la invitada de honor, se le llamó a tomar el poder, una utopía que marcó todo el período y todos los movimientos que se desarrollaron en él.

    La sociedad completa se movía. Se conocían personas cuyo encuentro en otras circunstancias era improbable. Aparecían actores colectivos. El único guión pre establecido era el de los que temían a cualquier cambio y a cualquier movimiento. Todos los demás improvisaban.

    El aplastamiento del movimiento en México se impuso por razones de imagen internacional (unas olimpiadas) en las que las inversiones pública y privada eran importantes. Para algunos, el poder se sintió realmente amenazado. Aparentemente el mundo siguió andando y retornó la normalidad. Sin embargo, algunas vidas no volverían a ser las mismas, para bien y para mal, y algunas, simplemente, no volverían.

    Cualquier nudo de esas dimensiones adquiere una complejidad infinita por el número de hebras que ingresan y salen, o no, se transforman, o no, tienen conciencia de lo que les ha ocurrido, o no.

    La perplejidad puede paralizar o empujar a expresarse. Tejer un relato que presente algunas hebras y algunos ángulos desde donde mirar lo ocurrido es detener, congelar un tiempo y dejarlo a los que, contemporáneos o no de los hechos, sientan que tienen que mirar a través de los ojos que alguien les ofrece.

    Entre esas miradas congeladas sobrevive privilegiadamente la literatura y en particular la novela. La novela que releemos, El gran solitario de Palacio, nos pone de regreso en un punto que nos hace revisar lo que sabíamos, lo que ignorábamos, lo que presentíamos, lo que sospechábamos. Los personajes colectivos (incluyendo al solitario) son los ejecutantes de las danzas del poder. En la descripción de los danzantes hay respeto por los maltratados que temen, ignoran su destino inmediato y hasta antes de la furia de los poderosos imaginaban y sostenían esperanzas.

    El ridículo de las pretensiones de apoyo popular inducido es retratado en los actos patrióticos del poder (los niños andan con hambre y les dan una medallita, o si no una banderita como diría Violeta Parra). La abyección de los sirvientes del poder como plumas en renta, combinadas con funciones de inteligencia y provocación. La ordinariez de todo el medio de la política oficial.

    Los recursos del poder son revelados, tarea de una ciencia política, antes por la imaginación que muestra la continuidad (gracias a una cirugía plástica histórica, no estética) el milagro de la renovación permanente.

    La novela se puede vengar (vicariamente) del poder, haciendo ostentación de lo único que el poder no puede poseer auténticamente, humor. El humor, la ironía, generan cercanía, establecen relaciones. El solitario no ríe. O no puede hacerlo o nadie puede ver que lo haga.

    En la realidad, el sistema triunfó. La dialéctica de la victoria y la derrota transformó a todos. A los que no aplastó, los barrió, pero hacia dentro del sistema. Ésa fue su victoria porque el sistema, con esa generación de cuadros dentro de él, ya no es el mismo. Conscientes del paso del tiempo y los cambios que trae, algunos justifican su andar personal, otros se atribuyen papeles protagónicos en los cambios apreciables (se les sube la derrota a la cabeza), en fin… de todo hay.

    Al sistema lo modernizó, en parte. Ése es uno de los placeres de la relectura de esta novela. Hacer un balance de lo que permanece, lo que desaparece y lo que se modifica. El peligro de desafiar frontalmente al poder es parte de la esencia de la relación, por lo que es mejor no averiguar qué pasa si se repite. Los desafíos se han ido dando en tonos menores y lo que fue tragedia ya ha dado sus farsas correspondientes.

    Algunas de las plumas al servicio del poder son iguales a sí mismas, pero hay más y las hay nuevas y sibilinas. Es la celebración del pluralismo y la tolerancia. Hay más refinamiento intelectual (siempre lo hubo) pero hoy hay más variedad.

    El poder y su solitario han dejado en buena parte su hosquedad, parte de su alejamiento y su exigencia de solemnidad en su presencia. La modernidad le exige exposición mediática y la búsqueda de imagen ha traído cinismo y desparpajo. El temor al ridículo se ha diluido en gran parte. La comparsa se ve más colorida.

    El ambiente refrescado puede ser engañoso. ¿Será que la cirugía es más sofisticada y el solitario está ahí todavía?

    * Departamento de Política y Cultura, UAM – Xochimilco.

    Advertencia

    Esta novela narra algunas cuestiones sobre un grupo de muchachos —plena minoría en un país de sesenta millones de habitantes— que se enfrentaron al poder omnipotente de un Estado corrupto que dirige un Caudillo longevo: lleva cincuenta años gobernando y supone que aún le faltan otros tantos. Cada seis es transformado física y mentalmente y de nuevo se somete al voto popular, porque es demócrata. Y revolucionario. ¹ Si el lector halla similitud con personajes vivos o muertos, con sucesos pasados o presentes, como ha dicho Jorge lbargüengoitia, no es accidental sino absolutamente ex profeso. Sólo queda agradecer al ejército, a la policía y a la política subdesarrollada su valiosa cooperación: sin ella no hubiera pasado de la primera cuartilla. RAF.

    ¹ Revolución, revolucionario. Términos que se repetirán a lo largo de la obra que carecen totalmente de sentido y significado.

    Introducción

    la quema de vanidades o el medio ambiente

    No. Ninguna festividad cívica está completa si tan sólo hay palabras; debe haber actos concretos que demuestren repudio a los antipatías. Hagamos eco de las frases del Primer Mandatario y sin servilismos ni cortesanías trabajemos con él.

    Un jardín público: árboles, fuentes, estatuas de corte clásico (todas cubiertas con gruesos ropajes: Venus púdicas que parecen sudar bajo el ardiente sol con tanta tela de metal como los escultores les pusieron). La gente llega en camiones; llega por cientos; también llegan los cuerpos de protección presidencial. La banda toca música de compositores locales dirigida por el talentoso maestro Heladio Pérez. Como de costumbre, ahí están los vendedores ambulantes estropeando el grato panorama; ofrecen fruta, chicles, periódicos. Los limosneros se acercan a los funcionarios de tono menor que desde muy temprano llegaron a la plaza, con la mano extendida y sus ropas harapientas; una valla azul impide la petición de caridad: es la policía que siempre vigila; en un régimen revolucionario-nacionalista no puede haber descuidos.

    En el centro del jardín: una enorme montaña como de la altura de un edificio de tres pisos, confeccionada con libros, folletos y revistas. Reporteros que se acercan a ella para analizar el material; no la escalan. ¡Asquerosa propaganda subversiva y pornográfica!, dice uno en voz alta. El resto confirma el adjetivo y el matiz virulento. Otro: Sí, de Pekín, de Cuba, de Corea. Varios encapuchados, con antorchas, rodean el cerro de papel en espera de órdenes. Expectantes. Las personas van ocupando las tribunas sin algarabía, silenciosas, discretamente. Los niños con globitos de colores patrios interrogan a sus padres sobre lo que pasa a su alrededor y ellos, toda sabiduría, repiten informaciones de los diarios: Es la propaganda que nos daña, engañó a los estudiantes y pretende acabar con el país y la cultura nacional intacta hasta la fecha, sin contaminaciones.

    Y los pequeños no entienden ni media palabra y mejor piden dulces y juegan con los globos que miembros del Partido de la Revolución Triunfante regalan a los futuros buenos ciudadanos, educados en la verdad.

    Al fin llega el Caudillo y su inseparable séquito; para ellos música inflamada de pasión patriótica, marchas y cantos que muestran la agresividad de nuestras raíces. Y luego, la Fanfarria presidencial. El director más parece bailarla que dirigirla; la batuta cae en el podio, sigue marcando los compases con las manos sin importarle la pérdida, eufórico.

    Comienzan los poemas y los discursos que exaltan las virtudes de los próceres nacionales que para su fortuna nacieron en este país y nunca leyeron una línea de marxismo. Empiezan las frases altisonantes y la retórica burda.

    El Caudillo se pone en pie y comienza a cantar el himno. El maestro Heladio Pérez dirigía Nopales y tunas por siempre (marcha de su propia inspiración); recapacita y con rapidez vertiginosa corrige el lamentable error y alcanza al jefe máximo. Todos cantan el himno, mientras que las aves que frecuentan los árboles del jardín huyen asustadas del estrépito. Concluyen. El público aguarda en silencio: está en presencia de algo pocas veces visto a tales alturas del siglo. Los niñitos insisten en corretear por los prados tras sus globos. Imposible. No es el momento.

    Redoble de tambores. El Caudillo endurece las facciones: se pone enérgico. Lo imitan. Lentamente extiende el brazo derecho y con voz ronca dice: Prended el fuego purificador. Acabad con la subversión, con el comunismo, con las ideas exóticas que amenazan nuestra tranquilidad y nuestra paz (seguramente el capitalismo es creación de los habitantes prehispánicos, piensa alguien situado entre la multitud de curiosos involuntarios).

    Los portadores de antorchas —con el fuego sagrado traído desde el Monumento de la Revolución Triunfante— las acercan a la montaña de papel y le contagian las llamas que rápidamente alcanzan alturas sorpresivas. Fuera de los tambores hay una ausencia de ruidos aterradora que permite escuchar el furioso incendio. Un señor abraza a su hijo. Recuerda el pasado de la humanidad, más bien ciertos pasajes negros: de Savonarola salta a los inquisidores españoles y luego a Hitler (vestido de niño explorador ante un retrato de Hitler vestido de Führer, diciendo con voz menuda pero ya potente: ¡Heil!), y de pronto entre el humo gris claro aparecen los párrafos de Fahrenheit 451 de Bradbury. El Caudillo aplaude mirando cómo al fin la enorme montaña se reduce: ahora es un montículo de cenizas, el montículo es oscuro y humeante.

    La orquesta despide al señor Presidente y a sus principales colaboradores; de nuevo la Fanfarria.

    El Caudillo, dentro de su automóvil negro, conversa con el ministro del Interior y con los autores de la ceremonia.

    —Muchos fotógrafos, ¿verdad?

    —Verdad, excelencia.

    Pasa un momento sin que nadie hable; al chofer le parece eterno y a los ayudantes del ejecutivo igual.

    —El escarmiento dará resultados —dice al fin el Caudillo—. Veremos si los estudiantes prosiguen su campaña de calumnias contra nuestro gobierno.

    —Así es.

    Otro silencio. La conversación es forzada, rígida. La seriedad del jefe es consistente: del hombre recto, de carácter. No en balde lleva cincuenta años en el poder (discreta dictadura ejercida con sólo el conocimiento de los miembros del PRT).

    —¿Quemaron todo lo decomisado? ¿No quedó algo? —interroga el Caudillo abriendo los ojos, ojos atronadores que hurgan en las mentes de quienes lo rodean—. ¿No guardaron un libro para ustedes, una revista?

    Simultáneamente:

    —Nada, excelencia, nada.

    Uno traga saliva, se aplana el pelo (o el bisoñé) y explica:

    —Bueno… algunas cosas quedaron fuera de la hoguera. Por ejemplo de... Marx y Engels... de Marx y Engels...

    —De Marx y Engels qué.

    —Señor, quemamos el Manifiesto comunista y obras de ese tipo, pero no nos atrevimos a incinerar La sagrada familia para no herir la susceptibilidad religiosa de nuestro pueblo.

    —Bien hecho —responde liberado de una carga opresora el jefe de Estado—. Un buen gobernante debe permitir que su pueblo crea y respete los libros de historia sagrada, mis padres tenían varios. Su actitud demostró habilidad política. La tendré en cuenta para los próximos cambios en la administración del país.

    La esposa del Caudillo como de costumbre iba absorta, pensando en las tareas que realizaría esa semana apenas iniciada; pero de pronto alzó sus ojos claros, cubiertos por un discreto velo que nacía en el sombrero pasado de moda, y los fijó en el panorama. El coche, debidamente escoltado, corría a gran velocidad sin respetar los semáforos que en ocasiones indicaban alto con su luz roja. Pasaba por la Avenida Principal que va del Bosque hasta la plaza donde se erguía el Palacio, tétrica construcción de la Colonia. La primera dama tenía que llegar a una ceremonia donde entregaría —simbólicamente— desayunos escolares a los niños pobres del país. Vio la estatua de Diana Cazadora en el centro de una glorieta. Todos los días pasaba frente a ella y hoy se percataba que la escultural mujer no tenía encima alguna prenda de vestir. ¡Está desnuda, Dios mío! Aquello era terrible. Una inmoralidad completa a la vista de los habitantes de la ciudad, a los ojos castos de mujeres y pequeños. Su mente religiosa y austera recorrió con prontitud una gama de emociones de repulsa hacia lo que antes consideró obra de arte. Diana desnuda, extendiendo sus finos brazos para disparar una flecha contra una imaginaria pieza, con la rodilla derecha apoyada en un pedrusco, piernas esbeltas y bien formadas, con el cabello suelto, ondeando, senos erectos casi con vida. La primera dama preguntó el nombre del creador. Su secretaria respondió y fue más lejos: murió hace algunos años y lo consideran un magnífico artista. La mujer, compañera de sufrimientos del Presidente, apuntaba los datos

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