Efecto grug
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Sinopsis "EFECTO GRUG":
El detective Somerset y su compañero cruzan el charco a España para investigar un crimen, que aparentemente solo le pertenece al inspector Andrés López. Muy peculiar él, se ve sorprendido con el caracter y la forma de actuar de Somerset. Detrás de unos crímenes salvajes existe una conspiración, y una red de espionaje a escala mundial. Estados Unidos tiene su quinto ojo que todo lo ve. Rusia no se queda quieto y menos Europa. Los crímenes se suceden alrededor del mundo donde viajarán los tres en busca de la verdad oculta.
Sobre el autor:
Crecí y empecé a escribir influenciado por el maestro del terror y el drama, Stephen King. Soy el autor de la biografía de su primera etapa como escritor. Además, he escrito una antología basada en la caja que encontró la cual pertenecía a su padre que era también escritor. Ahora escribo antologías y novelas de terror, suspenses y thrillers. Ya he publicado "Los inicios de Stephen King", "La caja de Stephen King", "La historia de Tom", la saga de zombis "Infectados", "Miedo en la medianoche", "Toda la vida a tu lado", "Arnie", "Cementerio de Camiones", "Siete libros, Siete pecados", "El hombre que caminaba solo", "La casa de Bonmati", "El vigilante del Castillo", "El Sanatorio de Murcia", "El maldito callejón de Anglés", "El frío invierno", "Otoño lluvioso", "La primavera de Ann", "Muerte en invierno", "El juego de Azarus", "Pido perdón", "Ojos que no se abren", "Una sombra sobre Madrid", "Crímenes en verano", "Mi lienzo es tu muerte", "Mi odio", "El susurro del loco", "Confidencias de un Dios", "Solemn la hora", "Lifey", "AGUA" y "Tú morirás".
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Efecto grug - Claudio Hernández
Para los que se arrepienten de no hacer las cosas bien. Para los que han dado su vida por los demás, y sus dramas han servido para enriquecer a algunos y dar esperanzas a unos pocos científicos que trabajan día y noche. En memoria de ellos y para los que están en primera línea del frente.
A todo ellos y ellas, gracias de todo corazón.
Ahora toca concienciar.
Y ser constantes.
EFECTO GRUG
1
––––––––
La muerte.
Hasta la muerte tenía connotaciones.
Se supone que al que la ve de cerca le entra diarrea, o al menos así parece ser lo que sucede en muchos casos. La muerte crea un miedo, quizá innecesario, que hay que asumir como algo más
en nuestra tarea de seguir vivos. Y de ello Peter sabía bien poco, porque se estaba orinando encima. No había llegado a los lavabos del aeropuerto Internacional de Moscú-Sheremétievo a tiempo. Y, ante la atenta mirada del hombre de gafas oscuras, había sentido un calor en su entrepierna mientras una mancha oscura fraguaba sobre sus testículos y se hacía visible a simple vista. Aquel tipo de aspecto esquelético, pero flotando dentro de su gran abrigo color azul, salió corriendo de allí.
El hombre más rudo, calvo, el de la orina pestilente, se había agarrado a la manivela de la puerta metálica como si fuera un imán. Su corazón trotaba en su cabeza, lo cual le había hecho pensar que se había desplazado desde el pecho hasta el cerebro. Mientras jadeaba empapado en sudor, a una temperatura ambiente de menos 3 grados con la calefacción puesta, tenía la certeza de que la muerte tenía forma de guadaña. Oscura y siniestra, y el filo de la misma mostraba unos dientes serrados. El dolor en las sienes era sencillamente insoportable. Algo recurrente cuando el corazón se desboca. No habría encontrado otra forma de describirlo, pero ahora su mente estaba en otra parte.
Y la vio venir, mientras se agarraba la solapa de su gabardina con unos dedos estrangulados libres de guantes. Amoratados y blanquecinos al mismo tiempo. Su envergadura, de casi dos metros de estatura y obesidad, de nada le servían en esos momentos tan cruciales para su vida. Recordaba que había respirado algo casi pestilente. Como una especie de gas, pero no había visto a nadie rociar el aire con ningún aerosol. Y entonces descubrió que el polvillo estaba sujeto a los botones de la gabardina. Al escapar del ojal, estos se habían sacudido como una margarita en primavera, pero marchita. Sintió, o supuso, que la nariz se le secaba como la de una momia y, de repente, ya no olía nada. Después vinieron los retortijones y el dolor en el pecho y, tras todo esto, el jodido miedo.
La muerte.
Como un árbol viejo y empujado por una máquina quitanieves, se desplomó hasta producir un golpe algo más que carnoso al estrellarse los sesos contra el suelo. De forma repentina escupió sangre por la boca y sus ojos, ya acuosos, vieron millones de puntitos flotantes en el techo, que debía ser todo blanco, pero pronto se volvía oscuro.
Y en el intento de sostener con una cuerda el miedo a morir, como si esto fuera un acto de levantar una piedra, se le escapó un pedo y después vino el olor a mierda.
Los pasajeros más cercanos estaban a veinte metros de él, pero, aún así, un pequeño, con una gorra de lana roja, estaba señalándole.
Sin ninguna risa en su rostro.
En París todo sucede, pero esto sucedió en Rusia.
2
Estaba colgado como un pollo en un matadero. Debajo de ese pobre desgraciado había un gran charco de sangre, como el Mar Negro cerca de Israel. Parecía que todavía chapoteaba de vez en cuando alguna gota de sangre con el característico sonido de la lluvia. El cuerpo se movía, debido a que su cuello estaba en ángulo de noventa grados. Todavía se podía escuchar el crujir de sus vértebras, y ese movimiento era producido por el aire que lloraba al entrar por la ventana abierta de par en par. Estaba desnudo y su piel, tapada bajo una estela roja. El detective Somerset lo miró clavándole los ojos y se limitó a contar las jeringuillas que tenía clavadas por todo el cuerpo. Había cientos de ellas y parecían pequeños tubos, como la base de las plumas de un pollo. Éstas se llamaban cañón
y acicalamiento
y otras cosas; pero eso, ahora, no importaba. Su ayudante Ethank, bien joven él, tenía la mano sobre su boca, y sus ojos miraban al suelo, no a la sangre, mientras los agentes rodeaban la zona con esas estúpidas cintas amarillas como si eso hiciera revivir al cadáver.
Somerset iba a cumplir los sesenta y siete, pero decidió que ya no se iba a jubilar. Apretó los dientes y sus ojos profundos se hundieron en sus cuencas entre tanto silencio que resultaba macabro. Estaba rígido y seguía contando...
Lo habían destinado desde los Estados Unidos de América, y era de color. Sus ojos, en cambio, eran tan blancos como las bolas de billar, pero sus contornos estaban moteados de decenas de verrugas oscuras. Tenía un pequeño bigote sobre un labio excedido en tamaño. Sus dientes eran tan blancos como la propia pasta de dientes que usaba, y no, no tenía barba. Su gabardina de color beis sucio colgaba de sus hombros hasta el suelo. El faldón parecía lamer todo el suelo cada vez que caminaba y a veces flotaba en el aire como un gran héroe en una mala película.
Su compañero sí tenía barba rala, y era rubio. Muy nervioso y de fácil gatillo. Pero estaban en terreno del inspector Andrés López. En España. En Madrid. En Usera. Sí, en uno de esos jodidos edificios que parecen curvarse como las ramas de los árboles por el paso del tiempo como si las paredes estuvieran cansadas de mantener el tipo.
—Coño. Parecemos el trío de Blade[1]. Los tres cazavampiros —suspiró Andrés López mientras volaba un cigarrillo en el espacio entreabierto de su boca. El humo le envolvía la cabeza como una caldera, pero sus ojos azules destacaban en aquella fría habitación hedionda.
—¿Te gustó la película? —preguntó el detective Somerset, con cierta risa dibujada en su rostro afroamericano. Ethank le dio un codazo, riéndose como un crío rebelde.
—La primera parte, sí. Pero no las secuelas —respondió con voz grave el inspector, que se había llevado la mano a la altura del cigarrillo con la intención de