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La Piedra de las Galaxias
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La Piedra de las Galaxias
Libro electrónico172 páginas2 horas

La Piedra de las Galaxias

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La Piedra de las Galaxias, es una novela escrita por Adrián Román. La literatura y la piedra se parecen porque ambas son placer y sufrimiento dosificados: un tiro al blanco que practica el azar
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento31 ene 2022
ISBN9786079761691
La Piedra de las Galaxias
Autor

Adrián Román

Adrián Román, Nació en la Ciudad de México en 1978, es cronista, poeta. Discípulo de Eusebio Ruvalcaba, autor de La Noche de Sandunga (Producciones el Salario del Miedo, 2017) y Pinche Paleta Payaso (Discos Cuchillo, 2017). A veces baila cumbia, tiene dos cocker negros y pasea de noche.

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    La Piedra de las Galaxias - Adrián Román

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    La piedra es más peligrosa que las armas nucleares y las biológicas. Es el Diablo. La piedra acabará con los humanos mucho antes que la Inteligencia Artificial, me dice Cometa después de pedirme que lo acompañe a conseguir otra dotación. No le hago mucho caso. Estoy más concentrado en escuchar la voz que surge de mis adentros. A veces observo mi comportamiento o escucho mis palabras y tengo muy claro que no soy de este planeta. Estoy bien pinche loco, concluyo. Trato de conservar la calma. De disfrutar el efecto de la piedra que todavía no termina.

    No quiero moverme y menos salir a la calle. Parece que mi cuerpo se expande hasta rozar todos los objetos que hay alrededor. Respiro por la nariz buscando un poco de calma. Mi corazón es un balón de basquetbol que rebota a gran velocidad. En cualquier momento todo explotará en breves pedazos y no quedará nada vivo. Sudo.

    Yo siento que no estamos en riesgo. Que ya pagamos la cuota divina con lo de la tarde. Que no habrá pedo, añade Cometa.

    Todo comenzó en la mañana con la historia del pinche Santaclós. Ahí se torció el resto del día y ya no pudo enderezarse. Ni siquiera logré venderlo. Primero me apremió la culpa y luego se me hizo muy poco aceptar veinte pesos. Decidí que en la primera oportunidad pondría al padre de la Navidad en donde lo había encontrado. Pero ya era muy tarde. La energía kármica había surtido su agudo efecto en mí...

    Ya te ves bien. Ándale, vamos, me dice Cometa con voz rogona. Yo no necesito fumar más. Ni quiero. No mames, sólo va a ser una piedra para los dos, mejor no, ni siquiera nos va a poner chido, sólo nos vamos a picar, le respondo acostado en el sillón. Cometa me contesta: Vienen bien chonchas, de una micha sí sale un buen jalón. Tiene razón, pero no logra convencerme.

    El Santaclós lo tomé de la casa de Madrisol. Su casero tiene un chingo de chácharas abandonadas frente a la covacha donde duermo. Es un Santa montado en un reno. Necesita pilas para funcionar, supongo que el reno se mueve como si estuviera feliz de ser montado por un anciano gordo y ridículo. Santa seguro dice alguna estupidez o se ríe. Unos cien baros sí me dan, pensé. Pero al final decidí que no puedo seguir actuando así. Tengo casi cuarenta años y poca gente confía ya en mí. Sé que no maduraré nunca, pero no quiero joder más a los otros con mis pendejadas.

    Los hamburgueseros de la esquina ya están cerca de levantar todo su puesto debajo de la negrura del espacio. Casi no hay autos en las calles. El parque está vacío. A lo lejos se escucha la música que emerge de una fiesta y el sonido de un avión en busca de aterrizar.

    Por la tarde, Cometa y yo fuimos a la biblioteca México, luego de una hora de lectura salimos a echarnos una chela al parque. Conservamos las latas para después usarlas de pipa. Avanzábamos rumbo a la Estrella de la Muerte, y mientras caminábamos sosteniéndolas de cabeza para escurrir el líquido sobrante, un policía en bicicleta nos apañó. Jamás nos vio bebiendo. Nos rehusamos a darle dinero. El tira llamó a sus compañeros. Ambos dijimos que bebimos las cervezas en la tienda de una amiga. Y que las latas eran para venderlas por kilo. Cerca de cinco polis montados en bicicleta nos rodearon y cuando se dieron cuenta de que era imposible sacarnos un peso, hicieron que una patrulla los apoyara. Terminamos en la delegación.

    La piedra no es una sustancia, es la máquina con la cual nos somete la Inteligencia Artificial. Te lo juro, dice Cometa. No quiero hacer el esfuerzo de escucharlo. Pero cuando está puesto no puede dejar de hablar. Habla de fumarse la última piedra de su vida. Yo ya me voy a bajar de este ring, me dice como quien toma la dura decisión de abandonar a su tropa en medio del combate más cruento. Eso lo hemos dicho los dos un chingo de veces. No importa que ayer se haya fumado unas piedras contigo, siempre jura que lleva dos semanas sin darse grasa.

    El juez de la delegación era chaparro, traje y lentes, el pelo bien peinado y una actitud solemne. Nos amenazó con encerrarnos en cuanto interrumpí al policía para corregir un pequeño dato. Nadie nos había visto beber y el policía que nos apañó no estaba presente. El juez me exigió que le hablara de usted, que le tuviera respeto. Me negué a hacerlo. Nos mandaron a un examen médico para determinar nuestro grado de intoxicación. El doctor dijo que quedaríamos libres. El alcohol en nuestro aliento era casi imperceptible. Volvimos con el juez y entonces nos mintió al decir que debería recluirnos 72 horas, pero que lo pensaría, afirmaba que él lo que menos deseaba era perjudicarnos. Nos mandó a la celda. Cometa y yo nos reímos viendo las pintas en la pared. Cometa estuvo un año privado de su libertad. El juez nos mandó llamar de nuevo. Nos habló de una multa, y de que él era bueno y quería ayudarnos. Repetimos la versión de los hechos y que no teníamos dinero. Otra vez a la celda. Teníamos lana, pero no íbamos a darle a un juez corrupto el dinero de nuestras piedras.

    Llevo muchas semanas sin trabajo, ni casa. Pero sigo rascándole los güevos al tigre. Hago cosas que no corresponden a esta galaxia. Quizás nací en una muy, muy lejana y me encuentro aquí por error. O soy parte de un experimento extraterrestre. O sólo soy gandaya y culero. Saliendo de casa de Madrisol fui a almorzar a casa de Adriana. Tengo llaves como de tres casas distintas. Le robé un libro de Murakami, el título del libro mencionaba algo así como un niño y unos Prismacolor. Lo quise vender en cincuenta, pero sólo me dieron treinta pesos. Compré una torta de salchicha y fui una hora al internet a ver si conseguía más lana.

    No pienso trabajar de nuevo. Odio el esfuerzo físico y la poca paga. Sólo quiero escribir. Pero no lo hago. Necesito comer, tener baro al menos para marihuana y café. Cometa se acostó patas pa’rriba, poniendo los talones en la pared. Yo volví a leer todos los mensajes escritos en los muros. Mi favorito fue uno que decía: Nunca confíes en un puerco. La mayoría eran sólo nombres de quienes pasaron un rato aquí. En el aire puedo distinguir el dulce aroma de la mierda. Siento miedo y tristeza, pero alivio. La última vez que estuve en esta zona del infierno, el paraíso no tardó mucho en aparecer.

    Me hallo en esa parte en donde parece que no hay nada. Con esa placentera sensación que produce comenzar desde abajo otra vez. Perdí mi colchón, mi refri, mi sillón, mi mesa, todo lo que tenía en esta vida. Varios amigos se han comenzado a alejar de mí. Mi adicción a la piedra es más fuerte que nunca. Ninguna mujer que me gusta me hace caso. No tengo casa ni empleo, mis perros están viviendo con una amiga. Estoy seguro de que puedo hacer una buena novela, pero no se me ocurre de qué tema o asunto pueda tratar. Para ser honesto tengo muchas ganas de vivir.

    El juez volvió a llamarnos para informarnos que su invaluable corazón no le permitía tenernos más tiempo encerrados. Nos regresaba nuestra libertad. Cometa y yo nos reímos de que nos haya llamado muchachos. Quizás él era más joven que nosotros. Pero el traje y su actitud le daban aspecto de ñor. Nosotros vestíamos yins, tenis y sudaderas. La sudadera de Cometa era de jerga.

    Cometa sale nervioso, alterado. Cada mes debía presentarse a firmar un documento para completar su proceso de reintegración social. Hace como seis años que salió del reclusorio. Yo llevo una sonrisa dibujada en la cara. Ni siquiera nos cuestionamos si vamos a comprar piedras o no, sólo nos encaminamos a la Estrella de la Muerte. Compro dos; Cometa sólo una. No estamos lejos de su casa, pero siento que nos falta un chingo para llegar. Me bebo el chesco de unos cuantos tragos. Para secar la lata por dentro le meto un pedazo de papel. Es importante que ese papel no se me olvide dentro. Serviría como filtro y echaría a perder la piedra. Aún el cielo no termina de ponerse oscuro. El último tramo de camino es el más largo. Esta es la prueba que duele. La nube de gente feliz que hay que dejar atrás para llegar a nuestra meta. Solterones con perros que lanzan la pelota una y otra vez. Niños que gritan y sus gritos revolotean como pájaros escandalosos. Mujeres solas que levantan la caca de su perro. Enciendo un cigarro. Ya tengo prisa porque todo esté listo.

    Entramos veloces a la casa. Yo enciendo la luz mientras él cierra la puerta. Busco con qué hacer los agujeros de la lata. Cada uno prepara su nave como puede. Yo tengo un seguro en mi mochila. Hago varios agujeros en el aluminio. Jalo fuerte del humo del cigarro. Todavía necesito un poco más de ceniza. Destapo el papel. La miro. Se ve bien rica. Un asteroide.

    Comienza el conteo final.

    Las turbinas se encienden.

    Diez.

    La flama se agita encima de la lata. El legendario fuego que maravilló a los hombres de hace millones de años. El fuego de siempre, pero bien domesticado. El fuego cambiante que se agita cerca de mis ojos, con sus curvas amarillas y azules.

    Nueve.

    Absorbo el humo despacio, mientras tapo y destapo el clotch. La piedra se derrite entre las cenizas. Cruje. Se me entrega toda. El humo comienza a inundar mis pulmones. Y yo no dejo de jalar. Conservo el humo en mis adentros. Las sienes se agitan. Laten.

    Ocho.

    Qué rico. Mi nave sigue sacando humo. La cubro con el dedo gordo para que nada se desperdicie.

    Siete.

    Cierro los ojos. Gozo, disfruto. Me le entrego. Algo como un tambor late en mis adentros, principalmente en mis sienes. Si la muerte es así, la muerte debe sentirse bien. Aunque sólo sea un ratito.

    Seis.

    O quién sabe, quizás morir es quedarse eternamente en el placer. Siento que el Universo me pide que sea parte de él. Aguanto más el tanque.

    Cinco.

    Miro alrededor.

    Cuatro.

    Jalo un poco de aire por la nariz. Viajo entre nubes de gas brillantes e intrincadas a la velocidad y a la cadencia del gozo. Floto. No sé cuánto tiempo transcurre.

    Tres.

    Ya no puedo más.

    Dos.

    Suelto el humo despacio.

    Uno.

    Una nube gigante brota de mis pulmones. Una nube de sistema tormentoso. Una nube de gas y polvo, de cirros, que llena todo el cuarto, bloquea la luz y en cúmulos asciende hasta la base de la estratosfera. Siento cómo caigo en el más delicioso vacío. Tiemblo. Todo está chido por fin. Como si dios pusiera su mano donde me duele. Todo el Universo en el interior de mi cuerpo. Todo ocurriendo en mucho menos de un segundo. Todo a partir de una bola de fuego millones de millones de veces más pequeña que la punta de un alfiler. Todo me vale madres. Chorros de sudor brotan de mi frente. La caricia sube a la cabeza y baja de golpe hasta la planta de los pies.

    Despego.

    ¿A dónde me llevará toda esta energía?

    LA PIEDRA DE LAS GALAXIAS

    A

    Cometa prefiere encerrarse en el baño a fumar. Cuando sale se sienta un instante, en seguida se incorpora y va a limpiar el cenicero, camina de un lado a otro de su casa. Cuchichea consigo mismo, levanta los trastes que hay en la mesa, tira la basura, comienza a llenar una cubeta con agua. Hubo momentos en que luego de darme una piedra, me sentaba en el suelo con las rodillas cruzadas y comenzaba a respirar por la nariz manteniendo los ojos cerrados, concentrándome en todo lo que ocurría en mi cuerpo. Eso fue cuando fumaba menos. De un tiempo a la fecha me he montado en ese caballito mecánico de farmacia que es la ansiedad.

    Conocí a Cometa en el tianguis de antigüedades de la colonia Doctores. Él vendía posters y objetos viejos de dentista. Al poco tiempo nos hicimos socios para compartir lugar y sólo pagar una plaza. Ahorita vengo, me decía y no volvía si no cuatro o cinco horas después, cuando ya era hora de levantar el puesto. Decidí dejar de ser su socio. Le pedí que sólo me rentara una parte de su covacha como bodega. Me costaba mucho trabajo cargar con dos maletas

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