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Mi lucha
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Libro electrónico184 páginas2 horas

Mi lucha

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La novela Mi lucha, escrita por el israelí-mexicano Ari Volovich
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento10 ene 2022
ISBN9786079761684
Mi lucha
Autor

Ari Volovich

Ari Volovich es escritor, periodista y cronista originario de Jerusalén, Israel (1974). Mientras que su trayectoria periodística gira principalmente en torno al conflicto en Medio Oriente y demás acepciones de la injusticia social, su prosa se desenvuelve entre la ironía, el humor y el absurdo propios de toda existencia. Es autor de Blasfemias ilustradas (Tusquets, 2011), Jet Lag (Moho, 2013) y El centinela del gulag (Tedium Vitae, 2017).

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    Mi lucha - Ari Volovich

    Mi_Lucha_portada_epub_1600x2560_150dpi.jpg

    EDITORIAL MOHO

    NOVELA:

    Mi lucha

    Autor: Ari Volovich

    Gráfica: Bayrol Jiménez

    CIUDAD DE MÉXICO 2021

    HOJA LEGAL

    DISEÑO DEL LIBRO: YOLANDA M. GUADARRAMA.

    CORRECCIÓN EDITORIAL: NORMA FADANELLI.

    © 2021 ARI VOLOVICH.

    DR © 2020 POR YOLANDA MARTÍNEZ GUADARRAMA y/o EDITORIAL MOHO: GUILLERMO FADANELLI, YOLANDA M. GUADARRAMA, RENÉ VELÁZQUEZ DE LEÓN.

    PÁGINA: http://editorialmoho.wixsite.com/moho

    E-mail: revistamoho@hotmail.com, complicesmoho@gmail.com.

    PRIMERA EDICIÓN IMPRESA EN JULIO DE 2021.

    EDICIÓN ELECTRÓNICA EN SEPTIEMBRE DE 2021.

    ISBN: 978-607-97616-8-4

    CIUDAD DE MÉXICO

    Para Constanza y Olivia, las únicas deidades que figuran en mi vulnerado sistema de creencias.

    Mi lucha - Ari Volovich

    CAPÍTULOS

    El dulce néctar de la comedia involuntaria

    Chelsea Hotel

    De la nostalgia a las puertas de Valhalla

    El milagroso caso del herpes de la mormona budista

    Estrés agudo y desencuentros con un charro cirrótico

    El psicópata de Vietnam y el Apocalipsis que nunca llegó

    Fiesta infantil y putas hipotéticas

    Recuento de un feto beligerante

    Encuentro cercano con el red-set

    El regreso triunfal del golden boy de la incorrección política

    ¿dios?

    Epifanías

    Mi lucha

    Hey that’s, no way, to say, goodbye

    La dolce vita y la resurrección del dios egipcio

    Toda despedida es un tálamo de la muerte

    Alpinismo de subsuelos

    Mi lucha contra el optimismo

    Mi afrenta al sionismo mexicano

    Consejos a un hijo hipotético

    Hámsters

    Descalabro anunciado

    Todos los caminos conducen a Tj

    24 Hour Party People

    Todas las muertes son chiquitas

    Mi lucha - Gráfica: Bayrol Jiménez

    El dulce néctar de la comedia involuntaria

    Ni una sola alma en toda Palestina despreciaba a mi sargento más que yo, reflexiono, a destiempo, antes de volver a mis casillas y saludar a la Señora del puesto de periódicos y a su hijo quincuagenario quien me devuelve el gesto alzando su mano, de pie en su pequeño taburete de madera mientras decora el negocio con las atrocidades que malviven en las portadas de los diarios nacionales. Dejo las compras del súper sobre la banqueta antes de desparramar y reposar mi ser en un banco con el claro objetivo de consultar desde mi celular tranquilamente los nuevos ocasos neuronales de los políticos en turno. Un sujeto vestido de pants grises y una playera verde, perforada y estampada con el emblema deslavado de Starbucks, se acerca al puesto de periódicos, saluda a la señora con toda familiaridad, recarga su antebrazo en el mostrador y apoya su mano en la cintura para adoptar un lenguaje corporal que anuncia la disposición de sostener una charla que va más allá del habitual intercambio de hechos climatológicos.

    —La gente cree que los centroamericanos llegamos aquí para pasarla bien. No, no, no, señora mía. Le aseguro que venimos huyendo del mismísimo infierno... palabra del Creador. Y por si fuese poca cosa, nos tratan como comunes y corrientes delincuentes —asevera el cliente y su yugular y labios se tensan, exponiendo sus dientes similares en su tono al del maíz palomero.

    —Me duele el corazón, mi señor. Imagínese que a nosotros los indios nos desprecia nuestra propia gente —replica la Señora y expone una sonrisa que comunica franqueza y empatía.

    —Nosotros los débiles deberíamos de unir fuerzas ante las injusticias que nos acechan en la viña del Señor.

    —Primero dios —responde ella e inmediatamente cierra los ojos para persignarse con los dedos.

    —Que el Señor que nos observa desde la inmensidad de los cielos me la bendiga ahora y siempre, señora mía —anuncia y clama el cliente al tiempo que enciende su cigarro para, en seguida, despedirse y desintegrarse lentamente en el voluminoso flujo matinal que corre por la acera. La señora resopla y sus ojos se asoman como dos faros descompuestos desde el interior del puesto. El hijo percibe la fatiga y los quejidos de su madre y se baja del taburete.

    —¿Estás bien?, má.

    —Sí, hijo. Sólo que ese pinche negro me dejó mareada.

    Hago lo posible por contener la carcajada que asciende por mi tráquea del mismo modo en que el agua recorre los ductos de un géiser, pero mi palma sólo logra dispersar esa granada hacia todas las direcciones, salpicando al caniche tuerto de una anciana que me pela los dientes y me ladra mientras que su dueña tira de la correa y le reprocha en español, apelando a su sentido común y a su dominio de la lengua cervantina.

    Imagino un patrón de racismo interminable que recorre la superficie del planeta, como una fuerza unificadora indeseada, como la misma extensa e interminable imbecilidad. ¡Ah, humanidad tonta del culo, si has de buscar vida inteligente, empieza por los espejos!, me digo sin poder sofocar la risa ni las lágrimas, hasta que de pronto, y sin advertencia alguna, recuerdo que estoy a punto de cumplir un año sin empleo formal, y sólo quedan las lágrimas, o en palabras de Jeanette, sólo quedan las ganas de llorar. Logro advertir las miradas atónitas que la encargada del puesto y su hijo depositan en mi silueta retorcida. Los ignoro mostrando la amabilidad que exigen los modales de calle, lo cual no significa otra cosa que hacerse pendejo.

    Arrojo las llaves sobre la mesa y prendo la computadora. El minino, sumando nuevas posibilidades a las leyes gravitacionales, pega un salto alto y mudo para aterrizar suavemente sobre mi regazo cuando apenas alcanzo a acomodarme en la silla. Su mirada me exige las caricias que sin duda merece el pelaje rojizo que separa su estirpe divina del mundo de los mortales. Paso mis dedos por debajo de su mandíbula mientras restriego las pupilas en las noticias más sórdidas con el propósito de paliar mi desgracia mediante la gama de manifestaciones siniestras que ofrece la inagotable tragedia mexicana. Observo una decena de cuerpos descubiertos y apilados en una cuenca clandestina en Guerrero y/o Oaxaca. Al menos nunca más tendrán que exponerse a la extenuante y ruin sensación que sigue a la búsqueda infortunada de trabajo, me digo, sólo para soterrar la desdicha que azota al país con las cualidades mágicas del humor negro: el último recurso que me queda antes de entregarme de lleno a los opioides inyectables. Leo por allí un encabezado que reza: Decapitan por error a tal y cual, lo que me lleva a una pregunta obligada: ¿Quién mierda decapita por error otra cosa que no sea un rábano?

    Abro mi WhatsApp y me encuentro con un mensaje de Heather, esa amiga que aún conservo en mi vasta colección de personajes desde que la conocí en Los Ángeles allá por mis años mozos, cerca de 1995, en el Smug Cutters: lo más cercano a un bar de mala muerte dirigido por tres hermanas filipinas, cada una con un trastorno psiquiátrico más exótico que el de la siguiente. Heather aceptó el reto de Sunshine (la hermana alfa) que consistía en beber gin tonics en punto del mediodía hasta que la primera perdiera la relativa conciencia que conservaba. La mayor de la familia Gómez Mangahas balbuceaba un hija de puta apenas perceptible: su sien recargada en una barra llena de gin y salmuera, a la vez que Heather permanecía victoriosa, con los brazos en alto y con un halo de luz que se filtraba de la calle a través de la cortina de terciopelo raído para iluminar sus hermosas facciones sioux y su silueta inmaculada.

    Los años no han logrado aminorar la admiración que siento hacia ella. Así que cuando Heather me pide organizarle un recorrido anticonvencional, remunerado, claro, a una futura clienta suya (Chelsea), alivianada y buena onda (las dos virtudes aparentemente más sobresalientes y valoradas del homo sapiens posmoderno), que viene de visita de Nueva York, me resulta imposible negarme. Además de todo: el horno no está para judíos.

    El gato arquea su columna vertebral y sacude su cabeza para desparasitarse de mi cariño. Salta al piso ostentando el sigilo de los cazadores dominantes y se acomoda en una canasta que le improvisé a partir de cajas y cobijas que han sobrevivido a varias mudanzas e inviernos.

    Extraigo mi libreta para trazar algunos posibles destinos adónde llevar a la amiga neoyorquina.

    ¿Qué tan fresa es? —pregunto a Heather.

    —La conozco poco y todo por teléfono. No creo que sea tan fresa, después de todo es de Brooklyn, papi.

    —Eso es como decir que es de la Anzures, darling. ¿Dónde se va a quedar?

    —En el Hotel Condesa.

    Tacho El 33 y el Barbazul y anoto La embajada Jarocha como una opción nocturna más ad hoc para el viajero convencional, sin correr el riesgo de exponer a la amiga neoyorquina a un choque cultural innecesario e irreparable.

    Termino por diseñar la ruta turística a seguir y vuelvo a una traducción que me encargaron sobre el impacto del exilio sirio a raíz de la guerra. Me lleno de sentimientos encontrados: por un lado, esta tragedia ha de figurar como una de las más cruentas del siglo; por el otro, y aunque en menor medida, me resulta una desgracia que el dinero ganado sólo me vaya a rendir para poder pagar el gas y medio mes de Netflix. Cada quien posee sus propias escalas del infierno, supongo.

    Mi media naranja me pide que me despegue de la pantalla, que el pan se consigue en la calle y que la pasta ya está servida. Abandono a los civiles de Alepo a merced del Estado Islámico en lo que apunta ser una masacre inminente, y me quedo acariciando la panza de mi deidad egipcia durante unos segundos mientras repaso las malas decisiones que me han conducido a esta encrucijada de la existencia en tiempos del vil capitalismo. Evoco las ocasiones en las que maldije al antiguo subdirector de un suplemento cultural sacando a la luz todos sus complejos —en los baños se escribía que portaba un pito del calibre de un alfiler— e hice explícito su gusto por acosar a las nuevas reclutas mucho antes de que existiera el movimiento #metoo, con la bendición de su séquito de yes-men y en nombre de una honestidad perversa que no sé a bien si correspondía a un defecto en mis lóbulos frontales, a mi alma de justiciero o simplemente porque soy un hijo de la chingada sui géneris; repaso las veces que exigí mi pago puntual a las publicaciones que tardaban en pagar una mísera cantidad de monedas nacionales; de las veces que confronté a los inagotables fantoches que viven en la cima de la élite literaria con el estómago atiborrado de canapés importados, por dedicarse a vender su persona en lugar de perfeccionar su arte, por no decir vocación; que aunque a muy pocos les gustaría admitir, en las letras como en la vida no siempre es cuestión de mérito ni de talento, sino que en muchos casos depende más de la suerte, la perseverancia y de si la lengua del interesado se extiende lo suficiente para embonar en el esfínter correcto. Y claro, si viene de una familia con capital cultural o bien, con capital capital, entre otros factores que flirtean con lo evidente.

    El minino, percibiendo la bilis negra que implosiona debajo de mis poros y de mis ojos inyectados de sangre, se incorpora y pega un salto al vacío con ese instinto agudo que tienen todas las criaturas narcisistas, tanto gatos como galeristas de arte,

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