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Dorian Eternity
Dorian Eternity
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Libro electrónico130 páginas1 hora

Dorian Eternity

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En este libro se narra una historia de vampiros ocurrida en este siglo XXI, en donde la modernidad, los avances de la ciencia, el desarrollo de la tecnologia, la globalizacion, el poder y el alcance de la red, asi como la habilidad en el manejo de las computadoras puede recrear la vida de humanos y vampiros de otro modo. Podran ver como Dorian Eternity ayuda a Marlene a realizar su sueno: volver a ver el sol, la luz del sol, y los colores que el sol recrea.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento17 nov 2013
ISBN9781940281889
Dorian Eternity

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    Dorian Eternity - Blanca Mart

    Estoy escribiendo este manuscrito, por lo que me pudiera ocurrir.

    Mi nombre es Marlene y soy eterna. Si además añado que soy nocturnal y poderosa, y que veo a los humanos como un socorrido alimento que me provee su miedo y su sangre, entonces ustedes ya no tendrán ninguna duda acerca de lo que estoy hablando: de nosotros los vampiros. En los que ustedes se empeñan en creer o descreer. Aquellos a los que durante siglos han perseguido en su imaginación. En la vida real, unos pocos han intentado acabar con nuestra raza y les aseguro que casi nadie ha podido contarlo. Somos gente poderosa, no se nos quita de en medio tan fácilmente.

    Ni en la Edad Media ni en el siglo XXI.

    Sin embargo, no crean que las personas que vivimos eternamente tenemos todo solucionado, ni mucho menos. Sufrimos los mismos problemas que los humanos, cuyo tiempo es limitado.

    No tenemos una vida fácil, todo lo contrario. Y aún es más dura para aquellos que en una vida anterior hemos sido artistas. Ya sé, ya sé, me dirán ustedes: los artistas pueden ser oscuros, escabrosos, románticos, provocadores; algunos de ellos han pintado el sol sin asomarse a verlo, han inventado colores que en la realidad no hubieran podido soportar.

    Yo misma me hubiera podido interesar en el expresionismo alemán, en esos gritos desgarradores y esas bocas pintadas y esos ojos plenos de terror que claman a la vida y a la muerte. O me hubiera gustado el surrealismo con sus cuerpos y objetos absurdos que ocultan amenazas desconocidas del alma. Sí, ésa podía haber sido mi delectación o incluso la atracción hacia algunos objetos provocadores de Andy Warhol.

    Pues no. No me interesa toda esa amalgama en el arte. Me gustan los impresionistas: Cézanne y Monet. Las flores y los campos y los jardines bajo el sol. Entrar en esos cuadros sería mi delicia, o al menos imaginarlos; no, no imaginarlos: vivirlos al sol del atardecer.

    El sol, el sol, el sol. ¿Cómo vivir sin él? Porque dicen que los vampiros en su nueva naturaleza lo olvidan y parece ser que les encantan las tumbas y las cortinas raídas y las sedas decantadas; y que el aullido del lobo es música para sus oídos.

    Y por lo del aullido, pase; para qué les digo que no, si es que sí; sí me gusta. Lo encuentro vital y armonioso, pero esa porquería de lo podrido, la decadencia y las telarañas flotantes, ¡olvídenlo! No va conmigo.

    Verán: soy una vampira moderna, del siglo xxi; es éste un siglo de avances científicos, de arte (de arte, con mayúscula), de diseño. No es que yo fuera pintora en mi otra vida, ni nada de eso. Era diseñadora. Diseñaba todo, podía hacer que una copa fuera un grial, un trapo una túnica y una habitación vacía un cuadro de Van Gogh.

    También tengo que reconocer que soy (o era) una dama algo arriesgada, un poco imprudente y no tenía que haber salido a tomar unas copas la noche de difuntos con aquel guapo desconocido. Ya lo sé, ya lo sé, cometí un grave error.

    Pero era un caballero, su atuendo tenía un estilo un poco pasado de moda. Su vestimenta era personal, curiosa, pues, aunque llevaba unos jeans de marca y una camiseta de marca también, se cubría con una levita de 1900, elegante, bella, como haciendo gala de cierta prosapia olvidada.

    Me encantó que me convidara al cementerio y estando —como estaba— entre un grupo de amigos, pensé que era un conocido más y encontré muy natural irme con él, sin mayor averiguación. Afuera tenía un descapotable negro y una invitación curiosa.

    Marlene —dijo—, ¿te gustaría ir al cementerio? Debe estar lleno de cempasúchil, de esas flores que parecen soles amarillos, (ah, los colores), la gente bebe y reza y añora y comparte. Vamos. Nos sentaremos entre las tumbas repletas de color y de recuerdos, beberemos ajenjo y láudano y fumaremos opio.

    La verdad, si hubiera sido una diseñadora sensata del siglo xxi, hubiera salido corriendo al oír toda aquella sarta de necedades, pero el tipo tenía algo de verdadero diseño; él mismo era un diseño de otra época. Tenía un aliento extraño, una estética depravada, virginal; de pronto me pregunté si sería Dorian Gray o el mismo Oscar Wilde. Así que le pedí su nombre, y cuando contestó: Dorian. Dorian Eternity, mi imaginario se disparó y no dudé en aceptar.

    Nunca había conocido a un loco, porque a estas alturas yo ya pensaba que ese joven hombre atractivo era un poeta, un loco sin remedio, que se diseñaba su propia vida. No estaba nada equivocada.

    Así que acepté. Subimos al descapotable y él arrancó a toda velocidad, desviándose de la carretera central que conduce al cementerio, pues explicó que hay que alejarse de las iglesias, ya que suele haber mucha gente que retarda el camino.

    La luna lucía ese principio de noviembre, rielaba, me parecía más grande de lo normal. Los árboles nos brindaban juegos de sombras, hablábamos de arte; era realmente culto, conocía el siglo xix como si lo hubiera vivido, como si hubiera estado allí. Me invitó a detenernos junto a la fuente del riachuelo de los Coyotes. Es un curioso lugar. Les explicaré:

    Un rico lugareño, hace años, había construido una hermosa fuente al lado del riachuelo que cae en cascada sobre el pantano. Mandó poner una escultura que le debió costar buena parte de su opulenta fortuna, pues en mármol blanco hizo esculpir un grupo —que no rebaño, pues no son tantos—, de lobos y coyotes que entre ellos se contemplan y aúllan, hermanados por quién sabe qué oscura intención. El caso es que son bellos e impresionantes y el lugarejo se ha hecho famoso por eso.

    Alguien llevó un par de bancos de hierro blanco. Y mucha gente se reúne en esa fuente de día. Pero no de noche. De noche no, pues alguien empezó a correr la voz de que a los vampiros también les gusta ese lugar. Se dice que cuando viajan se detienen un momento ahí y admiran las estatuas de los lobos y coyotes. Cuentan que los ojos de los animales de piedra enrojecen y brillan y un suave aullido sale de la piedra, y eso se conoce que ha pasado porque al día siguiente queda en las estatuas un leve tinte rojizo, un saludo vampírico que se niega a desaparecer hasta después de algunos días.

    Explicado lo cual, se comprende que a mí no me apeteciera la invitación y además el mismo joven me estaba empezando a intranquilizar.

    —Prefiero ir al cementerio —dije—, estará brillando el cempasúchil a la luz de las veladoras. Habrá gente, será hermoso.

    —Pero es que ya tengo hambre —respondió él.

    —Oh, ¿y qué tiene que ver el hambre?

    —Y también tengo sed.

    —Pero encontrarás tortas y refrescos a la puerta del cementerio. Hasta venden sopes y gorditas.

    Para entonces el joven dandi, ya reía.

    —Está bien —contestó—. Lo que te haga feliz.

    Eso dijo, pero al llegar a la altura de la fuente, algo pasó volando sobre nosotros; parecían unos pajarracos enormes que me asustaron.

    —¡Qué ha sido eso! —grité. Mi corazón latía muy fuerte. Temblé envuelta en ese viento, de pronto helado.

    Dorian detuvo el coche, pasó un brazo sobre mis hombros y susurró:

    —Nada ocurre, no te asustes, querida amiga. Esos pájaros van un momento a la fuente. Sé que van con prisa, pero se detendrán un segundo para oír el canto de los lobos.

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