Veracruz
Por Olivier Rolin
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Veracruz - Olivier Rolin
Sumario
Portada
Veracruz
Nota de autor
I
II
Ignacio
Miller
El Griego
Susana
III
IV
V
VI
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Créditos
Olivier Rolin
Veracruz
Traducción de Melina Balcázar
N. del A.
El Veracruz de esta novela es una ciudad completamente imaginaria. Nunca estuve en Veracruz, ni siquiera quise descubrirla a través de Internet. O.R.
I
Un día de junio de 1990, esperaba en el bar El Ideal, en la calle Morelos, a una joven cantante cubana que nunca llegó. Era la estrella de la revista del Tropicana en La Habana, que no sin cierto exceso pretendía ser el cabaret más fabuloso del mundo.¹ Una lluvia furiosa, que el viento torcía como una jerga sucia, azotaba Veracruz. La larga barra de madera de El Ideal, frente a la cual, aparte de mí que esperaba, no había sino una pareja sentada; el sombrero de fieltro que llevaba puesto, por dandismo tardío (y también para disimular una calvicie incipiente); el gran ventanal del bar, que la lluvia parecía cubrir de estrellas, hacían pensar inevitablemente en el célebre Nighthawks de Hopper. Me habían invitado a la universidad estatal para dictar unas conferencias sobre Proust. Para gran sorpresa de mis anfitriones las había titulado Proust me exaspera; algunos incluso se indignaron, sin embargo, se esforzaron en no mostrarlo demasiado y fingieron atribuir a mi sentido del humor ese inaceptable incumplimiento de las costumbres. (Bueno, la verdad es que Proust no me exaspera, o al menos no sólo eso; pero si me explico más al respecto, me alejaría de mi intención.) Durante una velada con tequila y mariachis, a la que mis colegas me habían invitado, y en la que me aburría un poco, apareció Dariana y comprendí de inmediato que una sola mirada me bastaría para no olvidarla jamás. No es que fuera una belleza espectacular, pero todo en su ser infinitamente grácil expresaba libertad, fantasía, alborozo, inteligencia. A veces hay en un gesto, un andar, una manera de volverse rápidamente para sonreír, o de fruncir la nariz, más inteligencia que en una creación puramente intelectual. Más. O en todo caso más incontestablemente. A una parte de mí mismo, tal vez no a la mejor, la inteligencia siempre le ha parecido sospechosa de posible falsedad, de artificio. Ante un bello razonamiento, una demostración brillante, aunque los admire, siempre me digo que lo contrario sería igual de convincente. En cambio, la alegría que da la elegancia de un gesto es incontestable, no admite nada opuesto. Dariana era un elfo, un fuego fatuo, una cara de amor. Un rostro puntiagudo con ojos y pómulos ligeramente asiáticos coronaba su cuerpo esbelto. Su modo de torcer los labios le daba un aire de permanente y deliciosa ironía. Quizá la atrajo esa reputación de inconformismo que me había ganado con el título de mis conferencias o la elocuente incongruencia que aquella noche me dio el alcohol. Cuando vino hacia mí, mi felicidad comenzó.
Nuestra relación duró poco, pero la recordaré más allá de mi muerte, si la eternidad, o algo por el estilo, existe. Aparecía de pronto en mi hotel o nos dábamos cita en un bar, con frecuencia en El Ideal. No supe dónde vivía, por una razón que no entendí nunca quiso decírmelo (pero me quedó claro que no debía insistir). Hacíamos el amor con pasión y también con la ternura que a veces la pasión olvida. Y, en lo que a mí respecta, se añadía una pizca de angustia, pues no estaba ya en esa edad en la que el amor se da por sentado y me sorprendía la felicidad que me entregaba y que temía, al no merecerla, se me retirara pronto (daba vueltas en mi mente, como una cantinela, el verso de Alfred de Vigny, mi amor taciturno y sin cesar amenazado
). Caminábamos tomados de la mano, bajo las polvorientas palmas de la costanera, en medio de una bruma caliente que difuminaba la orilla del mar y hacía parecer espejismos los barcos. A veces se separaba un instante de mí, corría a comprar un helado, un diario y entonces admiraba cuánto la gracia de su caminar, a lo que en español bellamente se le llama la soltura en el andar, la destinaba más al aire, a los soplos del viento, que a la tierra. Mariposa, libélula, fueron los nombres que le di y también caballito del diablo, que curiosamente designa al mismo insecto de largas alas transparentes con ocelos ultramar que uno puede ver deslizarse en el aire caliente por encima de las lagunas; tal vez era una seductora emisaria del diablo (pero no lo sabía aún). En otras ocasiones, partíamos en su Jeep —un auto viejo que compró en una tienda de excedentes militares y que conducía con su característica impetuosidad excéntrica— y a la caída de la noche recorríamos la inmensa y monótona playa que, al norte de Veracruz, se dirige hacia Boca del Río. Corríamos desnudos hasta los rompientes y nos arrojábamos en ellos. Al secarse, la sal dejaba en su piel encajes brillantes que mi lengua borraba. (Ahora que escribo estas líneas, a la orilla de otro mar, en otra edad de mi vida, me doy cuenta de que las escenas que evoco parecen representaciones convencionales del amor, aunque quienes las viven —nosotros entonces— sienten que jamás nadie las ha vivido.) En el fondo de una bolsa de yute donde metía sus cosas, siempre llevaba una 7.65 Walther —para defenderse, me había dicho, pues México es un país peligroso, pero me encantaba imaginar