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Pecados predecibles
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Libro electrónico149 páginas2 horas

Pecados predecibles

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Cuando Claudia Guillén toma la decisión de escribir un relato es porque ha llegado al final de un camino. Lectora, escritora y mujer de temperamento vital nos ofrece historias en que la malicia, la respiración de la vida y el tiempo inhumano cobijan sus personajes. Claudia es una cuentista que no tiene prisa; su escritura denota el sosiego que dan la vida y la observación, describiendo a sus personajes con cuidado y prudencia, y recorriendo mundos vividos en una imaginación que es pulsión de la realidad y mirada íntima.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento3 abr 2014
ISBN9781943387465
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    Pecados predecibles - Claudia Guillen

    Para Cristina Rivera Garza, estas palabras cargadas con mi profundo agradecimiento por su amistad.

    Uno, dos, tres. Y el paso del tiempo se torna como un eje que medirá a quienes habitamos este mundo. Uno, dos tres. En él se van consolidando nuestras emociones que transitan desde la felicidad más eufórica hasta la tristeza más profunda; del miedo a la confianza; de la obsesión al placer; de la apatía a la pasión. Uno, dos, tres. Aunque antagónicos, estos estadios emocionales cuentan con un vínculo indisoluble que funda los contrastes de nuestras emociones. Uno, dos, tres. Entonces el opuesto se erige como el espejo de las conductas y de esa forma podemos diferenciarlas y darles su valor correspondiente. Uno, dos, tres...

    En más de una ocasión he observado, con cierta envidia, a personas que cuentan con la capacidad de recibir la vida de forma pausada. Me pregunto cómo pueden lidiar con el día a día sin estremecerse. Pareciera que su espíritu relajado nos indicara que las obsesiones no los aquejan. ¿Acaso ese estado de armonía interna les permite vivir inmersos en una pasión sin perder su aparente equilibrio? Supongo que no. Son unas cosas por otras: quienes se ostentan de esta manera, se alejan de pensamientos atormentados, obsesivos, ambiguos, pero también de los grandes placeres. A diferencia de los seres complejos, que por una razón instintiva experimentan el vivir al límite y lo que de ello se derive.

    Cuando nombramos a otra persona como un ser obsesivo, sabemos que ese adjetivo no se refiere a una característica que nos remita a la virtud dentro de la conducta humana. Por el contrario, quizá, lo imaginamos como un ser descontrolado, que fija su atención reiterativamente en un mismo punto. Semejante a un perro que se busca la cola en un movimiento circular que lo lleva a acostarse plácidamente después de dar dos o tres vueltas. O bien, a un gato que acecha su presa fijando la vista en ella. Quieto, casi inmóvil, para no alertarla. Espera con paciencia la menor distracción para tirarse sobre ella. La caza, para después mostrarla a su dueño con orgullo a través de la imagen del ave muerta en su hocico.

    En el caso de los humanos, las obsesiones pueden ir de un lugar a otro sin tener un orden lógico. Hay quienes, por ejemplo, necesitan lavarse las manos constantemente, no sólo para saciar una necesidad de higiene, sino para acatar esa voz que les pide que lo hagan una, otra, y otra vez. En la literatura, por ejemplo, tenemos el caso de Gustave Flaubert, quien corregía sus textos hasta fatigar las hojas. Esta obsesión lo llevó a ser uno de los más grandes escritores de la literatura universal. Percibo al gran autor francés del siglo XIX, angustiado por encontrar el adjetivo perfecto, buscando uno u otro hasta conseguir el idóneo y tal vez por un momento experimentar ese placer superior que se produce al leer la frase exacta. Aunque inmediatamente después retomara esa búsqueda tenaz que lo enredará en un complejo proceso de creación, salpicado por una mezcla de angustia, pero sobre todo regido por su pasión por producir el gran arte. Dejo a un lado al gran autor francés y sus obsesiones, de las que todos hemos sido beneficiarios, para dar paso a otras que pueden llevarnos a espacios inimaginables que viajan, sin problema, hasta convertirse en conductas maniacas.

    Un recuerdo de la infancia era escuchar a Stella, mi madre —una mujer cargada de pasiones y obsesionada por las muchas nostalgias que le despertaba Guatemala, su tierra natal— cuando nos contaba, entre otras historias familiares, la del tío Ismael. Él vivía en la finca del tatarabuelo, cuando el siglo XIX estaba por terminar. La familia Rodríguez Cerna iba cada fin de semana a ese espacio para tomar unos días de descanso después de una ajetreada semana en la ciudad. Ismael era el más pequeño de cuatro hermanos que eran hijos, a su vez, de dos primos hermanos. Práctica que se llevó a cabo por dos generaciones más en mi familia, es decir, los primos se casaban con los primos como una suerte de pacto implícito que los convertía en una suerte de tribu con los mismos genes.

    Todo indicaba que el joven Ismael poseía una inteligencia aguda y se preparaba en distintas áreas tanto del conocimiento científico como el de las humanidades. Leía compulsivamente y tomaba clases de pintura, música y teatro. Era inquieto y quizá un poco extravagante. Todas las mañanas el tío Ismael salía a dar largos paseos por una pequeña sierra cercana a la finca. Regresaba agotado y feliz. Pedía sonriente un vaso de agua para después encerrarse en su cuarto lo que restaba del día y así disfrutar de un buen libro. En alguna plática de sobremesa expuso con todo rigor el tema de los insectos y así llevo a cabo una sesuda disertación sobre la inteligencia de las hormigas y cómo éstas contaban con capacidades muy superiores a las de los humanos para trabajar en grupo: Estoy preparado para hacer un ensayo sobre ellas, dijo y después solicitó permiso para quedarse en la finca por un tiempo indeterminado. La familia se despidió de él con la esperanza de que ese retiro lo ayudara a volver a la casa un poco más juicioso.

    El tío Ismael comenzó con su rutina diaria: se levantaba y se vestía con trajes de colores claros, chaleco y corbata. Era un hombre delgado que tenía una calvicie prematura, por lo que usaba un sombrero de mimbre que era atravesado, en la parte izquierda, por una aguja larga y filosa que lucía en la punta una pluma blanca. Todos los días, después del desayuno, salía, de inmediato para llevar a cabo su corta travesía.

    Uno, dos, tres. Ismael daba cada paso como si su reloj interno marcara el ritmo. Uno, dos tres. Buscaba la larga y ordenada fila de hormigas que salían de su agujero para dirigirse a cualquier lugar donde pudieran proveerse de hojas o de algún tipo de alimento. Uno, dos, tres. El tío Ismael las observaba con atención y la distancia necesaria para no distraer ese paso rítmico semejante al de un ejército.

    Uno, dos, tres. Pasaron los meses y la familia no puso atención a las ausencias, cada vez, más largas del joven. Se justificaban pensando que no hacía mal a nadie con su experimento y además le caía muy bien el aire libre y hacer un poco de ejercicio. Sin embargo, Ismael que siempre había cuidado meticulosamente su arreglo personal, poco a poco, comenzó a descuidarlo. Casi no comía y dormía poco, esperando que llegara el amanecer para comenzar con su larga caminata. Sus otros placeres habían desaparecido para concentrarse en uno solo: observar la conducta de las hormigas. Así, al encontrarse frente a ellas las miraba echando mano de diferentes posiciones: ya sea de pie, a veces hincado y en algunas ocasiones acostado. Llevaba una lupa y en el momento en que el grupo de insectos se metía en el hormiguero, él trataba de ver qué pasaba adentro. En más de alguna ocasión estuvo tentado a meter la mano en el hoyo, pero se arrepentía casi al instante porque no quería enturbiar la paz de sus nobles amigas.

    Uno, dos, tres. Se vestía, caminaba, tomaba un poco de agua, volvía a caminar, salía de la casa, seguía caminado hasta verlas: negras, con pequeñas patas que cargaban ese cuerpo que parecía partido a la mitad entre la parte alta y baja. Uno, dos, tres. Las seguía, se detenía, se quitaba el sombrero para limpiar el sudor, volvía a verlas cuando cargaban hojas en su espalda y seguían en una fila perfecta su camino. Uno, dos, tres. Ellas seguían. Uno, dos, tres. Él las miraba.

    La decadencia física de Ismael cada vez se hacía más evidente. Ya los criados murmuraban, entre sí, que el joven se estaba volviendo loco. Alguno de los campesinos lo llegó a ver cuando vigilaba a las hormigas con esa gran lupa y el sombrero puesto, sin haberse cambiado de ropa en varios días y con una barba que brotaba de su cara haciendo aún más patente el descuido en el que se estaba hundiendo aquel joven. Los sirvientes, alarmados, se comunicaron con sus padres, quienes no dieron mayor importancia a las excentricidades de su vástago.

    El tiempo pasó y con él la obsesión del tío Ismael fue creciendo. Ya ni siquiera hablaba, al llegar a casa se sentaba a escribir un pequeño diario en donde anotaba sus observaciones cotidianas. En un principio el diario tenía un orden lógico pero, páginas más adelante, éste se convirtió en el depositario de una serie de pensamientos inconexos que coincidían en un mismo punto. Las hormigas tenían una monarquía cerrada que les permitía vivir en paz, según dijeron sus padres cuando lo leyeron tiempo después. Aunque en la última página del diario retomaba algunas ideas claras, pero sobre todo se alcanzaba a percibir una tranquilidad inusual en el autor al momento de expresarlas.

    Ismael entró en un sueño profundo esa última noche. A la mañana siguiente se levantó para darse un largo baño, afeitarse y, después, desayunar en silencio. Parecía que la calma que lo había abandonado, durante los últimos meses de su corta vida, por fin había vuelto. Tomó su sombrero y se despidió mientras en el rostro se le dibujaba una amplia sonrisa. Sus ojos expresaban una alegría peculiar al momento de partir de la casa libre de la lupa que cargaba a diario, como si se tratara de un crucifijo.

    Los padres respiraron profundamente al ver que su hijo había vuelto a una cierta normalidad, aunque para los sirvientes no fuera así y por eso uno de ellos lo siguió a una distancia prudente para no ser descubierto. De esta forma vio cómo Ismael caminaba con pasos lentos rumbo al pequeño cerro para después quedarse postrado por un largo rato frente al hormiguero. Pasaron quizá un par de horas y el sirviente pensó que era inútil quedarse ahí, ya que el joven no estaba exaltado, más bien se veía tranquilo. No obstante, decidió permanecer otro rato. La imagen de Ismael de pie, casi estático, parecía haber hipnotizado al sirviente. El calor arreciaba y entonces Ismael sacó de su pantalón un pañuelo mientras se quitaba el sombrero. Se limpió la frente con delicados movimientos. Se quedó un minuto más observando ahora su sombrero. Sacó de él la larga aguja que servía como sostén de la pluma que lo adornaba. Miró la afilada aguja detenidamente dándole vueltas de un lado a otro, como si buscara algo en ella. Después desprendió la pluma y la guardó con cuidado en la bolsa de su pantalón. Miró por última vez el hormiguero y, en un movimiento rápido y preciso, encajó la aguja en la sien hasta atravesarla y caer al piso con los ojos cerrados. Por un instante, unas ligeras convulsiones se apoderaron de su cuerpo para después quedarse totalmente quieto. Un hilo de sangre comenzó a bañar la tierra en donde estaba depositada su cabeza. El sirviente corrió a la finca para dar aviso a los patrones. La familia entera

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