A la sombra del linaje
Por Blanca Mart
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A la Sombra del Linaje, nos cuenta la historia de tres personajes legendarios: Mariana, la bella bruja del Norte, Bernardo el rey de los Valles, del que se murmura que es lobo, y Aitana, la guerrera del Linaje Azul. Cada historia es independiente de las otras, pero los personajes se interrelacionan en ellas, creando un universo de realidades cercanas.
Los tres están sujetos a sus Linajes, a sus territorios diferentes, a la sombra de destinos que quizás quieran cambiar. Conocerán las tribus de los antiguos linajes. Visitarán monasterios y bosques oscuros, cruzarán ríos de agua clara y entrarán en territorios ajenos a su comprensión, en su incansable búsqueda de soluciones y respuestas.
Brujas, monjes, magos, guerreras, bardos, aprendices, sabios... Gentes que protegen los libros del fuego. Tribus ancestrales, conocimientos que deben ser secretos.
La aventurera búsqueda de una vida hermosa y posible. La búsqueda de uno mismo.
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A la sombra del linaje - Blanca Mart
A la sombra del linaje
Blanca Mart
Published by Tony Jim, 2024.
This is a work of fiction. Similarities to real people, places, or events are entirely coincidental.
A LA SOMBRA DEL LINAJE
First edition. April 10, 2024.
Copyright © 2024 Blanca Mart.
Written by Blanca Mart.
A LA SOMBRA
DEL LINAJE
BLANCA MART
A LA SOMBRA
DEL LINAJE
Ed.Hijos del Hule - Colección Cronos
(autores independientes)
©Blanca Mart, 2019
Ilustración de portada: Marco Gómez
2ª edición
Depósito legal: B 15061-2019
ISBN: 978-84-120376-6-1
(1º Edición 2010, ERÍDANO, Asociación Alfa Eridian) Reservados todos los derechos. No se permite reproducir, almacenar ni transmitir parte alguna de esta publicación, cualquiera que sea el medio empleado —electrónico, mecá-
nico, fotocopia, grabación, etc.—, sin el permiso previo de los titulares de la propiedad intelectual.
Impreso en España
Aula de Escritores — Cronos (Autores Independientes) Sant Lluís 6, bajos — 08012 Barcelona
E—mail: info@editorialcronos.com
www.auladeescritores.com/editorialcronos.htm www.editorialcronos.com
A Miguel, Elena e Iván, siempre en la aventura
I
LA SOLEDAD
DE LA MEIGA
I
Quizás ella no le había valorado lo suficiente. Y él, el alquimista, podría no tener el don de la magia pero era astuto. Y ambicioso. Y esas dos… ¿cualidades? forma-ban una mala combinación.
Así que emprendió el camino; sin decir nada, sin despedirse, en ese amanecer, cerrando despacio su casa de piedra, dejando la llave colgada en el portón, en el clavo del que pendía la madreselva. Ellos entrarían —
sonrió, se recogió la falda para saltar sobre el charco de fango, subió al puentecillo de madera y miró hacia atrás como había hecho muchos amaneceres, pues le encan-taba ver como el sol rojo del alba doraba su casa; sí, ellos entrarían y los ojos grises del hombre revisarían cada rincón en busca de la palabra. La magia verdade-ra. Lo único que ella no le regalaría nunca.
Caminó despacio, paseando como hacía siempre, y en la linde del bosque tocó en la cabaña, la de los re-cién llegados, la del hombre fatigado y la esposa y los viejos ylos cinco hijos sobrevivientes. La mujer abrió la portezuela y sonrió:
—Mariana —pase—, casi no se podía entrar.
—Comparta nuestro pan —dijo el hombre.
Nada tenían, y siempre daban.
Se sentó con ellos en el banco junto a la mesa sólida y sencilla. Con cualquier trozo de madera el hombre sabía hacer algo bueno.
—Vengo a despedirme. Me voy. Quería pedirles que se quedaran con mi casa. Con todo lo que hay dentro.
Quizás se acomoden bien, ya ven que es grande.
11
Aún no salía el sol y ya estaba cerca del monte. El hombre la había acompañado feliz por el obsequio, instándole a regresar, pues su casa estaría aún mejor, más amplia, con hermosos muebles que él iría construyendo. Pero ella le había saludado despidiéndose y le había jurado que jamás regresaría a aquella aldea, que en realidad era ave de paso, que su tierra estaba muy lejos, allá donde las rías, y que sólo se había quedado allí un tiempo, — un tiempo de amor, pensó, aunque no lo dijo—, pero que ya era hora de regresar, de volver a ver a su madre, a su abuela, a las mujeres que quedaron más allá de los bosques.
Se despidió, después de explicar al hombre, que Petrus, el alquimista, iría a la casa, quizás fingiendo que se había olvidado allí algo que le pertenecía. Todas las cosas de ella, obsequios, recuerdos, papeles, estaban en el arcón de madera, al lado de la ventana; que se los llevara Petrus, no importaba, que no se opusieran, pues a ellos nada de eso les sería útil y se librarían de un conflicto no buscado y a ella le convenía alejarse en paz y libre de bagatelas.
Así quedaron y brillaba ya el sol, cuando, con el al-ma liviana, la meiga se dirigió sola hacia los bosques.
Feliz aun cuando andaba —una hermosa y joven mujer— sin compañía en el camino. Buen tiempo. Tiempo de reflexión y de silencio. Y de peligro.
Supe de la soledad cuando mi amiga me miró a los ojos. Cuando me dijo: Un día la gente sabrá de mi arte y me rodeará y me preguntará sobre mi ciencia y sabiduría y tú te asombrarás.
¿Por qué iba a asombrarme? Eso que ella citaba co-mo algo extraordinario, me ocurría a mí todos los días.
Es lo normal cuando te dedicas a un oficio con pasión.
12
Nadie debe envidiar lo que consigas, pues es producto del esfuerzo. Peregrinos y caballeros venían a verme.
Vagabundos, damas enamoradas, escuderos apasiona-dos y —aunque a escondidas—, algún monje enfermizo más preocupado por su cuerpo que por su alma. Yo les preparaba bebedizos y pócimas, esencia de mandrágora y sueños de belladona combinados con arpegios a la luz de la luna y el rumor de las mareas que no cesan. Se curaban, se acercaban a sus deseos. ¿Soy una bruja? No lo sé. Lo hacía bien, me gustaba. Simplemente, ése era mi trabajo. Pero cuando vi a mi amiga, la mujer gentil y perezosa afirmando que ella poseería el conocimiento, la miré a los ojos y comprendí que ese brillo de ilusión y de ansiedad era una amenaza.
Yo sabía que ella no sería una buena bruja. Que no estudiaba. Que despreciaba el trabajo. Y que el ansia del resultado fácil podía consumir nuestra amistad.
Así que sonreí y le dije:
—Sí. Serás lo que quieras ser.
Sé que la respuesta no le satisfizo, pero yo no añadí más explicaciones pues no hay que andar malgastando las palabras. Esto último me había llevado muchos años aprenderlo. Así que me despedí ya que tenía que ir a casa de Petrus.
Petrus era alquimista y en sus ratos de esparcimien-to, poeta. Combinaba los metales y el oro con la palabra áurea y la nostalgia. A mí me fascinaba. Nos amá-
bamos. O al menos eso yo creía. Pero esa noche, en su casa de piedra y techo de paja, al calor del fuego, envuelta entre sus brazos, sin duda olvidé algo, e impru-dentemente hablé de Hidelgarda y de sus palabras.
Y esperé —no como una meiga sabia, que modestia aparte sí lo soy—, sino como una mujer desnuda entre los brazos fuertes que crees que te protegen.
13
Y él reaccionó.
Se separó de mí y sus ojos brillaban de cólera. Se-gún él: Hidelgarda era una estúpida perezosa, un punto maligna, pero no todos tenían la suerte de ser tan sensi-tivos como yo, tan inteligentes y desmesurados en mi atracción sobre la gente.
En definitiva era culpa mía.
«Por qué me trataba con ella. Siendo tú así» —y eso ignoro si era reproche o elogio—¿por qué cultivaba su amistad? «Siendo tú así. No es posible».
Siendo tú así. Así que no me detuve a preguntarle cómo. Cómo era yo, que generaba la provocación al poseer unos conocimientos. Cómo era yo que sabía despertar esa chispa en los ojos de otra persona. Esa ira en un alquimista poeta que —según yo— era bueno para amar físicamente pero a cuya alquimia le faltaba el don.
El don.
El tesoro que yo poseía. Y que debía ocultar.
Esperé otro día más. Y al amanecer del día siguiente, vestida de mujer del pueblo, con mi pequeño zurrón, salí del poblado. No necesitaba llevar nada. Destruí escritos y saberes. No necesitaba nada pues me tenía a mí misma.
Me fui directa hacia ese bosque lejano, al bosque al que nadie quiere entrar, dónde la gente —dicen— desaparece y el alma se confunde y las ramas hablan y el monje ve al diablo, al suyo propio; y las damas se nie-gan a perderse a menos —lo sé de buena tinta— que sea en manos y brazos del bravo escudero con el que huyen a las profundidades del abismo. Que abismo, o no, les reporta el conocimiento del paraíso.
En, fin, hacia allí me dirigía, serían dos jornadas 14
caminando por el monte. Ya vería si seguiría algún sendero, aunque no suelo buscar compañía en los viajes y menos en estos tiempos que corren. Sé que mi estu-dioso versificador, irá entretanto a mi casa, preguntará por mí, indagará, desconfiará un momento, y luego querrá llevarse mis papeles, mis anotaciones, buscará parte de mi alma, aún cuando él solo podrá ver en mis signos y letras, temas de inspiración y no de ciencia y magia.
II
La mujer avanzaba ligera, saltando las piedras de los arroyos claros, sin detenerse, midiendo el aire de cristal en su garganta y las sombras de algún caminante lejano; controlando el camino sin ceder en distracciones.
Las hierbas y ramas, las raíces supuestas y las mandrá-
goras escondidas no la detenían esta vez, pues ella iba a lo que iba, a alejarse sin dilación, a retornar a sus tierras y sus rías y al aire nublado y celta de sus orígenes.
Sabía del peligro de los caminos pero más temía el sentimiento oscuro que se iba despertando en Hidelgarda y Petrus. Y adelantándose a lo