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Dulces, espadas y dragones
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Libro electrónico254 páginas3 horas

Dulces, espadas y dragones

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Información de este libro electrónico

Cándido Candil, sacerdote más bien rellenito que prefiere pasar las horas del día leyendo y reflexionando, se ve lanzado a la aventura de su vida después de que rapten al abad de su congregación y se lo lleven a un mundo fantástico. Acompañado de unos mercenarios, deberá vivir mil y un peligros para los que no está preparado, ni ganas. Una obra que habría hecho llorar de risa al mismísimo Terry Pratchett.-
IdiomaEspañol
EditorialSAGA Egmont
Fecha de lanzamiento31 may 2021
ISBN9788726948196

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    Dulces, espadas y dragones - Enrique Dueñas

    Saga

    Dulces, espadas y dragones

    Copyright © 2018, 2021 Enrique Dueñas and SAGA Egmont

    All rights reserved

    ISBN: 9788726948196

    1st ebook edition

    Format: EPUB 3.0

    No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

    www.sagaegmont.com

    Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com

    i. ¡Fuego! ¡Fuego!

    Sonó la campana de alarma y Cándido Candil se despertó al momento. El fraile, asustado, corrió hacia la ventana. ¡Todo el monasterio estaba ardiendo!

    Eso solo podía significar una cosa: el dragón atacaba. No él en persona, claro, pues él nunca se movía de su guarida. Habían venido sus guerreros, imponentes armaduras de color verde que hacían estallar en llamas todo cuanto tocaban.

    Fray Cándido no quiso coger nada de su celda, pues no era hombre apegado a los bienes materiales (de todos modos no había demasiado que coger). Se acordó, sin embargo, de su amigo Juan, una pequeña rata gris con la que compartía alegrías y penurias. Metió al roedor en un zurrón y salió corriendo, tan rápido como le permitieron sus pequeñas y rechonchas piernas.

    Nada más salir por la puerta, el fraile se cruzó con un ciempiés. Estando el monasterio en llamas y repleto de armaduras vivientes no parecía que aquel enemigo fuera especialmente peligroso, pero Cándido Candil no hacía distinciones entre las cosas que le daban miedo. De forma que lanzó un grito de espanto y huyó en la dirección contraria.

    Entre el calor y el ejercicio, se le hinchó la cara al pobre fraile que, de repente, parecía un cerdito. Era un muchacho joven, no mayor de veinte años, pero bajito y bastante más gordo de lo que debería. Tenía rasgos amables y una sonrisa muy simpática, aunque, he de decir, estas no son cualidades que le salven a uno de un incendio.

    Hasta ese día, Cándido no había visto a los esbirros del dragón, y, cuando alguien contaba alguna historia en la que aparecían, prefería irse a la cama antes que oírla terminar. Le daban auténtico pavor esas cosas, fueran reales o imaginarias. ¡Ojalá hubieran sido imaginarias! Tener miedo de algo que no existe puede ser emocionante, incluso divertido, pero temer a un enemigo que invade tu propia casa es un asunto muy diferente.

    El fraile corrió con brío a través de los largos pasillos del monasterio, girando a derecha e izquierda, esquivando listones de madera y fogonazos traicioneros. De este modo, llegó al patio interior. Allí se cruzó con uno de sus hermanos franciscanos, un hombre muy delgado con la barba negra. Nada más ver a Cándido dijo:

    —¡Al suelo, idiota!

    Cándido obedeció. El monje delgado dio un salto para esconderse detrás de una enorme fuente de roca. Cándido entendió que no bastaba con echarse al suelo y se arrastró hasta ponerse junto a su hermano.

    Los dos franciscanos estaban ahora ocultos, y, si bien salvaron la vida, fue por muy poco, pues en ese mismo momento los esbirros del dragón surgieron de uno de los pasillos. No se detuvieron ni un segundo. Calcinaron con sus pisadas el jardín, hicieron pedazos los bancos de piedra, derribaron una de las puertas laterales y desaparecieron de nuevo en la oscuridad. No vieron a los frailes o, quizás, no los consideraron importantes.

    Hay quién decía que aquellas armaduras enormes podían caer en combate. Que una vez derrotadas podía verse como, en su interior, no había hombre ni bestia, sino ceniza. Por otro lado, parecía improbable que las armas mortales pudieran derribar a los esbirros del dragón.

    —¿Crees que sabrán de esto en Madrid? —preguntó Cándido.

    —¡Vaya tontería! ¡Pues claro que no!

    —Pero yo confiaba en que el ejército del Rey… —Aunque se hubieran enterado, no serviría de nada. Para cuando llegasen los soldados, no quedaría de nosotros más que un par de esqueletos humeantes.

    Juan se quejó con su aguda vocecilla.

    —Guarda esa cosa, Cándido, o vete tú con ella a morirte lejos de mi escondite.

    —Lo siento… me ocuparé de que Juan no haga ruido… pero dime, ¿qué crees que están buscando?

    —¿Quiénes? ¿Las armaduras? ¡Qué más dará! Yo no me preocuparía en entender a estos monstruos paganos. ¡Preocúpate más de que no nos encuentren! ¿Sabes qué creo? Que odian a todos los hombres de Dios y especialmente a los franciscanos. ¡Malditos dragones! ¡Yo no estoy preparado para algo así! Sí, sin duda han venido a matarnos. Y no de forma rápida, sino lenta y muy dolorosa.

    Al pobre Cándido esta le pareció una teoría cabal, y eso le asustó más todavía.

    Tras pasar casi media hora escondidos, los frailes decidieron que era seguro salir de ahí. Mucho más seguro que quedarse, pues las llamas empezaban a rodearles amenazadoramente.

    Cándido y su compañero quisieron buscar un lugar donde permanecer ocultos, pero no era tarea fácil. El techo de la cripta se había hundido, la biblioteca estaba repleta de odiosas armaduras verdes, los viñedos eran devorados por el fuego y la cocina no solo estaba patas arriba sino que, de forma inexplicable, se había visto invadida por miles de cucarachas.

    Finalmente, los dos frailes se escabulleron hasta situarse en la muralla noroeste del monasterio. Solo había unos once pies hasta el suelo, pero era una distancia más que suficiente para marear a Cándido Candil.

    —¡Salta! —dijo el otro fraile.

    Juan saltó. Cándido, sin embargo, no hizo nada, pues estaba paralizado por el miedo. El franciscano de la barba negra estaba un tanto impaciente por salir de ahí, de forma que ayudó a su amigo con un empujón.

    Cándido podía haber sufrido un batacazo muy serio. Afortunadamente, abajo había una gran cantidad de estiércol que amortiguó la caída.

    Sano y salvo (aunque oliendo a porquero) Fray Cándido recogió a Juan y se reunió con los monjes. Todos habían logrado escapar, de una forma u otra, y ahora se encontraban atrincherados tras un olivo solitario en medio de la campiña. Los esbirros del dragón se marcharon poco después, tan rápida y misteriosamente como habían llegado.

    El rechoncho frailecillo empezó a hacer preguntas, queriendo saber el cómo y el por qué del ataque. Tras un par de conversaciones un tanto estériles, uno de los monjes más respetados se giró y dijo:

    —Se han llevado al abad, Cándido. Se han llevado al abad.

    ¡Aquello sí era una desgracia! El abad Gregorio de Luna era el mejor amigo de Cándido Candil, por no decir el único. Un hombre de avanzada edad, muy alto, de larga barba gris. Su sola presencia imponía más que un tercio de piqueros. Sin embargo, era también un hombre amable y afectuoso, capaz de curar la más profunda herida del alma con un par de palabras.

    Cuando el año anterior se descubrió que Cándido había estado alimentando a Juan y que incluso dormían juntos en la misma celda, se montó un auténtico revuelo en el monasterio. Los monjes creían que aquel era un animal sucio y repugnante, y exigieron a Fray Cándido que se deshiciera de él o ellos mismos se lo darían de comer a los gatos. El fraile quiso explicar que no era sucio, pues él limpiaba su pelaje todos los días, aunque no quiso meterse en lo de «repugnante», entendiendo que eso era cuestión de la percepción personal de cada uno. Por fortuna, Gregorio salió en defensa del pequeño Cándido y explicó a los monjes que para su patrón, San Francisco de Asís, todas las bestias de la tierra eran criaturas de Dios, desde los zorzales hasta los lobos. Esto incluía, evidentemente, a las ratas. Por tanto, ¿quiénes eran ellos para sentenciar a muerte al pobre Juan?

    Pero todos esos recuerdos parecían ya lejanos, como si pertenecieran a otra vida.

    El monasterio estaba completamente destrozado y los monjes tuvieron que trabajar toda la noche y buena parte del día siguiente para apagar las llamas. Solo el almacén (que estaba repleto de naranjas de todas las variedades), había quedado intacto.

    Las cucarachas y los ciempiés se habían ido con el mismo sigilo con el que habían llegado. Aun con todo, el lugar ya no volvería a ser el mismo y las manchas negras de las paredes atestiguarían por años de años la presencia del dragón.

    Se habían perdido cientos de libros, docenas de tallas de madera y un abad magnífico. Los frailes aceptaron rápidamente que el buen Gregorio de Luna se había ido para siempre y, tras rezar un par de veces por su alma, quisieron olvidarse de que alguna vez lo habían conocido. Pero Cándido no estaba de acuerdo. En su opinión, si el dragón hubiese querido matar al abad, lo habría hecho allí mismo. Pero no lo había matado, sino que se lo había llevado al Reino Peligroso.

    Mientras Cándido ayudaba a reconstruir el monasterio, quiso hablar con sus hermanos franciscanos. Se acercó a uno muy viejo con cara de perro, y le dijo en voz alta:

    —¡Tendremos que hacer algo para salvar al abad, digo yo!

    Pero apenas hubo terminado esta frase, otro de los monjes se le acercó y dijo en tono severo:

    —¿Por qué autoridad pretendes tú, pequeño fraile, erigirte en nuestro guía? ¿Acaso crees que tu dolor es más intenso o verdadero que el nuestro? El abad es ahora un martir de la Santa Madre Iglesia, destino que muchos anhelamos. Nada más hay que decir sobre el asunto. Ahora, ¡trabaja!

    Y el pobre Fray Cándido, asustado, obedeció y siguió trabajando. Estaba claro que nadie le iba a ayudar y estaba también bastante claro que él solo no podía hacer absolutamente nada contra el dragón ni contra sus esbirros. ¡Ay, qué mala suerte! ¡Si pudiera ocuparse del asunto algún insigne aventurero, como Pizarro o Hernán Cortés…!

    Aquella misma tarde ordenaron al fraile colocar la imagen del Cristo de los Pobres sobre su altar. Afortunadamente, la figura de madera no había recibido ningún daño, pero con todo el barullo, se había caído al suelo y alguien tenía que ponerla de nuevo en su sitio. Era una imagen que gustaba mucho a Cándido, porque era tan antigua como el propio monasterio y en lugar de tener ese rostro triste y demacrado de las representaciones modernas, presentaba un aspecto muy apacible, con una gran sonrisa que parecía decir: «¡Yo me ocupo de todo!».

    La tarea le costó a Cándido una barbaridad, pues no estaba acostumbrado a levantar peso. Normalmente su trabajo en el monasterio se limitaba la biblioteca, que, desgraciadamente, ya no existía. De hecho, Cándido siempre había pensado que él habría sido un gran copista, si el invento de Gutenberg no hubiera hecho innecesaria dicha actividad.

    A veces remendaba el hábito de sus hermanos o pintaba algún mueble viejo y, aunque no era hombre de ciencia, solía entretenerse haciendo ecuaciones antes de irse a dormir. También le gustaba salir a la plantación de vides a tomar el aire, aunque prefería no trabajar allí, si podía evitarlo.

    Aunque dónde Fray Cándido brillaba de verdad era en la cocina. Su obra más reconocida eran unos dulces que él llamaba «giralditas de yema y azúcar». Aquellas giralditas estaban riquísimas y, de hecho, el abad Gregorio siempre pedía unas cuantas cuando alguien importante visitaba el monasterio.

    Cándido Candil se consideraba mañoso, pero no especialmente fuerte, y el Cristo de los Pobres pesaba como el mismísimo monte Gurugú. De forma que la figura de madera se tambaleó, primero hacia su diestra, luego hacia su siniestra, luego otra vez hacia su diestra y... ¡zas! Acabó dándose de bruces contra el suelo, partiéndose en dos como un huevo.

    El frailecillo se asustó muchísimo. ¿Cómo podía haber sido tan torpe? ¡Ahora sí que iba a ir al infierno de cabeza! Aunque, siendo sinceros, no le asustaban tanto su alma inmortal como lo que pudieran hacerle los otros monjes.

    Fue entonces cuando Cándido descubrió por qué la imagen pesaba tanto: estaba repleta de monedas de oro. Monedas viejas, muy viejas, acuñadas en lugares lejanos por reyes que ya estaban muertos. Quién las había puesto allí y por qué no había vuelto a buscarlas es algo que Cándido no sabría nunca.

    El fraile se detuvo a reflexionar. Con todo ese dinero podría contratar a un grupo de mercenarios que se ocupase del dragón y, de este modo, salvar al padre Gregorio antes de que fuera demasiado tarde. ¡Aquello parecía una casualidad maravillosa, casi un milagro! Por otra parte, no podía negar que había claras implicaciones morales en el asunto. Seguir aquel plan significaría abandonar sus obligaciones monásticas y huir con un montón de dinero robado que, para más inri, había surgido del vientre de nuestro Señor Jesucristo.

    Cándido preguntó a Dios que debía hacer. Y entonces miró al rostro de su hijo que, con una gran sonrisa, parecía decir: «¡Yo me ocupo de todo!».

    ii. Haciendo amigos

    Aparte del dinero, Fray Cándido no llevaba muchas cosas consigo. Cargaba con un zurrón (en el que había echado únicamente lo que consideraba imprescindible), una bota de vino (que en vez de vino llevaba leche), y un rosario alrededor del cuello. Por supuesto, le acompañaba el pequeño Juan aunque este pasaba la mayor parte del tiempo dormido, acurrucado como una bola de pelo en el fondo del zurrón. El buen Cándido andaba apoyado en un cayado que le había regalado el abad muchos años atrás. Su intención era usarlo para hacer el camino de Santiago aunque ahora parecía que iba a visitar otros lugares menos cristianos. También se había llevado un par de libros de Aristóteles que habían escapado de las llamas. ¿Y por qué Aristóteles? Pues porque los otros monjes siempre decían que era el más sabio de los filósofos. Y, si ellos lo decían, por algo sería.

    Cándido andaba despacito, admirándose con los árboles, las flores y los animales que habitaban aquellos lares. Ya no recordaba lo agradable que era sentir la brisa en el rostro y el sol en la piel. Otro motivo por el cual el viaje resultaba agotadoramente lento es porque, cada vez que oía a alguien acercándose por el camino, el fraile saltaba aterrado a los matojos y no salía de su escondrijo hasta pasado un buen rato. Luego se limpiaba el polvo y pensaba: «¡Que tonto eres Cándido! ¡Si precisamente has salido del monasterio para encontrar gente!»

    No quedaba mucho para que cayera el sol cuando Fray Cándido encontró una taberna llamada «Carmencita». Y, no teniendo otro sitio donde resguardarse, decidió entrar.

    En la entrada había una rueda de madera muy grande. Y, entre los radios, había una araña, que tejía afanosamente su tela. Era una criatura preciosa, de color pardo como las túnicas de los monjes, que se movía ágilmente y no dejaba de trabajar ni un minuto. Cándido se fijó en sus seis largas patitas... aunque tuvo que dejar de hacerlo, porque no tardó en darse cuenta de que eran ocho. ¡Imposible! ¡Eso iría en contra de uno de los más famosos tratados de Aristóteles! Y mientras tanto la araña, ajena a las dudas del fraile, seguía tejiendo. Como a Cándido le parecía impensable que un sabio de la altura de Aristóteles pudiera equivocarse en algo, decidió que aquella araña debía ser deforme y sintió lástima por ella. Pero eso no hizo que dejase de observarla, fascinado con sus habilidades. Hasta que una mujer le gritó al oído: —¿¡Va vuestra merced a entrar o se va a quedar ahí parado como un idiota!?

    Cándido se sobresaltó. Frente a él estaba la tabernera, una mujer de caderas anchas que debía rondar la cuarentena. Era guapa, pero tenía el ceño fruncido por norma.

    —Sí, sí, por supuesto. Es decir, no, no me voy a quedar aquí parado —dijo Cándido, mirando hacia arriba—. ¿Tiene habitaciones?

    —No, aquí solo vendemos cabellos pelirrojos y estiércol de gallina.

    Cándido se quedó mudo, preguntándose si semejante negocio podía ser viable. Entonces la mujer habló de nuevo:

    —¡¡Pues claro que tenemos habitaciones!!

    —En ese caso, me gustaría una, por favor.

    La mujer no contestó más y entró con aire orgulloso en la taberna. Cándido la siguió dando pequeños saltitos.

    El interior del establecimiento estaba mucho más limpio de lo que su aspecto exterior y las ropas de su dueña sugerían. También estaba lleno a rebosar de gente de toda clase y condición, lo cual asustó bastante a Cándido, que no estaba acostumbrado a lidiar con multitudes. Había una muchacha bien entrada en carnes sirviendo las mesas, con cara de haber estado en la guerra. Era Isabel, la hija de la tabernera, que debía lidiar día sí, día también, con los gritos de su madre y las deshonestas proposiciones de los parroquianos.

    Cerca de la puerta había un tipo que no despertaba mucha confianza. Era muy delgado y tenía las uñas rotas. Estaba mal afeitado y sus ojeras indicaban que no debía dormir tan habitualmente como debería. Llevaba un pañuelo alrededor de la cabeza, numerosas joyas (sin duda robadas) y ropas raídas de diversos colores. Estaba bebiendo solo, oculto en las sombras y miraba a todo el mundo con desprecio. Especialmente al pobre Cándido, al cual, claramente, habría dado una patada si las normas de la sociedad civilizada no se lo impidieran.

    —¿Algo de beber? —Dijo la tabernera mientras cambiaba de sitio un taburete.

    —No, muchas gracias. Pero un poco de queso... —¡¡Isabel, te tengo dicho que cuando se marche un cliente, pongas la silla debajo de la mesa!!

    —Disculpad señora, decía que un poco de queso... —¡Ya os he oído la primera vez! ¿De vaca o de oveja?

    —Pues…

    —¡De oveja, entonces!

    La tabernera arrojó sobre la mesa un pedazo queso manchego, grande y pesado como el ancla de un barco. Fray Cándido sonrió y levantó aquel trozo de queso como si hubiera encontrado el Santo Grial, agradecido de no haber recibido una bofetada. Tras esto, sacó la silla de debajo de la mesa y se sentó en ella muy despacio.

    En realidad el queso no era para él, sino para Juan, que llevaba todo el día sin comer. Cándido sacó a la ratita sin que nadie la viera y dejó que disfrutara un poco del rico alimento castellano. Tras esto, volvió a meter a su amigo en el zurrón, para que echara una cabezadita.

    Cuando la joven Isabel pasó cerca del fraile, este preguntó:

    —Disculpadme, pero ando buscando a un grupo de rudos mercenarios…

    —¡Yo no sé nada sobre ese tema! —dijo tajante Isabel. Y siguió con sus quehaceres.

    Cándido estuvo un rato observando la extraña fauna de aquel lugar. Había gente perdiendo su dinero en partidas de dados, amantes demostrando su pasión de forma poco piadosa, espadachines peleándose, niños descalzos que robaban la comida de los espadachines, perros despeluchados que robaban la comida de los niños descalzos, y jaurías de borrachos cantores. Por un momento, el fraile pensó que aquello parecía un cuadro de la mismísima Gomorra, donde todos los vicios tenían cabida. Y se arrepintió de haber salido del monasterio.

    Convencido ahora de que debía marcharse, Cándido se levantó del taburete. Pero entonces la tabernera se plantó a un palmo de sus narices y dijo con la autoridad de un capitán:

    —Aquí se acostumbra a pagar lo que se

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