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El Camino de los Cedros II - Historia de Gilgamesh (2a Parte)
El Camino de los Cedros II - Historia de Gilgamesh (2a Parte)
El Camino de los Cedros II - Historia de Gilgamesh (2a Parte)
Libro electrónico428 páginas6 horas

El Camino de los Cedros II - Historia de Gilgamesh (2a Parte)

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La aventura continúa... (segunda parte de "El Camino de los Cedros". Novela también disponible en "tapa blanda" en las principales librerías de internet).

A través de unos protagonistas fascinantes y de emocionantes escenas, Hugo de Martin nos traslada a un mundo ya lejano, la antigua Sumer, una tierra de dioses y héroes, de valientes y de ambición, donde los distintos reinos luchan por la conquista del poder.

“El Camino de los Cedros” es la historia de Gilgamesh, el más grande de todos los héroes de la antigüedad, la historia de un joven que anhelaba recuperar para su reino, Uruk, la gloria alcanzada con sus antepasados, negándose a aceptar una vida de lujo y comodidad a cambio de la resignada sumisión hacia el poderoso palacio de Kish.
Dicen que cuando Alejandro Magno conquistó Babilonia y le narraron la Epopeya de Gilgamesh, tuvo por fin la evidencia que tanto ansiaba encontrar. La prueba de que, aunque las civilizaciones nazcan y mueran, aunque surjan nuevos imperios que, con el paso de los años, vuelvan a caer, el recuerdo de un gran héroe permanecerá imborrable en la memoria de los hombres para toda la eternidad...

Vive esta aventura junto a sus protagonistas: el joven y valiente Gilgamesh y su rebelde amigo Enkidu; la bella Samhat, más conocida por todos en Uruk como “la tigresa”; Mebaragesi, el poderoso rey de Kish, y su ambicioso hijo, el príncipe Arketi; Tarina, priora del Templo de Ishtar (...y la más hermosa criatura que jamás haya visto hombre alguno); Kenami, el insolente mercenario que encabeza a un grupo de temibles guerreros. Estos y otros muchos personajes te emocionarán en esta novela de intriga, acción y aventuras.

Antes que en el antiguo Egipto, antes que en la Grecia clásica o en el imperio romano, todo sucedió en Sumer, tierra de dioses y ambiciones. Una historia de aventuras y traiciones, pero también de valor, de amor y de amistad.

SINOPSIS:

Una apasionante novela histórica que primero te trasladará a la Babilonia de Alejandro. Y allí, de la mano de un anciano bibliotecario, descubrirás junto al conquistador griego la más hermosa de las joyas atesoradas por su enemigo, el rey Darío: una colección de delicadas tablillas de lapislázuli en cuya superficie cincelada se narra la epopeya de Gilgamesh, el legendario rey sumerio.

Viajarás entonces hasta los fértiles valles de la antigua Sumer, en el invierno del 2.760 a. C., y acompañarás al joven Gilgamesh, a su amigo Enkidu y al mercenario Kenami, en una apasionante expedición que deberá llevarles hasta la lejana región de Canaán. Un viaje plagado de peligros del que muchos esperan que no regresen jamás.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento30 ago 2015
ISBN9781310212734
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    El Camino de los Cedros II - Historia de Gilgamesh (2a Parte) - Hugo de Martin

    Capítulo 29 – La amenaza de la serpiente

    Norte de la región sumeria

    Hacía poco que el fuego de las hogueras se había apagado en el campamento y, ahora, los soldados dormitaban alrededor de las brasas humeantes. En el silencio de la noche, los dos centinelas que hacían la guardia a la entrada de la tienda del rey se aferraban con ambas manos a sus lanzas, esforzándose por mantener los ojos abiertos. En el interior de la tienda, Gilga contemplaba absorto la llama de una vela. Pensaba en Anum, retenido en Gisa. Se preguntaba si no estaría siendo un insensato arrogante al no querer conformarse con ser el mediocre señor de una vieja ciudad sumeria, de gloria ya casi olvidada. Y se preguntaba también si no estaba arrastrando al abismo a todos aquellos muchachos que le habían seguido ilusionados. Los dioses admiran la valentía, pero aborrecen la arrogancia… No conseguía recordar quién le había enseñado aquella frase. Quizá se estaba equivocando. Quizá había nacido para dejarse llevar por un río de aguas tranquilas, por una vida de placeres, buena comida, mujeres y diversión. La presencia de Ubar, su viejo compañero, se lo recordaba constantemente. Y sin embargo, un incomprensible temor a defraudar a su amigo Enkidu le impulsaba a seguir esforzándose por cambiar el curso de aquel destino.

    Un soplo de aire, casi imperceptible, cruzó la tienda haciendo danzar levemente la llama de la vela. Suficiente para que abandonara por un momento aquellos turbios pensamientos y se preguntara, extrañado, el porqué de aquella inesperada alteración de la llama. En la parte inferior de su nuca, casi en el cuello, notó otra brizna de aire, esta vez algo más caliente y húmeda, como si alguien a su espalda le hubiera susurrado una palabra… Shamash. Apartó de su hombro la pieza de lana con la que se había cubierto y se volvió. Lo hizo sin saber demasiado bien el porqué, sin esperar encontrar nada concreto. Pero lo hizo y, al hacerlo, aquel gesto reveló todo su sentido. Frente a él, apenas a tres palmos de sus ojos, la cabeza amenazante de una serpiente que, erguida, le mostraba los colmillos dispuesta a lanzar su mortal ataque.

    Sabía que no podía dejar de mirarla. Si lo hacía, la serpiente se lanzaría con un movimiento inevitable a su cara, o al cuello, y le inyectaría el veneno. Ni siquiera se atrevía a parpadear. Sopesó las posibilidades que tendría si, girando sobre sí mismo, alargaba su brazo para alcanzar la espada. Tendría que ser un gesto rápido... demasiado rápido, pues la espada estaba lejos; y la serpiente, muy cerca. Además, sus piernas estaban todavía cubiertas por la manta de lana, lo que dificultaría todavía más la maniobra. Resignado, imaginó la sorpresa de sus hombres cuando, ya de mañana, extrañados por la tardanza de su señor en salir de la tienda, se asomaran al interior y lo hallaran muerto, mordido por una serpiente.

    ¿Era ése el castigo que le habían reservado los dioses por su arrogancia?

    Al menos, moriría intentando evitarlo.

    Se abalanzó hacia su derecha, estirando su brazo hacia la espada, pero la manta se enredó entre sus piernas y le frenó. Sólo consiguió rozar la empuñadura con los dedos.

    Un zumbido seco le cortó la respiración…

    Desesperado, se miró los brazos en busca de alguna señal que delatara el punto de la picadura. No lo halló e, instintivamente, se palpó la cara, el cuello, el pecho. Sólo halló el medallón colgado y lo encerró en su puño, aferrándolo con fuerza. Observó entonces cómo la serpiente se retorcía agonizante en un vano intento de escapar de la lanza que le había atravesado la cabeza y la mantenía clavada al suelo, a menos de un palmo de sus piernas. Al oír el gemido asustado de su señor, o quizá fuera el suspiro de alivio por haber salvado la vida de aquella forma tan incomprensible, los adormecidos soldados de guardia entraron en la tienda y quedaron paralizados ante la imagen de la serpiente revolviéndose hasta enroscarse casi por completo alrededor de la lanza.

    Gilga, todavía impresionado, levantó la mirada hacia los guardias y sólo entonces pudo ver a su oportuno salvador.

    -¡Podrías haberme matado! –le gritó, poniéndose en pie.

    -Era un riesgo que había que correr –respondió Kenami.

    Otros soldados se acercaron hasta la tienda del rey. Los centinelas les aclararon que el semita acababa de matar a una serpiente que se había introducido en el interior. También Ur-Kan y Biurturre, los dos jefes de batallón, salieron de sus tiendas en cuanto oyeron las voces de los soldados. Biurturre ordenó que encendieran con premura antorchas e inspeccionaran todos los rincones del campamento por si hubiera más serpientes.

    Enkidu, alertado por el barullo que se estaba formando, llegó corriendo. Aquella noche había renunciado a que le montaran su tienda y dormía al borde de una hoguera, como el resto de los soldados.

    -¿Qué ocurrir? –preguntó.

    -Una serpiente ha entrado en mi tienda –le respondió Gilga, señalándosela y ordenando luego a uno de los centinelas que se la llevara de allí.

    -¿Picar a ti?

    -Kenami la ha matado antes de que lo hiciera... Pero tampoco estoy seguro de si era venenosa.

    -Sí ser venenosa –le aclaró Enkidu mientras observaba cómo el soldado la sacaba de la tienda insertada en la punta de la lanza-. Ser serpiente negra de pantanos. Yo ver morir animales y descomponer poco rato después de picar serpiente negra.

    -Entonces… se podría decir que me has salvado la vida –reconoció Gilga, dirigiéndose al semita.

    -Sí, se podría decir así, mi señor –respondió Kenami.

    -Raro… -dijo de nuevo Enkidu-. Estas serpientes sólo vivir en zonas de pantanos...

    -¿Qué ha ocurrido? –preguntó Ubar, quien llegaba acompañado por el mago Ninsulgi y el ayudante de éste, Zaro Sin.

    Para entonces ya no quedaba nadie que no se hubiera acercado al centro del campamento para averiguar qué había sucedido.

    -Nada, Ubar. Una serpiente se ha colado en mi tienda, pero ya está muerta –le dijo el rey, tratando de quitar importancia al asunto-. Biurturre, cuando acaben de inspeccionar el campamento, que todos intenten dormir de nuevo, aún queda un buen rato para que amanezca –ordenó entonces a su jefe de batallón.

    Biurturre y Ur-Kan abandonaron la tienda. Y Gilga se alegró de que también se marchara, sin tener que pedírselo, el somnoliento Ubar.

    -Enkidu, ¿estás seguro de que este tipo de serpientes no se encuentran por esta zona?

    Éste afirmó con un gesto.

    -Es una se... se... serpiente negra de los pa... pa... pa... pantanos, mi señor –intervino Ninsulgi, ignorando que aquella información ya la había dado Enkidu-. Hay cazadores de se... serpientes que... que... que las venden vivas. En algunos lugares las utilizan pa... para extraerles el veneno y utilizarlo en po... po... po… pócimas.

    -El veneno de serpiente se suele utilizar para... –empezó a decir Zaro-Sin, el muchacho ayudante del mago, hasta que un pescozón de su maestro le hizo callar de golpe.

    -Es po… posible que se escapara de alguna ca... caravana, mi señor –continuó entonces el mago.

    -Eso explicaría cómo ha llegado hasta aquí –dijo Gilga. Y se volvió hacia Kenami-. Pero lo que ahora me pregunto es qué hacías tú en el interior de mi tienda.

    -Hacía una ronda por el campamento y oí un ruido extraño por detrás de la tienda –aclaró el semita-. Al acercarme vi que la tela estaba rajada y la levanté con sumo cuidado, para no alertaros a vos ni a los centinelas. Entonces vi a la serpiente deslizándose hacia el interior, y me metí tras ella.

    Gilga le miraba con desconfianza.

    -Se ha de tener muy buen oído para escuchar el sonido de una serpiente deslizándose... –dijo el rey.

    -Y lo tengo... Pero no tanto. Lo que yo oí creo que eran los pasos de alguien que se alejaba de forma apresurada...

    Gilga frunció el ceño. Si el semita estaba en lo cierto, aquello no había sido un simple accidente.

    Zaro-Sin levantó la mano, solicitando permiso para hablar. No consiguió más que llevarse otro pescozón de Ninsulgi.

    -Gracias, Kenami –dijo al fin el rey-. Tendrás una buena recompensa por esto. Puedes retirarte.

    Cuando Kenami se disponía ya a abandonar la tienda, se detuvo un instante y se volvió de nuevo hacia el rey.

    -Sólo una cosa más, mi señor –dijo-. Si de veras queréis soldados, empezad a tratar a vuestros hombres como a soldados. Los dos centinelas de guardia estaban adormilados en la puerta. Y eso casi os cuesta la vida.

    Gilga le miró con gesto grave. Y luego asintió.

    -Lo tendré en cuenta.

    El semita dio media vuelta y abandonó la tienda, seguido por Ninsulgi y su ayudante.

    -Kenami tener razón –dijo Enkidu-. Ya no estar en Sumer. Nosotros necesitar tener más cuidado.

    -Mañana... Mañana empezaremos a cambiar las cosas, Enkidu, mañana… –le respondió, sin prestarle demasiada atención-. Es extraño…

    Gilga se llevó una mano a la nuca, y la fue bajando lentamente, acariciándose el cuello a la vez que parecía esforzarse en recordar algo de lo sucedido. Luego se miró la palma de la mano, como si esperara encontrar en ella el rastro de algo.

    -¿Qué ser extraño?

    -Justo antes de que la serpiente me atacara, he notado... como si alguien me soplara, como un susurro avisándome del peligro… Shamash… -recordó el rey-. Sí… Oí el nombre de Shamash… apenas un suspiro, pero ha sido suficiente…

    -Posible Shamash alertar a ti, pero Kenami matar serpiente.

    Gilga recordó el consejo que su madre le dio cuando partieron de Uruk. Posiblemente, si hubiera prestado un poco más de atención a los asuntos de los dioses en los últimos días, aquel infortunio y el incidente con Anum Edina en Gisa no hubieran sucedido.

    -Al amanecer ordenaré a Ninsulgi que prepare un altar para una ofrenda a Shamash –se limitó a comentar.

    Los soldados inspeccionaron todos los rincones del campamento, aunque no se encontró ni el menor rastro de serpientes por ningún lado. Las hogueras se encendieron de nuevo y todos acercaron un poco más sus mantas al fuego. Alguien musitó en voz alta que todo aquello, un compañero hecho prisionero el día anterior y, ahora, una serpiente en la tienda del rey, eran malos augurios. Y otro se preguntó cuál sería el siguiente infortunio.

    Mientras tanto, en un extremo del campamento, Ubar regresó a la tienda que su criado le montaba cada noche junto al carromato.

    -¿Dónde estabas hace un rato?... Con el jaleo que se ha montado me he despertado y tú no estabas aquí –recriminó a su criado-. ¿No te has enterado? Al parecer, una serpiente casi mata al rey.

    -¿Casi... mi señor? –preguntó el esclavo, reteniendo el aliento.

    -El mercenario semita lo ha evitado –le aclaró Ubar.

    El esclavo exhaló un largo suspiro, nervioso, que a Ubar no le pasó desapercibido. Tampoco las gotas de sudor que le perlaban la frente, brillando en la penumbra de aquella noche que volvía a iluminarse con las llamas de las hogueras nuevamente encendidas. Ubar sintió un escalofrío. El esclavo, al observar la mueca de horror en el rostro de su amo, dejó entrever una sonrisa.

    Aterrorizado por lo que acababa de descubrir, Ubar quiso introducirse en la tienda sin hacer más comentarios, pero el esclavo le retuvo sujetándole con fuerza por el brazo.

    -Recordad, mi señor, que soy un sirviente de vuestro padre –lo dijo en un tono que en nada se asemejaba al que un sirviente emplearía jamás con su amo-. Estoy aquí para defender los intereses del ilustre Rimus... que también son los vuestros –añadió.

    Y dicho eso, el esclavo le soltó el brazo permitiéndole entrar en la tienda.

    Durante el resto de la noche, pocos fueron los que consiguieron recuperar el sueño. Aun así, una silenciosa calma se apoderó del campamento. Quizá, murmuraban algunos, ya habían llegado demasiado lejos, mucho más lejos de lo que jamás hubieran podido imaginar. Quizá, se decían, era ya el momento de regresar a Uruk.

    ***

    A la mañana siguiente el ambiente en el campamento era frío, insólitamente frío, como si el viento del invierno se hubiera presentado por sorpresa. Los soldados lo notaban en sus cuerpos, pero también en el ánimo. Apenas hablaban. Todos se mostraban extrañamente concentrados mientras practicaban los ejercicios que los jefes de compañía les iban señalando. Pero era evidente que lo hacían con cierta desgana... Sin lugar a dudas, el episodio ocurrido la noche anterior les había afectado. Difícilmente podía achacarse a la casualidad que aquella serpiente hubiera atacado precisamente al rey. Los rumores y la desconfianza por la presencia de un posible traidor en el grupo empezaban a tomar forma. Algunos sospechaban del mercenario semita, quien no parecía caer demasiado bien a su señor. Otros, los menos, desconfiaban de Ninsulgi, el mago, simplemente porque nunca hay que fiarse de todo de un mago. Tampoco faltaba quien sostenía que alguno de los mandos, deseoso de volver a Uruk, habría tramado la muerte del rey, confiando en que eso provocaría el regreso anticipado del grupo.

    Y entre silencios, rumores y sospechas, fue pasando aquella fría mañana.

    Mientras esperaban el retorno de Paroro, Gilga decidió aprovechar el tiempo para mejorar la disciplina del grupo. Convocó en su tienda a Enkidu, a Kenami, a sus dos jefes de batallón y al mago Ninsulgi. Y allí, sentados en rudimentarias banquetas, el improvisado consejo estableció el conjunto de normas que iban a regular el comportamiento de los soldados mientras durara la expedición. Ninsulgi se ofreció para dejar constancia escrita de todo lo dicho. Aunque no parecía que eso fuera a servir de mucho, todos se mostraron de acuerdo en la conveniencia de que aquellas normas fueran grabadas en una tablilla. Sin embargo, y para sorpresa de los reunidos, el rey decidió encargarse personalmente de aquella labor.

    Después de la pausa para la comida, mientras Biurturre y Ur-Kan explicaban el nuevo código a los cuatro jefes de compañía y a la treintena de jefes de escuadra, el rey se dedicó con esmero a las tareas de escriba. Elaboró una rudimentaria tablilla de arcilla, amasándola tal y como le habían enseñado a hacerlo de pequeño en la Casa de Escribas de Nippur. Y a media tarde el trabajo ya estaba prácticamente acabado. Ninsulgi sólo tuvo que sugerir alguna pequeña rectificación en alguno de los trazos grabados. Cuando Gilga le entregó la tablilla para que la custodiara, recordó a Lugalbanda, en una de sus últimas audiencias, recriminándole sus escasos conocimientos de escritura. Ahora, pensó, el viejo rey sí estaría orgulloso de él.

    Inesperadamente, aquel ejercicio resultó ser mucho más útil de lo que habían imaginado. Y es que al día siguiente, Zaro-Sin, el ayudante del mago, sosteniendo en sus manos el código escrito lo fue leyendo en voz alta por todo el campamento, una y otra vez, mientras los muchachos realizaban los ejercicios de adiestramiento o mientras aprovechaban para comer o, simplemente, para descansar. De esa forma, hasta los más duros de entendederas acabaron por aprenderse de memoria las nuevas normas. El chico, que ya había ejercido de vocero en algunas sesiones de la Asamblea, recitaba el contenido de aquella tablilla con todo su entusiasmo, lo adornaba con algunos consejos propios y, cuando veía que alguno de los soldados se acercaba amenazante con ánimo de partirle la tablilla en la cabeza, le disuadía recordándole que él se limitaba a transmitirles la voluntad del rey.

    Y de esa forma, todos comprendieron que un soldado de guardia era el custodio de las vidas de sus compañeros, empezando por la del mismísimo rey Gilgamesh. Dormirse o fallar en una guardia equivalía a traicionar al resto de expedicionarios y se castigaría con una veintena de azotes. Y si por causa de la negligencia alguien resultaba muerto, el soldado negligente tendría que ser ejecutado atravesándole el pecho con una jabalina.

    Kenami también había insistido en la conveniencia de prohibir a los soldados que pudieran discutir, o tan siquiera comentar, las órdenes de un superior. El semita había observado como los mandos debían esforzarse constantemente, insistiendo e intentando convencer a sus hombres, para que acataran sus órdenes. La técnica propuesta por Kenami, el método de la patada en el trasero, fue aceptada con entusiasmo por la mayoría de los jefes de escuadra. Y resultó de lo más efectiva. Cada vez que alguien hiciera algún comentario o expresara una opinión acerca de cualquier orden de un superior, éste recibiría al instante una patada en el culo por parte de cada uno de sus compañeros de escuadra. Gilga se alegró de haber aceptado aquella sugerencia pues no tardaron en dejarse oír las primeras carcajadas entre los muchachos, a costa del trasero de los más rebeldes. Y precisamente aquello era lo que más necesitaba el grupo en aquellos difíciles momentos.

    Se hizo obligatorio que todos participaran en los ejercicios de adiestramiento de las diferentes armas, estableciéndose un sistema de puntuación que permitía valorar a los soldados. El rey se comprometió a que los mejores serían promocionados al regresar a Uruk, y amenazó con obligar a los peores a servir durante seis meses seguidos como soldados esclavos, sin paga y sin jornadas de descanso. Aquello hizo que todos intentaran destacar en las disciplinas que mejor se les daban y, como mínimo, evitar ser los peores en las restantes.

    También Ninsulgi hizo sus aportaciones al nuevo código. Desde ese día pasó a ser obligatorio el aseo diario en el campamento, al finalizar la marcha o los ejercicios de adiestramiento. Se estableció que cuando no fuera posible aprovechar algún arroyo o riachuelo cercano, una escuadra sería la encargada de ir con un carro a llenar odres y ánforas de agua para, como mínimo, asegurar la limpieza de las manos, la cara y los dientes de todos los soldados. Además, debían rasurarse la barba, como máximo, cada seis días, y cortarse el pelo para que no superara los dos dedos de longitud. Curiosamente, aquella medida tuvo otra consecuencia con la que no contaban y es que, a partir de entonces, se hizo habitual observar a muchos de los soldados afilando sus dagas y espadas en los ratos de descanso.

    También se establecía la obligatoriedad de realizar las necesidades fisiológicas en las zanjas que, para tal fin, debían cavarse cada vez que se montara el campamento. O la de tumbarse y guardar silencio por las noches, acabando de esa forma con la costumbre de conversar alrededor de las fogatas hasta bien entrada la noche. Y quedaba prohibido, también, guardarse alimentos en la ropa, o comer fuera de los tiempos fijados para el descanso.

    Tres días después, las risas y las bromas provocadas por la técnica de la patada en el trasero, empezaron a dar paso a las venganzas hacia los compañeros que habían mostrado excesivo celo en la aplicación del castigo y, a la vez, al miedo de tener que poner el propio trasero a disposición de los puntapiés de los compañeros. De esta forma se consiguió que la mayoría de los jefes de escuadra dejaran de hacer sugerencias y ya sólo se limitaran a dar órdenes.

    Mientras seguían esperando la llegada de los hombres de Kenami, pudieron advertir como en varias ocasiones se acercaron al campamento patrullas de soldados de Gisa que les observaban desde la distancia. Gilga ordenó que nadie se dirigiera a ellos, ni les provocaran de ninguna manera. Nada ni nadie debía causar la impresión de que eran una expedición hostil, pero tampoco que sentían algún tipo de temor hacia las autoridades o los soldados de aquella ciudad.

    Por fin, cinco días después de que Anum Edina fuera retenido, Paroro regresó al campamento acompañado por otros tres hombres del grupo de Kenami. Era ya media tarde cuando uno de los centinelas de guardia dio la voz de aviso al verlos llegar.

    Gilga quiso aprovechar para poner a prueba a los suyos y, con voz potente, les gritó… ¡En formación!. La orden fue repetida por los jefes de compañía y todos corrieron a situarse frente al rey. Algunos lo hacían portando una espada o una lanza en sus manos, otros, los menos, llevaban además el escudo, y otros tuvieron que conformarse con formar a tiempo, aunque fueran desarmados.

    -¡No está mal! –dijo el rey, cuando todos hubieron formado-. ¡No está mal! –repitió complacido mirando a Enkidu, que en ese momento se acercaba a Kenami-. ¡Volved a los ejercicios!

    -No estar nada mal –le confirmó Enkidu.

    -No estaría mal si lo hubieran hecho en la mitad de tiempo –repuso Kenami-. Y empezaría a estar bien si, además, lo hicieran con la espada a la cintura y la lanza y el escudo en sus manos. O, al menos, un arco a la espalda.

    Aquel comentario no sentó nada bien a Gilga quien, harto de la arrogancia que acostumbraba a mostrar siempre el semita, le miró con dureza.

    -Venga, Kenami... tú reconocer soldados de Uruk ya estar entre mejores… –terció Enkidu, dándose cuenta del enojo de su amigo-. Cada uno tener arma asignada y no necesario llevar todas armas encima.

    Kenami, como si nada hubiera oído, se acercó hasta el recién llegado Paroro y, sin poder reprimir una amplia sonrisa, le palmoteó en el pecho amistosamente en cuanto éste bajó de su caballo. El mismo gesto se repitió con dos de los otros tres semitas que le acompañaban, quienes, sonrientes, inclinaron su cabeza en señal de respeto a su jefe. Y, al tercero, el que parecía ser el más joven, Kenami le dio un abrazo de bienvenida. El semita miró a aquel muchacho de arriba abajo, con evidente orgullo, y le dijo algo que ni Gilga ni Enkidu alcanzaron a oír.

    -¿Y si de improviso hay que luchar cuerpo a cuerpo? –gritó entonces Kenami, volviéndose hacia Enkidu-. ¿Qué harán los que manejan el arco? ¿Tomar cerveza? –le dijo con un ostentoso gesto, simulando sorber cerveza a través de una caña-. ¿Y qué harán los que manejan la espada si el enemigo está en lo alto de una muralla? ¿Dormirán un rato mientras esperan su turno?

    -¡Mercenario engreído! –estalló el rey-. ¡Es más efectivo especializar a los soldados en un arma para que la manejen como expertos!

    -¡Y todavía es más efectivo que sepan manejarlas todas, salvo que dispongas de cuatro o cinco batallones!

    -¡Mis soldados son hombres, no dioses! –respondió Gilga enfurecido.

    De repente, Kenami desenvainó su espada, la lanzó contra una palmera situada a una docena de pasos, y la clavó en el tronco. Luego, con gran rapidez, le arrebató la lanza de las manos a uno de los solados de Uruk y la clavó en otro árbol que había a la derecha de la palmera, a una veintena de pasos de distancia. Y a otro de los soldados que observaba todo aquello con cara de perplejidad, le quitó con un resuelto movimiento el arco que portaba cruzado a la espalda y una flecha del carcaj que, al instante, quedó clavada en el tronco de un tercer árbol algo más alejado de los otros dos.

    Con igual rapidez Kenami entregó su daga al mismo soldado al que le había quitado el arco y extendió su propio dedo índice, apoyándolo contra uno de los travesaños de madera en los que ataban a los mulos. Luego se sacó del costado su propia daga, que ocultaba bajo la ropa, y apuntó con ella a la garganta del soldado.

    -¡Kamish!... -gritó entonces el semita-. ¡Repite contra esos mismos troncos! –ordenó al más joven de los recién llegados.

    El soldado de Uruk al que Kenami apuntaba con su daga en el cuello, asía la que éste le había entregado alzándola con mano temblorosa, sin saber qué debía hacer con ella.

    -Si mi hombre –le gritó entonces Kenami, asegurándose de que todos pudieran oírle- no consigue dar en el blanco en cualquiera de los tres troncos, córtame el dedo con rapidez, o te rebanaré yo a ti el cuello.

    Gilga se llevó la mano a la empuñadura de su espada, dispuesto a defender al soldado, pero Enkidu le retuvo sujetándole por el brazo.

    Kamish desenvainó su espada y la lanzó hacia el primer tronco, donde se clavó, junto a la de Kenami. Luego corrió hacia otro de los soldados de Uruk y le pidió su lanza. El soldado se resistía a entregársela y, dudando, se volvió hacia el rey. Enkidu le indicó con un gesto que se la entregara, y así lo hizo. Pese a estar unos pasos más lejos, Kamish acertó en el mismo árbol donde Kenami la había clavado hacía un instante. Y desde el mismo sitio, ya con toda la expedición contemplando expectante lo que sucedía, el joven semita lanzó una flecha con su propio arco y la clavó a menos de un palmo de la de Kenami.

    -Gracias por salvar mi dedo, Kamish.

    El joven le sonrió satisfecho y Kenami apartó su daga del cuello del soldado de Uruk quien, nervioso, se secó el sudor de la frente con el brazo.

    -Está bien, Kenami –dijo al fin Gilga, malhumorado-, en cuanto vengan el resto de tus hombres, iremos a buscar a Anum Edina y luego hablaremos de tu continuidad en esta expedición.

    -Sólo han podido venir Paroro y estos tres guerreros que tenéis ante vos –le respondió Kenami-. Serán suficientes.

    -Yo desear tú tener razón, Kenami –intervino Enkidu, palmoteando en la espalda a Gilga para tranquilizarle-. Ojalá ser suficientes.

    Capítulo 30 – Historia del mercenario

    Ya faltaba poco para que anocheciera y Kenami y Paroro inspeccionaban juntos los alrededores del campamento. Cruzaron la arboleda que había junto al mismo y se acercaron hasta el borde del riachuelo. Allí, Enkidu acababa de lavar su ropa. La suave brisa no tardaría en secarla mientras él, como de costumbre, descansaba un rato tumbado sobre la hierba.

    -Cuando acabes te dejaré la mía para que me la laves también –bromeó Kenami.

    -Bueno… yo lavar... –respondió Enkidu sin prestarles demasiada atención.

    Los dos semitas se miraron extrañados. Aquella no era la respuesta que esperaban.

    -Ya me la lavaré yo mismo –continuó Kenami-. Un buen guerrero siempre debe hacerse cargo de sus propias pertenencias.

    -¡Pues tú lavar tu ropa! –se encaró Enkidu.

    -¡Está bien!… Sólo era una broma –se disculpó Kenami.

    Ambos se daban ya media vuelta para regresar al campamento cuando Enkidu se levantó rápidamente y les retuvo sujetándoles del brazo.

    -¡No, por favor! –les pidió-. Vosotros perdonar. Yo estar algo nervioso por Anum. Él ya varios días prisionero... Y encima historia pasada con serpiente... Quizá todo esto ser error...

    Kenami se sentó sobre una de las rocas, en la misma orilla del riachuelo, e invitó a hacer lo mismo a Enkidu y Paroro.

    -¿Serpiente? –preguntó Paroro.

    -Hace unos días apareció una serpiente en la tienda del rey –le aclaró Kenami.

    -¿Y...?

    -La maté –le confirmó, mientras Paroro asentía complacido, como si ya estuviera esperando aquella respuesta.

    -No te preocupes Enkidu, mañana iremos a Gisa a buscar a ese soldado –le tranquilizó Paroro-. Además, el rey Irsuim no es de los que disfrutan torturando prisioneros. Y menos si cree que puede cambiarlos por algunos shekels de plata.

    -Ese Anum, ¿es amigo tuyo? –le preguntó Kenami.

    -Granja donde yo vivir con Samhat ser de su hermano mayor, Urembeti… Él pedir yo proteger y… yo no hacer demasiado bien…

    -Mañana iremos a por él –repitió entonces Kenami, zarandeándole amistosamente por el hombro.

    Enkidu le agradeció aquel gesto de consuelo, aunque no podía dejar de preocuparse por la suerte de Anum. Pero además, como otros en la expedición, también él sospechaba que lo sucedido con la serpiente no había sido un hecho casual, y temía que la vida de su amigo estuviera en peligro.

    -¿Cuánto pagar Aremos por vuestro servicio? –les preguntó de repente, tratando de apartar de su cabeza aquellos malos pensamientos.

    -¡Acaso quieres hacerte mercenario! –exclamó Kenami con ironía-. Acordamos que nos pagaría diez shekels de plata al salir de Uruk y completaría la paga a la vuelta con otra pieza a cada uno de mis guerreros por cada diez días que permanezcan en la expedición.

    Enkidu, pensativo, se rascó la cabeza como si estuviera dándole vueltas a algo.

    -Supongo no tener sentido tú intentar acabar con vida de rey. Eso poner fin expedición y vosotros cobrar menos.

    -Así es. Eso nos descarta a mí y a Paroro como conspiradores –bromeó Kenami-, pero… hablemos de ti…

    Enkidu sonrió por la ocurrencia. Sabía que los semitas no se iban a ofender por su observación, pues ya desde el viaje que hicieron juntos a Nippur los tres se habían mostrado una estrecha confianza.

    -Por cierto, Kenami ¿Cómo tu perder ese trozo oreja? –volvió a preguntar Enkidu, señalando a la oreja maltrecha del semita.

    -Uhmm, veo que quieres cambiar de tema… Eso te hace más sospechoso… -continuó Kenami con ironía-. Lo de mi oreja… bueno... fui herido en una batalla.

    -¿Cómo ocurrir?

    -Nos había contratado el señor de un pequeño reino situado cerca de las tierras de Egipto. Apenas contaba con unos pocos soldados y nos enfrentábamos a un poderoso ejército de más de dos mil…

    -¡Ja, ja, ja! –Paroro no pudo reprimir una carcajada.

    -¡Tú dejar de mentir, semita! –le recriminó Enkidu, recuperando también el buen humor.

    -No es el recuerdo de ninguna hazaña –le reveló Paroro-. Perdió media oreja de un mordisco en una pelea de borrachos en una sucia taberna, en Karkemish.

    -¡Chivato traidor! –le espetó Kenami-. Voy a seguir con mi ronda de inspección.

    Kenami se levantó simulando haberse ofendido y se alejó dejándoles allí sentados. Él y sus hombres habían sido contratados para reforzar al grupo con sus armas y su habilidad en el caso de que se produjera algún enfrentamiento, pero no se le escapaba la conveniencia de mantener los ojos muy abiertos ante cualquier peligro que pudiera acechar a aquellos sumerios inexpertos y, de forma especial, a su rey. Por experiencia sabía que salvar la vida de un rey solía tener mayor recompensa que ganar una batalla.

    -Creo Kenami buen hombre –dijo entonces Enkidu a Paroro-. Y valiente. Parecer él no temer a nada.

    -Pocos hay que sean más valientes que él, eso es cierto… Pero no ha tenido un camino fácil.

    -¿Qué querer decir?

    Paroro recogió una piedra de sus pies y la lanzó al riachuelo. Luego miró a Enkidu, pensativo.

    -Nosotros formábamos parte de una próspera tribu de pastores que encabezaba el padre de Kenami. Cuando éste murió, nuestro clan, los Asur, tuvimos que abandonar la tribu… Podría decirse que tuvimos que huir… Y acabamos perdiéndolo todo.

    -¡Vaya!... ¿Y qué suceder después?

    -Pues que aquí nos tienes, ofreciéndonos a quien esté dispuesto a pagarnos.

    -Pero ¿por qué Kenami no suceder a su padre como señor de tribu?

    Paroro resopló. Y tiró otra piedra al agua.

    -Bueno… Es un poco largo de explicar. Su madre murió poco después de que él naciera –dijo- y su padre buscó una nueva esposa, una joven viuda que acabó dándole otros tres hijos. Y que más tarde le convenció para que el mayor de esos hijos, Moner, fuese reconocido como su sucesor. A partir de ahí, todo fueron mentiras y engaño contra Kenami y contra el resto de los miembros de nuestro clan.

    Paroro hizo otra pausa, como si prefiriera reservarse para sí alguna parte de la historia. Luego le habló de los tres hermanastros. De Moner, dos años menor que Kenami, un muchacho violento y ambicioso, digno heredero de la sangre de su madre, y de Raba, la hija nacida un año después que Moner y cuyo espíritu albergaba tanta o más maldad que el de éste. Y, por último, de Kinor, el pequeño, quien, extraño designio de los dioses, sentía auténtica devoción por su hermanastro mayor. Y al que Kenami correspondía con su afecto, añadió Paroro.

    Le explicó cómo, a la muerte de su padre, y tras denunciar las malas artes de su madrastra para perjudicar a los Asur, tuvieron que abandonar la tribu ante el escaso apoyo que obtuvieron por parte de los restantes clanes. Marcharon una treintena de hombres, acompañados por algunas mujeres jóvenes y sus pequeños. Sólo los más ancianos del clan decidieron permanecer en la tribu para no entorpecer la marcha de los suyos. Se llevaron un escaso rebaño de cabras que no tardó en ser aniquilado por una partida de sicarios enviados por el propio Moner... Finalmente, para evitar que todos murieran de hambre, no les quedó más remedio que vender a las mujeres y a los niños como esclavos.

    Habían pasado ya más

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